EL HEREDERO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 26/04/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 75
Visitas: 117574
Capítulos: 65

 

Fic recomendado por LNM

BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

El éxito es su religión: el talonario de cheques su arma de dominio; la competencia su infierno cotidiano. Una vez más, se nos muestra al desnudo un mundo vertiginoso, implacable: el mundo de los grandes negocios, que forma parte ya de la mitología del siglo. Sus héroes son hombres que pervierten cuanto tocan, que destruyen y se destruyen en un juego escalofriante de posesos. Gentes como Edward Cullen, que entre negocio y negocio, en una pausa en cualquiera de sus viajes, se complace en prostituir a una muchacha en aniquilar a un hombre indefenso. Hombres como Jacob Black, gozador insaciable de placeres, cercado siempre por un ejército sumiso de aspirantes a estrellas o de estrellas fracasadas a la caza del último contrato. BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

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Capítulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero

LIBRO PRIMERO

EDWARD CULLEN

Capítulo I

 

Sólo costaba sesenta y cinco centavos el trayecto de metro de Central Park West a Madison Avenue; pero había una diferencia de mil años—luz entre ambos lugares de la ciudad. Eso pensé nada más entrar en el edificio.

El severo y alto vestíbulo todo cubierto de mármol blanco, el semicircular mostrador de ónice de la recepción con dos muchachas y dos ordenanzas uniformados detrás de él, y el nombre en deslumbrantes letras mayúsculas de oro sobre la pared de detrás de ellos:

 

SINCLAIR—COMPAÑIA DE RADIODIFUSIÓN

 

Me paré ante la primera muchacha:

— ¿Carlisle Sinclair, por favor?

Ella levantó la vista.

—Su nombre, por favor.

—Edward Cullen.

Pasó una página de su libro y sus ojos recorrieron una lista de nombres.

—Sí, aquí está. Tiene usted cita para las diez y media.

Involuntariamente mis ojos fueron al reloj que había tras ella. Las diez veinticinco.

Se volvió hacia uno de los celadores.

—Señor Johnson, ¿quiere acompañar al señor Cullen a la oficina del señor Sinclair, por favor?

El celador asintió con la cabeza, y sonrió amablemente; pero durante todo el rato sus ojos me habían estudiado fríamente. Sin esperar, me dirigí a los ascensores.

— ¡Señor Cullen!

Me paré y me volví hacia él. Continuaba sonriendo.

—Por aquí, haga el favor.

Lo seguí por el corredor hasta llegar a un pequeño grupo de ascensores casi escondidos en la parte posterior del vestíbulo. Sacó del bolsillo una llave, la puso en la cerradura y le dio la vuelta. Las puertas se abrieron. Me dejó pasar en primer lugar y, después de sacar la llave, me siguió. Nada más cerrarse las puertas empezó a sonar un timbre.

Su voz continuaba siendo agradable.

— ¿Lleva algo de metal en los bolsillos?

—Un poco de cambio.

No hizo ningún movimiento para poner en marcha el ascensor.

— ¿Nada más?

Debió de notar cierto azoramiento en mi cara.

—El timbre que está oyendo es un sistema electrónico de alarma que detecta los metales. Las monedas no son causa suficiente para hacerlo sonar. Debe de llevar algo más y lo ha olvidado.

Entonces me acordé.

—Sólo esto; una pitillera de plata que me regaló una amiga —y la saqué.

La estuvo mirando por unos instantes, y luego me la cogió. Abrió una portezuela que había en el panel, delante de él y la colocó dentro. El timbre dejó de sonar al instante.

La sacó y me la devolvió con una sonrisa de disculpa.

—Siento tener que desilusionarle, señor Cullen. La pitillera sólo tiene una capa de plata, sobre metal con base de níquel.

Me la metí en el bolsillo haciendo una mueca.

—No me sorprende.

Se volvió hacia el panel y apretó un botón; el ascensor empezó a subir suavemente. Me volví hacia la puerta y miré los relucientes botones. No había números, solamente X.

— ¿Cómo puede saber el señor Sinclair en qué piso se encuentra?

La expresión del celador era seria.

—Tiene una llave.

El ascensor disminuyó la marcha y paró; las puertas se abrieron. Salí y me encontré en una salita de recepción completamente blanca. Se cerraban las puertas cuando una mujer joven se dirigió hacia mí. Era rubia, iba vestida de negro y parecía segura de sí misma.

—Señor Cullen, por aquí, haga el favor.

La seguí hasta una pequeña salita de espera.

—El señor Sinclair lo recibirá dentro de unos momentos. Aquí tiene periódicos y revistas. ¿Quiere que le traiga una taza de café?

—Gracias —contesté—. Solo y un terrón de azúcar.

Se marchó y me senté. Cogí el periódico Wall Street Journal, y di una ojeada al cierre del día anterior. «Greater World Broadcasting» estaba a dieciocho menos un octavo, «Sinclair Broadcasting, SBC» a ciento cuarenta y dos más un cuarto. No había solamente una diferencia de mil años—luz desde Central Park West, había también sesenta y dos estaciones de televisión, cien mercados y quinientos millones de dólares.

La chica volvió con el café. Aunque estaba muy caliente y fuerte resultaba reconfortante, servido en un juego de porcelana de «Coalport», que tía Esme hubiera ostentado orgullosa en su vitrina.

—Sólo unos minutos más —me dijo sonriendo.

—Está bien. Tengo tiempo.

La observé cuando se alejaba. Tenía bonito contoneo, lo tenía todo; pero, como el resto de la oficina, muy refrenado. Me pregunté qué sucedería si le echara mano al trasero.

Apenas hube terminado el café, volvió a aparecer.

—El señor Sinclair lo recibirá ahora.

La seguí fuera de la sala de espera, por la sala de recepción hasta llegar a una puerta. No había nada en ella, ni siquiera «Privado». Ella la abrió y entré.

Carlisle Sinclair III tenía el mismo aspecto que en todas las fotografías que había visto de él. Delgado, alto, con facciones casi perfectas, la nariz y la boca delgadas, la barbilla cuadrada y ojos grises fríos e inteligentes. En conjunto, no representaba la edad que tenía.

—Señor Cullen.

Se levantó de la mesa y nos dimos la mano. Su apretón resultó firme y educado. Ni más, ni menos.

—Por favor, tome asiento.

Me senté en una silla frente a su mesa. El apretó un botón del intercomunicador y dijo:

—Señorita Cassidy, por favor, coja todas las llamadas.

Volvió a sentarse y durante unos segundos nos estuvimos estudiando mutuamente. Luego empezó a hablar:

—Al fin nos hemos conocido. He oído mucho acerca de usted. Parece que tiene un talento especial para que la gente hable de usted.

Yo esperé.

— ¿Tiene curiosidad por saber lo que dicen?

—Realmente no. Ya es suficiente con que hablen.

—Se supone que es usted una persona que promete.

Al oír esto sonreí. ¡Si hubiera sabido qué acertado estaba! Después de comer tenía hora en un médico para que hiciera abortar a su hija Bella.

Cogió una hoja de papel de encima de su mesa, y le echó un vistazo.

—Espero que no le importará. Ordené que hicieran una ligera información sobre usted.

Me encogí de hombros.

—Es muy justo. Yo he hecho lo mismo con usted; sólo que yo la he obtenido del fichero del New York Times.

—Edward Cullen, veintiocho años, nacido en New Bedford, Mass. Padre, John Cullen, presidente de banco. Madre, Elisabeth Rakeigh, ambos fallecidos. Cursó estudios en buenos colegios de New England. Empleos, Kenyon y Eckardt, en publicidad un año; Metro—Goldwyn—Mayer, películas, en administración y publicidad dos años; Greater World Broadcasting, radio y televisión, ayudante del presidente, Harry Moscowitz, durante los últimos tres años. Soltero. Activa vida social.

Dejó el papel y me miró.

—Solamente hay una cosa que no entiendo.

— ¿De qué se trata? —le pregunté—. A lo mejor puedo ayudarle.

— ¿Qué hace un muchacho «gentil» como usted en un lugar como aquel?

Entendí perfectamente a lo que se refería.

—Verdaderamente es muy fácil de comprender —contesté—. Soy su «Shabbos Goy»

Por su cara vi que no comprendía lo que le estaba diciendo, por lo cual le hice una sencilla y oportuna aclaración.

—Nuestro sábado es el Sabbath de los judíos; no trabajan. Así que me lo endosaron a mí y, según las estadísticas de Nielsen, tanto usted como la CBS, la NBC y la ABC tampoco trabajan.

—Es usted bastante arrogante, ¿verdad?

—Sí —contesté sencillamente.

— ¿Qué le hace creer que, si quisiéramos, no lo podríamos parar?

Hice una mueca.

—Señor Carlisle, todos ustedes lo han estado intentando desde hace año y medio y no lo han conseguido. Tiene usted la suerte de que sólo estamos introducidos en once de los cien mercados; de otro modo hubiera sido usted aniquilado por completo.

Se quedó mirándome fijamente.

—Todavía no sé si me gusta usted o no.

Me puse en pie.

—Señor Carlisle, usted es un hombre muy ocupado, por lo tanto no le quiero quitar más tiempo que el indispensable. ¿He conseguido el empleo o no?

— ¿Qué empleo? —me preguntó—. Yo no sabía...

—Señor Sinclair, si me ha hecho venir aquí sólo para ver quién da a su hija el beso de buenas noches, está perdiendo su tiempo y el mío. Tengo toda una red que dirigir, y ya he estado fuera de mi despacho demasiado tiempo.

—Siéntese, señor Cullen—me dijo abruptamente.

Yo continué en pie.

—Estaba pensando en ofrecerle el cargo de vicepresidente, encargado de la programación; pero ahora ya no estoy tan seguro de hacerlo.

Le sonreí burlonamente.

—No se preocupe; no me interesa. He estado en eso desde hace tres años.

Se quedó mirándome fijamente.

—Exactamente, ¿qué puesto es el que le interesa? ¿El mío acaso?

—No del todo —contesté sonriendo—. Quiero el de presidente de la «Televisión Sinclair».

—Será una broma —dijo sorprendido.

—Nunca bromeo con los negocios.

—Jasper Hale es presidente de TV Sinclair desde hace diez años, y anteriormente lo fue de Radio Sinclair, durante otros quince. Es uno de los mejores ejecutivos de toda la industria. ¿Cree usted que puede hacer el mismo trabajo que un hombre así y llenar sus zapatos?

—Ni lo intento —repliqué—. Son zapatos viejos para echar a la basura. Usted no tiene ni un solo alto ejecutivo menor de cuarenta y dos años; pero la mayoría de su auditorio no llega a los treinta, más la nueva generación que sube. ¿Cómo quiere influir en ellos, cuando han dejado de escuchar a sus padres desde hace mucho tiempo? Además yo no quiero romperme la cabeza intentando convencer a un montón de ancianos de que lo que me propongo hacer está bien. Quiero ser «la palabra», «la autoridad». Cualquier otra cosa no me interesa.

Por unos momentos se mantuvo en silencio.

— ¿Cómo puedo saber que me escuchará a mí?

—No lo escucharé —repuse sonriendo—. Pero puede tener la certeza de que escucharé a alguien.

— ¿A quién?

—A Nielsen y sus estadísticas —contesté—. La TV Sinclair ocupa en estos momentos el cuarto lugar, detrás de las otras tres redes. En dos años seremos los primeros...

— ¿Y si no es así?

—Me dejo cortar el cuello. De todos modos, no estará peor que ahora; no puede bajar más del cuarto lugar.

Se puso a mirar los papeles que tenía en su mesa, durante largo rato. Cuando habló de nuevo, era ya otra voz. Era la del padre de Bella:

— ¿Piensa casarse con mi hija?

— ¿Es una de las condiciones para obtener el puesto?

Dudó por unos instantes:

—No.

Yo no dudé:

—Entonces, no me casaré con ella.

Sus siguientes palabras se notaban forzadas y penosas:

— ¿Y qué será del niño?

Lo miré. Había aumentado diez puntos más en mi consideración.

—Esta tarde nos vamos a ocupar de ello.

— ¿Es un buen doctor?

—El mejor —contesté—. Lo haremos en una clínica privada, en Scarsdale.

— ¿Me llamará tan pronto haya terminado?

—Sí, señor. Lo haré.

—Pobre Bella —dijo—. En realidad es una buena chica.

¿Cómo decir a un padre que su hija es una cabeza loca y que, además, se droga?

— ¿Es... suyo el niño?

Lo miré fijamente.

—No lo sabemos.

Bajó los ojos.

—Si el doctor opina que puede haber algún peligro, ¿no se lo dejará hacer?

—Desde luego que no —dije—. Puede parecerle extraño, señor, pero a mi manera Bella me preocupa y no quiero que le ocurra nada malo.

Suspiró profundamente y luego se puso en pie. Me tendió la mano.

—Ha obtenido el empleo. ¿Cuándo puede empezar?

—Mañana, si le parece bien. Dejé el otro empleo la semana pasada, y esta mañana he terminado de poner en orden mi despacho.

Sonrió por primera vez.

—Mañana me parece bien.

Nos dimos un apretón de manos y me fui hacia la puerta. Cuando estaba a medio abrir, me paré.

—Por cierto, ¿qué piso es éste? —pregunté.

—El cincuenta y uno.

— ¿Dónde está la oficina de Hale?

—En el cuarenta y nueve.

—Quiero la mía en el cincuenta —dije, y cerré la puerta.

 

 

Capítulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capítulo 3: CAPITULO 2

 


Capítulos

Capitulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capitulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero Capitulo 3: CAPITULO 2 Capitulo 4: CAPITULO 3 Capitulo 5: CAPITULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo Capitulo 20: CAPÍTULO 2 Capitulo 21: CAPÍTULO 3 Capitulo 22: CAPÍTULO 4 Capitulo 23: CAPÍTULO 5 Capitulo 24: CAPÍTULO 6 Capitulo 25: CAPÍTULO 7 Capitulo 26: CAPÍTULO 8 Capitulo 27: CAPÍTULO 9 Capitulo 28: CAPÍTULO 10 Capitulo 29: CAPÍTULO 11 Capitulo 30: CAPÍTULO 12 Capitulo 31: CAPÍTULO 13 Capitulo 32: CAPÍTULO 14 Capitulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capitulo 34: CAPÍTULO 2 Capitulo 35: CAPÍTULO 3 Capitulo 36: Hollywood 1960_1965 Libro tercero Jacob Black Capitulo 37: CAPÍTULO 2 Capitulo 38: CAPÍTULO 3 Capitulo 39: Capítulo 4 Capitulo 40: CAPÍTULO 5 Capitulo 41: CAPÍTULO 6 Capitulo 42: CAPÍTULO 7 Capitulo 43: CAPÍTULO 8 Capitulo 44: CAPÍTULO 9 Capitulo 45: CAPÍTULO 10 Capitulo 46: CAPÍTULO 11 Capitulo 47: CAPÍTULO 12 Capitulo 48: CAPÍTULO 13 Capitulo 49: Hollywood 1960_1965 Libro cuarto Edward Cullen Capitulo 50: CAPÍTULO 2 Capitulo 51: CAPÍTULO 3 Capitulo 52: CAPÍTULO 4 Capitulo 53: CAPÍTULO 5 Capitulo 54: CAPÍTULO 6 Capitulo 55: CAPÍTULO 7 Capitulo 56: CAPÍTULO 8 Capitulo 57: CAPÍTULO 9 Capitulo 58: CAPÍTULO 10 Capitulo 59: CAPÍTULO 11 Capitulo 60: CAPÍTULO 12 Capitulo 61: CAPÍTULO 13 Capitulo 62: CAPÍTULO 14 Capitulo 63: CAPÍTULO 15 Capitulo 64: CAPÍTULO 16 Capitulo 65: Aquell día de la primavera pasada, por la noche

 


 
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