EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
Visitas: 55008
Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

Mis otras historias:

El heredero

 El escritor de sueños

BDSM

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 35: CAPÍTULO 2

             CAPÍTULO  2

La presencia de la corte en Menfis no molestaba a los conjurados, al contrario. Al decidir permanecer en la gran ciudad, la Balanza-de-las-Dos-Tierras, punto de equilibrio entre el norte y el sur, el rey les facilitaba la tarea.

Cuando su jefe los reunió, al abrigo de ojos y oídos indiscretos, conocía perfectamente su estado de ánimo. Todos imaginaban una larga y delicada tarea antes del éxito, y lamentaban el deplorable error que los había obligado a suprimir la totalidad del servicio de los intérpretes. El papiro cifrado nunca debería haber llegado a aquellos notables técnicos, capaces de descifrarlo y, por tanto, de descubrir los nombres de los conspiradores y su plan. Al hacer que se acusara del crimen al joven escriba Edward, recientemente contratado, ofrecían un culpable ideal a la justicia y ponían fin a aquel incidente.

Pero, desgraciadamente, aquel escriba se mostraba más coriáceo de lo previsto. Pese a un imponente dispositivo policial, conseguía permanecer en libertad y se atrevía, incluso, a gritar su inocencia, aunque sin convencer a nadie. Numerosas pruebas acumuladas contra él no dejaban lugar alguno para la duda. Antes o después, Edward sería detenido, juzgado y condenado a muerte.

Sin embargo, el jefe percibía cierto temor entre sus aliados. Para escapar con toda facilidad de las fuerzas del orden, ¿no gozaría el joven de la protección de los dioses? Y si así era, ¿no resistiría los múltiples ataques y saldría finalmente victorioso?

—No nos hagamos esclavos de viejas supersticiones —recomendó—. Hasta el momento Edward ha tenido mucha suerte, pero es sólo un humano que está perdido, perseguido y vive perpetuamente ojo avizor.

—Liquidarlo me parece indispensable —aventuró un inquieto—. Intenta llegar hasta nosotros para demostrar su inocencia y no tiene nada que perder.

—Además, forzosamente tiene cómplices —remachó su vecino—. De lo contrario, es imposible explicarse su capacidad para escapar de nosotros.

—Por eso he tomado una decisión radical —indicó el jefe.

Los conjurados quedaron pendientes de su explicación.

—Es evidente que Edward había encontrado apoyo en el templo de Neit —prosiguió—, de Sais, comenzando por el sumo sacerdote Charlie, afortunadamente fallecido. La sucesora designada de aquel vejestorio era su discípula, Bella, superiora de las cantantes y las tejedoras, una mujer inteligente, honesta y decidida. A mi entender, apoyaba al sumo sacerdote y creía en la inocencia del escriba Edward. Así pues, se convirtió en su principal apoyo. De modo que intrigamos para apartarla del sumo sacerdocio y nombrar en su lugar a un hombre de paja que no nos molestara. La gestión, sin embargo, no me pareció suficiente, por lo que decidí que la raptaran y confié la tarea a uno de vosotros.

—Misión cumplida —afirmó el responsable—. La operación se desarrolló a las mil maravillas.

— ¿Sin testigos?

—Aparentemente, no. Y si alguien vio algo, no hablará. Eventuales investigaciones policiales no llevarán a ninguna parte. Además, nadie irá a buscar a la sacerdotisa Bella al lugar donde se encuentra.

— ¿No intentará liberarla, ese maldito escriba? —preguntó el inquieto.

—Habría que estar locamente enamorado y ser del todo inconsciente. E incluso en ese caso, Bella estaría fuera de su alcance.

— ¿Ha comenzado su interrogatorio? —preguntó el jefe.

—Esa sacerdotisa tiene carácter. Todavía no nos ha dicho el nombre de sus cómplices ni ha revelado dónde se encuentra el cubil de Edward. Pero los especialistas sabrán hacerla hablar.

—Si es necesario, torturadla.

Uno de los conjurados dio un respingo.

— ¡¿A una sacerdotisa de Neit?! No pensaréis...

—No te hagas el ingenuo. Esa mujer está condenada a desaparecer sin dejar el menor rastro tras la comprobación de las informaciones que nos proporciona. Eliminaremos, así, el eventual apoyo a Edward, y será un hombre solo y una presa fácil.

La ferocidad de su jefe heló la sangre de los conjurados. Y todos comprendieron entonces que ya no les era posible abandonar el barco y que deberían llegar hasta el fin.

—El escriba tratará de llegar a Tebas y ganar para su causa a la Divina Adoradora, nuestra peor enemiga —señaló el ansioso—. A mi entender, ha salido de Menfis.

—Eso no supone ningún problema —replicó el jefe—. Las vías fluvial y terrestre están estrechamente vigiladas, y tenderemos las trampas necesarias.

— ¡Las habilidades de Edward han sido ampliamente demostradas!

—Nunca conseguirá llegar a Tebas. E incluso si el milagro se produjese, no se encontrará con la Divina Adoradora. He tomado las precauciones necesarias.

Esta vez, un conjurado se rebeló.

—Ya hemos hablado del horrible designio referente a la soberana de Tebas, ¡y me opongo formalmente a él!

El jefe sonrió.

— ¿Acaso crees que será respetada eternamente? Tranquilízate, probablemente no nos veremos obligados a eliminarla, pues ese escriba no tendrá ocasión de intentar convencerla. Pero, suceda lo que suceda, nadie nos impedirá tener éxito. Y digo bien: nadie.

Una última observación sucedió a un largo silencio.

—El casco del rey Amasis sigue desaparecido. ¿No lo conservará Edward, cuidadosamente, con la esperanza de ponérselo y proclamarse faraón a la cabeza de su facción?

—Ésa es una idea grotesca —replicó el jefe—. No debéis preocuparos en absoluto por eso. Controlamos la situación, que no dejará de evolucionar a nuestro favor siempre que prosigamos con nuestros esfuerzos y guardemos silencio.

              

Jacob, el organizador de las fiestas de Sais, la capital de una brillante dinastía, se moría a causa de la inquietud. Por lo común encantador y afable, mostraba ahora un triste aspecto. Sin embargo, llevaba perfectamente a cabo la misión que le había confiado el rey: perfeccionar el desarrollo de los grandes rituales de Menfis en compañía de los sacerdotes de Ptah y de Hator. Para evitar disgustarlos, Jacob encontraba las palabras adecuadas y se ganaba su simpatía. Juntos, trabajaban para satisfacer a los dioses y al soberano, y algunos le auguraban un próximo ascenso.

De ordinario, Jacob habría gozado plenamente de aquel éxito profesional. Pero la desaparición de la arrobadora Bella, una sacerdotisa de la que se había enamorado y con la que pensaba casarse, echaba a perder su placer.

Ciertamente, la joven no le había dado aún su consentimiento, pero sólo era una mera cuestión de tiempo, pues comprendería que un marido como Jacob no se rechazaba. La independencia y la libertad de opción de las egipcias planteaban, a veces, graves problemas. Los griegos, en cambio, sabían imponer las decisiones de los varones.

Bella no tenía un carácter fácil. Era inteligente y culta, y debería haber sido la gran sacerdotisa del templo de Neit tras el fallecimiento de su maestro. Pero el rey había elegido a un oscuro cortesano, sin duda a causa de las imprudencias de la hermosa ritualista. ¿Acaso no se sospechaba que había creído en la inocencia del escriba Edward, aquel monstruo culpable de un incalculable número de crímenes?

A petición suya, Jacob se había aventurado a hablar con el rey de un imaginario tráfico de armas, una fábula destinada a disculpar al asesino. Dicha gestión podría haber arruinado la carrera del cortesano, pero Jacob no sentía ningún rencor hacia la demasiado crédula Bella. Desengañada, ella no volvería a ver jamás a aquel temible asesino.

Lamentablemente, aquella penosa metedura de pata le valía a la muchacha una temporal desgracia. Si se casaba con Jacob, recobraría su honorabilidad y aspiraría de nuevo a las más altas funciones.

¡Pero para ello era necesario encontrarla!

¿Dónde se ocultaba?

Jacob acudió al templo de Ptah e interrogó a varios ritualistas, pero allí nadie había visto a Bella desde hacía algunos días. Le rogaron que verificara la calidad del incienso acabado de llegar y la cantidad de óleos sacros. Y el cortesano llevó a cabo dichas tareas con la mente en otra parte.

—Correo para vos —anunció el cartero del templo entregándole una misiva procedente de Sais.

Jacob rompió nerviosamente el sello que cerraba el pequeño papiro. El texto lo dejó consternado.

Según el sumo sacerdote, Bella no había regresado al templo de Sais, y no había rastro alguno de su presencia en la capital.

Jacob, asustado, alegó un acceso de fatiga, abandonó la tarea de verificación y corrió al despacho del visir. El juez Carlisle, encargado aún de detener al escriba Edward y hacer una investigación exhaustiva, se había instalado allí provisionalmente.

El alto magistrado no hizo esperar al dignatario.

— ¡Parecéis trastornado, Jacob!

—La sacerdotisa Bella ha desaparecido.

— ¡No os andáis con chiquitas!

—No se encuentra en Menfis ni en Sais, y hace mucho que nadie la ha visto.

—Es extraño, sí... —masculló el juez—. ¿Se habrá marchado de viaje?

—Bella tenía que cumplir una misión concreta —recordó Jacob—: ayudarme a preparar las próximas fiestas de Ptah y de Hator. Su conocimiento de los antiguos rituales habría sido muy valioso. No tenía razón alguna para ausentarse, sobre todo si deseaba reconquistar la confianza del rey.

— ¿Pensáis en... una fuga?

— ¿Una fuga? ¡De ningún modo! Temo un rapto.

El juez pareció estupefacto.

— ¿Y quién habría cometido semejante delito?

—Lo ignoro. Pero me temo que...

— ¿Acaso sospecháis de alguien?

— ¿Por qué no del escriba Edward? Tal vez ha querido vengarse de Bella.

— ¿Qué puede reprocharle?

—No haberlo ayudado.

—Interesante... ¿Tenéis algún indicio concreto?

—Simples suposiciones. Pero la situación me parece grave.

—No dramaticemos, Jacob. La imaginación suele jugarnos malas pasadas.

— ¡Pero Bella ha desaparecido! No olvidéis los hechos, os lo ruego.

—No acostumbro a hacerlo.

— ¿Qué pensáis hacer?

—Nombrar investigadores que se encarguen de interrogar al personal de los templos, a los capitanes de barcos y a los vigilantes de las rutas.

— ¡Eso llevará mucho tiempo!

—Prometeré una fuerte recompensa a quien me facilite información sobre la sacerdotisa. Y algunos correos oficiales alertarán a mis colegas en las provincias. Luego habrá que aguardar y tener esperanza.

—Tener esperanza, sí... ¡Pero aguardar!

—Dado el carácter excepcional del acontecimiento, utilizaré todos los medios de que dispongo.

—Gracias, juez Carlisle.

—No cometáis imprudencias, Jacob. Si Bella ha sido raptada realmente y el autor de la fechoría es el escriba Edward, el terreno puede ser peligroso. Llevar a cabo una investigación paralela os conduciría al desastre. Dejad que actúen los profesionales.

—Os lo prometo.

Jacob salió del despacho del juez con la cabeza gacha.

Carlisle estaba perplejo.

Al asunto Edward, que no conseguía resolver, se añadía ahora la desaparición de una sacerdotisa de Neit, un acontecimiento increíble que podría provocar la cólera de los dioses.

Hasta entonces, a pesar de las dificultades para impartir una justicia equitativa, la carrera del magistrado se había desarrollado de un modo apacible. Ahora, en el lindero de la vejez y de un merecido retiro, un espantoso asesino, que era además un sedicioso decidido a derribar el trono de Amasis, desafiaba al Estado y la ley. Y al juez Carlisle le correspondía acabar con él.

A raíz de las nuevas circunstancias, debería interrogar a uno de los principales dignatarios del reino que, tal vez, supiera muchas cosas.

              

Desde hacía muchos años, el canciller real Aro había olvidado la mera noción del reposo. Médico en jefe de la prestigiosa escuela de Sais y encargado ahora de velar por la salud del faraón Amasis, era al mismo tiempo gobernador de la capital, inspector de los escribas del tribunal, jefe de los administradores de prisiones y responsable del desarrollo de la marina de guerra, un arma de disuasión formidable por la que el monarca sentía mucho apego.

Aro, de anchos hombros, autoritario y enérgico, imponía su natural potencia y asumía sus responsabilidades sin quejarse nunca. Estaba dotado de una salud de hierro, dormía muy poco, agotaba a sus colaboradores y no soportaba la pereza ni la incompetencia.

El desplazamiento de la corte real a Menfis había acarreado un aumento del trabajo, pues el canciller quería verificarlo todo y poner a trabajar a algunos funcionarios adormilados. El monarca debía poder, a cada instante, instalarse en cualquiera de sus palacios, en perfecto estado de funcionamiento.

Pese al desarrollo de Sais, la capital dinástica, la antigua ciudad de Menfis, fundada por Zoser, seguía siendo la clave de la prosperidad económica de las Dos Tierras. Así pues, en compañía del ministro de Finanzas, Pefy, Aro se alegraba de aquella estancia que le permitía devolver el dinamismo al conjunto de los servicios públicos y favorecer así el comercio, la artesanía y la agricultura.

Preocupado por la seguridad de la persona regia, el canciller aplicaba estrictas consignas: registro de los visitantes a la entrada del palacio, severa selección de los guardias relevados cada tres horas, verificación de la validez de las solicitudes de audiencia, inscripción de los nombres de los visitantes en un registro de la policía y una última entrevista con uno de los secretarios de Amasis antes de tener acceso al despacho del faraón. Mientras Edward siguiera libre, habría que tomar todas las precauciones posibles.

—El juez Carlilse desea hablaros —lo avisó un oficial.

—Que entre.

Aro se levantó para recibir al patrón de la magistratura.

—Buenas noticias, espero.

—Siento decepcionaros.

— ¿Edward ha cometido un nuevo crimen?

—No podría decíroslo, pero tal vez sea responsable del rapto de la sacerdotisa Bella.

— ¿La discípula del difunto sumo sacerdote del templo de Sais?

—La misma.

— ¡Vaya!

—Así pues, ¿no estabais al corriente de la noticia?

—Vos me la habéis comunicado. En Egipto no se rapta a la gente, ¡y menos aún a una ritualista! ¿Está comprobado el crimen?

—Es simplemente probable, canciller. La investigación acaba de comenzar.

— ¡Ah!... Así que no es seguro...

—Yo esperaba algunas aclaraciones por vuestra parte.

Aro se envaró.

—No comprendo.

—El rey desea una perfecta colaboración entre Henat, el jefe de los servicios secretos, y la justicia. A mi edad, ya no creo en los buenos deseos. Henat jamás me transmitirá la totalidad de las informaciones de que dispone y, pensándolo bien, no se lo reprocho. Él se encarga de la seguridad del Estado; yo, de la rigurosa observancia de las leyes. En el caso Edward, nuestras competencias chocan. Si efectivamente ese escriba ha raptado a Bella, debo añadir este delito a su expediente y, sobre todo, debo conseguir encontrarla. ¿No dispondrá el jefe de los servicios secretos de elementos indispensables para ello?

—Lo ignoro.

—Os ruego que se lo preguntéis.

— ¿Por qué no lo hacéis vos mismo?

—Porque no me dirá la verdad.

— ¡Juez Carlisle, medid vuestras palabras!

—Las mido, las mido, canciller. Si hubiéramos cooperado, ahora el escriba Edward estaría en la cárcel.

— ¿Acaso acusáis a Henat de poner trabas a vuestra investigación?

— ¡De ningún modo! Él y yo estamos al servicio del Estado, del orden y de la justicia. Sin embargo, nuestros métodos divergen y la falta de armonía conduce a la ineficacia. El peor de los asesinos sigue en libertad, y temo otros crímenes. De modo que vuestra intervención me parece indispensable.

— ¿De qué serviría?

—Para persuadir al jefe de los servicios secretos de que me proporcione información que no desea ofrecer a un juez. Poco me importan las fuentes, aunque eso choca con mi integridad de magistrado. Edward es un asesino peligroso, muy peligroso. Aún ignoramos el nombre de sus eventuales comanditarios y su verdadero objetivo. Si se trata sólo de un loco furioso, el trono no corre riesgo alguno. Pero si ese escriba manda un grupo de sediciosos, nuestro soberano se ve afectado. Y no puedo creer en la ignorancia de Henat.

—Estáis haciendo graves acusaciones, juez Carlisle.

—En absoluto. Simplemente me preocupo por la seguridad del reino y os suplico que me ayudéis a preservarla.

La solemnidad de la declaración impresionó al canciller.

—De acuerdo con las exigencias de su majestad —aseguró Aro—, pediré al jefe de los servicios secretos su plena y entera colaboración.

—Tengo miedo —murmuró el viejo magistrado—. Raptar a una sacerdotisa... Nunca se había cometido semejante crimen. Los dioses no nos lo perdonarán.

—No seáis tan pesimista y no atribuyáis demasiado poder a ese asesino.

— ¿Acaso no ha demostrado ya su capacidad para hacer daño?

El canciller se engalló.

—Y no la desprecio, pero nuestras instituciones son sólidas y han resistido asaltos mucho más violentos. No bajaremos la guardia y pondremos fin a las actividades criminales de ese escriba.

—Que los dioses os escuchen, canciller.

Capítulo 34: CAPÍTULO 1 Capítulo 36: CAPÍTULO 3

 


Capítulos

Capitulo 1: PRÓLOGO Capitulo 2: CAPÍTULO 1 Capitulo 3: CAPÍTULO 2 Capitulo 4: CAPÍTULO 3 Capitulo 5: CAPÍTULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: CAPÍTULO 18 Capitulo 20: CAPÍTULO 19 Capitulo 21: CAPÍTULO 20 Capitulo 22: CAPÍTULO 21 Capitulo 23: CAPÍTULO 22 Capitulo 24: CAPÍTULO 23 Capitulo 25: CAPÍTULO 24 Capitulo 26: CAPÍTULO 25 Capitulo 27: CAPÍTULO 26 Capitulo 28: CAPÍTULO 27 Capitulo 29: CAPÍTULO 28 Capitulo 30: CAPÍTULO 29 Capitulo 31: CAPÍTULO 30 Capitulo 32: CAPÍTULO 31 Capitulo 33: CAPÍTULO 32 Capitulo 34: CAPÍTULO 1 Capitulo 35: CAPÍTULO 2 Capitulo 36: CAPÍTULO 3 Capitulo 37: CAPÍTULO 4 Capitulo 38: CAPÍTULO 5 Capitulo 39: CAPÍTULO 6 Capitulo 40: CAPÍTULO 7 Capitulo 41: CAPÍTULO 8 Capitulo 42: CAPÍTULO 9 Capitulo 43: CAPÍTULO 10 Capitulo 44: CAPÍTULO 11 Capitulo 45: CAPÍTULO 12 Capitulo 46: CAPÍTULO 13 Capitulo 47: CAPÍTULO 14 Capitulo 48: CAPÍTULO 15 Capitulo 49: CAPÍTULO 16 Capitulo 50: CAPÍTULO 17 Capitulo 51: CAPÍTULO 18 Capitulo 52: CAPÍTULO 19 Capitulo 53: CAPÍTULO 20 Capitulo 54: CAPÍTULO 21 Capitulo 55: CAPÍTULO 22 Capitulo 56: CAPÍTULO 23 Capitulo 57: CAPÍTULO 24 Capitulo 58: CAPÍTULO 25 Capitulo 59: CAPÍTULO 26 Capitulo 60: Gracias

 


 
14449264 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10763 usuarios