Capitulo 17
—Por Dios, Cullen. ¿Es que no has desayunado cereales esta mañana?
Edward se quitó el casco y patinó hacia la banqueta, el comentario del entrenador resonando en sus oídos. Pese a no ser más que un entrenamiento, estaba fuera de juego: las piernas no querían saltar y sus reflejos eran un milisegundo más lentos de lo normal. Los defensas lo pillaban cada vez que se acercaba a portería. Le robaban el disco tanto por la banda derecha como por la izquierda. Lo superaban una y otra vez en los marcadores. Todo el mundo se había dado cuenta, pero nadie había dicho palabra...nadie, excepto el entrenador, cuyo trabajo consistía precisamente en hablar, hablar mucho, y no siempre mencionar cosas buenas. Edward pensó que debería estarle agradecido al entrenador por su diplomacia. Podía haber sido peor; podía haberle dicho a Edward que mejor que se fuera a paseo y que estaba lanzando como un viejo mulo de carga improductivo, que era precisamente como se sentía en aquel momento. Como un viejo mulo de carga, improductivo y tremendamente distraído.
La pasada noche. Ése era el problema que estaba fastidiándole cualquier esfuerzo de concentración. Había intentado hacer una buena obra y todo se había vuelto en su contra. Cuando en el último minuto decidió hacerle el favor a Bella, se limitó a suponer que debía comportarse tal y como se esperaba que se comportase. Todo el mundo esperaba que los deportistas de alto nivel aparecieran con una modelo del brazo y sonrieran ante las cámaras, ¿no era eso? Todo formaba parte del juego, parte de la fantasía. De modo que llamó a la modelo «Rosalie Swan », que la noche anterior, cenando en un restaurante, le había facilitado su número de teléfono, y le preguntó si quería acompañarlo a una cena de etiqueta. Y ella, una persona que vivía y respiraba para estar siempre en el ojo público, aprovechó la oportunidad. Quedaron. Había colgado el teléfono satisfecho con el punto de apoyo que se había buscado. A nadie le amarga un dulce.
Excepto a Bella.
¿Pero cómo podía adivinar que eran hermanas?
Y en realidad, no era ni siquiera eso lo que le preocupaba. Era su falta de previsión. De haberlo pensado bien, se habría presentado solo. Y con ello le habría demostrado a Bella—después de que ella hubiera dejado de echarle encima las mil pestes—que cuando la presión empujaba de verdad, era algo más que un autómata lanzador de discos obsesionado con la victoria; era alguien capaz de hacer un favor a un amigo. Pero lo que había hecho era hacer el favor a su manera, y con ello...Dios, no quería ni pensarlo. Aquella mujer se había enfadado de verdad, y él era la causa de su enfado. Sabía por qué estaba enfadada, lo que a su vez le enfadaba a él. Se sentía culpable de que ella se hubiese enfadado, y ahora tendría que actuar aún más rápido para reparar sus faltas, porque si algo no podía permitirse, era que Bella estuviese enfadada con él.
Y todo porque se había presentado al acto en compañía de Rosalie.
Rosalie. Vaya ingenua. El espacio que quedaba entre sus orejas estaba tan vacío, que incluso podía oírse el viento silbando por allí. No entendía nada: ¿Cómo era posible que una hermana fuera tan lista y la otra tan vanidosa y tonta? Sí, era evidente que con sólo mirarla era obligatorio pensar en ella de cintura para abajo, no iba a engañarse en este sentido, pero sólo hablaba de sí misma y, a decir verdad, era Aburrida. No sólo eso, sino que además la tía era como una especie de pez rémora humano. Le había dado un besito en la mejilla al finalizar la velada y ella se había agarrado a él y casi le aspira la cara entera. A lo mejor era un anticuado o un retrógrado o un sexista, pero prefería ser él quien diera el primer paso, en el caso de que se hubiera dado, lo cual, ni mucho menos, era su intención.
Había planeado explicarle todo aquello a Bella durante el entrenamiento de la mañana, pero había habido un pequeño problema: no estaba. Normalmente, cuando él abandonaba la pista, ella siempre estaba allí, sentada con el Toro y los periodistas deportivos, charlando. Pero hoy Jason estaba solo camelándose a las tropas. Edward esperó a que acabara el entrenamiento para echarle el guante a de camino hacia el vestuario.
—Hola.
El Toro se volvió, sorprendido.
—Fue un placer verte por allí anoche, Cullen. Ahora que has visto la luz, a lo mejor tenemos suerte y conseguimos involucrarte en algo más.
Edward ignoró el exasperante comentario sobre lo de «ver la luz»—un claro eufemismo de haber hecho las cosas al estilo de Milenio— y se encogió de hombros, restando importancia al asunto.
—Sí, tal vez. ¿Dónde tienes hoy a tu secuaz?—preguntó, casualmente.
— ¿A Bella? No sé qué ha pasado con su familia, no estoy seguro. Por eso se largó anoche corriendo—Extendió el brazo para pasarlo por encima del hombro de Edward, en plan fraternal, y bajó la voz, como si fuera a contarle un secreto—Oye, ¿no estarás lesionado ni nada por el estilo?
—No. ¿Por qué?
—Porque hoy en el entrenamiento has estado fatal y los periodistas han empezado a preguntarme si estabas lesionado y cosas por el estilo.
— ¿Qué les has dicho?
—Les he dicho que un entrenamiento no tiene nada que ver con un partido y que todo el mundo tiene derecho a tomarse un día libre de vez en cuando, incluso tú. ¿He hecho bien?
Edward le dio unas palmaditas en la espalda.
—Has hecho bien. Pero puedes hacerlo incluso mejor.
— ¿Qué?
—Dame la dirección de Isabella Swan.
Rosas amarillas. Significaban amistad, ¿no? Era la pregunta que Bella estaba formulándose mientras acariciaba con las puntas de los dedos los delicados pétalos de las flores antes de depositar el jarrón sobre el viejo baúl del salón. Un detalle muy cariñoso eso de enviar flores, aunque cuando llegaron, pensó—espero—que fueran de parte de otra persona. Pero el desengaño se evaporó en el mismo instante en que leyó la tarjeta que las acompañaba:
«B... estuviste estupenda, sabía que acabarías convenciendo al capitán. Volturi fue la guinda del pastel. Los de Milenio están excitadísimos. Felicidades por un trabajo bien hecho. Jason».
Se odiaba, naturalmente, por haber esperado que fuesen de Edward. Se daba cuenta de que lo de odiarse empezaba a convertirse en un trabajo a tiempo completo. Había llegado el momento de hacer alguna cosa al respecto.
Con un suspiro, se acercó a la hilera de ventanales que dominaban el puente de la calle Cincuenta y Nueve. Bajo el cielo gris de noviembre, el tráfico seguía con su habitual cha-cha-chá de para y arranca. Creyó ver algunos copitos de nieve descendiendo en espiral hacia la concurrida acera. ¿Cuándo caería la primera nevada? ¿Antes del día de Acción de Gracias? ¿Después? Le encantaba ver caer la nieve, le gustaba aquella delicadeza parecida a la de un bebé cuando cierra los ojos. Pero en Manhattan, la pureza virginal de la nieve nunca se prolongaba por mucho tiempo. Entre los camiones y el hollín y la gente, se ennegrecía en un abrir y cerrar de ojos. Pero pensándolo bien, era mejor que vivir en...
Se preguntó si había cometido un error tomándose todo el día libre. Podría haberse limitado a tomarse sólo la mañana para acompañar a Jacob en coche a Connecticut, para que llegase puntual al colegio, y luego ir a la oficina después de comer. Pero estaba agotada: ella y Jacob habían estado hablando hasta muy tarde y después Bella no había podido conciliar el sueño. A las cinco, cansada de estar en la cama y con la cabeza sin parar de dar vueltas, se había levantado y había preparado una hornada de bollitos de limón con semillas de amapola. «Cuando me siento dudosa, cocino», era uno de sus lemas. Jacob y Victoria se emocionaron con aquel desayuno sorpresa y, por algún motivo desconocido, preparar los bollitos la hizo sentirse menos culpable por devolver a Jacob a Connecticut. En aquel momento, tenía un pastel de chocolate enfriándose, para ponerle después una cobertura de azúcar caramelizado, y había comprado todos los ingredientes para preparar una moussaka que comería por la noche con Victoria. «Quién sabe—reflexionó—tal vez las crisis son en realidad como una bendición disfrazada». Al fin y al cabo, si siempre acababan con ella metida en la cocina, cortando y mezclando y gratinando y midiendo, ¿hasta qué punto podían ser malas?
Respuesta: eran bastante malas. No quería ni pensar de nuevo en la cara de Jacob cuando aquella mañana lo había dejado en el colegio, sabiendo que después del entrenamiento de hockey que tenía a última hora, tendría que volver a casa...si es que se le podía denominar «casa». « ¿Por qué no se divorcian y ya está?», le había susurrado Jacob en el coche. Bella no había sabido qué responderle. Era una pregunta que ella se había estado formulando desde siempre.
Como mínimo, su padre había llamado a última hora de la noche para asegurarse de que Jacob estaba bien. Siempre era su padre, nunca su madre. Siempre era él quien expresaba su arrepentimiento, quien pedía disculpas a los hijos, quien intentaba arreglarlo por ellos. Su madre, jamás: de hecho, el comportamiento de su madre parecía dar a entender a veces que la guerra entre ella y su marido era de algún modo completamente culpa de los hijos. Bella había dedicado muchas horas a convencer a Jacob de lo contrario, de que el horroroso matrimonio de sus padres no era en absoluto culpa de él, ni mucho menos, que era un problema de sus padres. No tenía ni idea de si sus palabras habían calado. Simplemente se alegraba de que hubiera estado dispuesto a buscar ayuda en el momento en que la había necesitado, y de que ella hubiera podido sacarlo de allí, aunque fuese sólo por una noche. Y mientras Jacob lloraba en el sofá del salón, le habían asaltado todo tipo de ideas locas: «A lo mejor debería trasladarse aquí a vivir conmigo. A lo mejor podría obtener su custodia». Pero incluso mientras pensaba en ello, sabía que aquello nunca sucedería. Sus padres jamás permitirían que sucediera. Mientras tanto, haría todo lo que estuviese en su mano: querer a su hermano pequeño, estar a su lado siempre que lo necesitara, asegurarle que esa montaña rusa que era su vida en casa no tenía nada que ver con él. Y tal vez, lo más importante de todo, podía demostrarle que era posible sobrevivir viviendo en aquella casa y salir airoso de ello...considerando que «airoso» era un término relativo, por supuesto.
Inquieta, entró en la cocina para comprobar si el pastel se había enfriado ya, posando la mano con cuidado sobre él. No, estaba aún demasiado caliente para el caramelo. Coqueteó con la idea de abrir la lata de azúcar caramelizado que utilizaba para rematar sus pasteles y comerlo a cucharadas a modo de comida, pero decidió no hacerlo porque sabía que acabaría sentándole mal, y en las últimas veinticuatro horas ya había tenido una buena ración de náuseas. La simple idea de que podía revolvérsele el estómago le hizo pensar en Rosalie... o, más concretamente, en Rosalie y Edward.
Después de salir corriendo del Tavern on the Green se le ocurrió que tal vez habría tenido que avisar a Rosalie de que en casa de sus padres acababa de dar comienzo la última entrega del Armagedón. Al fin y al cabo, se trataba también de su familia. ¿Por qué Bella tenía que ser la única a la que se le hubiera desbaratado la velada? Pero, entonces, Bella se dio cuenta de que su velada ya se había visto desbaratada previamente...por Rosalie. Además, sabía perfectamente cuál habría sido la reacción de Rosalie: «Oh». Y ya está. Porque a menos que algo afectara a Rosalie directamente, no existía, así de simple.
Se sirvió otro café... ¿Cuántos llevaba? ¿Tres? ¿Cuatro? Tenía que pensar en su estómago. Bella intentó concentrarse en el asunto Edward/Rosalie. No debería haberse enfadado, pero se había enfadado. Y estaba enfadada por haberse enfadado. No tenía derecho a enfadarse. Ella y Edward no eran ni siquiera amigos. Y ella tenía novio, si es que Benjamín contaba como eso. Entonces, ¿de dónde había sacado la idea de que podía coger una pataleta porque uno de los solteros más recalcitrantes de Nueva York se presentase en un acto benéfico en compañía de una importante modelo? Cabía reconocer que la modelo era su hermana, quien además resultaba ser una tonta de remate, pero aún así, no tenía derecho.
¿O sí lo tenía? Y allí era donde estaba toda la confusión. Edward se veía preocupado por su enfado, lo cual no tendría sentido a menos que sintiese algo por ella, ¿correcto? ¿Qué pasaba allí entonces? Había querido remendar lo que había hecho rápidamente, intentando explicar la situación entre él y Rosalie. ¿Y por qué tenía que hacer eso un tipo, a menos que ella significase algo para él? O... a menos que él pensara que para ella él significaba algo... y... estuviera intentando desilusionarla enseguida.
Oh, Dios. Era eso. Edward sabía que ella se sentía atraída por él, y no quería hacerle daño. No tenía nada que ver con que él albergara algún tipo de sentimiento hacia ella, tenía que ver con buena educación. Diplomacia. Lástima. «Le doy lástima».
La idea dolía. Humillaba. Y luego la puso rabiosa. ¿Sentía lástima? Pues él también le daba lástima. « ¡Cabrón!». Sabía que dentro de aquella cabeza dura había un cerebro, pero aún así estaba dispuesto a dejarse llevar por su... estaba dispuesto a quedar con un cero a la izquierda como Rosalie. «Cabrón y tonto». Si le sacabas su súper sueldo y todos los artículos de Hugo Boss y todo lo demás, lo único que quedaba era un deportista cabrón grande, tonto, superficial y camorrista. Él y Rosalie eran tal para cual. Que salieran juntos y tuvieran bebés con una buena dotación genética. Ella se quedaba con Benjamín, un hombre con cerebro, alguien capaz de apreciar las mejores cosas de la vida, como los libros y el arte y la música y el gorreo...no, el gorreo no...las películas, pero las películas de verdad. Ella siempre preferiría el cerebro al músculo.
Sonó el timbre y, asustada, dio un brinco en la silla de la cocina donde estaba sentada. Dejó la taza del café y se dirigió al recibidor. Debía de ser Victoria, que sin duda había vuelto a olvidarse las llaves y pasaba a recoger la bolsa del gimnasio que había dejado junto a la puerta de entrada. Cogió la bolsa con una mano y con la otra giró los tres pestillos de seguridad y abrió la puerta.
— ¿Te has olvidado algo?—bromeó.
Allí estaba Edward Cullen, vestido con cazadora de cuero marrón, pantalones vaqueros y jersey negro de cuello redondo, el cabello Cobrizo mojado aún después de salir de la ducha y la mano dispuesta a tocar de nuevo el timbre. «De acuerdo, Dios mío—pensó con pesimismo Bella—¿Podrías, por favor, matarme ahora mismo para así no tener que soportar más humillaciones?».
—Edward—dijo, intentando sonar neutral y recordando en aquel mismo instante que iba vestida con un chándal viejo y desastrado y llevaba unas gafas con unos cristales tan gruesos como el de las botellas de refresco. Se quitó enseguida las gafas— ¿Qué haces aquí?
—Yo... ¿por qué te has quitado las gafas?
— ¿Qué?
—Las gafas—Hizo un gesto en dirección a la mano de Bella. O al menos, eso fue lo que ella se imaginó, pues sin las gafas, Edward se había convertido en un borrón alto y bien hecho— ¿Por qué te las quitas?
—Estaba leyendo. Sólo las utilizo para leer.
—Oh—Miró por encima de ella...para comprobar, pensó Bella, si Victoria estaba en casa—¿Puedo pasar?
—Por supuesto—Le hizo pasar. Su boca empezaba a llenarse de palabras que no estaba muy segura de querer pronunciar. No podía creer que se hubiese presentado allí, y ella con aquella pinta— ¿No has pensado en llamar primero? —preguntó con mal humor, entornando los ojos al ver que él se despojaba de la cazadora y la colocaba con cuidado sobre el respaldo del sofá. Detectó un movimiento de cabeza; debía de estar mirando la casa.
—Bonito lugar.
—Me alegro de que te guste. Ahora dime por qué no has llamado antes.
—Te lo diré cuando vuelvas a ponerte las gafas.
—Ya te lo he dicho, sólo necesito las gafas para leer.
—Mentira, me miras con los ojos entornados como Mr. Magoo. ¿Cuántos dedos ves?
Bella se cruzó de brazos, enfadada.
—Lo siento, pero no estoy para jueguecitos.
— ¿Cuántos dedos hay?
—Está bien—bufó Bella. Entornó aún más los ojos y empujó el cuello hacia delante—Dos.
—Te equivocas. Tres. Póntelas, Bella. No estás tan mal como te piensas.
—Eso es muy fácil decirlo cuando no llevas gafas.
—Sí que las llevo. Pero casi siempre utilizo lentillas, como tú. Ahora, póntelas.
Con un suspiro, volvió a ponerse las gafas y el mundo apareció de nuevo en Tecnicolor.
— ¿Mejor?—preguntó él.
—Sí—se vio obligada a admitir ella—Ahora dime por qué no has llamado.
—Porque pensé que no querrías hablar conmigo—Hizo una pausa—Que incluso me habrías colgado el teléfono.
Ella mantenía la mirada.
— ¿Por qué tendría que hacerlo?
—Anoche estabas bastante enfadada. Creo que tenemos que hablar.
—Sí, yo también lo creo—coincidió Bella. Estaba a punto de preguntarle si quería acompañarla a la cocina cuando él empezó a avanzar en aquella dirección, su cabeza y sus hombros relajados, revelando un hombre acostumbrado a dar por sentado que es el dueño de cualquier espacio en el que se mueva. «Chulo hijo de puta», pensó Bella.
Se detuvo en la puerta de la cocina, olisqueando.
—Mmm, ¿a qué huele?
—A pastel de chocolate—Bella pasó entre él y la puerta. ¡Cómo llenaba aquel hombre el espacio!—De aquí a un momento lo cubriré con azúcar caramelizado.
—Huele muy bien—Seguía en el umbral de la puerta, llenando la estancia—Bonita cocina. Hogareña—Dirigió la mirada hacia donde estaba ella, junto al mostrador de la cocina, y miró otra vez el pastel— ¿Te gusta cocinar?
—Sí.
—Vaya—dijo él, pensativo.
— ¿Qué quiere decir eso?
— ¿Qué quiere decir qué?
—«Vaya». ¿Qué significa ese «vaya»?
—Significa—empezó a decir lentamente, sus ojos Verdes atraídos irresistiblemente hacia el pastel de chocolate—que nunca te había imaginado como cocinera.
—Vaya—repitió Bella a modo de réplica, utilizando el mismo tono. ¿Cómo se la imaginaba? ¿Como una adicta a la comida rápida? Edward había conseguido apartar los ojos del pastel y miraba ahora con deseo la cafetera situada sobre el mostrador de Formica de color azul claro—¿Quieres un café?—le ofreció Bella, por decir algo. «Podría derramártelo encima, si te apetece».
Él sonrió agradecido.
—Un café sería estupendo.
Notó sus ojos clavados en ella mientras caminaba con sus calcetines gruesos de lana por el pequeño espacio rectangular de la cocina y estiraba el brazo para coger una taza del armario situado sobre los fogones. Le sirvió un café de la cafetera.
—Jason me ha contado que anoche tuviste un problema familiar y que por eso te marchaste.
Bella se quedó agarrotada. «Maldito sea Jason y su bocaza».
— ¿Va todo bien? ¿Tu hermano?
—Mi hermano...—Abrió la nevera y sacó de ella un cartón de leche descremada hacia el que movió afirmativamente la cabeza—... ahora está bien. —Añadió leche a la taza y guardó de nuevo la leche en la nevera—Anoche no estaba.
— ¿Qué pasó, si no te importa que te lo pregunte?
—Me importa, de hecho, pero ya que pareces preocupado de verdad, te lo explicaré—Le entregó la taza de camino hacia la mesa de la cocina y se dejó caer en una silla. Edward se quedó de pie, apoyado contra la jamba de la puerta.
—Para no convertirlo en un relato muy largo, muy aburrido y muy complicado, te resumo. El matrimonio de mis padres es horroroso y pelean bastante. Lo de anoche fue excepcional. Alcohol, platos volando por los aires... ya puedes imaginártelo. Jacob me llamó y me pidió que lo sacase de allí, lo que hice encantada. Pero, por desgracia, esta mañana he tenido que llevarlo al colegio, para que no perdiera clases—Le dio un sorbo al café—Y eso es todo.
— ¿Y tú, estás bien?
—Estoy bien—dijo Bella, un poco más cortante de lo que le habría gustado—Esta noche he dormido poco, pero aparte de eso, estoy bien.
—Los temas familiares pueden ser muy complicados—observó con empatía Edward.
— ¿Tienes familia? Siempre había tenido la impresión de que saliste de un tubo de ensayo. Nunca, jamás, los mencionas en las entrevistas.
—No tengo por qué—replicó—No tienen nada que ver con el hockey—Dio un sorbo rápido al café—Jacob tiene suerte de tenerte.
—Sí. Pero no has venido aquí para hablarme de Jacob.
—Sí, en parte sí—Se acercó lentamente a la mesa y tomó asiento en la silla situada enfrente de la de Bella, cogiendo la taza con las manos entrelazadas, como si pretendiera calentarlas. Bella se dio cuenta de que estaba cansado—Esta mañana, al no verte en el entrenamiento, me he preocupado, sobre todo después de ver cómo marchaste anoche corriendo de la cena.
— ¿Qué tal fue la cena de anoche?—preguntó Bella, en plan guasón. Sabía que avanzaba sobre una capa de hielo muy fina, pero no podía evitarlo. El diablillo de la perversión le hablaba al oído, acicateándola— ¿Se lo pasaron bien Rosalie y tú?—dijo burlándose
—Mira, me gustaría que no actuases de este modo—dijo en voz baja Edward—Es indigno de ti.
Bella notó que la cara le hervía de humillación ante aquel reproche.
— ¿Podemos hablar? Sin toda esta mierda...tal y como lo hicimos en el bar la semana pasada. ¿Es posible?
—Por supuesto—murmuró Bella, en guardia después de haber sido amonestada—Empieza tú.
Edward reflexionó bien lo que iba a decir.
—El otro día, cuando me leíste la cartilla en el vestuario, hablaba en serio. Cada noche me juego el tipo en el hielo y, en mi opinión, eso es todo lo que se me pide que dé o todo lo que yo estoy dispuesto a dar.
—Pero…
—Pero una de las cosas que deberías saber sobre mí es que no me gusta defraudar a los amigos, sobre todo a los amigos que me piden ayuda del modo en que tú estabas pidiéndomela—Dio un lento y largo trago al café—Por eso me presenté anoche. No para darles vidilla a esos cerdos de Milenio. Vine porque quería ayudarte. Y punto. Fin de la historia.
—Y te lo agradezco—le dijo sinceramente Bella, sintiéndose decepcionada con la elección de la palabra «amigo». Se levantó para coger la lata de azúcar caramelizado y una espátula—Pero la verdad es que hubiera gustado que me hubieses comunicado que venías para haber hecho un poco más de publicidad—Le miró de reojo, tropezando casi de la sorpresa al ver en su cara un sincero arrepentimiento.
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