EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 51: CAPÍTULO 18

               CAPÍTULO 18

Henat había pasado una jornada deliciosa. Su alojamiento oficial era una vasta villa, a media hora del palacio del gran intendente Chechonq. Una cohorte de criados satisfacía sus menores deseos, un cocinero le servía sus platos preferidos; barbero, manicura y masajista estaban a su disposición.

Una alberca purificada por lotos le había ofrecido la posibilidad de nadar, y se había dormido a la sombra de una pérgola. Cuando despertó lo aguardaba una cerveza fresca y ligera.

— ¿Vuestra excelencia desea algo más? —le preguntó una deliciosa morenita que vestía un pequeño taparrabos.

—De momento, no.

Traviesa, ella se esfumó.

¡Sin duda era un regalo del gran intendente!

Aquellos momentos de inesperada relajación mostraban al jefe de los servicios secretos la magnitud de su fatiga. Desde hacía varios años no se había concedido el menor reposo, pues tanto lo abrumaban las tareas y las preocupaciones. Aquella brusca ruptura lo desestabilizaba, desvelándole aspectos de la existencia en los que no había pensado.

Tebas, la tentadora... ¡No, no cedería ante ese espejismo! El hábil Chechonq, vividor también, no le haría olvidar su misión.

Al caer el día, un emisario del gran intendente lo invitó a cenar en el palacio del patrón de la administración tebana.

El comedor, iluminado y perfumado, acogía a una decena de invitados. Todos se levantaron cuando Henat entró.

—Director del palacio real —declaró Chechonq, visiblemente encantado—, os presento a mis principales colaboradores y a sus esposas. Nos sentimos felices de recibir al enviado del faraón Amasis y queremos honrarlo.

Comparada con aquel banquete oficial, la cena de la víspera parecía una colación. Tres entrantes, cuatro platos principales y dos postres fueron acompañados por danzas de una exquisita sensualidad. Tres jóvenes bailarinas, adornadas sólo con un cinturón de amatistas, desarrollaron graciosas figuras, acompañadas por una orquesta femenina compuesta por una arpista, una tañedora de laúd y una flautista.

«¡A Amasis le hubiera gustado esta recepción, digna de un rey!», pensó Henat.

Luego Chechonq rogó al escriba del Tesoro que expusiera a su huésped el modo en que administraba las finanzas de la provincia tebana. Después le tocó al escriba de los campos precisar las modalidades de su política agrícola, insistiendo en las reservas de cereales previstas para casos de mala crecida. En cuanto al superior de los artesanos, éste alabó su conciencia profesional y su fidelidad al dominio de Amón. El responsable de los intercambios comerciales, por su parte, se felicitó por la cantidad de embarcaciones que circulaban entre el norte y el sur y por la rapidez de las entregas. En resumen, todo iba del mejor modo en el mejor de los mundos, y Tebas vivía feliz bajo el reinado de Amasis.

Pese a la extraordinaria calidad de los vinos, Henat se cuidó de beber demasiado. Tras aquella ronroneante velada, los dignatarios de la administración tebana saludaron al director delpalacio y le agradecieron su presencia.

— ¿Os parece conveniente la casa? —preguntó Chechonq.

—Me parece perfecta —respondió Henat.

— ¿En serio?

—Sí.

— ¿Os da plena satisfacción el personal?

—Perfecto, también.

—No vaciléis en indicarme el menor problema. Lo resolveré inmediatamente.

—Os lo agradezco, Chechonq. Esta estancia tebana es un encanto, pero tengo que cumplir una misión: hablar con la Divina Adoradora.

— ¡No lo olvido, querido Henat!

—Hasta mañana, gran intendente.

 

 Henat se levantó muy temprano. Le sirvieron de inmediato leche fría y unas finas tortas de miel, un alimento raro y costoso. La primera hora de la mañana era exquisita. Luego llegaría el pesado calor, que obligaba a hombres y animales a protegerse de los ardores del sol.

— ¿Qué deseáis para el almuerzo? —preguntó el cocinero.

—Costilla de buey y ensalada.

El lavandero le entregó una túnica nueva, el barbero lo afeitó delicadamente y el perfumista le hizo elegir su fragancia.

Luego el jefe de los servicios secretos se instaló junto a la alberca, dispuesto a esperar a Chechonq. A última hora de la mañana, por la tarde tal vez, Henat hablaría con la Divina Adoradora y le transmitiría las directrices de Amasis. Si el recibimiento de la anciana sacerdotisa era tan caluroso como el de su gran intendente, estaba seguro de que la entrevista sería cordial y fructífera.

Pasaron las horas. Henat almorzó un poco, y luego paseó por el jardín.

¡Por fin apareció Chechonq!

—Os invito a un banquete al que asistirán los principales escribas encargados de las ofrendas —anunció el gran intendente—. Ellos os explicarán detalladamente cómo funciona la economía de Karnak y de los templos de la orilla oeste.

—Apasionante. ¿Cuándo podré ver a la Divina Adoradora?

—Vamos, sentémonos a la sombra.

Chechonq parecía molesto.

Un criado se apresuró a servir cerveza.

— ¿Acaso la Divina Adoradora se niega a recibirme? —se inquietó Henat.

— ¡No, por supuesto que no! Se trata sólo de un simple contratiempo. Y debo deciros la verdad: ni yo mismo he podido verla hoy. Sin embargo, habíamos previsto tratar numerosos temas referentes a la administración de su dominio.

— ¿Se ha producido otras veces ese incidente?

—Raramente.

— ¿Por qué razón?

La turbación del gran intendente se acentuó.

—La Divina Adoradora da más importancia a las tareas rituales que a las preocupaciones materiales. Mi deber consiste, porlo demás, en librarla de ellas, siempre que obtenga su acuerdo con respecto a decisiones importantes.

Henat no ocultó su escepticismo.

— ¿Me estáis contando toda la verdad, Chechonq?

El gran intendente bajó la mirada.

—Hay que comprender la situación, Henat. La Divina Adoradora es una dama muy anciana de salud frágil. Ocuparse del conjunto de sus obligaciones se hace difícil, y yo no me atrevo a acosarla.

—Comprendo.

—He depositado vuestra petición de audiencia por escrito. Tened por seguro que, cuando obtenga una respuesta, os avisaré de inmediato. Entretanto, pongo a vuestra disposición una silla de manos. En Tebas hay tantas maravillas que estaréis muy ocupado en los próximos días. Hasta esta noche, querido amigo. Mis subordinados están impacientes por conoceros.

Henat permaneció extrañamente calmado. O Chechonq mentía, y la Divina Adoradora se negaba a ver al enviado de Faraón, o sus confidencias reflejaban la realidad y la anciana dama estaba realmente enferma, agonizante incluso. En ese caso, no le sería de ayuda alguna al escriba Edward.

El jefe de los servicios secretos seguiría representando el papel del huésped satisfecho para no suscitar la desconfianza del gran intendente.

No obstante, había una tarea urgente que debía llevar a cabo: ponerse en contacto con los agentes tebanos y comprobar las declaraciones de Chechonq.

              

La morada del ministro Pefy estaba cerca del gran templo de Osiris, obra de Seti I, el padre de Ramsés II. Desde la primera dinastía, los faraones construían en Abydos, y algunos habían hecho edificar allí la morada de eternidad del Ka, que resucitaba en compañía del dios vencedor de la muerte.

El jefe del grupito de mercenarios se dirigió al guardia.

—Una muchacha desea ver al ministro Pefy. Según ella, la esperaba.

— ¿Su nombre?

—Se niega a decírmelo. Al parecer, es la hija del mejor amigo del ministro, el sumo sacerdote de Sais.

—Avisaré a mi señor.

A Emmett no le llegaba la camisa al cuerpo. Edward, en cambio, mantenía la calma. Los mercenarios permanecían atentos y no les habían dado ocasión de huir.

Si Pefy se negaba a recibirlos, serían brutalmente interrogados y entregados a la policía. Y si los consideraba culpables, avisaría al juez Carlisle.

Pensándolo bien, la iniciativa de Bella estaba condenada al fracaso.

El guardia reapareció.

—Que venga.

Un mercenario tomó del brazo a la sacerdotisa.

—Suéltala, yo me encargo.

Bella atravesó una pequeña antecámara donde se levantaba un altar dedicado a los antepasados, tomó por un corredor iluminado por una alta ventana y llegó a un despacho lleno de papiros y tablillas.

—Aquí está, señor.

Sentado con las piernas cruzadas, Pefy levantó la cabeza.

— ¡Bella! De modo que eres tú.

—No he venido sola: me acompaña Edward. Me ama y yo lo amo. Y su amigo Emmett nos ha salvado de peligrosas situaciones. Tampoco olvido a nuestro asno, Viento del Norte, inteligente y valeroso.

—Y ahora afirmarás la inocencia de un escriba buscado por todas las policías del reino. Las pruebas son abrumadoras, nadie duda de la culpabilidad de Edward. Y a ti te acusan de complicidad. El juez Carlisle os considera unos temibles conspiradores cuya andadura está sembrada de cadáveres.

—Todo eso es falso —afirmó la muchacha con tranquilidad—, y los verdaderos sediciosos siguen actuando en la sombra.

— ¿Quiénes son y qué quieren?

—Lo ignoramos aún, pero probablemente existe un texto cifrado que contiene sus nombres y su objetivo.

— ¿Cómo creer semejante fábula?

—Admitiendo la verdad. Un joven escriba, una sacerdotisa y un actor que amenazan el trono de Amasis... ¿Resulta creíble esta fábula?

—Edward asesinó a sus colegas y huyó. Al ayudarlo, tú eres cómplice de esos crímenes.

—La Divina Adoradora nos dará la clave del código y nos permitirá demostrar nuestra inocencia. Ayudadnos a llegar a Tebas y a obtener audiencia.

El anciano dignatario desvió la mirada.

Bella aguardó su veredicto. Con una sola palabra podía hacer que los detuvieran y, por lo tanto, condenarlos a muerte.

—Acabo de enviar mi dimisión al rey Amasis —reconoció—. Administrar la economía del país ya no me interesa y no apruebo la política que se hace en favor de Grecia. De modo que he decidido instalarme aquí y consagrarme al culto de Osiris.

La sacerdotisa recuperó la esperanza.

— ¿Aceptáis socorrernos?

—Sólo tengo una autoridad limitada sobre la guarnición de mercenarios. Su comandante señalará vuestra presencia a su superior, que advertirá al juez Carlisle. Con el pretexto de interrogaros, os daré cobijo y os procuraré víveres. Pero no me pidas más.

— ¿Me creéis, entonces?

—Ve a buscar a Edward y a Emmett.

Sólo Viento del Norte permaneció fuera. Un criado le llevó agua y forraje, y el asno no se hizo de rogar.

Pefy contempló largo rato al escriba sumido en pleno corazón de un asunto de Estado. La prueba le había hecho madurar; su rostro se había convertido en el de un hombre decidido a combatir hasta el final. No parecía en absoluto abatido ni agotado. Y su pregunta sorprendió al ministro.

— ¿Redactasteis vos el papiro codificado? —preguntó Edward.

—No... ¡Claro que no!

— ¿Conocéis a su autor?

—No lo conozco. Ahora debo dejaros con mi chambelán. Yo tengo que despedir a la patrulla de mercenarios.

Dando muestras de un apetito devorador y una sed inextinguible, Emmett se prometió no volver a atravesar el desierto. Bella y Edward, en cambio, no consiguieron comer antes de que Pefy llegara.

—Han regresado a su cuartel —precisó el ministro—, pero exigen un informe de los interrogatorios y se extrañan de mi intervención. Dada mi eminente posición, lo han aceptado. Su comandante no tardará en manifestar su reprobación, pues no tengo por qué mezclarme en asuntos de policía y de seguridad.

— ¿Cuánto tiempo podemos quedarnos? —preguntó Edward.

—Dos días, como máximo. Temo una reacción brutal. Ahora, comed y descansad.

— ¿Está vuestro barco en el puerto de Abydos?

—Así es.

— ¿Nos autorizáis a hurtarlo para dirigirnos a Tebas?

—La Divina Adoradora no os recibirá. A pesar de su influencia espiritual, debe obedecer al rey. Henat, el jefe de los servicios secretos, os describirá como los peores criminales y la convencerá de que se mantenga al margen de este siniestro asunto.

—Ya veremos. ¿Y esa autorización?

—Ya no pensaba utilizar ese barco. Una vez advertido el robo, presentaré denuncia.

 

 Emmett abandonó a los enamorados en su felicidad y salió de la morada del ministro pasando por la terraza. Sentía el irresistible deseo de ver de nuevo el taller donde se fabricaban las máscaras de los dioses utilizadas durante la celebración de los misterios.

Estaba situado cerca de allí, y le daría la oportunidad de soñar con su reciente pasado de cómico itinerante y en las alegres horas pasadas en compañía de la deliciosa especialista en cartones pintados.

Abydos dormía ya. Ciudad relicario, desprovista de actividad económica, se consagraba por entero a Osiris y veía cómo su pequeño número de habitantes disminuía cada año.

La puerta principal del taller estaba cerrada, pero Emmett sabía abrir una ventana, en la parte trasera de la casa.

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y muy pronto divisó los rostros del halcón Horus y del terrorífico animal de Set, una especie de okapi de grandes orejas erguidas.

De pronto, un ruido lo alertó. Asomó un ojo por la ventana y vio cómo unos mercenarios se desplegaban.

El ministro Pefy había vendido a sus huéspedes.

              

Fanes de Halicarnaso se inclinó ante el rey Amasis.

—Misión cumplida, majestad. Elefantina es ahora una verdadera fortaleza y nuestra frontera sur está firmemente establecida. Diversos oficiales serios enmarcan una guarnición correctamente entrenada y dispuesta a rechazar cualquier asalto. El nuevo comandante y el nuevo alcalde son fieles servidores del reino que obedecerán vuestras órdenes.

— ¿Han sido avisados los nubios de esos cambios?

—Envié mensajeros a los principales jefes de tribu. Si existieran veleidades de revuelta, serían aniquiladas.

—Excelente iniciativa, Fanes.

—Sin embargo, no estoy del todo satisfecho, majestad. Algunas provincias del sur mantienen cierto espíritu insurgente y no aplican las leyes de modo riguroso. Me parece necesario hacerlas pasar por el aro.

— ¿Qué propones?

—Implantar más cuarteles en las principales aglomeraciones. La presencia de los mercenarios calmará a los contestatarios.

—Pensaré en ello, Fanes. De momento, tengo que confiarte una importante misión.

El griego se mantuvo muy rígido, con los brazos a lo largo del cuerpo.

—A vuestras órdenes, majestad.

— ¿Conoces a mi hijo Psamético?

—He visto al príncipe durante las ceremonias oficiales.

— ¿Qué piensas de él?

—Majestad, no me permitiré...

—Permítetelo.

—Es un hombre joven, elegante y pausado.

— ¡Demasiado elegante y demasiado pausado! A su edad, yo ya manejaba la espada y la lanza. Él trata con los escribas y la alta sociedad, y se olvida del ejército. Ya va siendo hora de darle una completa formación militar. Mañana estará a la cabeza de nuestras tropas y tendrá que defender las Dos Tierras.

—Majestad, mis métodos...

—Me parecen adecuados. No lo mates, pero no te andes con miramientos. El muchacho debe convertirse rápidamente en un guerrero de primera clase. Te lo mandaré hoy mismo.

—Formaré a vuestro hijo, majestad, y se mostrará digno de su padre. Pensaba emprender unas grandes maniobras para mantener el ejército del norte en su mejor nivel, así que lo asociaré a ellas.

—Manos a la obra, Fanes.

El general se retiró con paso decidido. Lo sucedió el canciller Aro, tan imponente como siempre.

— ¿Han desaparecido vuestras jaquecas, majestad?

— ¡Tu remedio era eficaz! No tengo el menor dolor y he recuperado la energía. Espero que la marina de guerra participe en las grandes maniobras.

—Sin duda. La coordinación entre navíos, infantería y caballería me parece esencial. Acabamos de recibir un correo diplomático de Creso: nos asegura la amistad del emperador de los persas y desea hacernos una visita en compañía de su esposa Mitetis. Ésta dirige sus deseos de salud a la reina Tanit.

— ¡Excelente noticia, canciller! Los persas parecen calmarse, realmente, y renunciar a su política de conquistas. No bajemos la guardia, sin embargo. ¿Vuelve a formarse el servicio de los intérpretes?

—En ausencia de Henat, el reclutamiento se ha estancado, majestad. Es mejor tomarse algún tiempo y contratar sólo a profesionales de altísimo nivel, conscientes de sus deberes. El número actual de funcionarios basta para tratar el grueso de la correspondencia diplomática.

—¿Henat ha visto a la Divina Adoradora?

—Todavía no, majestad.

— ¿Acaso se niega a recibir al director del palacio?

—Es posible —estimó el canciller—. La última carta de Henat, sin embargo, no formula esa acusación. Sin duda el jefe de los servicios secretos vuelve a encargarse de su organización tebana y recoge informaciones antes de su entrevista.

Amasis asintió con la cabeza. Ése era el estilo de Henat.

— ¿Hay informes del juez Carlisle?

—Se acerca a su presa, majestad. En Licópolis, el escriba asesino y sus cómplices se le escaparon por los pelos.

—Licópolis... El fugitivo se acerca a Tebas.

—Una vez destruida su base de Elefantina, el hombre está acorralado.

Amasis entrevió una sombría perspectiva.

—¿Y si Edward no fuera a Tebas sino a Abydos, el feudo de Pefy, mi ministro de Finanzas?

—Ex ministro, majestad. Acabo de recibir su dimisión.

—¡Pefy dimite para combatirme mejor! Pefy es el alma de la conspiración... ¡Avisa de inmediato al juez Carlisle!

—Tranquilizaos, él ha hecho el mismo razonamiento y piensa invadir Abydos con la esperanza de detener allí a los conjurados.

—Pefy... ¿Será entonces él su jefe, y Edward su brazo ejecutor?

—Aguardemos las conclusiones del juez.

— ¿Es que todavía tienes dudas?

— ¿Acaso no fue Pefy un notable ministro? Nuestras finanzas van a las mil maravillas, el país es rico, la agricultura próspera...

—Un perfecto colaborador, íntegro y trabajador. ¡Pefy es admirable! ¿Por qué pretende tomar el poder? ¡Es una verdadera locura, a su edad! El ideal de sabiduría se pierde, canciller. Ya hemos trabajado bastante por hoy.

Amasis salió del palacio y se reunió con su esposa, que descansaba a la sombra de un viejo sicomoro.

— ¿Os apetece dar un paseo en barca, Tanit?

—Precisamente necesitaba hablaros.

Cuatro remeros, un hombre a proa, un hombre al timón, vino blanco fresco y un parasol. Amasis se tendió sobre unos almohadones y contempló el cielo.

—A veces, querida mía, los humanos me aburren. Debería pensar más en los dioses y preocuparme menos por la felicidad de mis súbditos. Pero ¿quién puede escapar a su destino? De modo que sigo soportando los deberes de mi cargo, y sólo vos conocéis su verdadero peso. Este cielo me parece tan hermoso, tan puro y tan... misterioso. Egipto no debe dudar de su rey, y yo no debo dudar de la dirección que debe tomarse.

—Estoy inquieta —confesó la reina.

Amasis se incorporó.

— ¿Qué preocupaciones os obsesionan, Tanit?

—Se trata de vuestro hijo, Psamético. ¿No acaba de abandonar el palacio en compañía del general Fanes de Halicarnaso?

—Exacto, querida. Ha llegado la hora de que sea más aguerrido.

—Pero Fanes es un tipo brutal, y nuestro hijo es tan frágil...

—Él me sucederá, Tanit, y debe aprender a conocer el rigor de la existencia. Confinarlo en palacio sería un grave error.

— ¿Y no podríais esperar un poco?

—Los años pasan de prisa; Psamético ya no es un adolescente. Mañana dará órdenes a mercenarios. He descuidado su educación abandonándolo a letrados envueltos en sus buenas maneras. En un campo de batalla, su erudición no le servirá de nada.

—La guerra no nos amenaza —objetó la reina.

—Muy pronto recibiremos a Creso y a su esposa —reveló Amasis—, y les reservaremos una cálida acogida. Gracias a él, Persia está informada de nuestra capacidad militar y, por lo tanto, se guardará mucho de atacarnos. Sin embargo, sigo desconfiando de ese pueblo. Tal vez algún día Psamético se enfrente a él.

Capítulo 50: CAPÍTULO 17 Capítulo 52: CAPÍTULO 19

 


Capítulos

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