CAPÍTULO 5
El faraón Amasis reinaba desde hacía cuarenta y un años.Superados ampliamente los sesenta, no se parecía ya al orgulloso y temible general que, llevado por el entusiasmo de sus hombres, se había apoderado del trono de Egipto en detrimento de Apries, aliado del príncipe libio de Cirene y en lucha contra los griegos.
El general, que había nacido en Siuf, en la provincia de Sais, gozaba de una inmensa popularidad. A diario pensaba en aquel increíble momento en que el ejército, amotinado contra Apries, había decidido elegirlo como nuevo faraón, coronándolo con un casco piadosamente conservado en palacio.
¿Tenía que aceptar e iniciar una guerra civil? Al menos, nadie podría reprocharle a Amasis que hubiese maltratado a su infeliz rival. Vencido y muerto junto a Menfis, Apries había tenido derecho a unos funerales regios.
De ese penoso conflicto habían nacido la paz y la prosperidad. Sin embargo, Amasis, un usurpador procedente del pueblo, había sufrido durante mucho tiempo el desprecio de las clases dirigentes. ¿Cómo someterlas, salvo ridiculizándolas? El rey se reía aún, pensando en la estatua divina, de oro, ante la que se inclinaban los viandantes. Jubiloso, reveló su origen: ¡los restos de un barreño destinado a lavarse los pies! «Yo -había dicho- he sido transformado del mismo modo que este objeto. Hombre bajo, primero, me he convertido en vuestro rey. ¡Respetadme, pues!»
Ahora Amasis, respetado, venerado incluso, reinaba sin discusión sobre un país poderoso que contaba con tres millones de habitantes. Sacerdotes, escribas, artesanos, campesinos y soldados no se preocupaban ya de los orígenes de su soberano y de su golpe de Estado.
A algunos altos funcionarios no les gustaba en absoluto su modo de gobernar pero, a su edad, ya no iba a cambiar. Por la mañana, muy pronto, a la hora en que se animaban los mercados, examinaba rápidamente los expedientes, adoptaba las decisiones necesarias y se reunía luego con sus invitados ante una suculenta comida, siempre bien regada. Olvidando las preocupaciones del poder, Amasis se tomaba el mayor tiempo posible de ocio. A quienes calificaban su conducta de inconveniente y le reprochaban su ligereza, les respondía: «Cuando se utiliza un arco, se tensa; después de usarlo, es preciso destensarlo. Si estuviera perpetuamente tenso, se rompería. Del mismo modo, si un rey trabajara sin cesar, se volvería estúpido. Por eso divido mi tiempo entre el Estado y los placeres.»
Y ese método daba excelentes resultados. Los egipcios no carecían de nada y, gracias a la política internacional de su soberano, gozaban de una paz duradera. Con el fin de evitar una nueva invasión,Amasis se apoyaba en sólidas alianzas con los griegos y no perdía una ocasión de manifestarles su solicitud. Así, cuando se produjo el incendio del templo de Delfos, el faraón fue el primero en ofrecer una sustancial ayuda para la reconstrucción del santuario. Rodas, Samos, Esparta y otras ciudades apreciaban la generosidad del señor de Egipto, cuyo ejército se componía esencialmente de mercenarios griegos, bien alojados y bien pagados.
Y el faraón se había casado con una princesa de la familia real de Cirene, inspiradora de un notable proyecto: el desarrollo de la ciudad costera de Náucratis, donde se concentrarían las actividades comerciales con Grecia.
Cuando el rey se disponía a disfrutar de un apacible paseo en barca por un canal cercano a su residencia, el jefe de los servicios secretos, Henat, solicitó una entrevista urgente con él. Amasis detestaba ese tipo de contratiempos.
-¿Qué pasa ahora?
-Dos noticias importantes, majestad.
-¿Buenas o malas?
-Digamos que... inquietantes.
El paseo se había estropeado. Cansado ante la idea de tener que resolver rápidamente arduos problemas, Amasis se sentó pesadamente en un sillón de brazos.
-Ciro, el emperador de Persia, ha muerto -declaró gravemente Henat-. Lo sucederá su hijo, Cambises.
El faraón se sorprendió. Tras haber aplastado a Creso, aliado de los egipcios, Ciro había fundado un inmenso imperio cuyos límites eran el Indo, el mar Caspio, el mar Negro, el Mediterráneo, el mar Rojo y el golfo Pérsico. Ampliaba sin cesar su flota de guerra, su infantería y su caballería, pero no se atrevía a atacar Egipto, poderosamente armado. Como Amasis preveía,
Ciro se había limitado a su vasto territorio y había puesto fin al tiempo de las conquistas.
-¿Qué se sabe de Cambises?
-Ha gobernado Babilonia con mano de hierro y ha prometido seguir los pasos de su padre.
-¡Podemos estar tranquilos, entonces!
-Tal vez se trate de retórica, majestad.
-¿Cambises ha mantenido a nuestro gran amigo Creso a la cabeza de la diplomacia persa?
-En efecto.
-Así pues, el nuevo emperador quiere la paz.
El destino del rey de Libia, Creso, era singular. Autor de una reforma monetaria que lo había enriquecido, se mostraba como un generoso protector de los templos, los filósofos y los artistas, y, hasta el ataque persa, creía vivir para siempre la apacible existencia de un rico déspota.
Babilonia, comprometida sin embargo por un tratado de alianza, no se movió. Y las tropas egipcias llegaron demasiado tarde. Ante la sorpresa general, Ciro respetó al rico Creso y le concedió, incluso, un pequeño territorio. Más aún, ¡lo nombró jefe de la diplomacia! Convertido en el fiel servidor de su vencedor, Creso no escatimaba elogios sobre la grandeza de Persia y garantizaba a Egipto una eterna coexistencia pacífica.
-¿Debo recordaros, majestad, que Creso se casó con Mitetis, la hija de Apries, el faraón al que vos sucedisteis?
-¡Ésos son lejanos acontecimientos ya olvidados!
-¿No se mostrará el joven Cambises más ambicioso y conquistador?
-Creso lo calmará. Conoce mi red de alianzas y sabe que los griegos defenderían siempre a Egipto contra Persia. Atacarnos sería un suicidio.
-Majestad, sin embargo, quiero subrayar el peligro y...
-Caso cerrado, Henat. ¿Y la segunda noticia?
-Acaba de cometerse una horrenda matanza. El rey se crispó.
-¿Una insurrección?
-No, el asesinato de todos los miembros del despacho de los intérpretes. En fin, de casi todos. Dos de ellos se han salvado. Estamos buscándolos.
-¿Está entre las víctimas el jefe del servicio?
-Desgraciadamente, sí.
Amasis pareció abrumado.
-Lo apreciaba mucho. Era incorruptible, capaz de seleccionar a los mejores escribas y de llevar a cabo un trabajo impecable. Perdemos a un hombre valioso, muy valioso. ¿Quién y por qué ha cometido esos crímenes?
-El juez Carlisle se encarga personalmente de la investigación.
Amasis refunfuñó.
-Lo puse a la cabeza de la magistratura a causa de su integridad, pero es concienzudo y lento de espíritu. ¿No supera su capacidad un asunto de tal importancia?
-Vos decidís, majestad.
-¡No me halagues ahora, Henat! ¿Y tu opinión?
-Nunca nos hemos visto frente a una tragedia de semejante magnitud. ¿Se trata del acto de un loco, de una venganza o de un atentado contra la seguridad del Estado? Aún no sé nada. El juez Carlisle seguirá con sus investigaciones, a su modo, y yo al mío. Haremos todo lo posible para descubrir la verdad.
Amasis, contrariado, vació dos copas de vino espirituoso antes de dirigirse a los aposentos de la reina, una mujer soberbia, más joven que él. Antaño Jane de Cirene, había adoptado el nombre de Tanit, recordando su origen extranjero. Era de carácter amable, elegante y con clase, perdonaba a su marido sus pasajeras infidelidades y organizaba con innegable talento los festejos de la corte. -Ciro ha muerto -anunció el rey. -¡Un tirano menos! ¿Quién es su sucesor? -Cambises, su hijo. -Mala noticia.
-¿Por qué tanto pesimismo, Tanit?
-Es joven, ambicioso, posee un espíritu guerrero... ¿Y si piensa en invadirnos?
-Conoce nuestro poderío militar y no se atreverá a atacarnos.
-¿Estáis seguro de nuestro sistema de defensa?
-Fanes de Halicarnaso es un excelente general, y sé de qué hablo. Por lo que se refiere a nuestra flota, es superior a la de los persas, y les impediría llegar a nuestras costas.
-¿Y la vía terrestre?
-Nuestras mejores tropas, formadas por mercenarios griegos, expertos, impiden el acceso. Tranquilizaos, ni un solo persa entrará en el Delta. Y nuestras alianzas con los reinos y los principados griegos son más sólidas que nunca. Egipto no corre ningún riesgo, y Cambises se limitará a administrar su vasto imperio. Los conflictos internos ocuparán todo su tiempo. ¡Y tenemos a nuestro querido Creso! Constantemente defiende nuestra causa y aconseja al emperador una política de moderación, semejante a la mía. La guerra es ruinosa, la paz nos beneficia a todos. ¿Acaso no he hecho próspero y feliz este país?
-Todos os lo agradecen, Amasis, y nadie desea perder esa felicidad. Pero, puesto que no teméis a los persas, ¿por qué parecéis preocupado?
-Han asesinado a los escribas del servicio de los intérpretes.
Tanit creyó haberlo entendido mal.
-¿Crímenes aquí, en Sais?
-Una verdadera matanza. El sabio Carlisle se encarga de la investigación.
-¿Estará a la altura?
-Sin duda, Henat se mostrará más eficaz. Temo un asunto de espionaje. Eliminar a nuestros mejores intérpretes desbarata, en parte, nuestra actividad diplomática. Muchos documentos delicados pasaban por las manos del jefe del servicio, un colaborador competente y fiel. Debo encontrar un nuevo responsable, y esa gestión me fatiga.
-Dejadla para mañana y disfrutemos, hoy, de los encantos de la campiña. Almorzaremos juntos en una pérgola, lejos de la agitación de palacio.
Amasis besó a su esposa.
-Sólo vos me comprendéis.
Alegre, el rey se dirigió a la bodega, donde eligió personalmente algunos grandes caldos. Aquella escapada le permitiría olvidar sus preocupaciones.
-¿Nombre? -preguntó el juez Carlisle.
-El Terco.
-¿Profesión?
-Lechero.
-¿Situación familiar?
-Divorciado, dos hijos y una hija.
-¿Eres tú el que entregas la leche en el despacho de los intérpretes?
-Al amanecer de cada día laborable. Puesto que es mi más prestigioso cliente, me desplazo en persona. Con el Terco tenéis la seguridad de los mejores productos lácteos al mejor precio.
-¿Has entregado esta mañana la leche, como de costumbre?
-¡Claro que sí! Con el Terco, ni retrasos ni incidentes. Mis competidores no pueden decir lo mismo.
-¿Nada anormal, pues?
-No, nada... Pero ¿por qué tantas preguntas? ¿Acaso alguien se ha quejado de mis servicios? En ese caso, quiero verlo en seguida y lo aclararemos.
-Cálmate -exigió Carlisle-. ¿A quién entregabas las jarras de leche?
-Siempre al mismo escriba, desde que llegó al servicio. A un joven muy amable, encargado de servir a sus colegas. Según él, apreciaban mi leche. Es la mejor de Sais. Con todos los respetos, tendríais que probarla y advertir que no miento.
-¿Conoces el nombre de ese joven escriba?
El Terco pareció molesto.
-Bueno... no debería, pero un guardia me lo dijo: se llama Edward. Un superdotado, al parecer.
-¿Y esta mañana le has entregado a él las jarras?
-¡Sí, como de costumbre!
Carlisle llamó a un dibujante y ordenó al Terco que describiese al asesino.
Media hora más tarde, el juez disponía de un retrato bastante parecido.
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