EL HEREDERO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 26/04/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 75
Visitas: 117543
Capítulos: 65

 

Fic recomendado por LNM

BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

El éxito es su religión: el talonario de cheques su arma de dominio; la competencia su infierno cotidiano. Una vez más, se nos muestra al desnudo un mundo vertiginoso, implacable: el mundo de los grandes negocios, que forma parte ya de la mitología del siglo. Sus héroes son hombres que pervierten cuanto tocan, que destruyen y se destruyen en un juego escalofriante de posesos. Gentes como Edward Cullen, que entre negocio y negocio, en una pausa en cualquiera de sus viajes, se complace en prostituir a una muchacha en aniquilar a un hombre indefenso. Hombres como Jacob Black, gozador insaciable de placeres, cercado siempre por un ejército sumiso de aspirantes a estrellas o de estrellas fracasadas a la caza del último contrato. BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

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Capítulo 60: CAPÍTULO 12

Capítulo XII

 

Me senté en la sala, junto al bar, removiendo el whisky del vaso. Por detrás pude oír sus pasos bajando la escalera. No me di la vuelta.

Atravesó el cuarto y vino a sentarse a mi lado.

—Edward...

No la miré.

— ¿Qué?

—No soy una adicta; de veras. Lo he hecho solamente porque estaba sola. Te echaba de menos y no podía dormir.

—No me mientas, Renesmee —dije. Luego la miré—. He contado por lo menos seis pinchazos en tu brazo izquierdo. ¿Cuántos tienes en el derecho?

—Puedo dejarlo cuando quiera.

— ¿A quién tratas de engañar, Renesmee? ¿Lo has intentado siquiera?

—Te lo voy a probar —dijo—. Mira... —Abriendo la mano, me dejó ver los pequeños paquetes. Bajó del taburete y se fue detrás del bar. Dejó correr el agua en un pequeño lavabo, y poco a poco fue abriendo los paquetes y dejando caer su contenido.

Me acerqué a ella y cogiéndole uno de los envoltorios lo rasgué y probé un poco del polvillo. Era bicarbonato sódico... Se lo devolví.

—Nunca conocí a un adicto que tirara su mercancía con esa facilidad.

Se me quedó mirando.

—Te quiero, ¿lo sabes?

—Por supuesto —dije sarcásticamente—. Casi tanto como a la heroína...

Me serví whisky y me alejé de ella. Luego me estiré en el sofá, cara a la ventana. Las luces de Los Ángeles seguían brillando en la noche. Pero el espectáculo ya no me pareció tan bello.

Salió de detrás del bar, y apareció ante mí.

— ¿Qué vas a hacer?

—Nada. Es asunto tuyo, no mío.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No me dejes así, Edward. —Se dejó caer en el suelo frente a mí y se agarró frenéticamente a mis rodillas. Los sollozos sacudían todo su cuerpo. — Ayúdame, Edward, ayúdame, por favor.

Cogió mi mano con fuerza y empezó a cubrirla con rápidos y pequeños besos. Sus calientes lágrimas bañaron mi piel.

—Ayúdame, ayúdame —suplicaba una y otra vez.

Bajé la vista y posé mis ojos sobre ella. Por unos instantes me hubiera echado a llorar. Después de todo, hacía muy poco tiempo que era sólo una chiquilla. Pasé mi mano por su cabeza.

Tomó mi mano y la apretó contra su mejilla.

— ¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó llena de desesperación.

Yo estaba silencioso, mirándola.

—Dime, Edward. —Suplicó insistentemente, casi fieramente.

—Hay tres cosas que puedes hacer, pero no creo que hagas ninguna de ellas.

—Dímelas.

—Primera: puedes volver a Nueva York y contárselo a tus padres; ellos te ayudarán.

—No. Sería matar a mi madre.

—Segunda: puedes marcharte a Inglaterra y firmar. Por lo menos, de este modo obtendrás la droga bajo supervisión médica.

—No. Eso me alejaría de ti. Yo allí y tú aquí, y no podría volver.

—La tercera es la más dura.

No dijo nada.

—Internarte en Vista Clara. —Es probablemente el mejor centro privado de América para la rehabilitación de adictos a los narcóticos. Y el más caro, pero poseen las técnicas más modernas necesarias, tanto en el aspecto médico como psicológico. — Mañana por la mañana.

Pude notar el frío temblor que recorrió su cuerpo. El miedo era ciertamente real.

— ¿No se puede hacer otra cosa?

—Claro que sí —dije bruscamente—. No hacer nada. Sigue como hasta ahora, y acabarás siendo una mierda.

Se mantuvo en silencio durante largo rato; encendí un cigarrillo y se lo di; luego encendí otro para mí. La observé; en su cara había arrugas que hasta entonces no había tenido.

El cigarrillo casi había quemado sus dedos antes de que empezara a hablar.

—Si hago lo que me dices, ¿no me dejarás?

—No.

— ¿Vendrás a verme?

—Sí.

— ¿De verdad?

Asentí.

—Sin tu ayuda no lo conseguiría —dijo—. Lo sé.

—Lo conseguirás —aseguré, tomándola entre mis brazos—. Yo te ayudaré.

 

 

Vista Clara se asentaba en los quebrados montes de detrás de Santa Bárbara. A no ser por la elevada cerca de hierro que rodeaba todo el jardín y por el guardia uniformado de la enorme verja, se la podría haber tomado por la típica casa de campo de un potentado.

Me detuve ante la cerrada verja, y le di mi nombre al guardia. Este volvió a la portería y vino luego con un pequeño libro.

— ¿La persona que viene con usted es el paciente?

—Sí —contesté—. La señorita Darling.

Echó una breve ojeada al interior del coche. Ella no le miró, sino que, bajando la vista, contemplaba sus manos, que retorcía nerviosamente.

—Siga por la avenida hasta el final, luego tuerza a la izquierda y deténgase ante la entrada principal. Allí encontrará lugar para aparcar y la doctora Davis les estará esperando.

Se volvió a la portería, y a través de los cristales pude ver cómo apretaba un botón. Las grandes verjas de hierro se abrieron lentamente y mientras entramos, hizo una llamada por teléfono. Las puertas se cerraron nuevamente en cuanto pasamos.

Una mujer joven y atractiva nos estaba esperando en la escalinata que llevaba a la entrada. Sobre su corto traje llevaba una bata blanca. En cuanto hube apartado el coche bajó a nuestro encuentro.

— ¿Señor Cullen? —preguntó mientras me tendía la mano. Su apretón era firme, como de hombre de negocios—. Soy la doctora Davis.

—Encantado de conocerla —dije.

Luego se volvió hacia Renesmee cuando ésta descendió del coche.

— ¿Señorita Darling? Soy su doctora. Me llamo Shirley Davis.

Renesmee hizo un gesto de asentimiento y me miró interrogativamente.

La doctora Davis sonrió; tenía una sonrisa agradable.

—En caso de que le cause admiración, me anticipo a decirle que verdaderamente soy doctora. Cuando pasemos a mi despacho le enseñaré mi diploma y certificados.

Renesmee se rió a su vez y luego le tendió la mano.

—Encantada de conocerla, doctora Davis.

Miré a la doctora aprobatoriamente. Había ganado un punto. Por un momento, me pareció que Renesmee había hablado con sinceridad. Empezamos a subir los escalones; la doctora sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta. Entramos y la puerta se cerró automáticamente.

—El vestíbulo está decorado con genuinas antigüedades hispano—mexicanas del siglo XIX, —nos explicó en tanto que nos dirigíamos hacia su despacho—. Fueron donadas a Vista Clara.

Nos detuvimos ante una puerta de oscuro roble. De nuevo sacó la doctora Davis una llave de su bolsillo, y de nuevo se cerró la puerta automáticamente en cuanto hubimos entrado.

La estancia estaba amueblada confortablemente y la única señal de que se trataba del despacho de un médico lo constituía una pequeña vitrina que había detrás de su mesa, a través de cuyos cristales podían verse multitud de pequeños frascos de colores con productos médicos.

—Señor Cullen, ¿por qué no toma asiento en el sofá mientras la señorita Darling y yo atendemos a los trámites? Si quiere leer encontrará revistas sobre la mesa.

Ellas se encaminaron a un extremo de la habitación y yo me acomodé en el sofá.

La doctora Davis tomó unos formularios y empezó a leer en voz baja las preguntas.

Yo cogí unas revistas. Eran revistas médicas atrasadas, que quizá me habrían interesado si hubiera sido versado en medicina. Las dejé de lado, y me puse a mirar por la ventana.

De cuando en cuando, pasaba algún paciente, acompañado siempre por una enfermera; el ondulante césped parecía lozano, con toda su virginidad.

—Bueno, creo que con esto ya hemos terminado todas las formalidades —oí como decía la doctora Davis, y me volví de la ventana a la habitación.

Estaba de pie y en sus manos sostenía un sobre grande.

—Si hace el favor de depositar sus pertenencias aquí; nosotros se las guardaremos en la caja fuerte, y le serán devueltas cuando se vaya.

Silenciosamente, Renesmee se quitó los anillos, una pulsera y la cadena de oro que llevaba al cuello; dejó caer todo ello en el sobre.

—El reloj de pulsera también —dijo la doctora Davis.

Renesmee se lo desabrochó y lo dejó junto a las demás cosas.

La doctora selló el sobre y lo dejó sobre la mesa. Luego tocó un timbre.

Al instante apareció por una puerta de detrás del escritorio una enfermera de cierta edad, con el pelo gris, que permaneció aguardando.

—La señora Graham la acompañará hasta su cuarto. Luego se quitará la ropa que lleva y se pondrá la del hospital. Más tarde empezará su examen médico y los diversos tests.

—Por aquí, querida —dijo la enfermera con voz agradable, en tanto que abría la puerta y la dejaba pasar.

Renesmee me miró con aprensión.

—No se preocupe —se apresuró a decir la doctora—, así que la hayamos instalado, el señor Cullen pasará a verla a su habitación.

Sonreí a Renesmee para darle valor; ella intentó devolverme la sonrisa, pero casi no lo consiguió. Dándose la vuelta, se marchó con la enfermera. Yo me aproximé a la mesa.

La doctora Davis se sentó y me indicó la silla que antes había ocupado Renesmee. Me senté y pude notar el calor que todavía mantenía.

— ¿Tiene noción de cuándo tomó la paciente la última dosis? —preguntó la doctora Davis con voz tranquila y segura.

—Me parece que ayer noche —contesté.

— ¿Sabe cuánto tiempo hace que está tomando drogas?

—No.

— ¿Sabe con qué frecuencia solía hacerlo?

—No.

Mientras me hacía aquellas preguntas iba mirando unos papeles donde debían de encontrarse las respuestas de Renesmee.

Ahora me miró fijamente.

— ¿La paciente ha venido aquí voluntariamente, o por coacción?

—Voluntariamente.

— ¿Usted cree que tiene verdadero deseo de rehabilitarse?

—Sí.

—Es una bonita muchacha, y espero que podamos ayudarla.

No contesté.

—Ya sabe, en casos como éste, todo depende de la colaboración que nos dé el paciente.

—Comprendo.

Sacó un formulario.                  

—Por favor, tenga la amabilidad de decirme dónde se le puede encontrar en caso de que surja algún problema.

Le proporcioné todos mis teléfonos, incluyendo el de mi apartamento de Nueva York.

—Espero que no sea necesario molestarlo, pero eso nunca se puede decir. Aunque, como usted ve, actuamos con el máximo de seguridades; esto es una clínica y no una prisión, los pacientes en algunas ocasiones se las arreglan para escaparse.

Asentí.

— ¿Cuándo cree que podré venir a visitarla?

—Con suerte, dentro de una semana —contestó—, aunque lo más probable es que no sea hasta finales de la segunda. Las dos primeras semanas son las más difíciles para los pacientes. —Se puso en pie. — Le llamaré cuando yo vea que se encuentra en condiciones para que venga a verla.

Me levanté.

—Gracias, doctora.

La seguí por la puerta por donde Renesmee se había marchado. Ahora podía darme perfecta cuenta de que me hallaba en un hospital; el corredor era verde y aséptico; subimos por unas escaleras y nos encontramos en otro corredor. Se detuvo ante una puerta y llamó con los nudillos.

— ¡Adelante! —la enfermera de pelo gris nos abrió la puerta. Acto seguido se volvió a Renesmee—. Estaré de vuelta dentro de unos minutos, querida.

Pasó por delante de mí, salió y cerró la puerta con llave.

Renesmee, con la bata del hospital, parecía una niña, y estaba acomodada en la cama, rodeada de almohadones. Eché una ojeada al cuarto. No era desagradable. Sólo que su única ventana estaba a gran altura, casi tocando el techo.

— ¿Cómo te sientes? —le pregunté. Su labio inferior tembló al contestarme.

—Asustada.

Me senté en la cama, la tomé en mis brazos, y la besé.

—Estás haciendo lo mejor. Todo irá bien.

Se abrió la puerta, y ante nosotros apareció la enfermera arrastrando una pequeña mesa de ruedas en la cual había diversos instrumentos.

—Ha llegado el momento de que empecemos a actuar, querida: —dijo alegremente.

Renesmee se me quedó mirando.

—La doctora me ha dicho que posiblemente pueda venir la semana que viene.

—Eso es mucho tiempo... ¿Por qué no puedes venir antes?

—Lo intentaré.

Me rodeó con sus brazos.

—Bésame otra vez, Edward.

La besé y durante unos instantes la abracé con fuerza; luego salí al corredor.

La doctora me estaba esperando, y empezamos a caminar hacia el vestíbulo.

— ¿Cómo le parece que se siente? —me preguntó.

—Bien, aunque un poco asustada.

—Eso es normal. Está dando un gran paso.

Bajamos por las escaleras y cuando estábamos llegando al final, se volvió hacia mí. En su mano sostenía algo. Lo miré.

—Por cierto, tenía esto escondido en un pliegue de su bolso —me dijo.

Asentí con la cabeza.

—Ya me esperaba algo de eso. —Ahora sabía adonde había ido a parar la heroína.

— ¿Cree usted que puede guardar algo más sobre ella?

—No podría decirle.

—No se preocupe, señor Cullen. —la doctora sonrió—. Si tiene más, la señora Graham se las arreglará para encontrarlo. Para estas cosas tiene gran facilidad.

Di las gracias a la doctora y salí del edificio hacia mi coche. Me dirigí al aeropuerto internacional de Los Ángeles y tomé el avión de las tres para Nueva York.

La parte peor de todo el asunto aún tenía que llegar: decirles a Jacob y a Denise lo de su hija.

 

Capítulo 59: CAPÍTULO 11 Capítulo 61: CAPÍTULO 13

 


Capítulos

Capitulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capitulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero Capitulo 3: CAPITULO 2 Capitulo 4: CAPITULO 3 Capitulo 5: CAPITULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo Capitulo 20: CAPÍTULO 2 Capitulo 21: CAPÍTULO 3 Capitulo 22: CAPÍTULO 4 Capitulo 23: CAPÍTULO 5 Capitulo 24: CAPÍTULO 6 Capitulo 25: CAPÍTULO 7 Capitulo 26: CAPÍTULO 8 Capitulo 27: CAPÍTULO 9 Capitulo 28: CAPÍTULO 10 Capitulo 29: CAPÍTULO 11 Capitulo 30: CAPÍTULO 12 Capitulo 31: CAPÍTULO 13 Capitulo 32: CAPÍTULO 14 Capitulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capitulo 34: CAPÍTULO 2 Capitulo 35: CAPÍTULO 3 Capitulo 36: Hollywood 1960_1965 Libro tercero Jacob Black Capitulo 37: CAPÍTULO 2 Capitulo 38: CAPÍTULO 3 Capitulo 39: Capítulo 4 Capitulo 40: CAPÍTULO 5 Capitulo 41: CAPÍTULO 6 Capitulo 42: CAPÍTULO 7 Capitulo 43: CAPÍTULO 8 Capitulo 44: CAPÍTULO 9 Capitulo 45: CAPÍTULO 10 Capitulo 46: CAPÍTULO 11 Capitulo 47: CAPÍTULO 12 Capitulo 48: CAPÍTULO 13 Capitulo 49: Hollywood 1960_1965 Libro cuarto Edward Cullen Capitulo 50: CAPÍTULO 2 Capitulo 51: CAPÍTULO 3 Capitulo 52: CAPÍTULO 4 Capitulo 53: CAPÍTULO 5 Capitulo 54: CAPÍTULO 6 Capitulo 55: CAPÍTULO 7 Capitulo 56: CAPÍTULO 8 Capitulo 57: CAPÍTULO 9 Capitulo 58: CAPÍTULO 10 Capitulo 59: CAPÍTULO 11 Capitulo 60: CAPÍTULO 12 Capitulo 61: CAPÍTULO 13 Capitulo 62: CAPÍTULO 14 Capitulo 63: CAPÍTULO 15 Capitulo 64: CAPÍTULO 16 Capitulo 65: Aquell día de la primavera pasada, por la noche

 


 
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