EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 18: CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 17

 

 

 A la luz de varias lámparas de aceite, Edward seguía estudiando el papiro cifrado aplicando plantillas de lectura deriva­das de los dialectos griegos que hablaba.

Pero nada. Tenía ante sí signos egipcios que se negaban a ensamblarse y a formar palabras, ¡El autor del código era un verdadero demonio!

-¿No duermes aún? -preguntó la voz sensual de la dama Rose, cuyo embriagador perfume invadió la habitación del es­criba.

-Me gusta leer hasta tarde. ¿Habéis pasado una buena ve­lada?

-¡Tediosa, pero útil! El director del puerto de Náucratis alardeaba, por todas partes, de su fidelidad a su decrépita espo­sa, la hija de unos granjeros mortalmente aburrida. Le he pro­bado que mentía. Ahora, se arrastra a mis pies.

-¿Le habéis hablado de Demos?

-A él y también a otros notables, con el pretexto de reclutar a un joven escriba intérprete.

-¿Y qué resultados habéis obtenido?

-Ninguno. Tu amigo domina el arte de ocultarse. Pero yo soy obstinada y no fracaso nunca. Mañana hablaremos con un oficial superior que no podrá esconderme la verdad. Él nos pondrá sobre la pista del casco, si es que ese valioso objeto está oculto en Náucratis. Dime, joven escriba, ¿estás enamorado?

 -¿Estoy obligado a responderos?

-Ya lo has hecho. Pasa una buena noche.

Edward reanudó su trabajo.

 

 Rose visitaba a los orfebres que trabajaban para ella, y Edward anotó el número de piezas producidas en un mes. La griega, una patrona exigente, concedía una prima a los más trabajado­res y despedía a los perezosos. Satisfecha con la producción, abandonó el barrio de los herreros y se dirigió hacia un edificio de dos pisos, mal cuidado.

Allí despertó de un puntapié a un tullido que dormía en el umbral. El infeliz gimió.

-¡Los dioses os envían, mi buena dama! ¡Pan, por compa­sión!

-Mi panadería, en la calleja vecina, necesita un aprendiz. Trabaja y comerás.

Temiendo recibir un segundo puntapié, el enfermo se largó.

Edward siguió entonces a la dama Rose, que subía por una esca­lera de gastados peldaños.

En el piso de arriba había diversas habitaciones.

-Bueno, Aristóteles, ¿borracho como de costumbre?

-¡Así es, querida mía! ¿Acaso no es la embriaguez el placer de los dioses?

-¡Si se parecen a ti, mejor no creer en nada! ¿No te alistó de nuevo tu capitán?

-Sí, pero no le gustó mi último enfado. Y sin embargo, yo tenía razón. Nos servían una cerveza infecta y la arrojé a la cara del responsable de intendencia. Fui despedido por eso, ¿te das cuenta? ¡Soy un mercenario de mis cualidades!

El barbudo se incorporó.

Dada su musculatura, aún estaba en forma para combatir.

-En recuerdo de nuestra vieja amistad, convence, por favor, al imbécil de mi capitán para que me readmita -le dijo a Rose-. Sin mí, el ejército griego no tiene nada que hacer.

-Tu caso es difícil.

-¡Eres tan seductora, querida! Una palabra tuya y asunto resuelto.

-Es posible -reconoció Rose-. ¿Qué me ofreces a cambio? Aristóteles, que padecía una terrible jaqueca, reflexionó du­rante un momento.

-¿Bastará con un poema a tu gloria?

-Busca algo mejor.

-Una noche de amor...

-Detesto lo recalentado.

-¡Se te ha ocurrido una idea!

-Tu perspicacia me sorprende, Aristóteles.

El mercenario pareció inquieto.

-No querrás algo imposible...

-Sólo una información.

-El secreto militar...

      -También detesto los chistes malos -advirtió Rose-. O res­pondes, o me voy y te las arreglas con tu capitán.

-¡Quédate, dulce amiga, quédate!

El mercenario hinchó el busto.

-Aristóteles está dispuesto a responder -declaró.

-Dada tu asidua presencia en las tabernas de Náucratis, no se te escapa ningún chisme.

-¡Así es!

-¿Se ha hablado recientemente de un tesoro llegado a la ciudad que habría escapado de las autoridades? Aristóteles abrió unos ojos como platos.

-¿Cómo lo sabes? Rose sonrió, felina.

-Te escucho, mi buen amigo. -A decir verdad, es bastante vago. -¡Pues tú sé claro!

-De acuerdo, de acuerdo. Una de mis conocidas, una ama­ble moza de tarifas razonables, recibió algunas confidencias de un cliente borracho.

-¿Su nombre?

-Lo ignoro, pero sé que se trata de un estibador. Sus colegas y él habrían transportado a hurtadillas ese fabuloso tesoro sin advertir a la aduana ni a las autoridades portuarias. Pero te pre­vengo, dulzura: probablemente sea una fábula. Y no te aconse­jo que te acerques a los estibadores; esos tiparracos son irri­tables y violentos. No vacilarán en hacerte sufrir los mayores ultrajes.

-Valiosos consejos, Aristóteles. ¿Nada más?

-Olvida esta historia y no corras riesgos inútiles. Te necesi­to demasiado. ¿Te ocuparás de lo del capitán, entonces?

-Preséntate en el cuartel mañana por la mañana.

 

 

 

Debo ir solo -decidió Eduard. —Aristóteles no exagera -replicó Rose—. Incluso los mercenarios temen a los estibadores: saben luchar y no vacilan en dar golpes bajos. Es una casta muy cerrada que detesta a los extranjeros.

-Hablo griego, no tienen razón alguna para desconfiar de mí. Sobre todo si me permitís ofrecerles una importante recom­pensa a cambio del casco.

-Excelente idea.

-Vuestra presencia, sin embargo, turbaría la negociación, ¿no creéis? Esos hombres no vacilarían en violentaros.

Edward estaba en lo cierto. Para los estibadores griegos, una mujer tenía menos valor que un fardo de ropa sucia. Y la belle­za de Rose actuaría contra ella.

No obstante, había algo que la dama temía: una vez en pose­sión del casco, ¿no saldría Edward inmediatamente de Náucratis? Rose tenía que recuperar aquel fabuloso tesoro, aunque para ello debiera librarse, de un modo u otro, de un escriba ya dema­siado molesto.

-Sólo yo puedo protegerte -afirmó, enternecida-; eres un cri­minal huido, no lo olvides! Te detendrán antes de que puedas entregar el casco al faraón, y tu inocencia nunca quedará probada.

 

-¿Aceptaríais negociar en mi nombre? -Deseo salvarte, muchacho.

-¿Cómo podré agradecéroslo?

-Trae el casco, y no te muestres cicatero con la contraparti­da exigida. Luego, iremos a Sais.

La ingenuidad de Edward era conmovedora. Si seguía creyendo de ese modo en la sinceridad de los demás y en la palabra dada, moriría bien joven.

Rose lo condujo hasta el puerto y le indicó el edificio de la aduana. Unos hombres descargaban barcos mercantes proce­dentes de Grecia.

-Aguarda hasta que se ponga el sol -le recomendó-, y lue­go dirígete lentamente hacia el extremo del muelle. Los estiba­dores se reúnen allí para cenar. Si algún aduanero te dice algo, respóndele que buscas que te contraten. Los dioses te ayuda­rán, estoy segura.

Sin embargo, nada más pisar el pavimento del muelle, Edward fue presa del pánico. Nada lo había preparado para semejante enfrentamiento. ¡Cómo le habría gustado verse transportado al despacho de los intérpretes y traducir un texto difícil antes de ir a cenar en compañía de Emmett! ¿Conocería de nuevo esos pe­queños goces? ¿Volvería a ver a la sacerdotisa Bella?

Terminado su servicio, los aduaneros jugaban a los dados y no prestaron la menor atención al viandante.

A lo lejos, Edward vio el fulgor de un brasero. Tuvo ganas de poner pies en polvorosa. Convencer a los estibadores de que le vendie­ran el casco de Amasis parecía imposible, a menos que ignorasen la verdadera naturaleza del objeto y su inapreciable valor.

Unos veinte fortachones estaban asando pescado relleno con sal, cebollas y pasas. La cerveza corría a mansalva.

Edward apretó los dientes y avanzó en su dirección.

-¡Eh, un visitante! -gritó una voz crasa-. ¿Buscas a alguien, muchacho?

-Oficialmente, he venido a pedir trabajo.

-No eres lo bastante fuerte... ¿Y cuál es la verdad?

-Tengo que ofrecer un trato a tu jefe.

Los estibadores dejaron de comer y de beber. Sólo el crepi­tar del fuego rompió un espeso silencio.

-El jefe soy yo -afirmó Voz Crasa-. Y no me gusta dema­siado que un policía turbe mi cena.

-No soy policía, al contrario.

-¿Qué quiere decir eso?

-Que a los del bastón les gustaría echarme mano.

-¿Un bandido, tú?

-Eso es cosa mía. ¿Te interesa una pequeña fortuna? Desconcertado, Voz Crasa miró atentamente al joven. Pare­cía serio y seguro de sí mismo.

-¿A cambio de qué?

-De un tesoro del que te apoderaste y que me pertenece. Fija tu precio.

-Un tesoro... No sé de qué me hablas.

-Es inútil mentir.

      De pronto Voz Crasa lamentó haberse metido en un asunto dudoso, aunque fructífero. Además, no tenía elección. Ahora se encontraba ante un enviado de las autoridades, del que debía librarse discretamente.

De pronto, vio clara la solución.

-Nosotros sólo somos intermediarios. Nuestros colegas de Peguti tienen el tesoro. Ellos son los que deciden.

-Te pagaré por la información.

-Ya hablaremos de eso más tarde. Dormirás aquí y mañana por la mañana te llevaremos a Peguti. Es una cuestión de segu­ridad.

 

  El círculo de los estibadores se cerró. No había posibilidad de huida.

     Bajo una estrecha vigilancia, Edward se vio obligado a tenderse en una ajada estera. No le ofrecieron comida ni bebida.

Si intentaba escapar, los estibadores no vacilarían en rom­perle la cabeza.

No podía avisar a la dama Rose, y nadie lo ayudaría. Estaba claro que no regresaría de aquel viaje.

 

El viento soplaba con fuerza, las olas se mostraban agresi­vas. Inhóspita y peligrosa, la costa marcaba el final de una zona cenagosa difícil de atravesar. A lo lejos se divisaba un barco.

Como la mayoría de los egipcios, Edward sabía que un temible demonio habitaba en el mar y provocaba sus devastadoras có­leras. No envidiaba en absoluto a los marinos, que se veían obligados a afrontarlas.

-¿Es esto Peguti? -se extrañó el escriba.

-He cambiado de opinión -reveló el jefe de los estibado­res-. Librarse de un policía exige tomar precauciones.

-No pertenezco a la policía, yo...

-Estoy acostumbrado a juzgar a la gente, muchacho. Tu pa­trón te ha metido en un buen lío al confiarte esta misión. Sin duda Ardys, el pirata, te comprará a buen precio. Si está de buen humor, te hablará del tesoro que buscas antes de esclavi­zarte. De lo contrario, se divertirá torturándote y arrojará tus restos a los peces. Ardys detesta a los egipcios.

Ni siquiera corriendo a la velocidad del viento Edward lograría escapar de los estibadores, armados con lanzas y puñales fabri­cados en Náucratis. Varios de ellos soltaron una gran carcajada al advertir la angustia de su rehén.

 

El barco fondeó a buena distancia de la costa. Los piratas echaron un bote al mar y se dirigieron hacia la hoguera que habían encendido los estibadores.

-De modo que Ardys tiene el tesoro -murmuró Edward.

-¡Eso es, muchacho! En cierto modo, has conseguido tu ob­jetivo. Pero ese éxito supondrá la muerte para ti, y la policía no sabrá nada.

Al joven le pareció inútil implorar la compasión de Voz Crasa. Para él era sólo una mercancía de la que debía librarse cuanto antes y al mejor precio.

Cuando la barca atracó, Edwaqrd pensó que nunca volvería a ver a Bella. Y entonces comprendió que la amaba apasionadamen­te. La muerte le impediría revelarle sus sentimientos y lo priva­ría de su mirada, de su belleza y de su luz.

Cinco piratas bajaron de la barca. A la cabeza iba un coloso barbudo que vestía una túnica corta. Al costado, dos espadas.

-¡Salud, Ardys! -dijo Voz Crasa, incómodo.

-¿Qué me ofreces hoy?

-Esto -respondió el estibador señalando a Edward. Los dos hombres hablaban un dialecto jónico que el escriba intérprete conocía.

-¿De dónde sale este chiquillo?

-Es un policía encargado de encontrar tu tesoro.

El coloso soltó una carcajada.

-¡Eres un guasón, camarada! ¿Cuánto quieres por él?

-Un buen precio.

-¿Tres jarras de vino añejo?

-Cinco, y un bonito vaso.

-¡Demasiado caro!

-Es un policía joven... Una buena distracción, ¿no? Ardys gruñó.

-Cuatro jarras y uno de esos vasitos cretenses que tanto gustan a las burguesas de Sais.

-De acuerdo.

Ambos hombres chocaron las manos.

-¡Ahora largaos! -ordenó el coloso-. Utilizaremos vuestro fuego para asar pescado. Nos veremos con la nueva luna. In­tenta traerme ropa y armas.

-Entendido.

Dos piratas dieron a Voz Crasa las jarras de vino y el vaso cretense, procedente del saqueo de una embarcación mercante. Ardys había previsto más, por lo que se consideraba satisfecho con el trato.

Su mirada se volvió hacia Edward.

-Un policía no será nunca un buen esclavo, y te faltan múscu­los. No tengo tiempo de enseñarte a remar durante días. No comprendes lo que digo, egipcio, y es una lástima. Mis hombres y yo nos divertiremos asándote mientras comemos. ¡Los chilli­dos de un policía son una buena música para la mesa!

-Sois extranjero -advirtió Edward-, puesto que no habláis egipcio. ¿Por qué tanto odio hacia los de mi país?

-¡Ha... hablas mi dialecto!

-No soy policía, sino escriba intérprete, y trabajo en Náucratis, al servicio de la dama Rose.

Ardys, estupefacto, permaneció largo tiempo boquiabierto.

-La dama Rose -repitió como si hablara de una temible diosa-.

-¿Qué buscas, concretamente?

-Un tesoro que recientemente habrían transportado los es­tibadores y que, al parecer, está en vuestro poder.

Con el puño cerrado, el pirata se golpeó la frente.

-¡Esto es de locos! ¿Que por qué detesto a tu maldito país? ¡Por sus aduaneros, sus policías y sus tasas! Un comerciante honesto ya no consigue ganarse la vida. ¡Ni un cargamento es­capa a los impuestos! Yo me las arreglo de otro modo. De los barcos procedentes de Asia Menor, tomo vino, aceite, lana, ma­dera y metales, y los buenos estibadores los hacen salir ante las narices de las autoridades. Los compradores pagan más barato y todo el mundo está contento.

-El tesoro del que os hablo no es una mercancía ordinaria.

-No necesitas recordármelo -gritó Ardys-. ¿Acaso des­confían de mí?

-En absoluto -afirmó Edward, sorprendido por el giro que to­maba la conversación.

Los ojos del pirata se tornaron suspicaces.

-Quieres proceder a una última verificación, ¿verdad? En el fondo, es una buena táctica. Antes de pasar a la ofensiva, me­jor asegurarse de la calidad de las tropas.

Ardys llevó a Edward a un lado.

¿Había cambiado de idea y pensaba apuñalarlo en vez de asarlo?

Del bolsillo de su túnica sacó entonces un pequeño objeto circular. El joven escriba nunca había visto nada semejante.

-Soberbio, ¿no? El cofre que está oculto en mi camarote contiene un centenar de monedas de plata idénticas, acuñadas en Grecia. ¡Nuestra moneda circulará muy pronto en Egipto! ¡Se acabaron vuestros trueques y vuestra antañona economía! Los lingotes de referencia de los templos que el Estado no pone en circulación serán olvidados y habrán pasado de moda en beneficio de estas monedas. ¡Todo el mundo podrá tenerlas, ellas cambiarán el mundo!

-Faraón prohibirá esa práctica -objetó Edward.

-¡Se doblegará, está enamorado de Grecia! Yo, el primer im­portador, me convertiré en un hombre muy rico. Un ex pirata, ¿te das cuenta? De acuerdo, habrá que mostrarse prudente antes de la adopción de este formidable progreso. Luego, amasaremos los beneficios. Has elegido el buen camino, muchacho. Un egipcio inteligente no es algo habitual. Sobre todo, di a nuestra patrona que no se preocupe. Ardys vela por el tesoro, nadie se lo robará. Y, cuando llegue el momento, el dinero griego invadirá Egipto.

-Nuestra patrona...

El pirata adoptó un aire chocarrero.

      -¡Menuda zorra está hecha! Incluso un tipo como yo acep­ta obedecerle. Y parece que en la cama... Tal vez tú sepas algo de eso.

-¿No tenéis un casco que pertenece al rey Amasis? -pre­guntó Edward.

La sorpresa de Ardys no era en absoluto fingida.

-Siempre combato con la cabeza desnuda, y mi espada pue­de partir un casco de bronce. Vuelve a Náucratis, escriba, y tranquiliza a la dama Rose: Ardys no la traicionará.

 

Capítulo 17: CAPÍTULO 16 Capítulo 19: CAPÍTULO 18

 


Capítulos

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