CAPÍTULO 13
Con dieciocho años de edad y los ojos de un verde profundo, casi irreal, Bella se consagraba al servicio de Neit desde su adolescencia. Cantante y tejedora, había descubierto que la diosa encarnaba el ser por excelencia, «Madre de las madres» y «Padre de los padres» a la vez. Neit, marea creadora, energía primordial, tejía a cada instante el universo. La muerte y la vida estaban en su mano y, al modelar los tejidos rituales, los iniciados prolongaban su obra.
La muchacha vivía en la modesta morada familiar, próxima al gran templo de la diosa. Su madre acababa de desaparecer, tras una larga viudez. Nunca se había recuperado de la muerte de su marido, un carpintero que había sido víctima de un accidente. Si se mostraba digna de los grandes misterios, la joven residiría en el interior del dominio sagrado. Pero aún debía pasar la prueba, trabajar con rigor y paciencia y demostrar que era merecedora de su ideal.
Tras haber cruzado el muro, se dirigió hacia su domicilio. Mientras pensaba en un texto simbólico, evocando las dos flechas entrecruzadas de Neit, uno de los emblemas de la diosa, la abordó un joven.
-Perdonad que os importune. Mi nombre es Edward y deseo hablaros de un asunto importante.
Bella no había olvidado aquella mirada grave.
-Erais uno de los invitados al banquete organizado por el ministro de Finanzas, ¿no es cierto?
-En efecto. Y creo que todas mis desgracias proceden de allí. Sin vuestra ayuda, estoy en peligro de muerte.
El propio Edward se asombraba ante su audacia. ¿Cómo se atrevía a dirigirse así a una sacerdotisa de Neit, cuya belleza y encanto lo subyugaban?
-Parecéis muy alterado -observó ella.
-En nombre del Faraón, os juro que soy inocente de los crímenes de que me acusan.
Edward había corrido todos los riesgos.
O Bella aceptaba escucharlo, o lo despedía. Pero ¿cómo podría reprocharle que no concediera su confianza a un desconocido de comportamiento sospechoso e inquietantes declaraciones?
-Venid a mi casa.
Él sintió deseos de tomarla en sus brazos y besarla, pero logró contener ese impulso, que nunca antes había sentido.
El barrio residencial estaba muy tranquilo. Aquí y allá, se encendían lámparas de aceite y se preparaba la cena.
Nadie vio a Edward cruzando el umbral de la morada de Bella, de desnudo interior.
-Prostrémonos ante los antepasados -exigió ella-, y solicitemos su sabiduría.
Ambos muchachos se arrodillaron, uno junto a otro, ante dos bustos de calcáreo que representaban a un hombre y a una mujer. Elevaron sus manos en señal de veneración, y Bella pronunció la fórmula ritual que celebraba la luz emanando del más allá para iluminar el camino de los vivos.
El perfume de la sacerdotisa embriagó a Edward. Sutil mezcla de mil aromas en la que predominaba el jazmín, era a la vez dulzura y fuego.
-¿Tenéis hambre? -le preguntó ella.
-No puedo quedarme en vuestra casa, debo...
-Me lo contaréis todo ante una buena comida. Dais la impresión de estar agotado.
-No quiero poner en peligro vuestra reputación, y...
-Vivo sola, nadie sabe que estáis aquí.
-Entonces... ¿me creéis? Bella sonrió.
-No conozco aún los detalles de vuestra historia.
Pasaron a la estancia de recepción, provista de sillones y de una mesa baja de rara elegancia. Bella apreciaba el desnudo estilo del mobiliario del Imperio Antiguo, retomado por algunos artesanos contemporáneos.
La muchacha sirvió varios platillos: cebollas dulces, pepinos, berenjenas gratinadas, pescado seco, higos, pan tierno y vino tinto de los oasis.
A pesar del hambre que sentía, Edward intentó no devorarlo todo.
Bella comía, se expresaba y se movía con la misma distinción, alianza de la feminidad y la magia. A él le habría gustado contemplarla durante horas, convertirse en su sombra y no separarse ni un solo instante de ella.
-¿Qué os sucede, Edward?
Él vació una copa de vino para armarse de valor.
-Era el último recluta del despacho de los intérpretes de Sais.
-¿Tan joven?
El escriba se ruborizó.
-Trabajar es mi única pasión, y tuve suerte.
-¿No habría que hablar, más bien, de una competencia precoz y excepcional?
-Intentaba mostrarme a la altura de las responsabilidades que el jefe del servicio me confiaba. Y heredé un extraño papiro codificado, que resiste los intentos de descifrado. Aquí está.
Edward sacó el documento de un bolsillo de su túnica. Bella le echó una ojeada y, a pesar de sus conocimientos, no consiguió leer una sola palabra.
-Tal vez todos mis colegas fueron asesinados a causa de este texto.
-¿Asesinados?
-Con leche envenenada, a excepción de mi amigo griego, Demos, que ha desaparecido al igual que el lechero. La policía me acusa a mí de ser el asesino. Dos días antes de la tragedia, el último miembro de mi familia pereció en un incendio que se declaró en su casa. La víspera, durante el banquete, me drogaron. De modo que llegué tarde al despacho. Y he aquí al culpable ideal.
La sacerdotisa contempló largo rato al escriba. De su decisión dependía su destino.
-Creo en vuestra inocencia, Edward.
Por un instante, Edward cerró los ojos.Ella no lo rechazaba; así pues, aún tenía esperanza.
-La palabra dada es sagrada -recordó la muchacha-. Puesto que habéis prestado juramento, os comprometéis a la vez ante Dios y ante los hombres. Sólo un perverso podría mentir hasta ese punto.
-Os he dicho la verdad. Si la policía me detiene, me suprimirán. Un lamentable accidente, sin duda, para evitar un proceso.
-¡Debe de tratarse de una conspiración increíble!
-Es cierto, Bella, pero no hay otra explicación.
Edward prosiguió su relato, punto por punto, y no ocultó la intervención de su amigo Emmet, detenido ese mismo día.
-El servicio de los intérpretes se encargaba de numerosos expedientes delicados -reveló-, y mi patrón estaba en permanente contacto con palacio. El faraón utilizaba nuestros trabajos para orientar su diplomacia, garante de la paz. Semejante matanza no puede ser el acto de un loco. Fue cuidadosamente organizada, y sus instigadores me eligieron como culpable ideal. ¿Acaso mi huida no constituye una prueba? Un inocente debería haberse presentado a la policía y gritar su buena fe. La caza del hombre será intensa, se acumularán las pruebas y la investigación se cerrará muy pronto.
-¿La justicia no distinguirá lo verdadero de lo falso?
-Las circunstancias hablan contra mí. Y si el juez es cómplice de los asesinos, ni siquiera me escuchará.
El apacible mundo de Bella se derrumbaba. En él penetraban de pronto el crimen, la violencia, la mentira y la injusticia, características de Isefet, la fuerza de destrucción opuesta a la armonía serena de Maat, diosa de la rectitud.
¿Por qué creía en la palabra de ese joven? ¿Por qué escuchaba aquellos horrores que trastornaban su apacible existencia?
Edward percibió su turbación.
-Perdonad que os importune de este modo. Mi posición es insostenible, lo sé, y lo último que deseo es arrastraros al fondo del abismo. ¿Puedo preguntaros simplemente el nombre de las personalidades que estaban en el banquete durante el que me drogaron?
Sobreponiéndose a su emoción, la sacerdotisa se expresó con voz pausada.
-En primer lugar, el propietario de la villa, el ministro de Finanzas y Agricultura, Pefy. Conocía bien a mis padres y facilitó mi entrada en el templo. Es un hombre recto, trabajador, que administra del mejor modo la Doble Casa del Oro y de la Plata, y vela por la prosperidad del país. Director de los campos y superior de las riberas inundables, creó un puesto de planificador para evitar los albures del porvenir. Además, está iniciado en los grandes misterios de Osiris y dirige los rituales de Abydos, cuya causa defiende a menudo ante el faraón. Dado el desarrollo de Sais y de las demás ciudades del Delta, se olvida demasiado, a su entender, la ciudad sagrada del señor de la resurrección.
-¡Una de las primeras personalidades del Estado! ¿Por qué me invitó a mí, un simple escriba?
-Dado vuestro brillante inicio de carrera, sin duda quería conoceros.
-En ese caso, me habría dirigido la palabra, una vez al menos.
-¡Pefy no puede ser el instigador de una conspiración asesina!
-¿Carece de la envergadura necesaria?
-Os equivocáis de camino, estoy segura.
-¿Y los demás dignatarios, Bella?
-Jacob, el organizador de las fiestas de Sais. Se encarga del mantenimiento de las barcas de la diosa Neit, comprueba las reservas de incienso, afeites y óleos, y vela por el perfecto desarrollo de las procesiones. Es afable, de carácter agradable, no tiene nada de un asesino.
-¿Está metido en política?
-En absoluto.
Y, sin embargo, conoce al rey y trata con sus ministros.
-En efecto, pero la justa realización de los ritos es su única preocupación.
-¿Y si se tratara sólo de una tapadera? La mirada de Bella vaciló.
-Tal vez me equivoque -concedió Edward-. Comprendedme, os lo ruego. Mi mundo me parecía ordenado, regido por la ley de Maat, ¡y heme aquí, acusado de varios crímenes!
-Lo entiendo -murmuró ella-. Sólo la verdad restablecerá la armonía.
De pronto, Bella recordó un dato inquietante.
-Había un tercer personaje de alto rango en ese banquete -declaró la sacerdotisa-: el médico en jefe de palacio, Cayo.
-Un médico... ¡Todas las drogas están a su disposición!
-Cayo se ocupa de la familia real -precisó Bella-. Se lo considera un excelente terapeuta, arrogante y prudente. No falta en ninguna gran recepción, pero no se mezcla en asuntos del gobierno y, sobre todo, se preocupa de amasar una inmensa fortuna. ¿Por qué iba a querer verse envuelto en semejante conspiración?
-¡Le habrán pagado generosamente!
-Eso son simples sospechas.
-Pero, gracias a vos, es también una primera pista. Me habéis ayudado mucho, Bella, y os lo agradezco de todo corazón. Ahora debo marcharme.
-¿En plena noche? ¡Sería una locura! Dormiréis aquí.
-Me niego a poneros en peligro. Y vuestra reputación...
-Nadie sabe que estáis en mi casa, y no tengo derecho a abandonaros en semejantes circunstancias. Mi maestro, el sumo sacerdote del templo de Neit, es un personaje influyente y respetado. El faraón tiene en cuenta su opinión. Le hablaré de vos y solicitaré su consejo.
|