EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 30: CAPÍTULO 29

 

CAPÍTULO29

 

Detened al asesino! -ordenó el juez Carlisle. El movimiento de la multitud molestó a los policías provistos de garrotes. Edward atravesó el tribunal a toda velocidad y se mezcló con los espectadores. Los arqueros no podían dis­parar sin herir o matar a inocentes.

Y ése fue el momento elegido por Emmett para provocar la estampida de los asnos, respondiendo a los rebuznos de Viento del Norte, respetado jefe de la recua. Los cuadrúpedos sembra­ron la más absoluta confusión, y uno de ellos derribó a un juez, al que un policía colérico propinó un garrotazo. Las indignadas protestas de los magistrados contribuyeron al desorden.

Cuando los arqueros tuvieron por fin el campo libre, Edward, Emmett y Viento del Norte ya habían desaparecido.

 

 -El rey está bien -advirtió Henat-. Eso es lo esencial.

-Ese escriba asesino ha ridiculizado a la institución judicial -deploró Carlisle, rabioso.

-¿Habéis identificado a sus cómplices?

-¡No! Han aprovechado la situación del mejor modo.

-Al menos sabemos que está vivo y que ha cambiado de apariencia.

-Pero nos resultará imposible trazar un retrato fiel. Los nu­merosos testimonios recogidos difieren de un modo considera­ble: van desde un hombrecillo mofletudo hasta un coloso bar­budo. Personalmente, soy incapaz de describirlo con precisión. Ocultaba su rostro detrás del falso casco.

-Extraña gestión -estimó el jefe de los servicios secretos.

-¡Ha sido una provocación! Ese escriba ha demostrado su absoluto desprecio por la justicia y la policía.

-Pero es extraño -repitió Henat-. Por la calidad de su car­ta y su evidente inteligencia, ese Edward no parece un insensato. ¿Y si de verdad creía en la autenticidad del casco?

La cuestión turbó al juez.

-Ese escriba es un loco furioso, un asesino capaz de las ac­ciones más delirantes. No razona como un hombre normal.

-Ni siquiera intentó matar al rey -observó Henat.

-¡Creía que su majestad no examinaría el casco! Así, él se habría beneficiado de la bondad real. Habría sido absuelto de sus crímenes y le habría bastado con reanudar una apacible existencia.

-Hábil estrategia -reconoció el canciller Aro-. La manio­bra podría haber tenido éxito.

-¿Quién tiene el verdadero casco de Amasis? -preguntó Henat.

-¡El propio Edward, sin duda! -respondió el juez-. Descartada para siempre su esperanza de que lo absuelvan, ya sólo le que­da una solución: permitir que un usurpador se levante contra el rey. ¡Estamos ante un criminal feroz y resuelto! Y la reputación de su omnipotencia se propagará entre el pueblo.

-No puede triunfar -estimó el canciller.

-Tras esa demostración de fuerza, eso es lo que me pregunto.

-El escriba ha utilizado perfectamente el efecto sorpresa -advirtió Henat-. Si hubiera dispuesto de numerosos cómpli­ces armados, se habría entablado una batalla.

-Es sólo un aplazamiento...

-Controlamos el ejército y la policía, juez Carlisle, y su majes­tad sigue dirigiendo el país con mano firme. Este asunto crimi­nal ha dado un giro extraordinario, estoy de acuerdo, pero ¿real­mente supera el marco de una pequeña facción?

-Sea como sea -indicó el canciller-, mantengamos una ex­tremada vigilancia.

-Propongo un nuevo registro del dominio de Neit -dijo el juez.

-¿No sería ése el último lugar donde se ocultaría Edward?

-¡Precisamente por eso! ¿Cómo va a suponer que las fuer­zas del orden repetirán su incursión? Seguro de una perfecta tranquilidad, no podría encontrar mejor refugio.

-Eso implicaría que tiene cómplices -estimó Henat.

-Por supuesto. Un hecho reciente me alertó: la súbita enfer­medad del sumo sacerdote. Habría que ser muy cruel para im­portunarlo en tan dolorosos momentos. Y la sacerdotisa Bella, su mano derecha, no deja de subrayar el carácter penoso de la situación, sin responder de modo satisfactorio a mis preguntas. El escriba asesino no ridiculizará eternamente a la magistratu­ra. Y esta vez quizá haya cometido un error fatal.

 

 

Bella meditaba sobre las siete palabras de Neit, que creaba el mundo en siete etapas. La noche en la que se reunían las par­tes dispersas del ojo divino para recrear la visión divina, las palabras de la diosa soportaban la balanza de oro del juicio. Así, el Verbo liberaba de la muerte y devolvía vida, coherencia y prosperidad. Y aquellas siete palabras cortaban la cabeza a los perjuros y a los enemigos de la luz.

Entonces, una nueva hipótesis se le ocurrió a la sacerdotisa: ¿y si el septenario fuera la clave del código utilizado por el re­dactor del papiro indescifrable? Sólo el primer jeroglífico, lue­go el séptimo, después el decimocuarto, y así sucesivamente, tendrían sentido.

Eso significaría que el autor era un iniciado o una iniciada en los misterios de Neit.

Bella estudió el documento, angustiada.

Fracaso total.

Pero fracaso tranquilizador.

Uno de los escribas de la Casa de Vida se atrevió a interrum­pir su trabajo.

-¡Superiora, venid pronto! A la cabeza de un centenar de policías, el juez Carlisle exige acceso al templo. Bella se apresuró. El juez parecía irritado.

-¿Qué ocurre? -preguntó ella.

-¿No lo sabéis?

-Pues no.

-El escriba Edward acaba de desafiar al poder y la magistratura. Desgraciadamente ha huido, pero tengo buenas razones para pensar que se oculta aquí.

—Os equivocáis.

—Lo comprobaré. Me interesan particularmente dos lugares: vuestro alojamiento oficial y el del sumo sacerdote Charlie.

-Me opongo. El sumo sacerdote está enfermo y nadie debe molestarlo.

-La justicia lo exige. Comencemos por vos, mientras mis hombres rodean las habitaciones de los sacerdotes y las sacer­dotisas: serán registradas todas.

Por el rostro inquieto de la hermosa Bella, el juez supo que había acertado. El escriba se había metido, por sisólo, en la nasa.

Diez policías irrumpieron en casa de la Superiora. Temían la resistencia del fugitivo, por lo que no contendrían sus golpes.

-Aquí no hay nadie -anunció un oficial al juez.

-Registremos la casa del sumo sacerdote -ordenó Carlisle.

-Me opongo -repitió Bella.

-Manteneos al margen u os detendré por poner trabas a mi investigación.

Dos policías flanquearon a la muchacha al tiempo que una escuadra forzaba la puerta de Charlie, acostado aún.

-¿Qué buscáis? -preguntó el sumo sacerdote al juez.

-A Edward, el asesino. Entregádnoslo y os beneficiaréis de circunstancias atenuantes.

-Habéis perdido la cabeza.

-¡Vamos!

Nada escapó a las fuerzas del orden, y hasta el más pequeño cofrecillo fue vaciado de su contenido.

Pero el juez, apesadumbrado, tuvo que reconocerse ven­cido.

-Os presento mis excusas -le dijo al enfermo-. Debéis comprender la dificultad de mi trabajo.

Pero el sumo sacerdote no respondió, volvió la cabeza y ce­rró los ojos.

En el exterior, Bella permanecía inmóvil entre dos policías.

-La Superiora queda en libertad -anunció Carlisle, evitando la mirada de la sacerdotisa.

 

 

Era imposible regresar a los almacenes reales. Y no se trataba de pedir refugio a Bella, en el interior del dominio de Neit. Edward estaba convencido de que el juez Carlisle llevaría a cabo allí nuevos registros, especialmente en los alojamientos oficiales.

-Las salidas de Sais serán vigiladas durante unos días -esti­mó Emmett-, y detendrán incluso a los comerciantes. Además, cohortes de soldados controlarán el río y los caminos. Afeitarte el bigote no será garantía suficiente. Tenemos que ocultarnos en la ciudad, entrar en contacto con Bella y dejar que pase la tor­menta.

-¿Tienes otro amigo seguro?

-Tengo una idea, pero supone algunos riesgos.

-O sea que, puede vendernos a la policía...

-Según creo, no es su estilo.

-¡Pero no estás seguro!

-Trabajamos juntos desde hace muchos años y nos llevamos muy bien, pero presentarle a un criminal huido puede sorpren­derlo. Además, el asunto del tribunal de los Treinta no mejora tu reputación. Al burlarte del rey y del jefe de la magistratura, te has cerrado todas las puertas.

-Creo que ha llegado el momento de que nos separemos, Emmett.

 

-¡Ah, basta ya! ¿Tú me abandonarías?

-No, pero...

-¡Deja entonces de despreciarme! No tengo moral alguna, de acuerdo, y carezco de la competencia de un escriba. ¿Vas a reprochármelo a cada instante?

-No, yo...

-Vamonos. Intentaré convencer a mi amigo de que no has matado a nadie.

Viento del Norte caminaba delante de los dos hombres.

-¿Cómo adivina siempre la dirección adecuada este asno? -se preguntó el cómico.

 

 

Harto, Amasis había pisoteado el falso casco antes de su­mirse en una depresión que lo obligaba a permanecer en su al­coba. El canciller Aro se limitaba a resolver los asuntos en curso, explicando que el rey sufría una indisposición pasajera.

Sólo la presencia de la reina Tanit se reveló eficaz: con dul­zura y firmeza, le recordó al monarca sus deberes y consiguió sacarlo de su sopor.

-¿Por qué ese asesino se burló así de mí? -preguntó, recu­perando la voz.

-Al parecer, fue una nueva estratagema para que se recono­ciese su inocencia.

-¡Lamentable estrategia! ¿Cómo podía imaginar que yo no examinaría atentamente el casco que me hizo rey?

-Por fortuna, ese escriba comete errores.

-¡Y sigue libre! Convocad mi consejo restringido y dadme algo de beber.

-¿Lo creéis conveniente?

-Indispensable.

La reina hizo una reverencia.

Amasis la tomó en sus brazos.

-Gracias por vuestra ayuda. Quienes me creen derrotado se equivocan gravemente. Este incidente me ha afectado, lo re­conozco, pero tomaré de nuevo las riendas. Haced que vengan mi peluquero y mi vestidor.

 

 

El canciller Aro, el patrón de los servicios secretos Henat y el general en jefe Fanes de Halicarnaso saludaron a un monar­ca recuperado y de buen humor.

-¿Han encontrado rastros de Edward?

-Desgraciadamente, no -deploró el canciller-. Una vez más, ha escapado de entre los dedos de la policía.

-¿Se ha identificado a sus cómplices?

-Tampoco. Crearon tal confusión que no hemos sacado nada en claro de los testimonios. Y los interrogatorios de los sospechosos detenidos no han servido de nada. El juez Carlisle ha ordenado un estricto control de las salidas de la ciudad, y todos los confidentes están alerta. Lo único que sabemos es que el asesino no se oculta en el dominio de Neit. El sumo sacerdote está en la cama, y no le presta la menor ayuda.

-¿Y por qué no conseguimos detener a ese individuo? -se irritó el rey.

-Porque actúa en solitario -estimó Henat-. Y esa aparente debilidad se convierte en su mayor fuerza.

-¡Forzosamente dispone de una organización! -objetó el canciller.

-Eso no es seguro. Yo creo, más bien, que se aloja en breves refugios y cuenta con algunos ingenuos a los que explota muy bien. Ese insólito asesino mantiene siempre los ojos bien abier­tos y se desplaza sin cesar de un sitio a otro. Poco a poco, irá agotándose.

-La ineficacia del juez Carlisle me irrita -declaró Amasis-. Tengo intención de arrebatarle la investigación.

-A mi entender, majestad -intervino Henat-, eso sería un error. No sólo es un excelente profesional, empecinado y me­ticuloso, sino que también ha resultado herido en su orgullo de magistrado. Resolver este asunto le parece una cuestión de honor.

Amasis inclinó la cabeza.

-A tu entender, ¿ese escriba tiene el verdadero casco?

-En tal caso, un usurpador habría aprovechado la muerte del toro Apis. Pero aunque Edward tenga ese tesoro, parece incapaz de utilizarlo.

-¿No hay disturbios entre los mercenarios griegos? -pre­guntó el rey a Fanes de Halicarnaso.

-Sin novedad, majestad. Apreciaron mucho su aumento de sueldo y os son del todo leales. Las tropas de élite siguen traba­jando con dureza. Todas las semanas reúno a los oficiales supe­riores e inspecciono las principales guarniciones para recoger eventuales agravios. Sais, Menfis, Bubastis y Dafnae gozan de notables instalaciones. Los hombres están bien alojados y bien alimentados, y el armamento mejora día tras día.

-Nuestra marina de guerra sigue creciendo -añadió el can­ciller Aro-, y nuestros almirantes dominan por completo esa arma de disuasión.

-iLo bastante como para desalentar a eventuales espías! -consideró el jefe de los servicios secretos-. Al transmitir sus informes al emperador de Persia, deben sentir una gran pesa­dumbre. Atacarnos sería suicida.

-¿Estás reformando el servicio de los intérpretes?

-Poco a poco, majestad. Todavía funciona a paso lento, bajo una estrecha vigilancia, pero la correspondencia diplomá­tica se ha reanudado. Así pues, el asesino ha fracasado estrepi­tosamente. Nadie se ha aprovechado de la aniquilación del ser­vicio, y salimos de esta prueba más fuertes y más atentos.

-¿Se tienen noticias de Creso?

-Hoy mismo ha enviado una carta oficial. Tras solicitar no­ticias de vuestra majestad y de la gran esposa real, nos informa de la excelente salud del nuevo emperador de los persas, deci­dido a edificar una paz duradera desarrollando sus relaciones diplomáticas y comerciales con Egipto. Son fórmulas conven­cionales, es cierto, pero que atestiguan la toma de conciencia de Cambises.

-¿Hay informes de nuestros espías?

-El emperador es un soberano con empuje, preocupado por el desarrollo económico. La diversidad de sus subditos y las numerosas facciones le plantean serios problemas. Las veleida­des de independencia de algunas provincias probablemente lo obligarán a realizar intervenciones militares.

-¡Excelente! -afirmó Amasis-. Al tener que ocuparse de salvaguardar la unidad de su imperio, olvidará cualquier sueño de conquista.

 

 

Viento del Norte se detuvo de pronto. Sus orejas se levanta­ron y arañó el suelo con el casco de su pata delantera izquierda.

-Policía -murmuró Emmett-. Media vuelta.

Pero el asno se negó. Se tendió de costado y jadeó sacando la lengua.

Edward se arrodilló y le acarició la frente.

Entonces aparecieron unos diez hombres armados que ro­dearon a ambos hombres y al animal.

-¿Qué ocurre aquí?

-Nuestro asno está enfermo -dijo Emmett, aterrado-. De­bíamos entregar nuestra mercancía en los almacenes reales, y aquí estamos, ¡clavados!

-¡Levantad a ese animal y largaos! No queremos rezagados por las calles.

-Pero pesa mucho... Si pudierais ayudarnos...

Viento del Norte fingió un dolor intenso y exigió la ayuda de cuatro policías.

Luego volvió a andar lentamente, cojeando.

-Bien hecho -le murmuró Emmett al oído.

Los dos hombres y el rucio tuvieron la precaución de dar un amplio rodeo. Recuperando sus andares normales, el asno no

 

manifestó ya signos de inquietud y se detuvo ante la puerta de un taller, en pleno barrio de los artesanos.

Viento del Norte no se había equivocado de dirección.

Emmett empujó la puerta de madera y Edward dio un respingo.

Ante él, el rostro de Anubis, el dios encargado de guiar por los caminos del más allá a los muertos justificados.

-Mi amigo es fabricante de máscaras -explicó el cómico-. Se utilizan durante la celebración de los misterios y los rituales.

Anubis, Horus, Hator, Sejmet, Thot, Set... Todos los dioses vivían en aquel oscuro local.

-Adelante -ordenó Emmett-. No van a morderte.

Viento del Norte montó la guardia.

Recogido, Edward contempló cada máscara como si expresara una realidad divina que imponía respeto.

-¿Estás ahí, Altramuz? -preguntó el actor.

-Al fondo -respondió una voz ronca.

El artesano estaba terminando una máscara de la diosa hi­popótamo Tueris, protectora de los nacimientos.

Era flaco, tenía la frente abombada y los hombros sobresa­lientes. Aquel hombre trabajaba a la perfección: sin escatimar horas, no pasaba por alto detalle alguno.

-¿Cómo va tu salud, Altramuz?

-¿Tienes algún problema de nuevo, Emmett?

-Más o menos.

-¿Más bien más o más bien menos?

-Podría irme mejor.

-¿La policía?

-Ya los conoces: ¡sospechas, siempre sospechas!

-¿Un asunto de mujeres o algún pequeño robo? -La cosa no va conmigo. Se trata de un amigo. El artesano no interrumpió su labor.

-¿Y me lo has traído?

-Lo acusan en falso.

-¿De qué?

-¿Realmente quieres saber la verdad?

-Me gustaría, ya puestos...

-A veces, no saber...

-¿De qué acusan a tu amigo, Emmett?

-De asesinato.

Con infinita delicadeza y pulso firme, el artesano pintaba el contorno de los ojos de la diosa Tueris.

-¿Un solo crimen o varios?

-Todos los miembros del servicio de los intérpretes. -¡Ah!...

La apagada exclamación de Altramuz revelaba una emo­ción real. Si su cólera estallaba, Emmett y Edward deberían proce­der a una rápida retirada.

-Ayudar a semejante delincuente exige valor -afirmó.

-Estoy convencido de su inocencia. El escriba Edward es vícti­ma de una maquinación.

Finalmente, el artesano hizo a un lado la máscara de la dio­sa y se puso en pie.

-Muéstrame a ese escriba huido.

Edward se adelantó. Altramuz lo contempló atentamente.

-Esperáis dormir aquí, supongo...

-A condición de no importunarte.

-Hay dos esteras detrás de mi puesto. Y sin duda tenéis hambre...

-Si te quedara un poco de pan...

-He puesto a hervir unos altramuces que tenía en remojo desde hace varios días, cambiando el agua cada seis horas. Así no serán en absoluto amargos. Es mi plato preferido. Y la cer­veza no es mala. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?

-Eso depende de ti... y de otro favor que necesitamos.

-¡Ah!

-Tranquilízate, no es peligroso -aseguró el cómico.

-Te escucho.

-¿Aceptarías ponerte en contacto con Bella, la Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit? Ella también cree en la inocencia de Edward, y su ayuda nos es indispensable. A estas ho­ras, debe de preguntarse si ha sobrevivido. Tal vez nos encuen­tre un abrigo seguro.

-No conozco a esa sacerdotisa.

-Nuestro asno, Viento del Norte, te llevará hasta ella. Ofi­cialmente, le entregarás una máscara de divinidad. Altramuz no protestó.

-Ahora, comamos y durmamos. Mañana me dirigiré al templo.

¿Saldría Edward de aquella nasa?, ¿vería de nuevo a Bella? Ro­deado de tantos rostros divinos, gozaba de unos momentos de reposo, que precedían una nueva tormenta.

Tras la partida del artesano, conducido por Viento del Nor­te, el escriba no le ocultó su inquietud a Emmett.

-¿No nos venderá tu amigo a la policía?

-Es posible.

-¿Realmente conoces bien al tal Altramuz? -Eso creo.

-Mi captura le valdría una buena recompensa. -Sin duda.

-Vayámonos, entonces.

-Fuera, nos arriesgamos a que nos detengan. Y quizá Altra­muz me haya creído. Si encuentra a Bella, ella lo convencerá.

-Y si se dirige directamente al cuartel más cercano, pronto vendrán a por nosostros y no tendremos oportunidad alguna de escapar.

Capítulo 29: CAPÍTULO 28 Capítulo 31: CAPÍTULO 30

 


Capítulos

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