EL HEREDERO

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 26/04/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 75
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Capítulos: 65

 

Fic recomendado por LNM

BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

El éxito es su religión: el talonario de cheques su arma de dominio; la competencia su infierno cotidiano. Una vez más, se nos muestra al desnudo un mundo vertiginoso, implacable: el mundo de los grandes negocios, que forma parte ya de la mitología del siglo. Sus héroes son hombres que pervierten cuanto tocan, que destruyen y se destruyen en un juego escalofriante de posesos. Gentes como Edward Cullen, que entre negocio y negocio, en una pausa en cualquiera de sus viajes, se complace en prostituir a una muchacha en aniquilar a un hombre indefenso. Hombres como Jacob Black, gozador insaciable de placeres, cercado siempre por un ejército sumiso de aspirantes a estrellas o de estrellas fracasadas a la caza del último contrato. BASADO EN THE INHERITORS DE ROBBINS

 

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Capítulo 34: CAPÍTULO 2

Capítulo II

 

En el momento en que empezábamos a subir los escalones para ir al casino, sonó la llamada; un botones, que llevaba uniforme de general, se quedó mirando a «Chica rubia» y me detuvo a mí.

— ¿Señor Cullen?

—Sí; soy yo.

—Hay una llamada para usted.

Nos condujo a los teléfonos que se encontraban detrás de unas máquinas tragaperras. Descolgó uno:

—El señor Cullen está al teléfono —dijo, y me pasó el aparato. Le di un dólar y cogí el teléfono.

—Cullen, eres una persona difícil de encontrar —empezó a decirme Diana con su correcto inglés y una voz en la que se notaba cierto triunfo.

—Está bien, pero, ¿cómo lo has logrado esta vez?

—Muy fácilmente —repuso ella con orgullo—. La policía encontró tu coche (yo les pedí que lo buscaran) en el aparcamiento de Burbank. El control de tráfico aéreo me dijo tu vuelo y destino.

—Te debo otros cien.

Habíamos hecho un trato: cada vez que ella me encontrara cuando yo me largaba sin dejar recado de adonde iba, ganaba cien dólares. Por el contrario, cada vez que me perdiera de vista y no diera con mi paradero, la tendría gratis un mes. Todavía tenía que conseguir eso.

—Parece que se trata de algo importante, si no, no me hubiera atrevido a molestarte —empezó a explicarme—. Jacob Black Júnior ha llamado desde San Francisco, ha preguntado por Tío Edward y ha dicho que era importante.

—Dame su teléfono y lo llamaré yo.

—Estaba en una cabina y ha dicho que no podía permanecer allí, pero que volvería a llamar al cabo de media hora. Hace de esto veinte minutos.

—De acuerdo, entonces cuando llame pásamelo por la centralita.

— ¿Tengo que hacerlo a algún número de habitación?

—No —contesté—. No, diles que me busquen, estaré en la mesa de juego.

Colgué el aparato y salí de la cabina. «Chica rubia» estaba entretenida con una máquina tragaperras.

—Estoy a punto de conseguirlo —me aclaró mientras con los dedos acariciaba la manivela—. Puedo asegurarlo.

Avancé por entre las diversas máquinas y me detuve ante la mesa de juego. Mágica mesa verde, en torno a la cual la gente se apiñaba como sardinas. Con una máquina de hacer dinero como ésa trabajando para él, Johnston debía de haber perdido el juicio para querer meterse en el negocio de películas.

Me acerqué todavía más a la mesa, justo en el instante en que un jugador lograba el siete. El «croupier» tiró el dado y les dejó colocar sus fichas. Miré en torno a la mesa, pero nadie parecía estar ganando; todos tenían la típica expresión del jugador que n9 confía en su suerte.

Tomé una serie de fichas y las apreté en la palma de la mano para notar su tacto. Me gustó. Saludé con un movimiento de cabeza, y coloqué cien en la línea «pass».

— ¡Suerte para el nuevo jugador! —Dijo el «croupier» con voz ronca—. ¡Hagan sus apuestas, llega otro jugador!

Aposté dos veces a una hilera, dejando que mis apuestas fueran subiendo, y a la tercera vez, recogí la serie de fichas y las cambié de lugar. Tenía en esos momentos cuatro mil doscientos dólares; aparté doscientos y coloqué dos de los grandes en la línea del pass. Otros dos mil dólares se encontraban en una caja, enfrente de mí.

Empecé a doblar y terminé comprando todos los números. Entonces empezó una carrera desenfrenada. Por lo menos hubiera necesitado diez pares de manos para colocarlas y hacer todas las apuestas, y perdí toda noción del tiempo. Cuando apareció «el general de reserva» me quedé contemplándolo con sorpresa.

—Ya tiene su llamada —me dijo.

Asentí mientras recogía los dados. Los froté contra mis manos y lanzándolos con fuerza chocaron contra la tabla y finalmente se pararon. No me hacía falta mirar para saber que había logrado el siete.

Eso sucede con los dados: son como las mujeres. Deja de hacerles caso por un momento y vendrán detrás de ti.

Cogí las fichas de la caja que había frente a mí, y al volverme vi a «chica rubia» que permanecía de pie a mi lado. Le pasé las fichas.

—Cámbialas por mí.

Seguí al «general de reserva» hasta el teléfono.

—Lo siento, señor Cullen —me dijo mientras me pasaba el aparato.

En esta ocasión le di cien dólares.

—No te preocupes —le dije—, posiblemente me has salvado una fortuna.

Se dio media vuelta sonriendo y yo cogí el teléfono.

— ¿Diana?...

—Ya te tengo al señor Black en la línea.

—Estupendo, ponme con él, pero no cuelgues, puede ser que luego te necesite.

—Está bien, señor Cullen.

Se oyó un chasquido y luego un zumbido que parecía venir de muy lejos; y a través de él, pude escuchar la voz de Júnior:

—¿Tío Edward?

—Sí, Júnior...

—Estoy en San Francisco.

—Ya lo sé.

—Estoy en un apuro —dijo.

— ¿Qué ha pasado?

—Bueno, estoy aquí con una pareja de amigos... —su voz empezaba a temblar—. Esta mañana he salido un momento y cuando he vuelto, el lugar estaba lleno de «polis». Empujaban a todos dentro de la camioneta. Después, dos de ellos se quedaron por allí, vestidos de paisano. Me dio la corazonada de que me esperaban a mí, y me escapé por la esquina.

— ¿Por qué ha sido ese jaleo?

—Lo de costumbre —dijo—, de vez en cuando a los «polis» les pica la mosca, pero en esta ocasión no tenían ningún derecho a pescarnos. Nos estábamos portando bien.

— ¿Había algo comprometedor en el apartamento?

—Ño gran cosa. Todos estábamos mal de cuartos. Un poco de hierba, pero nada más.

— ¿Nada serio?

—Nada de cocaína, en serio, tío Edward, somos buenos chicos.

— ¿A nombre de quién estaba el apartamento?

—No lo sé, estaba vacío y nos instalamos en él. Cada día pasaba un muchacho, le dábamos algunas monedas, y nos dejaba en paz.

—No me parece que estés en ningún aprieto, Júnior —dije—. Lo que debes hacer es marcharte de la ciudad por una temporada. No pueden perseguirte. No tienes antecedentes.

—Pero no puedo largarme así —repuso.

—Si te hace falta dinero, te lo envío.

—No es eso. —Ahora pude notar que estaba dudando en proseguir. — Hay una muchacha en esto, y estoy preocupado por ella.

Sabía lo de la muchacha, pues su padre me lo había contado aquella mañana, pero yo quería que me lo dijera él mismo.

— ¿Y qué...?

—Verás... está en estado y ella misma es una niña —me contó.

— ¿Es tuyo el hijo?

—No, pero es tan adorable y buena, que todos decidimos adoptarla. Ni siquiera le dejábamos fumar, ni un pequeño viaje.

—Entonces, ¿por qué estás preocupado? Ellos la cuidarán muy bien; mejor que vosotros.

—Puede que sí; pero, ¿la querrán?

Permanecí en silencio.

—Es una muchacha muy sensible —dijo—, y necesita que la quieran y saber que alguien se preocupa por ella. Por eso le ocurre lo que le ocurre.

Yo todavía seguía silencioso.

—No puedo marcharme hasta saber que está bien. ¿Comprendes? Me gustaría que supiera que no la he abandonado como los demás. —Suspiró profundamente. — Lo que sucede es que si voy a «Juvenile» a verla, tal como estoy, me echarán el guante en seguida. Por eso he pensado que si tú tenías tiempo...

—De acuerdo—dije—. Iré. ¿Dónde estás ahora?

—En una cabina telefónica en la Playa Norte —contestó.

— ¿Tienes dinero?

—Una miseria.

—Vete a las oficinas de la KSFS—TV Van Ness, enfrente del motel Jack Tar, y pregunta en el departamento jurídico por Jane Kardin. Cuando llegues allí, ella ya te estará esperando. Dile lo mismo que me has contado a mí y haz que compruebe dónde se han llevado a tu amiga, y que se las arregle para poderla visitar. Espérame en su oficina; yo cogeré el próximo avión desde Las Vegas.

Su voz ahora era jovial.

—¡Gracias, tío Edward; sabía que no me abandonarías. —Dudó por unos momentos. — ¿Crees que tu amiga podrá darme un bocadillo? No he comido en todo el día...

Seguía siendo un niño.

—Claro, pero será mejor que cruces la calle y vayas al Bar Tommy. Antes de entrar a la oficina pasaré por allí a recogerte. Adiós.

—Adiós, tío Edward. Colgó y al cabo de un instante pude oír la voz de Diana.

—Hay un vuelo que sale de McCarran dentro de veinte minutos, de la Compañía Aérea del Oeste, hacia San Francisco —me dijo—, y mientras hablabas he reservado una plaza.

—Buena chica. Ahora llama a Jane Kardin, a la Radiodifusión Sinclair (KSFS), y dile que llegaré dentro de un rato, y que mientras tanto se ocupe del muchacho.

—Lo haré, señor Cullen. Ahora, adiós.

Cuando salí de la cabina, me encontré con «Chica rubia» que me estaba esperando con el dinero en la mano.

— ¿Qué sucede? —me preguntó.

— ¿Cuánto te pagaba Johnston?

—Quinientos a la semana más los gastos.

— ¿Y cuánto tienes aquí? —le pregunté señalando lo que llevaba en la mano.

—Veinte mil trescientos —dijo dándomelo.

Cogí el dinero, y separé diez mil, y se los entregué. El resto me lo guardé.

—Esto es para ti.

Se me quedó mirando con los ojos de par en par.

— ¿Porqué?

—Es lo que te toca en concepto de separación —contesté, dejándola en el Casino.

Salí afuera y tomé un taxi; ella apareció en el momento en que arrancábamos y, agitando la mano, me tiró un beso.

Yo hice lo mismo, y cuando el coche ya estaba a mitad de carretera, ella ya había entrado de nuevo en el hotel.

Tal como estaba subiendo la cuota de las «despedidas» desde la mañana, si por la noche encontraba una muchacha, tendría que conservarla.

 

 

En los Ángeles, el tiempo había sido caluroso y húmedo; en Las Vegas brillaba el sol y hacía un día seco. En San Francisco, reinaba un ambiente húmedo y viscoso. Mientras iba del avión a las oficinas del aeropuerto, estaba temblando, pues los téjanos y el «pullover» que llevaba no eran de suficiente abrigo.

Jane Kardin me estaba esperando con un impermeable, y yo me lo puse agradecido.

—Esto me hace desear que fuera todavía tu jefe, «Chica abogado». Por tu buena idea te aumentaría el sueldo.

—Puesto que ya no eres mi jefe me puedes saludar con un beso.

Sus labios eran dulces y ardientes. Me quedé sorprendido.

—Casi había olvidado lo buenos que son.

Ella sonrió.

—Mi coche está ahí fuera.

Mientras empezábamos a andar, miré por todos lados.

— ¿Qué has hecho con el muchacho?

—Lo he dejado en el Bar Tommy, sacando el vientre de penas.

Cuando llegamos al coche estaba empezando a llover de verdad y al ponernos en marcha, accionó los limpiaparabrisas.

— ¿Qué has sabido de la muchacha?

—Se ha ido.

— ¿Se ha ido? —repetí como un eco.

Ella asintió sin apartar la vista de la carretera.

—Cuando logré localizarla en el «Juvenil», ya habían llegado sus padres y se la habían llevado.

— ¿Y qué ha sido de Júnior? —pregunté—. Debe de estar muy triste.

—Me parece que se siente aliviado. Al fin y al cabo es un hombre.

Tenía derecho a decir eso. Yo no había sido para ella precisamente el hombre más amable del mundo. Lo habíamos pasado muy bien. Pero de eso hacía casi cuatro años; antes de que yo dejara a Sinclair y ella aún no era abogado, sino modelo.

Apareció un día en Nueva York, por medio de la Agencia Ford, y recuerdo perfectamente la primera vez que la vi, entrando en «El Morocco». Sus ojos eran tranquilos y permaneció de pie mirando a su alrededor.

Era una gala de estreno y me acerqué rápidamente a ella.

— ¿Puedo ayudarla, señorita...?

La expresión de sus ojos no cambió.

—Busco a John Stafford, el director —dijo.

Yo no le había visto y aunque le hubiera visto, la verdad es que no le conocía.

—Acaba de marcharse —dije sin vacilar y la tomé del brazo—. Permítame ofrecerle algo de beber.

Miró en torno suyo sin moverse, y luego se volvió a mí.

—No, gracias —repuso—, no veo a nadie conocido y no me gusta estar en reuniones en las que no conozco a nadie —añadió fríamente.

—Me llamo Edward Cullen —dije en seguida—, ahora no tiene excusa.

Se rió.

—Ya me han hablado de los hombres de Nueva York.

Para entonces ya íbamos andando; hice una señal y el maître se aproximó a nosotros.

—Su mesa está aquí cerca, señor Cullen.

— ¿No es de aquí? —le pregunté mientras nos sentábamos.

—Soy de San Francisco —contestó.

Se dirigió al maître y pidió algo de beber.

Le gustaban las bebidas dulces, la conversación dulce y los hombres dulces; al cabo de una semana comprobó que yo exigía demasiado y que no era bastante dulce.

—Veo que tienes ganas de casarte —le dije.

—Es cierto. ¿Hay algo de malo en ello?

Negué con la cabeza.

—No.

—Pero a ti no te va eso, ¿verdad?

—No.

—Por lo menos eres sincero.

— ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por ti?

—Sí.

La miré, pensando que iba a soltarlo. Todas eran iguales. Pero me sorprendió.

—Quiero un empleo —dijo.

—Puedo recomendarte al jefe de repartos.

—No ese trabajo.

—Entonces, ¿qué tipo de trabajo?

—Acabo de enterarme por casa de que he sido admitida en el Colegio de Abogados.

La miré sorprendido.

— ¿Eres abogado?

Asintió.

—Hacer de modelo sólo ha sido para pagarme los estudios. Ahora quiero trabajar en mi profesión.

—Ganarás más haciendo de modelo.

— ¿Entonces?

—Está bien —dije—. Te entrevistarás con el jefe del departamento jurídico.

—Pero es que yo no quiero trabajar en Nueva York —añadió—. No me gusta este lugar. Quiero trabajar en San Francisco.

—Aquí hay más oportunidades.

—Pero allí tengo familia, y amigos. Allí sería mucho más feliz. Aquí todo es ruido y gritos, y prisa...

Nuestra estación de San Francisco necesitaba un abogado, y ella reunía todas las condiciones. La prueba es que conservó el puesto, y hasta la ascendieron, después de que yo me marché de la casa.

Encontró aparcamiento al lado del restaurante y nos encontramos a Jacob junior ante una jarra de cerveza.

— ¡Hola, tío Edward! ¿Sabes que en este lugar tienen noventa clases de cerveza?

— ¡Quítate la espuma de la barba y dame un beso! —le dije—. He tenido un viaje largo y húmedo.

—Lo siento, hombre —se excusó moviendo la cabeza—, si hubiera pensado que la chica ahuecaría el ala, no te habría molestado.

—No te preocupes —dije mientras me sentaba enfrente de él—. No tenía nada mejor que hacer; además así he encontrado una excusa para venir y ver a «Chica abogado» más tiempo.

—Demasiado —dijo «Chica abogado»—, ahora será mejor que me vaya.

—No, no te irás —dije obligándola a que se sentara a mi lado—. Todavía no sabemos si hemos salido del jaleo.

Jacob la miró, y luego desvió sus ojos hacia mí, mientras movía la cabeza.

—Tendría que habérmelo imaginado —dijo.

— ¿Imaginarte qué? —le pregunté.

—Que tenías que aparecer con el más guapo y sesudo abogado del mundo.

Soltamos la carcajada, y en aquel momento apareció la camarera.

—Cerveza para todos —pedí.

—No —interrumpió «Chica abogado»—, para mí traiga un Bourbon.

—Tengo que irme —dijo Jacob levantándose—. Vuelvo en seguida.

Llegó la camarera con las bebidas. Levanté mi jarra.

—Ciao.                                     

—Por fin lo has logrado...

Me quedé mirándola.

—Solía soñar contigo, eran ridículos sueños de niña, soñaba que algún día vendrías y que serías diferente... —su voz se fue apagando.

—Soy diferente —le dije—. Ya no soy tu jefe.

Movió negativamente la cabeza.

—Eres el mismo. Siempre en tu lugar. Dondequiera que estés eres el centro —dudó de proseguir—. ¿Qué te ha hecho pensar en mí? Creía que ya me habías olvidado.

No contesté.

— ¿O es que tienes un archivador, en algún lugar de tu cabeza, y en cada cajón una lista de muchachas en diversas ciudades, a las cuales puedes llamar para servicios varios? ¿Es esto, Edward? ¿Estoy clasificada en el departamento legal?

—Está bien, Jane, ¿es que ganas algo con eso?

Enrojeció.

—Perdona.

Jacob apareció con un peculiar brillo en los ojos, se sentó y tomó su jarra de cerveza.

—Si se te ocurre drogarte en lavabos públicos, aféitate, pues el olor de la marihuana se queda adherido a la barba.

—Sólo ha sido medio cigarrillo —dijo en actitud defensiva—. Empezaba a encontrarme algo deprimido.

— ¿Por qué? —le pregunté—. Todo está arreglado.

—Por ti —dijo—. De pronto me he sentido asustado. Te he hecho venir aquí tontamente y debes pensar que soy un estúpido.

—Sabes muy bien que no es eso. No me has llamado únicamente por la muchacha.

Miró a «Chica abogado», y ésta se levantó para marcharse.

—Será mejor que me vaya; debéis de tener cosas personales de que hablar.

Puse mi brazo sobre ella, para detenerla.

—Estás metida en esto, no por tu gusto, pero estás metida. —Miré al chico. — ¿No crees, Jacob?

Este asintió, y ella se sentó de nuevo.

—Vamos, Jacob, suéltalo.

Suspiró profundamente.

—Mi padre vino aquí el otro día.

— ¿Y qué...?

—Ya lo conoces, tío Edward. Hizo uno de sus trucos e intentó darnos cien dólares. Yo le dije que no los queríamos; más tarde mandó a su chófer con dos billetes de cinco. —Dio un sorbo a su cerveza. — También quería que volviera a casa.

—No hay nada malo en eso, al fin y al cabo es tu padre —dije—. Además, no creo que a tu madre le guste demasiado tu comportamiento.

— ¡Vamos, tío Edward, no vas a apalearme también!

—Yo no, Júnior —repliqué—. Creo que cada persona tiene derecho a irse al infierno, si ése es su deseo. A mí me importa un bledo lo que hagas.

—No lo creo. Tú te preocupas por mí.

—Es cierto —dije—; también me preocupo por tu hermana, pero no puedo vivir su vida por ella. Y no puedo vivir la tuya por ti. Lo único que puedo hacer es estar a vuestro lado si me necesitáis.

Júnior vació su jarra.

— ¿Puedo tomarme otra cerveza?

Hice un signo a la camarera, que volvió con otra cerveza.

—Necesito que me ayudes.

— ¿Cómo? —le pregunté.

— ¿No te parece extraño que nos hayan pescado al día siguiente de la visita de mi padre?

— ¿Es eso lo que crees?

Bajó la vista hasta la jarra.

—Dijo que podía llamar a la «poli» si no hacía lo que él me mandaba. —Me miró—. Tengo que saber la verdad, tío Edward, es muy importante para mí.

— ¿Cómo esperas que te ayude en eso?

—Pregúntaselo, tío Edward; él no te mentirá.

—No. Tengo una idea mejor.

— ¿Cuál? —preguntó esperanzado.

—Se lo preguntarás tú mismo. Después de todo es tu padre, no el mío.

 

Capítulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capítulo 35: CAPÍTULO 3

 


Capítulos

Capitulo 1: Aquel día de la primavera pasada, por la mañana Capitulo 2: Nueva York, 1955 _ 1960 Libro primero Capitulo 3: CAPITULO 2 Capitulo 4: CAPITULO 3 Capitulo 5: CAPITULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: Nueva York, 1955_1960 Libro segundo Capitulo 20: CAPÍTULO 2 Capitulo 21: CAPÍTULO 3 Capitulo 22: CAPÍTULO 4 Capitulo 23: CAPÍTULO 5 Capitulo 24: CAPÍTULO 6 Capitulo 25: CAPÍTULO 7 Capitulo 26: CAPÍTULO 8 Capitulo 27: CAPÍTULO 9 Capitulo 28: CAPÍTULO 10 Capitulo 29: CAPÍTULO 11 Capitulo 30: CAPÍTULO 12 Capitulo 31: CAPÍTULO 13 Capitulo 32: CAPÍTULO 14 Capitulo 33: Aquel día de la primavera pasada, por la tarde Capitulo 34: CAPÍTULO 2 Capitulo 35: CAPÍTULO 3 Capitulo 36: Hollywood 1960_1965 Libro tercero Jacob Black Capitulo 37: CAPÍTULO 2 Capitulo 38: CAPÍTULO 3 Capitulo 39: Capítulo 4 Capitulo 40: CAPÍTULO 5 Capitulo 41: CAPÍTULO 6 Capitulo 42: CAPÍTULO 7 Capitulo 43: CAPÍTULO 8 Capitulo 44: CAPÍTULO 9 Capitulo 45: CAPÍTULO 10 Capitulo 46: CAPÍTULO 11 Capitulo 47: CAPÍTULO 12 Capitulo 48: CAPÍTULO 13 Capitulo 49: Hollywood 1960_1965 Libro cuarto Edward Cullen Capitulo 50: CAPÍTULO 2 Capitulo 51: CAPÍTULO 3 Capitulo 52: CAPÍTULO 4 Capitulo 53: CAPÍTULO 5 Capitulo 54: CAPÍTULO 6 Capitulo 55: CAPÍTULO 7 Capitulo 56: CAPÍTULO 8 Capitulo 57: CAPÍTULO 9 Capitulo 58: CAPÍTULO 10 Capitulo 59: CAPÍTULO 11 Capitulo 60: CAPÍTULO 12 Capitulo 61: CAPÍTULO 13 Capitulo 62: CAPÍTULO 14 Capitulo 63: CAPÍTULO 15 Capitulo 64: CAPÍTULO 16 Capitulo 65: Aquell día de la primavera pasada, por la noche

 


 
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