Capitulo 10
—Esta es mi chica.
El recibimiento de su padre cuando aparcaba en la placita donde finalizaba el camino particular que daba acceso a la finca de sus padres en Connecticut, siempre provocaba una sonrisa en el rostro de Bella. Hasta donde alcanzaba su memoria, aquéllas habían sido siempre las primeras palabras que le venían a la boca cuando la veía. Estaba inclinado sobre un parterre de anémonas japonesas, sus flores de color rosa claro temblando levemente a merced de la brisa de septiembre. Se enderezó al verla, sus ojos, hundidos en su cara rojiza y acostumbrada al aire libre, brillantes de satisfacción. Se despojó de los guantes de jardinero completamente embarrados, los tiró al suelo y corrió a abrazarla. Bella agradeció el abrazo y aspiró profundamente su olor: una mezcla de suave sudor y jabón de la marca Dial, un aroma que la retornaba directamente a su infancia, a la felicidad del tiempo que había pasado con él.
— ¿Cómo van?—preguntó Bella, inspeccionando los parterres. Todo lo que sabía de jardinería lo había aprendido de su padre. ¿Cuántas horas habrían pasado juntos estudiando con detalle catálogos de semillas, plantando y cavando, desbrozando y regando? No estaba segura de cuál había sido su mayor regalo, si su inquebrantable fe en ella o el amor por la jardinería que le había transmitido.
—Están cogiendo bien—dijo su padre en respuesta a su pregunta—Voy a intentar podarlas antes de que no dejen crecer a todo lo demás.
Bella movió afirmativamente la cabeza. Su padre parecía cansado; pero ¿cuándo no lo parecía? Charlie Swan era un auténtico «mulo de carga». Cuando empezó, trabajando en la construcción, era famoso por su increíble fuerza bruta y su terca resistencia. No había trabajo que su cuerpo robusto y cuadrado no pudiera acometer y acabar, y acabar además a la perfección. Era esa misma determinación la que le había permitido abrirse camino como constructor independiente.
Ahora, treinta y cinco años después, estaba al frente de un pequeño imperio de la construcción y la palabra «delegar» no existía en su vocabulario. Supervisaba todos los detalles de todas las operaciones, de principio a fin. Bella sabía que aquello era más que una simple cuestión de orgullo. Hacía tiempo que se imaginaba que esa dedicación al trabajo proporcionaba a su padre el respiro necesario para olvidarse de vez en cuando del campo de batalla que era su matrimonio.
Como si le hubiera leído los pensamientos, Bella oyó el tintineo de la risa de su madre a través de la puerta principal de la casa. Raneé Swan era la personificación femenina de la revista Town & Country: alta, regia, la típica blanca, anglosajona y protestante. Nacida en el seno de una familia rica, nunca había llegado a perdonar al padre de Bella por haberla retirado temporalmente de su ambiente durante los primeros años que estuvieron juntos, pese a que ahora el negocio ingresaba más dinero del que ella podría gastar en toda la vida... y Dios sabía que lo intentaba. Con cincuenta y cuatro años de edad, tenía el cuerpo de una mujer veinte años más joven y la gente que la veía de lejos quedaba impresionada de entrada por su larga melena de color castaño y rubio, confundiéndola a menudo con una de sus hijas, habitualmente con Jessica o Rosalie, lo que la llenaba de satisfacción.
Bella amaba y odiaba a su madre. La amaba porque los niños no saben hacer otra cosa, y la odiaba porque su madre siempre la hacía sentirse insuficiente. Nacida entre su hermana mayor, Jessica, que era alta y brillante, y su hermana menor, Rosalie, que era alta y bellísima, Bella era la chica rara: menuda, normal, la clásica niña de clase media que luchaba por destacar pero que nunca conseguía brillar. Al menos, no ante los ojos de su madre. Uno de sus recuerdos más dolorosos era haber oído a su madre decir en una fiesta, con el salón lleno de invitados: «Jessica tiene el cerebro, Rosalie la belleza, y Bella —entonces había hecho una pausa, con los labios fruncidos, evidentemente intentando pensar en algo que decir—Bella tiene la energía».
La energía. Como si eso fuera poco. No era de extrañar que siempre hubiese tendido más hacia su padre. El comprendía su energía, no lo veía como una torpeza o algo que obstaculizaba su camino, como hacía su madre. Miró a su padre y se le llenaron los ojos de lágrimas. Él había sido quien más la había animado para iniciar su propio negocio, quien creía en sus conocimientos, quien le decía repetidamente que no se rindiese. ¿Y por qué lo había hecho? La respuesta era simple: por miedo. Tenía miedo al fracaso.
El estruendo de música rock que se oía a través de una ventana abierta del segundo piso llamó entonces la atención de Bella.
—Veo que el chico que cumpleaños está en casa—le dijo a su padre.
Levantó la vista hacia la ventana con cortinas, una inequívoca mirada de insatisfacción.
—Dice que eso es música.
—Cuidado—bromeó ella, dándole golpecitos en el brazo—Que se te nota la edad—Su padre suspiró, sacudió la cabeza y volvió feliz a remover la tierra.
Bella entró en la casa para desearle feliz cumpleaños a su hermano menor, Jacob. El último de los Swan cumplía hoy doce años. La diferencia de edad entre el chico y sus hermanas era considerable. La madre de Bella afirmaba que había sido «un accidente», pero Bella y sus hermanas coincidían en que tener a Jacob había sido el último intento de sus padres de intentar salvar su matrimonio...Un intento que había fracasado, dejando al pobre Jacob criándose solo en la enorme mansión georgiana en compañía de unos padres que no paraban de pelearse. Su estatus de hijo único llenaba a Bella de un enorme sentimiento de culpabilidad. Al menos, cuando las cosas iban mal, ella, Jessica y Rosalie se habían tenido las unas a las otras. Jacob no tenía a nadie, y por eso Bella siempre hacía un esfuerzo para llamarle y verle siempre que podía. Era su manera de hacerle saber que ella estaba allí, aunque no vivieran bajo el mismo techo.
En el interior de la casa, su madre estaba sentada en la gigantesca cocina campera charlando por el móvil. La saludó distraídamente mientras Bella guardaba en la nevera el pastel que había preparado para Jacob. Antes de subir a ver a su hermano, pasó por el patio trasero para saludar a sus dos hermanas, de cuya presencia en la casa sabía por los dos Mercedes iguales aparcados en el camino de acceso. Jessica estaba sentada junto a la piscina vestida con pantalón corto y camiseta, enfrascada leyendo un libro. Rosalie estaba también junto a la piscina, su cuerpo perfecto y bronceado cubierto apenas por un biquini rosa de ganchillo. Como era de esperar, Rosalie era modelo. Una modelo de éxito, además. Bella adoraba a su hermana mayor, Jessica, pero con Rosalie era otra historia. Frívola, superficial, criticona, le recordaba mucho a su madre. Pero Bella tenía la esperanza de que Rosalie se despertase la mañana de su treinta cumpleaños y descubriera que había adquirido el tamaño de Pavarotti. Sabía que no estaba bien, pero Rosalie era tan condenadamente atractiva que a Bella no le quedaba otra alternativa que odiarla de vez en cuando por ello, segura de que cualquier otra mujer norteamericana de aspecto normal y corriente la odiaría también.
Charló con ellas unos minutos antes de subir a ver a Jacob. La casa de sus padres le hacía pensar en un museo: todo en su lugar, la climatización perfectamente controlada, cualquier pista sobre la vida combativa y turbulenta que allí se vivía astutamente escondida. Excepto para Jacob. Aunque la música que sonaba a todo trapo en su habitación era realmente ensordecedora, al menos indicaba cierta vitalidad de la que carecía el resto de la casa. Bella aporreó literalmente la puerta de su habitación, sabiendo que era imposible que le oyera si llamaba con educación.
Se abrió la puerta y allí estaba él, su rostro iluminándose por una amplia sonrisa que revelaba dos pequeñas hileras de aparatos dentales, su cabeza siguiendo el ritmo de la música. Era menudo, como Bella, pero tenía la complexión robusta de su padre y su misma piel morena.
—Hola—dijo, pellizcándole el brazo en broma.
Se hizo a un lado para dejarla entrar. Bella no quería parecerle anticuada, pero la música sonaba tan fuerte que incluso temblaba el suelo. Hizo un ademán en dirección al equipo de música, haciendo una mueca, como queriendo disculparse.
— ¿Podrías...?
Jacob bajó la música.
—Gracias.
Bella observó las cuatro paredes de la desordenada habitación. Cualquier centímetro de espacio disponible estaba cubierto por fotografías de Britney Spears y Christina Aguilera, o por pósteres de los héroes deportivos de Jacob. Estaba Armando dispuesto a lanzar un stiike, y Michael Jordán, a un metro del suelo encestando un gancho, y...
Edward Cullen, ocupando un lugar de honor sobre la cabecera de la cama de Jacob.
Bella se volvió hacia él.
— ¿Cuándo conseguiste esto?
—La semana pasada—Jacob saltó sobre la cama y se acostó en ella bocabajo—Papá dijo que trabajabas con él. ¿Es verdad?
—Sí.
— ¿Puedo conocerlo?—Su voz no ocultaba la emoción.
Bella se quedó dudando.
—Por favor...—suplicó Jacob.
Bella apartó un montón de ropa sucia y se sentó en el borde de la cama.
—De acuerdo—le prometió, mientras por la cabeza le pasaban imágenes de Edward mandando a paseo tanto a ella como a su hermano Jacob
— ¡Sí!—Jacob levantó el puño al aire—Sabía que por algo eras mi hermana favorita.
—Creía serlo porque te he cocinado un pastel con doble de chocolate para tu cumpleaños.
— ¡Doble!—exclamó Jacob. Miró a su hermana con declarada adoración—Estupendo.
—Lo intentaré—La mirada de Bella volvía constantemente al póster a todo color de Cullen patinando sobre hielo, con una expresión salvaje. Se le veía tan...varonil. Tan intenso. Como un guerrero, nada que ver con el tipo arrogante y poco colaborador que sabía que era. Apartó la vista y se concentró en su hermano.
— ¿Y qué se siente con esto de tener doce años?
Jacob se encogió de hombros.
—Nada. Lo mismo.
— ¿Qué te han regalado papá y mamá?
—Unos patines de hockey nuevos—recitó Jacob, aburrido—Un monopatín nuevo—Volvió a encogerse de hombros—Cosas.
«Cosas», pensó Bella, su garganta cerrándose con las palabras que habría deseado pronunciar pero que no debía articular. Ése había sido siempre el estilo de sus padres: atrapados como estaban en su propio drama, inundaban a sus hijos de cosas, una forma de apaciguar su sentimiento de culpa por no ser capaces de darles lo más importante.
— ¿Cómo ha ido por aquí últimamente?—preguntó en voz baja Bella. Su hermano se puso boca arriba y miró el techo y se cruzó de brazos a modo de respuesta.
—Como siempre—dijo en tono evasivo—Ya sabes.
Queriendo decir con ello que su madre seguía tomándose un cóctel de más antes de la cena y que luego arremetía contra su padre, diciéndole que se había casado con ella para ascender socialmente. Ambos a gritos con que si la clase trabajadora esto y aquello, y que si los otros eran unos presuntuosos. Que si chabolista irlandés. Que si princesa de hielo. «Dios mío», pensó desesperada Bella. ¿Es que les daba igual cómo podía afectar todo aquello a Jacob? ¿Y por qué tenía que importarles? Tampoco les importó cómo pudiera afectarles a sus hermanas y a ella.
Le alborotó el pelo, un gesto que el niño consideraba evidentemente poco adecuado para un chico de su edad, pues apartó la cabeza.
—Lo siento—se disculpó ella—Ya sabes que puedes venir a mi casa siempre que quieras. Lo digo en serio. O llamarme.
Se volvió hacia ella, esperanzado.
—Si vengo a tu casa, ¿podré conocer a Edward Cullen?
— ¿Qué te parece lo siguiente?—Bella se lo pensó un momento—¿Qué te parece si vienes conmigo a casa esta noche y mañana por la mañana te llevo a ver el entrenamiento de los Blades y así conoces a los chicos?
Jacob dio un brinco.
— ¿Puedes hacerlo? ¿De verdad?
—Por supuesto que sí—le garantizó Bella, su corazón lleno de felicidad al ver la expresión emocionada e infantil dibujada en el rostro de su hermano.
— ¿Y podré tener autógrafos y esas cosas?
—Sí.
— ¿Y una fotografía con Edward?
—Podemos intentarlo.
— ¡Eres la mejor!—Saltó de la cama y la besó impulsivamente en la mejilla— ¡Ya verás cuando se lo cuente a los colegas!—A punto estaba de salir de la habitación para llamar a sus amigos cuando se detuvo y se volvió de nuevo hacia Bella—¿Puedo llevar los patines? ¿Puedo patinar en la misma pista de hielo que ellos cuando hayan terminado?
—Se lo preguntaré a mi jefe—dijo ella con cautela—Pero no creo que haya ningún problema.
Dando gritos de alegría, salió corriendo hacia el vestíbulo y escaleras abajo. Una vez sola, Bella se incorporó y se volvió para contemplar la imagen de Edward que había sobre la cabecera de la cama. Dios, qué guapo era, incluso con el sudor cayéndole por la frente y su cuerpo inclinado hacia delante en posición de ataque, dispuesto a empujar el disco sobre el hielo. ¿Pero y qué? Lo que ahora le importaba no era su aspecto. Sino su corazón. Esperaba que debajo de su arisco exterior pudiera ser amable con un chiquillo, aunque ese chiquillo resultara ser su hermano. Porque de no serlo...
( espero les gusten estos nuevos capitulos si pueden obsequiar votos si les gusta encantada de recivirlos si comentan mejor un gran beso greis desde Venezuela)
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