EL HEREDERO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 26/04/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 75
Visitas: 117595
Capítulos: 65

 

Fic recomendado por LNM

BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

El éxito es su religión: el talonario de cheques su arma de dominio; la competencia su infierno cotidiano. Una vez más, se nos muestra al desnudo un mundo vertiginoso, implacable: el mundo de los grandes negocios, que forma parte ya de la mitología del siglo. Sus héroes son hombres que pervierten cuanto tocan, que destruyen y se destruyen en un juego escalofriante de posesos. Gentes como Edward Cullen, que entre negocio y negocio, en una pausa en cualquiera de sus viajes, se complace en prostituir a una muchacha en aniquilar a un hombre indefenso. Hombres como Jacob Black, gozador insaciable de placeres, cercado siempre por un ejército sumiso de aspirantes a estrellas o de estrellas fracasadas a la caza del último contrato. BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

Mis otras historias:

EL ESCRITOR DE SUEÑOS

EL ESCRIBA

BDSM

INDISCRECIÓN

EL INGLÉS

SÁLVAME

EL AFFAIRE CULLEN

NO ME MIRES ASÍ

EL JUEGO DE EDWARD

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana

 

Estaba en la tercera taza de café, cuando empezó a sonar el teléfono. Dejé que tocara. Has estado esperando una llamada durante tres años; bien puedes esperar treinta segundos más.

Volví a llenar la taza. Comprobé la altura del sol, la ventana de la rubia que vivía en la casa justamente bajo la mía en la colina, y el tráfico en el Strip.

El sol no había alcanzado la cima de la colina, la rubia seguía durmiendo, con las persianas bajas, y el único vehículo a la vista era un coche—policía que avanzaba perezosamente. Luego me dirigí al teléfono.

—Buenos días, Jacob—dije.

Hubo un momento de silencio. Pude oír por el aparato el sonido de su ronca respiración.

— ¿Cómo has sabido que era yo?

—Esta es una población poco madrugadora —contesté—. Nadie se levanta antes de las diez.

—No podía dormir —refunfuñó—. Llegué ayer noche, pero todavía me rijo por la hora de Nueva York.

—Entiendo.

— ¿Qué estás haciendo?

—Estoy sentado, tomando un café.

— ¿Qué te parece si vienes y almorzamos juntos?

—Nunca almuerzo, Jack. Ya lo sabes.

—Yo tampoco, y también lo sabes; pero no puedo dormir, y quiero hablar contigo.

—Estoy al teléfono.

—Me paso media vida en el teléfono. Quiero hablar contigo cara a cara. —Hizo una pausa, y otra vez pude oír su respiración. — Yo te diré qué. Ven y daremos una vuelta en coche. Hasta arriesgaré mi cuello en ese nuevo que he leído que has comprado, que alcanza los doscientos cincuenta.

— ¿Por qué no vas a dar la vuelta tú solo?

—Por dos razones. Primera, los conductores de California van como locos y me dan miedo. Segunda, ya te he dicho que necesito verte.

—De acuerdo, te recogeré enfrente del hotel.

—Dentro de quince minutos —dijo él—, tengo que hacer una llamada a Nueva York.

Colgué el teléfono y subí al dormitorio. Abrí la puerta suavemente y entré. Las cortinas estaban bajadas, y con la tenue luz pude ver que «Chica morena» continuaba dormida. Estaba desnuda sobre las sábanas, y tenía las manos juntas por encima de la cabeza, como si fuera a zambullirse desde una gran altura. La larga cabellera le caía por la espalda, como una cascada, tapándola como una manta.

Me acerqué a la cama y permanecí observándola. Estaba tan inmóvil que resultaba difícil notar su respiración. La habitación estaba impregnada del aroma de nuestra pasada noche de amor, flotando en el aire como un vino añejo. Pasé la mano por sus nalgas marfileñas, duras como el mármol. Se hundió en el colchón, y pude notar su calor en mis dedos.

Habló con la cara contra la almohada, sin volverse. Su voz tenía un sonido ronco y apagado.

— ¿Qué es lo que me haces, Edward? En cuanto me tocas pierdo el sentido.

Retiré la mano y me dirigí al cuarto de baño. Cuando volví, al cabo de quince minutos, estaba sentada en la cama con aspecto lúbrico.

—Te has vestido —dijo—. No está bien. Te estaba esperando.

—Lo siento, «Chica morena». Tengo un compromiso.

—Puedes llegar tarde. Vuelve a la cama y hazme el amor.

Sin contestarle, atravesé el cuarto, cogí un jersey y me lo puse.

—Hay un antiguo proverbio chino que dice: «El día que se empieza haciendo el amor, nunca puede ser malo», —aseguró ella.

Me reí.

—No tiene ninguna gracia, —refunfuñó—. Esta es la primera vez que me dices «No».

—Alguna vez tenía que ser, «Chica morena».

—Y basta de llamarme así; tengo un nombre y tú lo sabes.

La miré. En su cara observé una mueca de enfado que momentos antes no tenía.

— ¡No te sulfures!, «Chica morena», —le dije—. Además no creo en un nombre como Alice Brandon.

—Pues es el mío.

—Puede ser, pero para mí eres «Chica morena».

Se tapó con la sábana.

—Creo que ya es hora de irme.

No contesté.

— ¿Cuánto rato estarás fuera? —preguntó.

—No lo sé. Quizá dos horas.

—Ya me habré ido.

La miré.

— ¿Tienes bastante dinero?

—Ya me las arreglaré.

Asentí con la cabeza.

—Entonces, adiós. Te echaré de menos.

Cerré la puerta y bajé la escalera. Fuera, el sol había alcanzado a toda la colina, y el repentino resplandor me cegó. Me puse visera, y di la vuelta a la casa, hacia la parte trasera, al aparcamiento.

El «Iso» brillaba como una perla negra en el escaparate de Cartier. Al lado se encontraba su pequeño «Volks», que tenía la apariencia de un ridículo escarabajo. Había en su aspecto algo de desamparo y abandono.

Quizás era eso lo que sentía cada vez que veía uno de ellos. Toda la gente sencilla los tenía. Cuatro ruedas, barato, y los llevaba de un lado a otro a sus pequeños asuntos. Y de tanto en tanto eran aparcados en el garaje de alguien, mientras su propietario rodaba por ahí con su Lincoln Continental. Pero pronto o tarde el gran coche consumía su tiempo y ellos tenían que volver a sus negocios. Como esta mañana.

Volví a la casa, y en la cocina encontré papel engomado. Luego pegué con él dos billetes de cien dólares en el tablero del «Volks» donde ella pudiera verlos.

Llegué al hotel con treinta minutos de retraso, y él todavía no había bajado.

Permanecí sentado en el coche, y me maldije por mi locura. «Chica morena» tenía razón, podíamos haber hecho el amor.

Apareció al cabo de quince minutos. El portero le abrió la puerta del coche, y él entró resoplando. La puerta se cerró de golpe y nos quedamos mirándonos.

Durante largo rato; luego se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla.

—Te he echado de menos.

Puse el motor en marcha y empezamos a andar. No hablé hasta que nos detuvimos en el semáforo del Sunset Boulevard.

—No creí que te importara.

Se lo tomó más seriamente de lo que yo quería.

—Ya sabes que sí. Tuve que hacer lo que hice.

Cambió la luz y tomé la ruta de Santa Mónica.

—Ya no tiene importancia —dije—; han pasado tres años.

Me volví a mirarlo.

— ¿Quieres ir a algún sitio en particular?

Se encogió de hombros.

—A donde quieras. Es tu ciudad.

Continué adelante.

—Supongo que te estás preguntando por qué te he llamado.

No le contesté.

—Sentí que te lo debía.

—No me debes nada —repuse rápidamente—. Tengo las acciones, las tuyas y las de Sinclair.

—No hace falta que me digas que eres rico —observó—, todo el mundo lo sabe. Pero el dinero no lo es todo.

Me volví y me quedé mirándolo.

—Ahora me lo dices —sonreí—. ¿Entonces, por qué lo hiciste?

Sus oscuros ojos brillaron tras las relucientes gafas ribeteadas de negro.

—Hubo presiones. Tuve miedo de que todo se iba a hundir.

Sonreí amargamente.

—Y allí estaba yo —dije—, abierto y confiado, como un perfecto idiota.

— ¿Recuerdas lo que te dije entonces? Algún día me darás las gracias por eso.

Permanecí callado, con la mirada fija en la carretera. Había muchas cosas por las que podía darle las gracias; sólo que había algo malo en todas ellas: que no me interesaban.

— ¿Conoces la vieja canción: «Siempre se hiere al que se quiere»?

—No la cantes; es demasiado temprano.

—Pero es cierto —dijo gravemente—. De todo el mundo, pensé que tú eras el único que debía saberlo.

—Está bien. Me lo has dicho. Ahora ya lo sé.

De repente se enfureció.

—No, no lo sabes, no sabes nada. Te he ayudado a hacerte rico, no lo olvides.

—Basta ya, Jacob —dije secamente—. Acabas de decirme que el dinero no lo es todo.

Durante un rato estuvo callado.

—Dame un cigarrillo.

— ¿Para qué? No fumas —le dije con una sonrisa burlona—. Además, te he visto hacer este truco anteriormente. Quizá mil veces.

El sabía a qué me estaba refiriendo.

—Quiero un cigarrillo —repitió.

Abrí la guantera, encima de la caja del cambio, que se encontraba entre nuestros asientos.

—Sírvete tú mismo.

Sus manos temblaban mientras lo encendía torpemente. Empezamos a descender por la carretera llena de curvas, pasado el parque conmemorativo de Will Rogers, hacia la carretera de la costa.

Cuando llegamos a ella y enfilamos al norte, el sol estaba ya muy alto. El hizo el gesto de ir a tirar el cigarrillo por la ventanilla, pero yo lo detuve señalándole el cenicero.

—Tiene que ser cosa de locura, una región donde no llueve en cien días, con todo a punto de arder, y cuando llueve, vienen las inundaciones y todo lo arrasan.

Sonreí.

—No se puede tener todo. ¿Hasta dónde quieres que vayamos?

—Para. Tengo ganas de estirar las piernas.

Crucé la carretera para entrar en una zona de aparcamiento. Bajamos del coche, paseamos hasta el borde y nos quedamos mirando a la playa.

La arena era blanca; y el mar, azul y resplandeciente; las olas llegaban a la playa como grandes rodillos coronados de blanca espuma. Los que practicaban el surf estaban ahora apretujados en torno a una pequeña hoguera en la playa y algunos tenían los trajes de baño mojados. También había chicas; pero los surfistas no las miraban. Observaban el mar, con ojos calculadores, considerando el oleaje y los remolinos.

— ¡Es una locura! —Dijo Jacob—. Esos muchachos se van a bañar en pleno invierno.

Hice una mueca y fui a encender un cigarrillo. Junté las manos para proteger la llama de la brisa. El me dio una palmada en el hombro, me volví a mirarlo, y se me apagó.

— ¿Sabes qué edad tengo?

—Claro, sesenta y dos.

—Tengo sesenta y siete —dijo mirándome fijamente.

—Vaya, que tienes sesenta y siete.

—Hace ya tiempo que te mentí acerca de mi edad. Incluso entonces ya era demasiado viejo. Me quité cinco años.

Me encogí de hombros.

— ¿Y eso qué importa?

—Me siento cansado.

—Si no lo dices, nadie lo va a notar.

—Mi corazón lo nota.

Lo miré.

—No puedo hacer la vida de antes —añadió.

Por un momento permanecí silencioso.

Luego, le dije:

—Deja en paz a las mujeres.

Hizo una mueca.

—Eso lo dejé hace tiempo. Incluso he dejado de beber con exceso. Me aturdía.

—Si estás tratando de decirme que te vas a morir, no hace falta que te molestes. Nunca creí que fueras inmortal.

Me miró fijamente. En su voz se notaba una gran consternación:

—Yo, sí.

Encendí otro cigarrillo y me di la vuelta. Los surfistas ya estaban probando el agua. El viento me traía el sonido de sus voces.

—Lo estoy vendiendo todo, Edward. Quería que fueras el primero en saberlo.

— ¿Por qué yo?

—En cierto modo, es como hace tres años. Miro en derredor y sólo te encuentro a ti. Pero en esta ocasión han cambiado los papeles. Yo no te puedo herir; tú a mí, sí.

—No te entiendo —le dije.

—Necesito que vuelvas.

— ¡No! —mi respuesta quedó flotando en la brisa, categóricamente—. Nunca volveré.

Puso su mano en mi brazo.

—Tienes que oírme. Escucha lo que tengo que decir.

No le contesté.

—Palomar Plate me da treinta y dos millones de dólares por mi parte en la compañía.

—Tómalos y vete —le dije.

—Lo haría, si pudiera; pero hay algo más. Quieren una garantía de continuidad y yo no se la puedo dar. Pero me han dicho que te aceptarán en mi lugar.

Durante unos momentos permanecí contemplándolo silenciosamente.

—No me interesa.

—Tienes que volver —dijo con ansiedad—. ¿Sabes lo que he tenido que pasar durante estos últimos años, mientras tú permanecías allá en tu colina, contando tu dinero, libre de preocupaciones? He estado rezumando desastres durante tres años. Nada me salía bien. Todo lo que intentaba acababa en la cloaca. Ante mis ojos podía ver cómo se convertía en cenizas. Luego me viene la suerte y, de pronto, todo el mundo dice que Jacob Black ha recobrado su magia. Pero yo sé la verdad, y tú también. Tú lo arreglaste para mí, y la única razón por la que acepté, fue porque era el único trato en el que se me consideraba algo. No fue mi magia; fue la tuya. Ahora sé que no puedo hacerlo yo mismo, como no puedo ponerme vertical sobre la cabeza, y mear hacia arriba.

Se sacó del bolsillo una caja de chicles, desenvolvió uno y se lo metió en la boca. Me ofreció:

—Dieta de chicles. Nada de azúcar.

Negué con la cabeza. El tomó otros dos.

—Ya nada va bien —prosiguió—. Por un momento pensé que la solución estaba en los muchachos. Ahora sé que no. Les echamos encima una carga demasiado pesada. Esperamos que nos solucionen nuestros problemas, cuando ellos mismos no saben arreglar los suyos. ¿Sabes dónde está Júnior?

No esperó mi respuesta.

—Está en Haight—Ashbury. Ayer, antes de venir aquí, su madre y yo fuimos allá arriba a buscarlo. «Denise», le dije «quédate en el hotel, yo lo iré a buscar y lo traeré. Además, está lloviendo.» Entonces, tomo el coche, y el chófer me lleva arriba y abajo, por las calles. Finalmente, dejo el coche y empiezo a caminar; lo hago en todas direcciones. Nunca había visto tantos muchachos. Al poco rato, empiezo a sentir como si todos fueran míos. Estoy completamente confundido. Así es que me dirijo a un corpulento policía negro y en veinte minutos, después de haber subido un montón de escaleras, me encuentro, sin aliento, en su helado piso. Allí está Júnior con una docena de muchachos. Lleva una barba bíblica y se ve papel por los agujeros de sus zapatos. Está sentado en el suelo, la espalda contra la pared. Cuando entro no me dice nada, se limita a mirarme. « ¿No tienes frío?», le pregunto. «No.» «Me parece que estás helado», le digo. «Tu madre está en el hotel, y quiero que vengas conmigo a verla.» «No», me responde. « ¿Por qué?», le pregunto. No me contesta. «Puedo llamar a los agentes de policía y hacerte salir de aquí. Tienes diecinueve años y debes hacer lo que te mande.» «Quizá», me responde, «pero no puedes estar vigilándome siempre, y me escaparé.» « ¿Por qué te has instalado aquí? ¿Te dedicas a helarte el trasero en esta nevera, cuando tienes en casa un cuarto limpio y caliente?» Se me queda mirando fijamente, y luego grita: « ¡Jenny!» Aparece la muchacha por el cuarto de al lado. Ya sabes, de esas con el pelo largo y liso, de cara pálida y grandes ojos. Si tiene más de quince años, dejo en paz mi dieta; y luce una barriga hasta aquí. « ¿Qué, Jake?», pregunta ella, « ¿Algún movimiento hoy?» «Tremendo», y ella sonríe de felicidad. «Está pateándome aquí dentro.» «Eso es la trampa más antigua del mundo», le digo. «Creía que eras más listo. No es tuyo, no has estado aquí el tiempo suficiente.» Me mira fijamente, y luego mueve la cabeza con tristeza. «Aún no lo entiendes» « ¿Entender qué?» « ¿Qué importa de quién es el niño? Es un niño, ¿verdad? Es como cualquier otro niño del mundo cuando nace; es de quienquiera que lo ame. Y éste es nuestro niño, de todos los que estamos aquí, porque todos lo queremos.» Lo miro y veo que es otro mundo, en el que yo no puedo entrar. Me saco del bolsillo dos billetes de cien y los dejo en el suelo, frente a él. Dos jóvenes se acercan y miran. Al poco rato todos forman un círculo contemplando el dinero. No han dicho una palabra. Júnior los recoge finalmente, se levanta y me los ofrece: « ¿Me los puedes cambiar por dos de cinco?» Niego con la cabeza. «Ya sabes que nunca llevo billetes de menos de cien.» «Entonces, quédatelos; no necesitamos esa cantidad.» De repente, parece que todos han recobrado la voz. En un momento se forma un alboroto que no has oído en tu vida; unos quieren que se los quede; otros, que los devuelva. « ¡Callaros!», grita Júnior, con un rugido. Todos callan y se quedan mirándolo; luego, poco a poco, se van marchando a sus cosas, y de nuevo el cuarto queda en silencio. El se levanta y me pone los billetes en la mano. Puedo notar la tensión y el temblor de su mano. «¡Vete de aquí, y no vuelvas nunca más! Ya has visto lo que ha logrado tu veneno. Ya es bastante duro llegar a comprendernos para que tengamos también que luchar con eso.» Por un momento, tuve ganas de darle con el cinturón, pero al mirar sus ojos, los vi llenos de lágrimas. Cogí el dinero. «De acuerdo, mandaré al chófer con dos billetes de cinco.» Salí sin mirar atrás, y esperé sentado en el coche, mientras el chófer subía con los dos billetes. Durante todo el viaje de regreso al hotel me estuve preguntando qué le iba a decir a Denise.

Lo miré.

— ¿Qué le dijiste?

—Lo único que podía. Le dije que no lo había encontrado —introdujo otro chicle en su boca—. Denise quiere que abandone todo eso. Dice que aún tenemos tiempo para rehacer nuestra vida, juntos. Parece que ya no le atrae ser la Señora Hombre Importante.

Me miró directamente a los ojos.

—No me obligues a decirle que tampoco a ti te he encontrado.

Le di la espalda, y me quedé contemplando el agua durante largo rato. Me hubiera gustado saber en qué estaba yo pensando, o qué pasaba por mi cabeza; pero, como todo lo demás, estaba vacía, y no existía nada más que el agua azul.

—No —me oí decir a mí mismo—. Es demasiado grande.

— ¿Qué es demasiado grande? —preguntó.

Señalé el océano.

—Es demasiado grande para filtrarlo, demasiado caro de calentar y nunca sería capaz de llevarlo todo a mi piscina. Y aunque lograra hacer todo eso, el agua nunca sabría como si saliera de un manantial. No, Jacob, esa vez paso.

Caminamos hacia el coche. Dos veces intenté hablarle; pero al mirarlo vi que estaba llorando.

Cuando llegamos al hotel ya se había repuesto. Bajó del coche.

—Gracias por el paseo. Lo repetiremos.

—Por supuesto.

Lo estuve observando mientras caminaba hacia el vestíbulo, con sus musculosas piernas y brazos que le daban ese andar agresivo, peculiar de todos los hombres fuertes. Luego puse el motor en marcha y me fui a casa.

Ya no estaba el «Volks», y el teléfono empezó a sonar apenas entré en la cocina. Había una nota pegada en la pared junto al teléfono, y la cogí. Dejé que siguiera sonando el aparato mientras leía.

Querido Edward Cullen:

¡Vete a la mierda!

Sinceramente tuya,

Alice Brandon.

Estaba escrita de una manera cuidadosa, con caracteres limpios y pequeños; la volví a leer y solté una carcajada mientras descolgaba el teléfono. Miré por la ventana; las persianas de la habitación de la rubia estaban levantadas.

—Hola—dije. — ¿Edward?

Era una muchacha.

—Diga.

Yo no había reconocido la voz.

La rubia se acercó a la ventana; llevaba el teléfono en la mano y muy poca cosa más.

—Resulta que al levantarme he estado mirando a la calle y he visto que el «Volks» se marchaba. — ¿Entonces?

—Entonces, ¿qué te parece si vienes a tomar café y a obtener algo de consolación con tu vecina?

—Allá voy —contesté, colgando el aparato.

Y así fue la mañana.

Capítulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero

 


Capítulos

Capitulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capitulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero Capitulo 3: CAPITULO 2 Capitulo 4: CAPITULO 3 Capitulo 5: CAPITULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo Capitulo 20: CAPÍTULO 2 Capitulo 21: CAPÍTULO 3 Capitulo 22: CAPÍTULO 4 Capitulo 23: CAPÍTULO 5 Capitulo 24: CAPÍTULO 6 Capitulo 25: CAPÍTULO 7 Capitulo 26: CAPÍTULO 8 Capitulo 27: CAPÍTULO 9 Capitulo 28: CAPÍTULO 10 Capitulo 29: CAPÍTULO 11 Capitulo 30: CAPÍTULO 12 Capitulo 31: CAPÍTULO 13 Capitulo 32: CAPÍTULO 14 Capitulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capitulo 34: CAPÍTULO 2 Capitulo 35: CAPÍTULO 3 Capitulo 36: Hollywood 1960_1965 Libro tercero Jacob Black Capitulo 37: CAPÍTULO 2 Capitulo 38: CAPÍTULO 3 Capitulo 39: Capítulo 4 Capitulo 40: CAPÍTULO 5 Capitulo 41: CAPÍTULO 6 Capitulo 42: CAPÍTULO 7 Capitulo 43: CAPÍTULO 8 Capitulo 44: CAPÍTULO 9 Capitulo 45: CAPÍTULO 10 Capitulo 46: CAPÍTULO 11 Capitulo 47: CAPÍTULO 12 Capitulo 48: CAPÍTULO 13 Capitulo 49: Hollywood 1960_1965 Libro cuarto Edward Cullen Capitulo 50: CAPÍTULO 2 Capitulo 51: CAPÍTULO 3 Capitulo 52: CAPÍTULO 4 Capitulo 53: CAPÍTULO 5 Capitulo 54: CAPÍTULO 6 Capitulo 55: CAPÍTULO 7 Capitulo 56: CAPÍTULO 8 Capitulo 57: CAPÍTULO 9 Capitulo 58: CAPÍTULO 10 Capitulo 59: CAPÍTULO 11 Capitulo 60: CAPÍTULO 12 Capitulo 61: CAPÍTULO 13 Capitulo 62: CAPÍTULO 14 Capitulo 63: CAPÍTULO 15 Capitulo 64: CAPÍTULO 16 Capitulo 65: Aquell día de la primavera pasada, por la noche

 


 
14444686 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10762 usuarios