EL HEREDERO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 26/04/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 75
Visitas: 117584
Capítulos: 65

 

Fic recomendado por LNM

BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

El éxito es su religión: el talonario de cheques su arma de dominio; la competencia su infierno cotidiano. Una vez más, se nos muestra al desnudo un mundo vertiginoso, implacable: el mundo de los grandes negocios, que forma parte ya de la mitología del siglo. Sus héroes son hombres que pervierten cuanto tocan, que destruyen y se destruyen en un juego escalofriante de posesos. Gentes como Edward Cullen, que entre negocio y negocio, en una pausa en cualquiera de sus viajes, se complace en prostituir a una muchacha en aniquilar a un hombre indefenso. Hombres como Jacob Black, gozador insaciable de placeres, cercado siempre por un ejército sumiso de aspirantes a estrellas o de estrellas fracasadas a la caza del último contrato. BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

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Capítulo 11: CAPÍTULO 10

Capítulo X

 

Me tomé una pastilla para dormir en el avión, pero no me sirvió de nada. Me quedaba mucho por hacer. Un buen show, una noche, aunque resultara un gran ganador, no constituía una red. Y en mi cabeza empezaban a surgir problemas.

No podía señalar nada, pero todo resultaba demasiado fácil. Quizás era eso. La azafata se me acercó.

— ¿Necesita algo más, señor Cullen?

La miré sonriendo ampliamente.

—Me puede traer otro Martini doble.

—Pero si se acaba de tomar uno doble —dijo—. Hay una regla: sólo se permiten dos por persona.

—Ya lo sé —repuse—, pero según yo lo veo; no estamos rompiendo ninguna regla. Sólo he tomado una copa.

Dudó un momento, luego asintió. Observé cómo caminaba, y, desechando la idea de dar una cabezada, abrí la cartera y puse los papeles en la mesa que había frente a mí.

La bebida era fría y seca; encendí un cigarrillo y aspiré profundamente. Si al menos pudiera quitarme la sensación que tenía de que algo iba mal... Miré los papeles sin verlos realmente.

Superficialmente, todo parecía en orden; el programa parecía desarrollarse bien. Sería lo mejor que Sinclair había transmitido. Quizá no lo mejor, pero sí lo más comercial. Había conseguido los mejores shows, buenas estadísticas; pero el problema era que no había suficiente. Debía renovarse como un setenta por ciento de la programación de otoño.

Esto significaba un completo cambio de dirección de la red. Significaba también un cambio de mentalidad en la mayor parte del personal ejecutivo, y más de la mitad no podrían adaptarse. Significaba por último que tendría que buscar sustitutos para ellos, si quería aprovechar las dimisiones que se encontraban en mi mesa.

Hasta el momento, en Sinclair estaban orgullosos del hecho de que sus programas habían ganado los máximos honores y la aclamación de la crítica. Se gloriaban de tener más premios que cualquiera otra red. Pero no se jactaban de que también tenían las estadísticas y facturaciones más bajas. El nuevo programa de otoño iba a cambiarlo todo. Yo nunca supe de un premio que hiciera vender una pastilla más de jabón.

En adelante los críticos iban a poner el grito en el cielo porque ya no habría programas como Las grandes aventuras de la historia de América. ¿Cuántas veces podía cruzar Washington el Delaware y a quién le interesaba? Y aunque Bach, Beethoven y Brahms pudieran venir del cielo o de donde estuvieran y dirigir el programa semanal La hora filarmónica de Sinclair, no lograrían quitar un solo espectador a Gunsmoke o a 77 Sunset Strip. Ni el mismo Teatro Clásico tenía demasiadas oportunidades frente a Red Skelton o Sid Caesar e Imogene Coca.

Los críticos tendrían que contentarse con programas como el de Renfrew en Los advenedizos de Park Avenue (la historia de una vagabunda familia de Kentucky que hereda una fortuna); Los muchachos voladores (una historia de pilotos aventureros) y El hombre de arena, película del Oeste sobre un cazador de recompensas.

Había también en el almacén otras buenas películas para ellos. Un programa musical de una hora de ambiente campero y del Oeste dirigida especialmente a los enamorados de la naturaleza; otra, El Colmillo Blanco, una historia de perros como las de Lassie y de Rin Tin Tin. Y por último, pero no lo menos importante La Familia de Sally Starr, la comedia favorita de América de temas caseros, que se exhibía en las horas diurnas y que ahora, pasaría a las horas más comerciales, tres noches a la semana, en color.

Desde luego, todo era muy comercial, de ello estaba seguro; y como cada programa se dejaba filtrar cuidadosamente a las agencias de publicidad de Madison Avenue, crecía el interés. Ya teníamos extraoficialmente más compromisos de facturación de los que habíamos logrado nunca anteriormente. Lo único que faltaba para confirmarlos, era tener acabados los «pilotos» para la época de la compra. Y ésta era el mes próximo. Febrero.

Durante esas semanas las empresas de TV anunciarían públicamente su lista para la próxima temporada y empezaría la carrera a codazos para las ventas. Desde entonces y durante todo abril, tenían que ser enseñados los «pilotos» y empezarían los juegos malabares, pues todas las redes jugaban al ajedrez con sus programas, moviendo hoy éste, mañana aquél, para contrarrestar los movimientos de la competencia. Generalmente Sinclair era el último en anunciar su lista.

Ahora iba a ser diferente: íbamos a ser los primeros. Me proponía anunciar nuestra lista a finales de enero, y cuando los demás estuvieran organizados, tendrían que cazar detrás de nosotros. Ya lo habríamos vendido todo. Eso esperaba. Si cometía una equivocación, treinta millones de dólares irían a la cloaca. Y yo con ellos. El único trabajo a que podría aspirar sería volver a la estación de radio de Lefferts, en Rockport, y aún dudo de que me quisieran.

Ni siquiera el segundo Martini doble conseguía hacer desaparecer mi obsesión, el malestar que notaba en mi estómago.

Cuando aterrizamos en Nueva York hacía una mañana gris, y yo no había logrado dormir.

Nada más descender del avión, vi a Emmett Savitt esperándome.

—Tenemos problemas —dijo, aún antes de darnos la mano.

Me quedé mirándolo. No hacía falta que me lo dijera; para que se encontrara en el aeropuerto a las seis de la mañana, un domingo, algo debía de andar muy mal. Inexplicablemente desapareció la tirantez que había sentido en el estómago durante todo el viaje. Fuera lo que fuera iba a saberlo ahora.

Se condensaba en dos palabras: Jasper Hale. Yo había cometido una equivocación al dejar su equipo intacto. Los tenía que haber despedido a todos el primer día; mentalmente prometí no volver a cometer un disparate semejante.

— ¿Cuándo ha empezado todo? —pregunté.

—El miércoles por la mañana; en cuanto te marchaste hacia la costa. Joe Doyle me llamó diciendo que debía pararse todo. Todos los contratos tendrían que pasar por la oficina de Jasper Hale

Joe Doyle era vicepresidente general de la red. Yo le había creído una persona muy capaz y era uno de los que pensaba conservar.

— ¿Por qué no me has llamado? —pregunté.

—Al principio creí que ya lo sabías, pensé que estabas sobre aviso y que habías puesto a Hale allí para ayudarte a hacer la limpieza; después de todo, tiene mucha experiencia. Hasta que el viernes pude hablar con él por teléfono, y me di cuenta de todo el asunto.

— ¿Qué te dijo?

—Sacó a relucir su voz más moderada y mística. Dijo que el Consejo de Administración estaba preocupado a causa de los compromisos financieros que estabas asumiendo y que deseaban que se parara todo para darles tiempo a considerar los contratos.

Exploté:

—Esto es una montaña de mierda. El Consejo hace lo que Sinclair les dice.

—Tú y yo lo sabemos —dijo Emmett—. Pero, ¿de qué nos sirve si tengo que confirmar los contratos de los shows, o los tiro por la borda y también a mis clientes? El ha tenido que estar soplando en la oreja de Sinclair.

Me quedé silencioso. Nada tenía sentido. Sinclair no me habría dejado llegar tan lejos si hubiera pensado con antelación dejarme en la estacada. Tenía que saber por fuerza que le iba a costar una fortuna anular algunos de aquellos compromisos.

Eran las ocho cuando entré en mi apartamento en el preciso momento en que empezaba a sonar el teléfono. Era Winant. Su voz temblaba de rabia.

—Creí que estaba trabajando para usted —me dijo.

—Y así es —contesté—. Nueva, York, Los Ángeles y Chicago transmitieron anoche en color.

—Entonces, ¿cómo se comprende que me despidieran el viernes por la noche? —preguntó Winant.

No pude reprimir mi sorpresa:

— ¿Qué?

—Me han despedido —repitió—. Jasper Hale me llamó y me dijo que estaba despedido. Algo añadió sobre que yo no había actuado adecuadamente; y que ellos no habían aprobado la transmisión en color. Al responderle que usted lo había aprobado, replicó que no era suficiente, que yo llevaba ya en la compañía bastante tiempo, para saber que todo desembolso importante debía ser aprobado por el Consejo de Administración.

—Está bien —dije.

—Y ahora, ¿qué hago? —preguntó.

—Nada. Mañana por la mañana se presenta en su despacho como siempre, y continúe con su trabajo. Yo me cuidaré de eso.

Miré a Emmett, mientras colgaba el teléfono.

— ¿Has oído?

Asintió, con semblante preocupado.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer?

Por toda contestación, cogí de nuevo el teléfono y pregunté por la señorita Fogarty.

— ¿Puede reunirme a todas las chicas en el despacho dentro de una hora? —Le pregunté.

—Desde luego —contestó de la manera más natural, como si fuera corriente ir al trabajo en domingo.

—Estupendo.

—Señor Cullen —su voz denotaba excitación.

— ¿Qué?

—Vi el show de Jane Reynolds, ayer noche. Fue estupendo. Mi enhorabuena. ¡Ah!, y luego la película, la de Clark Gable la encontré fantástica.

—Gracias —le dije—. Nos veremos dentro de una hora.

Tomé una ducha caliente y me cambié de ropa. Cuando salí, Emmett estaba bebiendo café generosamente fortalecido con brandy.

—Pruébalo —me dijo—. Es la mejor manera de ponerte en forma por la mañana —añadió mientras me alargaba una taza.

Tomé un sorbo, y desde luego noté que me quemaba las entrañas, animándome bastante. Tenía razón.

—Vamos —le dije.

— ¿Qué planes tienes? —preguntó mientras me seguía hasta el ascensor.

Sonreí burlonamente.

— ¿Cuál dicen que es la única manera de apagar el fuego?

 

Capítulo 10: CAPÍTULO 9 Capítulo 12: CAPÍTULO 11

 


Capítulos

Capitulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capitulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero Capitulo 3: CAPITULO 2 Capitulo 4: CAPITULO 3 Capitulo 5: CAPITULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo Capitulo 20: CAPÍTULO 2 Capitulo 21: CAPÍTULO 3 Capitulo 22: CAPÍTULO 4 Capitulo 23: CAPÍTULO 5 Capitulo 24: CAPÍTULO 6 Capitulo 25: CAPÍTULO 7 Capitulo 26: CAPÍTULO 8 Capitulo 27: CAPÍTULO 9 Capitulo 28: CAPÍTULO 10 Capitulo 29: CAPÍTULO 11 Capitulo 30: CAPÍTULO 12 Capitulo 31: CAPÍTULO 13 Capitulo 32: CAPÍTULO 14 Capitulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capitulo 34: CAPÍTULO 2 Capitulo 35: CAPÍTULO 3 Capitulo 36: Hollywood 1960_1965 Libro tercero Jacob Black Capitulo 37: CAPÍTULO 2 Capitulo 38: CAPÍTULO 3 Capitulo 39: Capítulo 4 Capitulo 40: CAPÍTULO 5 Capitulo 41: CAPÍTULO 6 Capitulo 42: CAPÍTULO 7 Capitulo 43: CAPÍTULO 8 Capitulo 44: CAPÍTULO 9 Capitulo 45: CAPÍTULO 10 Capitulo 46: CAPÍTULO 11 Capitulo 47: CAPÍTULO 12 Capitulo 48: CAPÍTULO 13 Capitulo 49: Hollywood 1960_1965 Libro cuarto Edward Cullen Capitulo 50: CAPÍTULO 2 Capitulo 51: CAPÍTULO 3 Capitulo 52: CAPÍTULO 4 Capitulo 53: CAPÍTULO 5 Capitulo 54: CAPÍTULO 6 Capitulo 55: CAPÍTULO 7 Capitulo 56: CAPÍTULO 8 Capitulo 57: CAPÍTULO 9 Capitulo 58: CAPÍTULO 10 Capitulo 59: CAPÍTULO 11 Capitulo 60: CAPÍTULO 12 Capitulo 61: CAPÍTULO 13 Capitulo 62: CAPÍTULO 14 Capitulo 63: CAPÍTULO 15 Capitulo 64: CAPÍTULO 16 Capitulo 65: Aquell día de la primavera pasada, por la noche

 


 
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