Capitulo 9
—Ediiiieee. Vamos, despierta.
Edward abrió una rajita por la que apareció un ojo cansado e irritado. La estupenda Rubia que se había llevado a casa la noche anterior estaba cabalgándole como si fuese un caballito de juguete.
— ¿Podrías por favor bajarte de aquí?—murmuró educadamente, la punzante migraña que sentía detrás de los ojos le taladraba cada vez que ella saltaba arriba y abajo.
—Eso no es lo que decías anoche—bromeó ella, inclinándose hacia delante de modo que sus pechos rozaran el torso de él.
—Ya no es anoche—replicó él, cerrando el ojo. El dolor era tan fuerte e intenso que derrumbó la cabeza sobre la almohada. «Tanto juego y demasiado Rémy Martin convierten a Edward en un resacoso». La mujer que había conducido hasta el éxtasis la noche anterior— Laurie?, ¿Laura?, ¿Lauren?—dejó de dar botes pero no hizo ningún amago de descabalgarlo. De hecho, acababa de enterrar el rostro en el cuello de él para mordisquearlo, con la esperanza de revivirlo y realizar de nuevo una regia actuación. Pero no sería así.
—Hablo en serio—dijo amablemente Edward—Necesito que bajes. No me encuentro muy bien.
La mujer chasqueó la lengua decepcionada y se hizo a un lado, permitiéndole volver a respirar con normalidad. Consiguió abrir los dos ojos y, con lo que al parecer era la poca fuerza que le quedaba, volvió lentamente la cabeza hacia la mesita de noche para ver qué hora era. Las diez y media de la mañana. «Oh, mier... no espera, espera. Las diez y media de la mañana... domingo. Uf». Por un segundo, el pánico se había apoderado de él al pensar que se había dormido y se había perdido el entrenamiento. Pero entonces lo recordó: anoche era sábado, y había salido con un par de amigos y habían ido a un club privado de la zona del Noho. El propietario del club, claramente emocionado por tener en su casa a una estrella del deporte, le había dicho a Edward que tenía barra libre. Y Edward había aceptado la invitación, de modo que los recuerdos de la noche se habían vuelto más confusos a medida que más coñac había ido bebiendo. Recordaba haber subido a un taxi en compañía de la rubia que ahora tenía a su lado, y lograba recordar también las acrobacias que habían practicado después. Pero el hecho de que ahora estuviese allí en su cama era una prueba de que había bebido demasiado. Normalmente, cuando le interesaba acostarse con una mujer, se aseguraba de ir a casa de ella. De este modo, podía irse después de un intervalo respetable de agradable descanso y no tenía que pasar la noche allí. Ahora, estaba atrapado.
La rubia suspiró feliz para sus adentros y se acurrucó bajo las sábanas, con la clara intención de ponerse de nuevo a dormir. Edward se incorporó para apoyarse en el codo y con toda la amabilidad que fue capaz de conseguir, la sacudió un poco cogiéndola por el hombro.
—Odio tener que hacer esto, cariño, pero tengo que ir a un sitio.
—Me parece bien—maulló ella como un gatito—Puedes dejarme aquí.
Edward sofocó una risa, sorprendido al descubrir que le dolía incluso la cara.
—No puedes, pequeña. En Chateau Cullen las cosas no funcionan así. ¿Por qué no vas a la ducha y yo llamo un taxi para que te recoja en una media hora?
La mujer se sentó en la cama, resoplando.
—Está bien—Tiró de la sábana hasta cubrirse el pecho y se levantó, la ropa de cama de Edward siguiendo su estela hasta que entró en el baño—Sé muy bien cuando no se me quiere en un lugar.
«Gracias a Dios», se dijo Edward, cogiendo el albornoz que tenía colgado detrás de la puerta del dormitorio. Y aunque de pie el dolor de cabeza parecía menguar un poco, empezó entonces a ser tremendamente consciente de la sensación de arena que sentía en el interior de la boca. Sin subir las persianas, se encaminó a la cocina y quedó cegado por la luz de la nevera cuando abrió la puerta para ver qué había dentro. Botellas de zumo. Carretes fotográficos nuevos. Pilas.
Se llevó la mano a la frente y merodeó por la cocina en busca de café. La señora que le hacía las faenas de la casa, Sue, estaba siempre organizando los malditos armarios y él nunca sabía dónde estaban las cosas en un momento dado. En la nevera encontró el café molido que esperaba aliviase su dolor de cabeza. Puso a hervir agua en un cazo, llamó al portero para que pidiese un taxi para Laurie-Laura-Lauren y rezó con fervor para que pasase un buen rato en la ducha y no saliese a tiempo de tomarse una taza en plan amiga y ponerse a charlar.
Para empezar, él no era una persona de mañanas, sobre todo cuando tenía resaca. Además, no tenía nada que decirle. Su cabeza volvía una y otra vez a la noche anterior...al sexo, concretamente. Había sido bueno, de eso no cabía duda. Y luego lo recordó... Bella como le decían los chicos. El estómago, ya medio mareado, le dio entonces un vuelco. En algún momento, durante el juego previo, la imaginación se había apoderado de él y se había imaginado que era a Bella a quien estaba besando apasionadamente, que eran los suaves muslos de Bella los que estaba separando. «Oh, Dios».
Afectado, fue a sentarse en el gran salón estudio con ventanales, la luz del día fustigándolo. Eso era justo lo que necesitaba: ser tratado brutalmente por el radiante sol matutino y entrar en razón. Desde el intercambio que había mantenido con Bella el día anterior en el vestíbulo, no había sido capaz de sacársela de la cabeza. La chica había demostrado que tenía narices, plantándosele de aquella manera, y la admiraba por ello. Algunos de sus chicos estarían encantados de batirse codo con codo con él, pero no tenían pelotas para hacerlo. Pero se lo había permitido a aquella mujer diminuta —que, sin duda, le partiría las costillas si le amenazaba con hacerlo—.Eso le encantaba. Le excitaba. Le demostraba que tenía cabeza, carácter y valentía... Lo que se necesitaba también para salir adelante fuera del hielo. «Seré ese estribillo pesado que no te puedes sacar de la cabeza. Caray, llevaba toda la razón en eso». Lo que tenía que hacer ahora era pensar qué hacer respecto a todo aquello, porque de ningún modo podía permitirse enamorarse de esa mujer, sobre todo porque trabajaba para esos cabrones de Milenio, y sobre todo porque no podía permitirse desviar su atención de la victoria. Tenía que alejarla de sus pensamientos. Evitarla. Ignorarla. Costase lo que costase.
— ¿Puedo al menos tomarme un café antes de que me eches?
La voz aguda de Laurie-Laura-Lauren sonando a sus espaldas devolvió a Edward al mundo real. Se apartó de la ventana y vio que su compañera de juegos de la última noche estaba de pie junto a su gigantesco sofá de cuero de color crema, mirándole, su mini-vestido verde esmeralda de la noche anterior cobrando un aspecto barato e incongruente a la luz de día.
—Por supuesto —respondió, dirigiéndose a la cocina. Una taza de café y una bajada de bandera de taxi eran lo menos que podía hacer. Pero aun mostrándose educado mientras servía el humeante líquido negro en una taza, seguía con la mente fija en una cosa: Bella, y cómo cortar de raíz el deseo en ciernes que sentía por ella. No sería fácil, pero podía conseguirlo.
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