EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 43: CAPÍTULO 10

               CAPÍTULO 10

Ayudado por cinco mercenarios de élite expertos en todas las formas de combate, Jacob interrogaba extensamente a los funcionarios del puerto de Menfis encargados de la rotación de los barcos. El organizador de las fiestas de Sais sólo tenía una idea en mente: encontrar a la hermosa Bella y acabar con el escriba Edward. Las autoridades lo alabarían, el faraón le ofrecería un puesto importante en la corte y se desposaría con una mujer sublime que aprendería a amarlo.

Los escribas egipcios merecían su buena reputación. Los expedientes administrativos eran llevados con rigor y permitían una rápida consulta: nombre de cada barco, destino, hora de salida, nombre de los miembros de la tripulación, de los pasajeros y del oficial de policía encargado de controlarlos, lista detallada de las mercancías embarcadas, escalas...

No obstante, una anomalía llamó la atención de Jacob.

Un barco de lujo, el Escarabeo, parecía haber gozado de un salvoconducto.

—Falta el nombre del policía —le dijo al jefe de servicio.

—En efecto —reconoció el funcionario.

— ¿Un simple descuido?

—No del todo.

—Explicaos.

—Es algo delicado...

—Investigo por orden del director del palacio —recordó Jacob— y exijo vuestra plena y entera colaboración.

Mejor sería no enojar a los emisarios de Henat.

—El Escarabeo sólo transporta personas notables y el capitán, un hombre perfectamente honesto, garantiza su honorabilidad. No pareció necesario realizar un control formal. Sin embargo, disponéis de la lista de pasajeros. Un inspector de los diques y cuatro grandes damas, entre ellas una dueña de dominio acompañada por su intendente y un portador de sandalias. Nada anormal, al parecer. Además, el barco no iba hasta Tebas.

Sin embargo, Jacob sintió deseos de interrogar al capitán del Escarabeo.

 

 

La capital del Fayum, Shedit, era un gran burgo agrícola que vivía, apaciblemente, al ritmo de las estaciones y las cosechas. Allí se comía bien y se bebía una cerveza excelente. Aquel alto reconfortó a Emmett, que no había disfrutado demasiado del encuentro con la cobra y el guardián del laberinto. Prefería la atmósfera de un cálido albergue a la de un templo encerrado sobre sí mismo. Sin embargo, le resultaba difícil relajarse si pensaba que el juez Carlisle no dejaría de perseguirlos.

—Me gustaría ver el lago de Sobek —le dijo el actor al mesonero.

—No está lejos de aquí, muchacho, pero sé prudente. Al dios no le gusta que lo molesten. No aprecia en absoluto a los intrusos ni las caras nuevas. Nosotros, en Shedit, nos limitamos a su protección, y no queremos observarlo de cerca.

—Gracias por el consejo.

Provistos de las indicaciones necesarias, Bella, Edward y Emmett encontraron fácilmente el camino del lago de Sobek. Cuando a lo lejos veían ya la extensión de agua, rodeada de sicomoros, acacias y azufaifos, un sacerdote les cerró el paso.

— ¿Quiénes sois y qué queréis?

—Soy una sacerdotisa de la diosa Neit de Sais y me acompañan dos ritualistas. Venimos a rendir homenaje a Sobek, a quien ella amamantó para que disponga del poder de los orígenes.

El sacerdote, desconfiado, hizo a la muchacha una serie de preguntas teológicas. La calidad de sus respuestas lo tranquilizó.

—Tendréis que esperar. El dios está descansando y sólo lo alimentamos en la octava hora del día.

Los visitantes se sentaron a orillas del lago. Viento del Norte degustó la fresca hierba.

El sacerdote, mientras tanto, charló con sus colegas.

—Una sacerdotisa de Neit y dos hombres... ¡Tal vez uno de ellos sea el escriba Edward!

—Según la última advertencia de la policía, están buscando a una pareja —recordó el decano.

— ¡Los ayuda un acólito! Ese trío de criminales es especialmente temible.

— ¡Estamos en peligro!

—Hay que avisar a las autoridades.

—Si ven que uno de nosotros huye, lo matarán.

— ¿Qué propones?

—El dios Sobek nos ayudará.

— ¿Piensas en...?

—Al menos nos librará de uno de los tres. Entonces, sus cómplices serán vulnerables, y los derribaremos a bastonazos.

Sus colegas asintieron.

—Permaneced ocultos, yo me encargo de nuestros huéspedes.

El sacerdote les sirvió carne, pasteles, pan y vino.

—El dios no tardará en aparecer —le dijo a Bella—. ¿Deseáis alimentar a El-de-bello-rostro y rendirle homenaje en nombre de la diosa Neit?

La muchacha tomó la bandeja de ofrenda y se colocó en el lugar indicado por el servidor de Sobek, querecitó una letanía.

En la última invocación apareció un enorme cocodrilo. Su tamaño impresionó a Emmett, y la belleza de su horrenda cabeza, de crueles ojos, no lo deslumbre en absoluto.

De pronto, sus mandíbulas se abrieron, amenazadoras.

—Acercaos sin temor —le recomendó el sacerdote a Bella—. Habladle y verted el alimento en sus fauces.

El hombre se olvidó, sin embargo, de añadir un importante detalle: el monstruo reconocía por la voz a sus bienhechores, y por eso no los devoraba. Los intrusos, en cambio, eran excelentes presas.

El nerviosismo del sacerdote intrigó a Edward. Impaciente, parecía tener prisa.

— ¡Aguarda, Bella!

Pero ya era demasiado tarde.

La muchacha estaba al alcance de Sobek.

—He venido a solicitar tu ayuda —dijo ella con increíble calma—. Tú, a quien Neit amamantó, dame el arma necesaria para proseguir mi camino.

Las fauces se abrieron más aún, las mandíbulas iban a cerrarse sobre las piernas de la desconocida.

Pero con gesto elegante y preciso, Bella alimentó al dios.

El sacerdote, atónito, retrocedió y se topó con Emmett.

—Quédate aquí —ordenó éste—. ¿No habrás intentado tendernos una trampa, pillastre?

Saciado, el cocodrilo se zambulló de nuevo en el agua.

— ¿Qué estás tramando? —preguntó el actor a su prisionero, que era presa de un ataque de nervios.

—Imposible... El cocodrilo... Tendría que haber...

—...Devorado a la sacerdotisa, ¿no es eso? ¡Voy a hundirte el cráneo, buen hombre!

Provistos de garrotes, aparecieron entonces los demás sacerdotes.

— ¡Ahí llega el resto de la pandilla!

—Rendíos —exigió el decano—, o pereceréis vencidos por el número.

Con grandes salpicaduras, el cocodrilo regresó a la superficie, se acercó a Bella, abrió sus fauces y dejó en la ribera un arco de madera de acacia y dos flechas, símbolos de la diosa Neit.

La sacerdotisa tensó el arco y apuntó a los sacerdotes.

Asustados, éstos huyeron precipitadamente.

              

Soy el agente especial Jacob, comisionado por Henat, jefe del palacio. Tengo que haceros algunas preguntas.

La agresividad de aquel hombre elegante, más bien simpático, sorprendió al capitán del Escarabeo. Había hecho una escala a dos días de navegación de Menfis, y no esperaba aquel insólito control. Tras haber dejado en el Medio Oriente al conjunto de sus pasajeros y embarcado a tres altos funcionarios, impacientes por regresar al centro económico del país, estaba pensando ya en su próximo viaje.

—Os escucho.

—En vuestra última travesía llevabais a bordo a varias personalidades.

—En efecto, un inspector de los diques y cuatro nobles damas, entre ellas, una rica dueña de dominio, asistida por su intendente y su portador de sandalias.

— ¿Su nombre?

—Dama Neferet.

— ¿La conocíais?

—No, era la primera vez que la veía. Poseía su propio barco, pero quería disfrutar de los encantos de una agradable compañía.

— ¿Hubo algún incidente?

—Muy pocos...

— ¡Sed más concreto!

—La dama Neferet y sus servidores abandonaron el barco en la escala del Fayum, antes del destino que habían previsto inicialmente.

— ¿Qué explicación os dieron?

—Problemas de administración, en Menfis. Neferet deseaba ver de nuevo una de sus propiedades de la región.

Jacob estaba convencido de ello: Bella viajaba con un falso nombre; el escriba Edward y un cómplice la acompañaban.

—En el futuro, capitán, someteos a los obligatorios controles de policía. De lo contrario, tendréis graves problemas.

En Shedit, capital de la provincia del Fayum, Jacob esperaba encontrar el rastro de los fugitivos. Y no quedó decepcionado. Los habitantes sólo hablaban del grave incidente acaecido en el lago de Sobek.

Jacob acudió entonces al templo, donde el sumo sacerdote, cuyo extraño rostro parecía el de un reptil, lo recibió muy amablemente.

—Estoy al servicio del jefe del palacio real y deseo ayudaros. ¿Qué ocurrió?

—Los ritualistas encargados de velar por el bienestar del cocodrilo sagrado fueron salvajemente agredidos por una pandilla de malhechores. Sólo su valor y la protección del dios les permitieron escapar de la muerte.

—Me gustaría interrogarlos.

—Están muy débiles todavía, y...

—Su testimonio es crucial. Es preciso detener en seguida a esos bandidos, antes de que agredan a más inocentes.

Jacob asistió entonces a un penoso concierto de lamentos y gemidos. Por fortuna, el sacerdote que había estado en contacto con los malhechores recuperó la calma y dio algunas precisiones.

—La mujer, que por cierto era muy hermosa, afirmaba ser una sacerdotisa de Neit. Quería solicitar la ayuda de Sobek.

— ¿Se les concedió la autorización?

— ¡Imposible! Sólo nosotros alimentamos al gran pez, (los egipcios creían que los cocodrilos eran peces) ningún profano puede acercarse a él.

—Una sacerdotisa de Neit no es una profana.

—Cierto, cierto... Sin embargo, imposible. Ante mi inflexible negativa, aquella mujer diabólica ordenó a sus dos servidores que me dieran de palos.

—Describidlos.

—Eran dos gigantes, ¡unos demonios surgidos de las tinieblas! No habríamos conseguido vencerlos ni aunque hubiéramos sido veinte.

—Es curioso, pero no parecéis herido.

— ¡El dios les impidió hacerme daño! Cuando el cocodrilo vino en mi auxilio, los agresores se alejaron.

— ¿Y vuestros colegas no intentaron interceptarlos?

— ¡Sí, pero no sirvió de nada! A pesar de su valor, aquellos dos gigantes los derribaron. Pedimos al palacio grandes indemnizaciones: nuestro dominio ha sido saqueado y varios sacerdotes sufrirán mucho tiempo por sus heridas. El sumo sacerdote de Shedit redactará un informe detallado.

—Será cuidadosamente estudiado —prometió Jacob.

Aquel fabulador siguió divagando e insistiendo sobre su extraordinario valor y el montante de su necesaria retribución.

Pero Jacob ya no lo escuchaba, seguro de que aquella sacerdotisa de Neit era efectivamente Bella, a las órdenes del escriba Edward.

¿Se habrían refugiado en el Fayum? Era poco probable, puesto que debían llegar cuanto antes a Tebas y ponerse en contacto con la Divina Adoradora.

El investigador se dirigió entonces al puerto para interrogar a estibadores, marinos y mercaderes. Éstos se mostraron muy poco cooperadores, y no obtuvo información alguna de interés.

La arrogancia de un capitán de barco mercante le puso los nervios de punta.

—Tú sabes demasiado, amigo. Detenedlo —ordenó Jacob a los mercenarios.

— ¡Eso es ilegal! No tenéis derecho a...

—Tengo todos los derechos.

El marino fue detenido, atado y arrojado al suelo.

—Quiero la verdad —exigió Jacob con una impresionante frialdad—. Si te niegas a hablar, acabarás en el fondo del Nilo.

El capitán se tomó en serio la amenaza.

—Vi a una mujer, dos hombres y un asno, en efecto.

— ¿Hablaron contigo?

—No mucho.

— ¿Qué te preguntaron?

—Deseaban ir hacia el sur, y yo nunca acepto pasajeros. Por tanto, la conversación se terminó ahí.

Jacob, furioso, apretó el gaznate del prisionero.

— ¡Mientes! Los ayudaste, ¿no es cierto?

—Me... me ofrecieron un lapislázuli. ¿Cómo podía negarme? Les vendí una gran barca, provista de vela. Era grande, pero estaba podrida. No irán muy lejos. Ahora ya lo sabéis.

El marino, aterrado, sudaba la gota gorda.

¿Cumpliría su amenaza aquel loco?

—Si me has tomado el pelo —dijo Jacob con voz cortante—, regresaremos. Y no volverás a tener, nunca más, la ocasión de mentir.

              

El recuperado vigor del juez Carlisle sorprendió a sus subordinados. Quedaban olvidados el peso de los años, la artrosis, el dolor de piernas y la aspiración a un merecido retiro. Era inútil hablarle de fatiga y de limitar las horas de trabajo. Sólo contaba la persecución del escriba y de sus cómplices.

Provisto de un decreto real que le permitía detener a cualquier sospechoso, incluido un jefe de provincia, el alto magistrado ponía en marcha una operación policial de inigualable magnitud. Muy pronto el Alto Egipto estaría bajo un control permanente.

A bordo del barco, cuyas dos cabinas habían sido transformadas en despachos, trabajaban una gran cantidad de escribas. En cada una de las escalas, procuraban informaciones al juez, y él impartía nuevas directrices.

Releer el expediente de Emmett lo confortó en su opinión: aquel actor era un importante recluta para la facción terrorista dirigida por Edward. Gran viajero, y asumiendo el papel de los dioses en el atrio de los templos cuando se celebraba la parte pública de los misterios, Emmett había tejido, por fuerza, una red de amistades puestas, hoy, al servicio del crimen.

Desgraciadamente, no había nada que indicara su amistad con el escriba asesino. Emmett no tenía domicilio fijo, vivía encasa de sus sucesivas amantes y, al margen de sus giras, se las arreglaba como podía. La perspectiva de pertenecer a un movimiento oculto capaz de derribar el trono real debía de haberlo seducido.

Y la sacerdotisa de Neit, Bella, aportaba su piedra al edificio. Su difunto maestro espiritual le había proporcionado, forzosamente, los nombres de algunos ritualistas implicados en la conspiración que podían ayudarla. Por eso Edward escapaba a las fuerzas del orden desde hacía tanto tiempo.

Una terrible hipótesis pasó por la mente del juez: ¿era la Divina Adoradora el alma y el jefe de los terroristas? Al no poder actuar a cara descubierta, alentaba la andadura de los conjurados, espiritual y materialmente al mismo tiempo. ¿No se equivocaba Amasis al creer que estaba confinada en Tebas y desprovista de una influencia real? Tal vez había conseguido crear un ejército secreto de partidarios, decididos a ofrecerle la plenitud de la función faraónica.

Un análisis objetivo de la situación, sin embargo, hacía inverosímil esa teoría. Amasis controlaba el ejército, la policía y el conjunto de los servicios del Estado. La Divina Adoradora, por su parte, celebraba ritos en honor de Amón y reinaba sólo sobre un restringido número de ritualistas y de servidores que se aprovechaban de las riquezas de la provincia tebana.

Edward se equivocaba al buscar su ayuda. La Divina Adoradora se vería obligada a rechazarlo y lo pondría, probablemente, en manos de las autoridades. Salvo... salvo si los papiros cifrados eran un elemento esencial en esa tragedia y si la soberana de Tebas, de inmenso saber, tenía la clave para descifrarlos.

Nadie conseguía leerlos. ¿Acaso esconder su contenido con tanta habilidad no demostraba su importancia?

Uno de los ayudantes del juez Carlisle interrumpió su reflexión.

—Acabo de recibir una gran cantidad de informes de la mayoría de las grandes ciudades del Alto Egipto.

— ¿Por qué pones esa cara? ¿Te has enterado de alguna catástrofe?

—Más o menos.

— ¡Explícate!

—Los jefes de provincia y los alcaldes del Alto Egipto no se apresuran a poner en práctica vuestras directrices. Obedecen al faraón, es cierto, pero no están muy contentos con su amor por Grecia. Sais les parece lejana y tan vuelta hacia el Mediterráneo que olvida el profundo sur y sus tradiciones, defendidas por la Divina Adoradora.

— ¿Un comienzo de rebelión?

—Tampoco hay que exagerar. Las autoridades se limitan a ir despacio y a moderar sus esfuerzos.

—O sea, que los controles no se ejercen con el rigor necesario y el asesino puede pasar entre las mallas de la red.

—Eso me temo, juez Carlisle. Del lado de los templos es aún peor. Desaprueban la intromisión del Estado en su gestión y en sus bienes, y deploran el nombramiento del sumo sacerdote de Sais sin haber consultado con los clérigos locales. Los sacerdotes del sur, que se sienten despreciados y maniatados, no nos procuran ayuda alguna.

— ¡Incluso serían capaces de ocultar a los fugitivos!

—Podría ser. Por fortuna, disponemos de algunos informadores.

La situación parecía mucho peor de lo previsto, y el escriba Edward la aprovecharía en su favor. El juez redactó un largo informe para el rey Amasis, revelándole aquella realidad subterránea e inquietante. En esas circunstancias, la misión del general Fanes de Halicarnaso en Elefantina parecía decisiva. En caso de revuelta de la guarnición y de alianza con los nubios, el equilibrio del país se vería amenazado.

Cuando el barco del alto magistrado atracó en el muelle del principal puerto del Fayum, un oficial subió a bordo y solicitó una entrevista inmediata.

—Se han producido graves incidentes en el lago de Sobek —le dijo a Carlisle —. Unos sacerdotes fueron salvajemente agredidos por tres individuos, dos hombres y una mujer. El cocodrilo sagrado fue respetado.

—Tráeme a los testigos.

— ¿Al sumo sacerdote de Sobek también?

—A todos los testigos, y pronto.

El juez tuvo que aguantar una oleada de gemidos e indignadas protestas. El clero local exigía una fuerte indemnización por parte del Estado, a causa de los prejuicios sufridos. Por lo que se refería a la descripción de los culpables, era cosa de la más desbordada fantasía. Sólo había un detalle significativo: la mujer era una sacerdotisa de Neit, que había acudido para pedirle ayuda a Sobek. ¡Y éste le había ofrecido un enorme arco y unas grandes flechas!

Carlisle retuvo al sacerdote que había hablado con el trío. Era evidente que ocultaba parte de la verdad.

— ¿La mujer habló con el cocodrilo?

—No... Bueno, un poco.

— ¿Cómo se comportó éste?

—Normalmente.

—Según el sumo sacerdote, la encarnación de Sobek reconoce a sus servidores por la voz. Ahora bien, esa sacerdotisa de Neit no formaba parte de ellos. Si se acercó al dios, corría un peligro mortal. ¿No intentaste librarte de ella?

—Nuestro destino pertenece a los dioses, y...

— ¡El intento de asesinato se paga muy caro!

—Me prometieron que nadie me molestaría y que cobraría la merecida recompensa. ¿Por qué me acusáis ahora?

Los ojos del juez brillaron.

— ¿Quiénes te lo prometieron?

—He jurado que no hablaría.

—O hablas o te mando de cabeza a prisión.

El sacerdote no lo dudó demasiado.

—Un agente especial, enviado por el palacio, me interrogó largo rato y me ordenó que no mencionara su intervención, so pena de represalias.

— ¿Cómo se llamaba?

—No me lo dijo. Lo acompañaban varios acólitos que no tenían muy buen aspecto.

— ¿Les facilitaste alguna indicación que hayas olvidado comunicarme a mí?

— ¡En absoluto! ¿Me protegeréis?

—Se destinarán militares a la vigilancia de la región.

El sacerdote hizo una reverencia.

Al juez, que estaba perplejo, se le ocurrían dos posibilidades: o Henat, el jefe de los servicios secretos, llevaba a cabo su propia investigación utilizando un comando, o algunos miembros de la pandilla del escriba Edward hacían uso del terror y la intimidación.

Tanto en un caso como en el otro, más valía no chocar con Henat. El magistrado se las arreglaría solo.

Capítulo 42: CAPÍTULO 9 Capítulo 44: CAPÍTULO 11

 


Capítulos

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