EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 25: CAPÍTULO 24

 

CAPÍTULO 24

 

 

Gracias a una embarcación rápida, Edward recorrió en menos de cuatro días la distancia que separaba Náucratis de la mayor ciudad de Egipto, la antigua Menfis. Aunque no fuera oficialmente la capital, seguía siendo el centro económico del país, en la confluencia del Delta y el valle del Nilo.

El escriba pagó el precio del viaje redactando, para el capitán y su segundo, algunas cartas destinadas a la administración. Para que se vieran satisfechos, era preciso utilizar las fórmulas ade­cuadas y probar a los funcionarios que no se ignoraban las leyes. Temerosos, no querían correr el riesgo de ser sancionados y sa­tisfacían a los demandantes refugiándose tras los textos en vigor.

El barco atracó en el puerto de Buen Viaje, junto a unos almacenes de impresionante longitud. Menfis, la cosmopolita, recibía diariamente gran cantidad de mercancías, procedentes tanto del sur como del norte.

Edward, anónimo entre la multitud, preguntó su camino a un anciano, entretenido observando aquel espectáculo constante­mente renovado. Encontró, pues, fácilmente el grandioso tem­plo de Ptah, el dios del Verbo y de la creación artesana, cerca de la ciudadela de blancos muros levantada por Zoser, cuyo genial arquitecto, Imhotep, había erigido la pirámide escalona­da de Saqqara.

 

Una avenida de esfinges llevaba hasta el colosal pilono de entrada, adornado por mástiles con oriflamas que proclama­ban la presencia divina.

Edward siguió a un sacerdote puro que se presentó ante una puerta lateral, donde los vigilantes anotaron su nombre en el registro de presencia.

-He aquí mi acreditación -dijo el escriba presentando la carta firmada por el sumo sacerdote de Sais-. Deseo ver a un filósofo griego, Pitágoras, recién llegado.

Un encargado de la seguridad examinó el documento.

-Puedes entrar. Voy a informarme.

El vasto patio acogía procesiones y notables durante las fiestas. En compañía de otros visitantes, Edward esperó al abrigo de una columnata.

Los ruidos del mundo exterior no cruzaban los espesos mu­ros del recinto. Un ritualista, que llevaba una bandeja carga­da de fruta fresca, atravesó el patio en dirección al templo cu­bierto.

El vigilante regresó entonces, acompañado por un hombre de talla mediana y rostro altivo.

-Yo soy Pitágoras. ¿Quién pide por mí?

-Charlie me ha encargado que os entregue un documento confidencial. Debo comentároslo también, al abrigo de oídos indiscretos.

Pitágoras contuvo un gesto de extrañeza.

-Vayamos al alojamiento que me ha atribuido el clero de Ptah. Allí podremos hablar con toda tranquilidad.

Pitágoras disponía de una habitación austera, un pequeño gabinete de trabajo y un cuarto de baño.

-Aquí he aprendido a venerar a los antepasados y a respe­tar a Maat -reveló a su huésped-. La tradición iniciática no pertenece al pasado. Al contrario, sólo ella es portadora de un porvenir armonioso. En Sais, aprecié mucho las enseñanzas del sumo sacerdote Charlie y la práctica de los ritos a los que me dio acceso Bella, la Superiora de las tejedoras.

-Neit tejió el Verbo -recordó Edward-, y sus siete palabras crearon el mundo.

Pitágoras contempló al mensajero con otros ojos.

-¡Así pues, estáis iniciado en sus misterios!

-Bella y el sumo sacerdote me conceden su confianza. Éste es el documento que me han encargado que os muestre.

Edward desenrolló el papiro codificado.

Pitágoras lo examinó con atención y pareció consternado.

-Mi práctica de los jeroglíficos no me permite leer este tex­to -deploró-. Reconozco los signos, pero juraría que no for­man palabras.

-Así es, y no conseguimos descifrar el código. Esperaba aprovecharme de vuestros conocimientos. ¿No será la clave un dialecto griego?

-Intentémoslo...

-Este papiro procede del despacho de los intérpretes, uno de cuyos escribas era yo -reveló Edward-. Me acusan en falso de haber­los asesinado, cuando se trata de una conspiración contra Amasis. Ignoro el nombre del culpable, probablemente uno de los principales personajes del Estado que, tras haber robado el casco del faraón, se tocará con él para proclamarse rey de Egipto. Por desgracia, el monarca se niega a escucharme porque el juez en­cargado de la investigación tiene en su poder un expediente lleno de abrumadoras pruebas contra mí, todas ellas falsas.

Pitágoras pareció escéptico.

-¿Por qué voy a creeros?

-Os he dicho la verdad, y añado que he descubierto que los griegos de Náucratis quieren desbaratar la economía del país introduciendo la esclavitud y la moneda. Ignoro si esos hechos están vinculados al asesinato de mis colegas, pero temo un de­sastre. Por haberme ayudado presentándome a la reina, el sumo sacerdote Charlie está hoy bajo arresto domiciliario. Y este documento indescifrable es la única prueba de mi inocencia, pues sin duda contiene el plan de los conjurados.

-De modo que Egipto está en peligro -murmuró Pitágoras, mirando fijamente a su interlocutor.

-Hay alguien que no vacila en suprimir a los molestos -se­ñaló Edward-. Tanta violencia implica una voluntad feroz y una crueldad sin límites.

-¿Qué esperáis de mí?

-El faraón os aprecia y os escucha. Sólo vos estáis en condi­ciones de lograr que tome conciencia del peligro. No importa mi propio destino. Es preciso recomenzar la investigación sobre nuevas bases e identificar al monstruo agazapado en las tinieblas.

-Conversamos durante largo rato -admitió Pitágoras-. Amasis desea preservar una paz duradera y toma las disposi­ciones necesarias para evitar cualquier conflicto. Por mi parte, he decidido adaptar las enseñanzas egipcias a la mentalidad griega y fundar una escuela de pensamiento que nos aleje de un racionalismo destructor y nos aproxime al misterio de la vida. Tras esta breve estancia en Menfis, saludaré al faraón en Sais y, luego, regresaré a Grecia.

-¿Aceptáis transmitirle mis palabras e intentar convencerlo
de cuál es la verdad?                                                                                          

-No os prometo conseguirlo.

-Tenéis de antemano toda mi gratitud. Tal vez vuestra in­tervención salve a Egipto de una suerte funesta.

-Tened cuidado, sin embargo, a la espera del resultado de mi gestión. No hay peor crimen que el asesinato de un inocen­te. ¿Y si pasáramos la noche descifrando el papiro?

Ambos hombres rivalizaron en virtuosismo, aplicando múl­tiples plantillas de lectura a partir de los dialectos griegos.

A pesar del fracaso, Edward no perdió la esperanza. Amasis prestaría oídos a las palabras de Pitágoras.

 

 

Cuando consideró que estaba curado, Emmett retiró los últi­mos apositos de su nariz y suplicó a Bella que lo dejara salir. Ya no podía estarse quieto por más tiempo, y quería ase­gurarse de que su amigo, el policía Nedi, no había muerto en vano.

La sacerdotisa, renuente, le hizo prometer que no correría riesgo alguno. Y, aunque eso lo asombrara incluso a sí mismo, el cómico le prometió que sería prudente.

Al caer la noche, Bella condujo a Emmett hasta la pequeña puerta del norte, que estaba cerrada desde la puesta de sol. Ella tenía la llave y se la entregó. Al regresar, tomaría por el mismo camino, procurando no llamar la atención de un guardia.

¡Qué delicioso le pareció el aire de la noche! Decididamen­te, vivir en una jaula dorada no le convenía. Dejaba para los pequeños burgueses su cómodo confort y el tedio de su unifor­me existencia.

¿Que se había visto envuelto en un asunto de Estado? ¡Me­jor! Que se prepararan los conspiradores. Al atacar a un hom­bre como Edward, incapaz de cometer un acto vil, estaban piso­teando valores vitales. Y Emmett, poco inclinado a la moral, sin embargo, no lo soportaba. ¿Acaso no era la justicia la base de toda civilización digna de ese nombre?

 

Llegó al arrabal sur de Sais, muy cerca de una verdeante campiña regada por innumerables canales. El barrio compren­día algunas hermosas villas y modestas moradas, mezcladas con tiendas y talleres.

Nedi era el vecino de un rico agricultor que estaba muy or­gulloso de su propiedad, rodeada por un jardín con palmeras y azufaifos.

El lugar parecía tranquilo. No obstante, el actor, que temía una nueva trampa, vigiló los alrededores. No había ningún centinela.

Varias veces, Emmett pasó por delante de la casa del policía. Calma chicha.

Rodeó el edificio, forzó el pestillo de la ventana que daba a un huerto y se deslizó hacia el interior.

Un gran salón, una habitación, un trastero y un cuarto de baño. Nedi, que era viudo, vivía de una forma desahogada. Era, además, un gran aficionado a los buenos caldos y cuidaba su bodega.

Emmett bajó.

      Filtrada por un ventanuco enrejado, la luz de la luna le per­mitió examinar las jarras que indicaban la procedencia y el año del vino.

No tardó en descubrir una anomalía: una de ellas había sido abierta y tapada de nuevo. Emmett sacó la cubierta de lino y paja.

En el interior no había vino, sino un papiro enrollado y se­llado.

La caligrafía era fina, y su mensaje, sorprendente:

 

Querido y viejo cretino, he hecho un primer descubrimiento: la policía acaba de detener a un traficante de armas de hierro almacenadas en Náucratis. Como el tipo goza de importantes apoyos, sólo se le ha impuesto una multa. Prosigo mi investigación. Si me sucediera algo, sin duda encontrarás este documento. Y no olvi­des beber a mi eterna salud. La jarra Imau, fechada el año tres de Amasis, contiene un verdadero néctar.

 

Emmett no dejó de rendir homenaje al policía. Robusto, el vino tinto le hizo caer en un pesado sueño del que sólo salió a media mañana.

El actor se limitó a comer entonces un pedazo de pescado seco y aguardó la penumbra para salir de la casa.

Calma chicha aún.

Cuando divisó al guardián de la villa del agricultor, Emmett se dirigió hacia él.

-Mi primo Nedi no está -dijo-. ¿Cuándo va a regresar?

-¿No... no estás al corriente?

-¿Qué le ha pasado?

-Una crisis cardíaca ha terminado con él.

-¿Aquí?

-No, en el puesto de policía. Ha sido enterrado ya, y su casa pronto será ocupada por un colega.

-¡Mi pobre primo! Sin embargo, parecía gozar de muy bue­na salud.

-Nadie sabe cuándo llegará su hora. ¡Era un buen hom­bre!

 

  -La facción griega de Náucratis intenta armarse para atacar al rey. Hay que avisarlo en seguida.

-Estoy bajo arresto domiciliario -recordó el sumo sacerdo­te-. Y aunque consiguiera ver a Amasis, no me creería.

-Tal vez exista una solución -sugirió Bella.

-Necesito vuestra ayuda -le dijo la sacerdotisa a Jacob.

El organizador de las fiestas de Sais se estremeció de placer. ¡Por fin daba ella un paso hacia él!

-Ya sabéis que el rey se niega a ver al sumo sacerdote.

-Lo siento mucho, querida Bella; espero que esa lamentable situación mejore rápidamente.

-Charlie posee una información capital para la seguridad del reino. Pero como no puede salir del templo, busca un men­sajero digno de confianza.

La alegría de Jacob se apagó bruscamente.

-Los asuntos de Estado no son mi fuerte, y...

-El rey os escucha, pues conoce vuestra probidad y vuestro rigor. Esto nos concierne a todos, pues de ello depende el por­venir de Egipto. No transmitir esa información sería una grave falta.

-Se trata de una gestión extremadamente delicada, no sé

si...

-Tenéis la confianza del sumo sacerdote. Y la mía también. Nosotros somos impotentes. Vos podéis salvar las Dos Tierras.

Por un lado, tomar semejante iniciativa y enojar al rey aca­baría de una vez con su carrera; pero por el otro, una negativa a Bella pondría fin a sus relaciones.

-Y esa información... ¿cómo se supone que la he obtenido?

-Manteniendo el anonimato, un mercenario ha confiado en vos. Aunque incrédulo, habéis considerado indispensable ad­vertir a su majestad.

-¡Mucho me pedís!

La muchacha sonrió.

-No dudaba de vuestro valor, Jacob. Esta intervención pro­bará al rey vuestra absoluta lealtad, y no se mostrará ingrato.

La perspectiva tranquilizó al organizador de las fiestas.

-Debo ver a su majestad en audiencia privada dentro de cuatro días. ¿Os va bien?

-Perfecto. Pero no llaméis la atención. -¡No me digáis que algunos dignatarios del palacio están comprometidos!

-La información es referente al tráfico de armas. Inquieto, Jacob escuchó atentamente a Bella.

 

Considerado ya como un personaje oficial, Pitágoras se beneficiaba de la generosidad regia. Gozaba, pues, de un barco privado a bordo del cual subió su secretario, contratado en Menfis. Así, evitando todo control militar o policial, Edward dis­frutó de un agradable viaje hacia Sais. Muy pronto vería de nuevo a Bella.

Y si Pitágoras conseguía convencer al rey, el joven escriba sería de nuevo un hombre libre, con un porvenir.

Sentados en la popa, protegidos del sol por una tela blanca tendida entre cuatro estacas, los dos hombres disfrutaban la tranquilidad de un paisaje compuesto por palmerales y campos bien regados. Un ibis negro les sobrevoló.

-El pájaro de Thot, el depositario de las ciencias sagradas y el patrón de los escribas -recordó Pitágoras-. En Grecia lo llamamos Hermes. Gracias a sus enseñanzas, comprendí que el mundo era sólo un islote que emerge del océano de energía primordial. Cuando el Creador contempló su propia luz, dio nacimiento a la vida que brota de la Vida. Y la iniciación a los misterios de Isis y Osiris hace la Vida consciente. Pues el verda­dero nacimiento no es nuestra mediocre existencia profana, sino el acceso a la luz.

-El jefe del servicio de los intérpretes me ha hablado del Ka

 

del universo que simboliza, precisamente, esa luz tan generosa. Todas las mañanas, venero el sol naciente, preñado de resu­rrección.

-Fíate de la diosa Neit, joven escriba. Masculino que hizo lo femenino, Femenino que hizo lo masculino, extensión de agua creadora de eternidad, antepasada viviente, estrella llameante, padre y madre, te abrirá las puertas del cielo.

La embarcación atracó en el muelle principal de Sais. Mien­tras Edward permanecía a bordo, Pitágoras acudió a palacio.

La jornada transcurrió, interminable.

Poco antes de la puesta de sol, el pensador griego subió lentamente por la pasarela.

-Fracaso total -dijo-. Amasis me considera víctima de un rumor infundado.

-¿Habéis insistido?

-¡Hasta provocar la cólera del rey!

-De modo que no quiere oír hablar del tema.

-Él es quien manda. Y me ha ordenado que regrese a Grecia.

-Siento haberos hecho dar este paso en falso.

-La fecha de mi partida ya está decidida. ¿No deberías acompañarme tú, Edward? Aquí, la situación parece muy compro­metida. Juntos fundaremos una cofradía e intentaremos que los griegos sean menos materialistas.

-Abandonar Egipto me destruiría. Y quiero demostrar mi inocencia.

-Que los dioses te protejan.

 

 Henat, el jefe de los servicios secretos, se inclinó ante el rey, visiblemente furioso.

-Exijo explicaciones.

-¿Sobre qué, majestad?

-¿No lo sospechas?

     -No hemos detenido aún a ese maldito escriba, y yo soy el primero en lamentarlo. Pero ni el juez Carlisle ni yo mismo ceja­mos en nuestros esfuerzos. El asesino se resiste más de lo pre­visto.

Amasis hizo un gesto de desdén.

-¡Estaba pensando en otro escándalo igualmente grave! Henat pareció sorprendido. -¡Aclarádmelo, majestad!

-Pitágoras ha oído hablar de una conspiración fomentada por los griegos de Náucratis, y Jacob me ha proporcionado un detalle suplementario: algunos comerciantes de Náucratis ha­brían importado, fraudulentamente, armas de hierro. Si tú, el jefe de mis servicios secretos, no estás informado de ello, ¿adonde va el país? El día de mañana, un usurpador se tocará con mi casco y las Dos Tierras serán entregadas al caos.

-Estoy informado de ello.

El rey miró fijamente a Henat.

-¿Cómo has dicho?

-Yo organicé la importación.

Amasis, estupefacto, vació una copa de vino blanco, de deli­cado sabor.

-¡De modo que me mientes y me traicionas!

-En absoluto, majestad.

-¡Explícate!

-Desde hace varios meses, el general en jefe, Fanes de Halicarnaso, reclama que se mejore el material militar y, especial­mente, el armamento de las tropas de élite. Cuando Cambises llegó al poder, puso de manifiesto la amenaza de una invasión persa. Por eso he organizado un nuevo circuito comercial entre Grecia y Egipto, reservado a la entrega de armas de hierro de gran calidad. Nuestro equipamiento muy pronto será amplia­mente superior al de los persas. Como concierne a nuestra de­fensa, esa operación es confidencial.

-¡Pero yo soy el faraón, y debía ser informado! Henat pareció asombrado.

-Y se os informó, majestad.

-¿De qué modo?

-Detallé las modalidades de la transacción y su carácter se­creto en dos informes.

-¡Informes, siempre informes! No tengo tiempo de leerlo todo, ese papeleo me exaspera. A mi edad, el exceso de trabajo está prohibido. Y si no me tomo algún tiempo de ocio, pienso de través.

Amasis bebió otra copa de vino blanco.

-Eso me gusta más, Henat. Por un instante he temido que una facción de los griegos de Náucratis conspirase contra mí. Precisamente ellos, a quienes concedo tantos privilegios por­que encarnan el porvenir.

-Las entregas de armas están muy vigiladas, majestad -in­sistió Henat-. Ni una sola espada será desviada de su destino.

-¡Conozco al autor de ese rumor! ¡El sumo sacerdote de Neit, claro está! El poderoso Charlie no soporta la humilla­ción y quiere seguir desempeñando un papel político, sembran­do el desconcierto. Nada pierde esperando...

-Su categoría moral, majestad...

-Sé lo que debo hacer, Henat. Sigue redactando informes precisos y detallados.

Capítulo 24: CAPÍTULO 23 Capítulo 26: CAPÍTULO 25

 


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