EL HEREDERO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 26/04/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 75
Visitas: 117560
Capítulos: 65

 

Fic recomendado por LNM

BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

El éxito es su religión: el talonario de cheques su arma de dominio; la competencia su infierno cotidiano. Una vez más, se nos muestra al desnudo un mundo vertiginoso, implacable: el mundo de los grandes negocios, que forma parte ya de la mitología del siglo. Sus héroes son hombres que pervierten cuanto tocan, que destruyen y se destruyen en un juego escalofriante de posesos. Gentes como Edward Cullen, que entre negocio y negocio, en una pausa en cualquiera de sus viajes, se complace en prostituir a una muchacha en aniquilar a un hombre indefenso. Hombres como Jacob Black, gozador insaciable de placeres, cercado siempre por un ejército sumiso de aspirantes a estrellas o de estrellas fracasadas a la caza del último contrato. BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

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Capítulo 18: CAPÍTULO 17

Capítulo XVII

 

Acababa de empezar yo mi reunión con los jefes de ventas cuando la señorita Fogarty entró en mi despacho.

—Señor Cullen—dijo excusándose—, usted me ha dicho que tomara todas las llamadas, pero su tía le está llamando desde Rockport, dice que es muy importante.

Descolgué el teléfono. Tía Esme empezó a hablar sin darme tiempo a decir una palabra.

—Edward, creo que lo mejor será que vengas inmediatamente; Bella está enferma.

El corazón me dio un vuelco.

— ¿Qué ha ocurrido?

—Todavía no lo sabemos —contestó—. Esta mañana le he ido a llevar el desayuno como siempre y me la he encontrado en el suelo en medio de un charco de sangre.

— ¿Está bien?

—En estos momentos va en una ambulancia, camino del hospital —contestó. Su voz empezó a fallar—. Ven lo antes posible.

El teléfono quedó mudo en mi mano. Miré a Fogarty. No hacía falta decirle nada, en mi cara podía leer la mala noticia. Cogió el teléfono. En menos de dos horas llegué en un avión alquilado.

Tía Esme estaba en la salita de espera del hospital, cuando llegué allí.

— ¿Cómo está?

—Ha perdido el niño —dijo tía Esme compungida.

—Nada me importa el niño —casi grité—. ¿Cómo está ella?

—No lo sé. Desde que la han traído aquí está en la sala de operaciones.

Salí al corredor y me dirigí hacia la secretaría de las enfermeras.

—Soy el señor Culllen—dije—. Desearía alguna información sobre mi mujer. Hace unas horas que la han traído.

—Un momento, señor Cullen, me voy a enterar. —Tomó el teléfono y marcó un número: — Necesito detalles sobre una reciente admisión: la señora Cullen.

Esperó unos momentos y luego asintió. Al colgar, marcó un nuevo número al tiempo que me miraba.

—Estoy llamando a la sala de operaciones —me aclaró.

Al cabo de un momento alguien le contestó, pues pude oír que ella pedía detalles:

—El marido de la señora Cullen está aquí, haga el favor de decirme cómo se encuentra la paciente.

Estuvo escuchando durante un rato, y después de colgar se dirigió hacia mí.

—La llevan a su habitación —me explicó con el típico tono de profesional que a mí no me indicaba nada—. Si tiene la amabilidad de volver a la salita de espera, el doctor Ryan estará con usted dentro de unos momentos.

—Gracias —dije, y volví al lado de tía Esme.

Pasaron quince minutos hasta que él apareció en la sala de espera. Conocía a tía Esme. Aunque era un hombre joven, se le notaba cansado, con la cara llena de arrugas y los ojos colorados. No perdió el tiempo, sino que se apresuró a decirme:

—Si quiere venir conmigo, señor Cullen, le iré dando los detalles mientras andamos.

Salimos al vestíbulo y desde allí nos dirigimos a un ascensor. Apretó un botón, y éste empezó a subir lentamente, como sólo ocurre en los hospitales.

—Su esposa se encuentra muy débil —empezó a explicar con sereno tono de voz—. Cuando la encontraron ya había perdido gran cantidad de sangre. Al parecer empezó a desangrarse mientras dormía, y no se despertó hasta que sobrevino el aborto; entonces intentó levantarse para pedir ayuda, pero como ya estaba muy débil cayó al suelo desmayada. Según mi opinión, eso debió de suceder unas tres horas antes de que la encontraran. Es un milagro que todavía estuviera viva.

Se abrieron las puertas del ascensor y continuamos por un pasillo hasta llegar a la habitación. Me paré ante la puerta, y dije:

— ¿Qué esperanzas hay? —la pregunta había sonado de una manera impersonal para mis propios oídos.

—Estamos haciendo lo que podemos. Tenemos que reponer toda la sangre que ha perdido. —Me miró a los ojos. — Me he tomado la libertad de llamar a un sacerdote, en el caso de que sea católica.

—No lo es —repuse—. Es episcopal —añadí, y entré en el cuarto.

Al vernos entrar, una enfermera que se encontraba al lado de la cama se apartó. Yo me quedé mirando a Bella. De su brazo, así como de su nariz, salían unos tubos, y estaba muy blanca; nunca en mi vida había visto a nadie con tal palidez. Me acerqué y le tomé una mano.

Al cabo de un momento pareció como si se hubiera dado cuenta de mi presencia; empezó a mover los párpados y finalmente logró abrir los ojos. Sus labios se movieron pero no pude oírla.

Acerqué mucho mi cara.

—No intentes hablar, Bella. Todo irá bien.

Sus ojos me miraron y en ellos pude ver otra vez la maravilla de su color.

—Edward —su voz era un susurro casi imperceptible—, siento lo del niño.

—No importa. Tendremos otros.

Sus ojos buscaron los míos.

— ¿De verdad?

—Claro que sí. En cuanto salgas de aquí.

Una pálida sonrisa iluminó sus ojos.

—Te quiero... —susurró.

—Te quiero —dije también. Su semblante pareció reflejar una suave felicidad, y sus labios se entreabrieron—. Siempre te he querido, tú lo sabes —dije.

Pero no lo supo ni nunca lo sabría. Ni siquiera yo me di cuenta de que acababa de entrar en coma, hasta que se acercó el doctor y suavemente apartó mi mano de ella.

 

 

Después de dejarla instalada en el hospital volví a mi apartamento y cerré bien la puerta. No quería hablar ni ver a nadie.

Durante los primeros días la gente trató de telefonear, pero no contesté, y los que vinieron se volvieron, escaleras abajo. Al tercer día no llamó nadie, ni siquiera del despacho; todos habían comprendido.

Me paseaba por el apartamento como si fuera un espíritu. Ella estaba allí. En todos los rincones. En la cama todavía podía notarse su perfume, en el cuarto de baño se hallaban esparcidos sus productos de belleza, y su ropa continuaba en el armario.

La televisión se había quedado encendida, pero no la miré ni un momento, y al tercer día de no apagarla, se quemó, y no me molesté en que se arreglara. Me encontraba tranquilo, mortalmente tranquilo, como en la nada. Como donde estaba Bella.

Al cuarto día sonó el timbre de la puerta. Seguí sentado en el sofá. Fuera quien fuera, tendría que irse. El timbre volvió a sonar. Insistentemente. Me levanté.

— ¿Quién es? —pregunté, con la puerta cerrada.

—Jacob Black.

—Lárgate. No quiero verte.

—Yo sí quiero. ¿Vas a abrir la puerta o quieres que la tire abajo?

La entreabrí.

—Ya me has visto —dije, y empecé a cerrarla.

Pero él había puesto un pie y empujando con todo su peso, me echó atrás con la puerta.

Se enderezó, resoplando.

—Eso está mejor —dijo, cerrando la puerta.

— ¿Qué quieres? —le pregunté.

Se me quedó mirando.

—Ya es hora de que salgas de aquí.

Me separé de él y volví a tumbarme en el sofá. Me siguió.

— ¿Por qué no me dejas en paz?

—Debería hacerlo. En realidad no es cosa de mi incumbencia.

—Desde luego —dije.

—Pero te necesito todavía.

—Eso fue lo que Bella me dijo de ti.

— ¿De verdad? Era más inteligente de lo que yo creía.

Fue hasta la mesa del comedor, y observó los restos que había en los platos.

— ¿Cuándo comiste por última vez? —me preguntó.

Me encogí de hombros.

—No me acuerdo. Cuando tengo hambre llamo para que me suban algo.

— ¿No tienes nada para beber?

—En el bar —contesté—. Sírvete tú mismo.

Así lo hizo y preparó dos whiskies, llenando el vaso hasta arriba. Luego se me acercó.

—Toma uno, lo necesitas.

—No quiero nada.

Puso el vaso sobre la mesa, y se bebió el suyo pensativamente. Empezó a pasearse, mirándolo todo. Al cabo de un rato oí cómo se metía en el dormitorio. Me quedé mirando el whisky, y a él lo olvidé por completo.         

O lo intenté; pero al cabo de unos quince minutos no había vuelto, y fui tras él.

En el suelo había un montón de vestidos, y él apareció del vestidor de Bella con otra brazada que arrojó en el montón. Al verme se paró.

— ¿Qué diablos estás haciendo? —chillé—. Son las ropas de Bella.

—Ya lo sé —dijo resoplando un poco—. Pero, ¿qué quieres hacer con ellas? ¿De qué te van a servir? A no ser que te las quieras poner...

Empecé a volver las ropas al vestidor, pero él me las quitó de las manos y con sorprendente fuerza, logró apartarme. Intenté defenderme, pero me cogió las muñecas con tanta fuerza que me dejó paralizado.

— ¡Está en coma irreversible! —me gritó—. Está  prácticamente muerta y tienes que hacerte a la idea. Está en coma y no la harás volver. Así que deja de intentar enterrarte con ella.

— ¡La he matado yo! —grité salvajemente—. Si no la hubiera mandado fuera, todavía estaría viva. No se hubiera encontrado sola cuando sucedió aquello.

—Hubiera sucedido de todos modos. A cada uno le llega el fin cuando es su hora.

—Tú lo sabes —dije amargamente—. Vosotros, los judíos, lo sabéis todo, incluso lo de la muerte.

—Sí, hasta lo de la muerte. —Dejó libres mis muñecas. — Nosotros, los judíos, tenemos seis mil años de experiencia sobre la muerte. Hemos aprendido a vivir con la muerte. Hemos tenido que hacerlo.

— ¿Cómo podéis vivir así?

—Lloramos —dijo.

—Yo me he olvidado de llorar. La última vez en que lloré, era un chiquillo. Ahora es demasiado tarde. Aun queda vida en ella, no esta muerta.

—Prueba. Te ayudará.

—Tendrás que enseñarme —repuse sarcásticamente.

—Lo haré.

Echó una ojeada a la estancia, tomó un sombrero de mi armario; se lo puso y se colocó cara a mí.

Yo me quedé contemplándolo. Con su cara brillante y rubicunda, las gafas ribeteadas de negro y aquel sombrero, tenía un aspecto verdaderamente ridículo. Casi solté la carcajada, pero algo me detuvo.

—Una vez al año, en Yom Kippur, «El Día de la Expiación», rezamos una oración por los muertos. Se llama Kaddish.

— ¿Y eso os hace llorar? —pregunté.

—Nunca falla, pues en ella no sólo rezamos por nuestros muertos, sino por todos los muertos desde el principio de los tiempos. —Me tomó la mano. — Ahora debes repetir conmigo: Yisgadal, v'yiskadash (elevado y magnificado sea tu gran nombre)

Esperó y yo repetí esas palabras:

—Yisgadal, v'yiskadash.

Tras sus gafas asomaban las lágrimas. Entreabrió la boca para continuar, pero le costó esfuerzo proseguir:

—Sh'may rabbo.

En aquel momento pude notar lágrimas en mis ojos; levanté las manos y me tapé la cara.

— ¡Bella! —exclamé sollozando.

Y lloré, lloré, lloré...

Capítulo 17: CAPÍTULO 16 Capítulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo

 


Capítulos

Capitulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capitulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero Capitulo 3: CAPITULO 2 Capitulo 4: CAPITULO 3 Capitulo 5: CAPITULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo Capitulo 20: CAPÍTULO 2 Capitulo 21: CAPÍTULO 3 Capitulo 22: CAPÍTULO 4 Capitulo 23: CAPÍTULO 5 Capitulo 24: CAPÍTULO 6 Capitulo 25: CAPÍTULO 7 Capitulo 26: CAPÍTULO 8 Capitulo 27: CAPÍTULO 9 Capitulo 28: CAPÍTULO 10 Capitulo 29: CAPÍTULO 11 Capitulo 30: CAPÍTULO 12 Capitulo 31: CAPÍTULO 13 Capitulo 32: CAPÍTULO 14 Capitulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capitulo 34: CAPÍTULO 2 Capitulo 35: CAPÍTULO 3 Capitulo 36: Hollywood 1960_1965 Libro tercero Jacob Black Capitulo 37: CAPÍTULO 2 Capitulo 38: CAPÍTULO 3 Capitulo 39: Capítulo 4 Capitulo 40: CAPÍTULO 5 Capitulo 41: CAPÍTULO 6 Capitulo 42: CAPÍTULO 7 Capitulo 43: CAPÍTULO 8 Capitulo 44: CAPÍTULO 9 Capitulo 45: CAPÍTULO 10 Capitulo 46: CAPÍTULO 11 Capitulo 47: CAPÍTULO 12 Capitulo 48: CAPÍTULO 13 Capitulo 49: Hollywood 1960_1965 Libro cuarto Edward Cullen Capitulo 50: CAPÍTULO 2 Capitulo 51: CAPÍTULO 3 Capitulo 52: CAPÍTULO 4 Capitulo 53: CAPÍTULO 5 Capitulo 54: CAPÍTULO 6 Capitulo 55: CAPÍTULO 7 Capitulo 56: CAPÍTULO 8 Capitulo 57: CAPÍTULO 9 Capitulo 58: CAPÍTULO 10 Capitulo 59: CAPÍTULO 11 Capitulo 60: CAPÍTULO 12 Capitulo 61: CAPÍTULO 13 Capitulo 62: CAPÍTULO 14 Capitulo 63: CAPÍTULO 15 Capitulo 64: CAPÍTULO 16 Capitulo 65: Aquell día de la primavera pasada, por la noche

 


 
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