Capítulo VI
La cena resultó ser muy sencilla: entremeses en primer lugar, una ensalada de lechuga y apio, rábanos, rodajas de «salami» de Génova, aceitunas negras y verdes y pequeños pimientos verdes y rojos. Luego vino la pasta. Lasaña al horno, al dente, con capas entremezcladas de carne, y todo con una deliciosa salsa italiana. El típico «Chianti» estaba en su punto de fresco y para postre zabaglione, que ella batió en la misma mesa. Un fuerte café exprés hecho en una pequeña cafetera automática colocada en el centro de la mesa completó la comida.
Edward se recostó en el respaldo de su silla.
—No puedo creerlo; ¡lo que he comido...!
—No tanto como yo.
—No sé dónde te lo metes.
Ella había comido tanto como para perder la línea. Se rió.
—Bueno, tengo más experiencia que tú.
En aquel momento apareció la doncella y empezó a recoger la mesa. Rose se levantó.
—Vámonos a la salita, estaremos mejor.
Sonó el teléfono y Rose, acercándose a un pequeño escritorio, descolgó.
— ¿Diga? —Era Jacob.
Durante unos segundos estuvo escuchando.
—Lo siento —oyó Edward que contestaba—. Bien, entonces hasta mañana. —Luego se volvió a él: — Jacob quiere hablar contigo.
Edward tomó el teléfono que ella le pasó.
—Tengo trabajo y no voy a poder ir. ¿Qué tal la pasta?
—Tenías razón. Algo monumental.
— ¿Cuánto tiempo piensas estar aquí? Me gustaría hablar contigo sobre unas ideas que tengo.
—Estaré unos días más.
—Mañana tendré bastante trabajo. ¿Pasado mañana?
—A mí me va bien —respondió Edward—. Que diga tu secretaria a mi despacho dónde y cuándo.
—De acuerdo. Gracias.
— ¿Gracias? ¿Por qué? —preguntó Edward sorprendido.
—Por ser amable con mi chica; te lo agradezco.
Colgó y Edward dejó el teléfono. Rose se encontraba frente al bar y se volvió hacia él con dos vasos de Fior d'Alpi en las manos. Al tomar el suyo pudo notar que a ella le temblaban las manos.
— ¿Estás bien?
—Estupendamente.
—Tienes que estar muy cansada; has estado trabajando todo el día con el calor que ha hecho, y luego has venido a casa y te has tenido que meter en la cocina. Creo que será mejor que me vaya y podrás descansar.
—No, no te vayas —dijo ansiosamente.
—Te sentirás mejor si te metes en cama.
—No estoy cansada, además yo no he hecho la cena; la he encargado en el Boulevard Santa Mónica, en la Casa D'Oro de Billy Karin. Es el único sitio que lo hace como en casa.
—Me estás engañando.
—Te sorprende, ¿por qué? Estamos en Hollywood. Nada es lo que parece; nada es real.
El no habló.
—No sé nada de cocina, nunca he aprendido. Cuando tenía catorce años allá en Marsala, me vio un director de cine que vino a la ciudad con su compañía. Eso era entonces un gran acontecimiento. Dos semanas más tarde me fui a Roma con él. Mi padre se puso muy contento, ya que tenía otras siete bocas que alimentar.
De repente, su mente se hallaba muy lejos.
— ¡Ya ves! Los sicilianos no son tan estrictos con su honor como tú crees. Es curioso lo que podían conseguir entonces diez mil liras.
Diez mil liras era menos que veinte dólares.
—Lo siento —dijo él finalmente.
— ¿Por qué tienes que sentirlo? Aprendí una cosa de mi padre: que todo tiene su precio, hasta el honor; y he aprovechado esta lección.
»Después del director hubo otros. Siempre ha habido alguien, y ahora es Jacob. —Se volvió hacia él. — Así que tenías razón respecto a mí.
Edward vio lágrimas en sus ojos.
—No del todo —contestó—. ¿Estás enamorada de él?
Ella lo miró fijamente.
—No; no como tú lo entiendes; pero a mi manera lo quiero. Lo respeto.
— ¿Entonces por qué? No tienes que seguir así. Ahora eres una gran estrella.
—Esto me digo a mí misma, pero no lo creo. Tengo miedo, mucho miedo, y temo que si no se encuentra alguien a mi lado fracasaré.
—Estás equivocada. Todo lo que eres nadie te lo ha conseguido, lo has logrado tú misma. Tú estás frente a la cámara. Tú sola. Nadie más que tú. Tú eres la que apareces en la pantalla, frente al mundo, tú sola. Tú.
Rose levantó su vaso hacia él.
—Eres un hombre muy amable, Edward Cullen. Gracias.
—Eres una mujer preciosa, «Chica italiana», y hayas hecho la pasta o no, estaba buenísima.
— ¿Y tú qué? Nunca explicas nada de ti mismo.
—No hay gran cosa para contar.
—Ninguno de ellos tiene nada que contar. Pero se las arreglan; no paran. Sin embargo, a ti te he visto dos veces con ésta, y te limitas a escuchar. Los otros no acaban de contarte lo importantes que son. Pero tú no. ¿Eres importante?
—Soy el mejor.
Ella se lo quedó mirando seriamente.
—Lo creo. ¿Estás casado?
—No; lo estuve.
— ¿Divorciado?
—Si; ella—Esta internada.
—Oh... —en su cara apareció una mirada llena de simpatía—. ¿La querías?
—Sí —parecía dudar en proseguir—. No supe cuánto la quería hasta que fue demasiado tarde.
Ella asintió con la cabeza.
—Así es; no apreciamos realmente las cosas que tenemos.
Edward echó un vistazo a su reloj.
—Las once; creo que será mejor que me vaya si mañana quieres aparecer bien ante la cámara.
—Mañana no trabajo.
Ahora tuvo curiosidad.
— ¿Qué haces en tus días libres?
—Mañana por la mañana tengo que hacer algunos recados; luego volveré aquí y esperaré a que me llame Jacob; y si puede, cenaremos juntos.
— ¿Y si no puede?
—Entonces cenaré sola; un poco de televisión y a la cama. El día siguiente será mejor; trabajo. Siempre es mejor cuando trabajo.
— ¿No sales nunca? ¿Al cine, o a cualquier sitio?
Negó con la cabeza.
—No. ¿Qué parecería?: « ¡Rose Barzini, la actriz, saliendo sola...!» Pero no tiene importancia, estoy acostumbrada.
—No es bueno que te encierres de esa manera.
—No durará mucho tiempo —dijo ella—. He tomado una decisión. No pienso firmar el contrato para esas otras dos películas. Quiero volver a Italia. Allí soy libre, estoy en casa.
— ¿Lo sabe Jacob?
—No. ¿Cómo iba a saberlo? He tomado la decisión esta noche.
— ¿Pararás por Nueva York cuando te vayas?
—Si me lo pides...
—Te lo pido.
—Entonces pararé.
Se movió hacia ella y Rose se echó en sus brazos. Permaneció con la cabeza apoyada contra su pecho, y así estuvieron largo rato. Luego, él levantó su cabeza y la besó suavemente.
—Buenas noches, «Chica italiana».
—Buenas noches, Edward Cullen.
Recogió la corbata que había quedado sobre el sofá y ella le dio la chaqueta. Sin más palabra, se marchó. Durante largo rato permaneció ella mirando la puerta que se acababa de cerrar; luego se encaminó al dormitorio. Se sentía mejor que desde hacía mucho tiempo.
— ¿Has visto esto, Jacob?
Levantó la vista de los huevos fritos con bacón.
— ¿Qué? —preguntó con la boca medio llena.
Denise le pasó el Reporter y le señaló un artículo que aparecía en la primera página: «Rose Barzini vuelve a Roma después de Los Jinetes.»
Lo miró, asintió y continuó comiendo.
—Creía que la habías contratado para dos películas más —continuó Denise.
—Hemos roto el trato. Ella no es feliz aquí; prefiere trabajar en Roma.
Denise intentó que no se le notara en la voz el repentino chispazo de su corazón.
— ¿Y esto afectará a tus planes?
—Claro —contestó, tragándose todo lo que tenía en la boca—. Quizás así podré llegar temprano a casa algunas noches, ahora que no tendré que ir tras ella con la vasija en la mano por si la necesita.
— ¿Como esta noche?
Dejó Jacob el tenedor y el cuchillo y le cogió la mano.
—Sí, mamá —dijo—, como esta noche.
|