CAPÍTULO 9
Había tanta agitación en el puesto de policía que Emmet tuvo que aguardar mucho tiempo antes de ver a su amigo Nedi.
Rechoncho, áspero y de aspecto melancólico, el teniente de policía era puntilloso y honesto. Hombre de expedientes, carecía de diplomacia y no gustaba demasiado a su jerarquía, que, sin embargo, se veía obligada a reconocer su competencia.
Emmet lo divertía. Y, de vez en cuando, puesto que el actor viajaba a menudo, Nedi le confiaba pequeñas misiones de información. Un policía nunca estaba lo bastante informado.
Finalmente, el teniente salió de su despacho.
-Vamos a tomar una cerveza -le dijo a Emmet.
Al ocaso, se sentaron en el exterior de una taberna.
-¿Tienes algún problema?
-Yo no. Un amigo sí.
-¿Es culpable de alguna fechoría?
-¡De ningún modo!
-¿Qué teme, entonces?
-Nada -aseguró Emmet-, pero debe prestar testimonio.
-Que vaya al puesto de policía más cercano a su domicilio y allí tomarán nota de su declaración.
-Mi amigo no es un cualquiera, y el asunto en el que se ha
visto involuntariamente mezclado puede hacer ruido, mucho ruido. Por eso debe hablar con un policía de alto rango, perfectamente íntegro.
-¡Me intrigas! -reconoció el teniente-. ¿De qué asunto se trata?
-Del asesinato de los intérpretes.
Nedi estuvo a punto de atragantarse.
-¿Cómo estás al corriente?
-Mi amigo ha escapado de la matanza.
-¿Cómo se llama?
-Edward, es un muchacho excepcional.
-Excepcional... y acusado de los crímenes.
Emmet palideció.
-Debe de haber un error... ¡Te repito que ha escapado por los pelos de la matanza!
-Según el juez Carlisle, la más alta autoridad judicial del país, tu amigo es un asesino monstruoso.
-¡Eso es una aberración!
-¿Dónde está Edward?
-Precisamente lo ignoro -afirmó Emmet-. Acaba de desaparecer y estoy muy inquieto. El verdadero asesino, sin duda, la tomará con él.
-No vayas por mal camino. Todos los policías tienen orden de detener a una bestia feroz. Quien le eche una mano será acusado de complicidad en el asesinato.
El actor agachó la cabeza.
-Edward me ha mentido... ¡Qué ingenuo he sido!
-Tu buena estrella te permite evitar lo peor. ¿Dónde vive en este momento?
-En un buen barrio, en casa de una cantante de Neit.
-No salgas de Sais, tal vez sea necesario tu testimonio.
El apartamento de la última amante de Emme era agradable. Ocupaba el segundo piso de una casa relativamente nueva y gozaba de una terraza provista de esteras y parasoles. Con los nervios a flor de piel, Edward asistió a la puesta de sol, un espectáculo mágico cuya magnificencia le hizo olvidar la tragedia por unos instantes.
¿Por qué su universo, tan tranquilo, preñado de un porvenir tan bien trazado, se hundía de ese modo? Afortunadamente, la amistad de Emmet lo arrancaba de esa pesadilla. Al día siguiente comparecería ante un juez y quedaría libre de cualquier sospecha. Algo más tranquilo, se adormeció.
Al cabo de un rato, el ruido de un portazo lo despertó, sobresaltado.
-¡Soy yo, Emmet!
Edward bajó la pequeña escalera que llevaba de la terraza al apartamento.
-¿Has visto a tu amigo?
-Estás acusado de los crímenes -reveló el actor. Edward se quedó petrificado.
-¿Te burlas de mí?
-¡Lamentablemente, no! El juez Carlisle tiene pruebas irrefutables.
El escriba tomó a su amigo por los hombros.
-¡Es falso! ¡Soy inocente, te lo juro!
-No lo dudo, pero las autoridades no piensan lo mismo.
Edward vaciló.
-Pero ¿qué pasa...?
-Sobre todo, no perdamos la cabeza.
-Voy a entregarme y me explicaré. Reconocerán mi inocencia.
-No te engañes -le recomendó Emmet.
-¿Acaso no confías en la justicia?
-El asunto es tan grave que necesitan un culpable rápidamente. Y corres el riesgo de que se ceben contigo.
-¡Soy inocente! -insistió Edward.
-Tu palabra no bastará.
-¿Qué puedo hacer, entonces?
-Encontrar al verdadero asesino.
Sobreponiéndose a la emoción, el escriba intentó reflexionar.
-¡El lechero! Él ha envenenado las jarras, o ha sido cómplice.
-¿Sabes su dirección?
-Su establo está cerca del templo de Neit.
-Ese tipo debe hablar -decidió Emmet.
Gracias al preciso trabajo del dibujante, el juez Carlisle disponía ahora de unos treinta retratos del escriba llamado Edward que pronto serían distribuidos por los puestos de policía de Sais.
Desbordado, como de costumbre, por los mil y un deberes que le imponían sus múltiples funciones, Aro, el gobernador de la ciudad, interrumpió su larga lista de citas para recibir al magistrado.
En cada una de sus entrevistas, la estatura y los anchos hombros de Aro impresionaban al juez. El dignatario disponía de una rara energía, y su autoridad no se discutía. La edad no había hecho mella en él y, aunque hubiese conocido al rey Apries, el predecesor de Amasis, el gobernador de la capital y canciller real parecía gozar de una inalterable juventud.
-¿Buenas noticias, juez Carlisle?
-¡Excelentes! Conocemos la identidad del asesino. Se trata del joven escriba Edward. Por desgracia no se encontraba en su domicilio. La policía lo busca activamente.
-¿Tenéis pruebas irrefutables de ello?
-El testimonio del lechero el Terco, debidamente registrado ante dos testigos, es determinante. Ayer por la mañana entregó sus jarras a Edward. Según lo acostumbrado, él mismo ofreció la leche a su patrón y a sus colegas de despacho. Antes, la había envenenado.
Aro no parecía del todo convencido.
-Una reconstrucción plausible -declaró-. Pero ¿por qué cometió un acto tan espantoso?
-Sin duda lo hizo en un ataque de locura. Si existe otro motivo, lo confesará durante su interrogatorio.
-Actuad con tanta discreción como sea posible -recomendó el gobernador-. No podemos excluir, aún, la hipótesis de una conspiración que pretenda destruir el servicio de los intérpretes. En ese caso, Edward sería su brazo armado.
-¿Supone esa matanza un grave golpe para el Estado? -se preocupó Carlisle.
-La palabra es excesiva, pero tenemos que reconstruir rápidamente el servicio con profesionales seguros y competentes, y la tarea no se anuncia fácil.
-Aunque se trate de un asunto de espionaje, he descubierto al culpable; lo haré detener y juzgar según el procedimiento legal. Dicho de otro modo, que el jefe de los servicios secretos no me ponga palos en las ruedas.
-¿Y el segundo sospechoso? -preguntó Aro.
-También Demos ha abandonado su domicilio. El interrogatorio de los habitantes del barrio no ha dado resultado alguno. También aquí la situación me parece clara: Edward y Demos eran amigos, cómplices, pues, y el griego ayudó al egipcio de un modo u otro. Tal vez huyeron juntos. Gracias al retrato de Edward, no tardaremos en encontrarlo.
-¿Y si solicitarais también un retrato de Demos?
-Buena idea. La complicidad en un asesinato se castiga con severidad, y ese griego confesará forzosamente la verdad para evitar el castigo supremo.
Edward conocía muy bien al Terco. Todas las mañanas, poco después del alba, le llevaba las jarras de leche tan apreciadas por los intérpretes. Su número se anotaba y, cada diez días, el contable pagaba al lechero.
El artesano y el escriba intercambiaban de buena gana algunas frases. El Terco, ex mercenario, había aprovechado el peculio acumulado para comprar un hermoso establo cercano a las principales administraciones y se había lanzado, con éxito, a la conquista de un rentable mercado. Ciertamente se quejaba de las dificultades cotidianas y lamentaba sus mediocres beneficios, pero su excelente reputación y la calidad de sus productos le garantizaban un apreciable número de compradores. La magnitud de los impuestos lo incitaba, a veces, a cambiar de oficio. Sin embargo, pensaba desarrollar su empresa.
Edward, último recluta del servicio, llevaba aquella leche a sus colegas. La costumbre no le molestaba. Algunos murmuraban un sencillo «gracias», otros se mostraban más calurosos. Cierto día, un recién llegado ocuparía su lugar y procuraría a los intérpretes el primer pequeño placer del día.
Una costumbre que convertía a Edward en el primer sospechoso.
Era fácil verter veneno en las jarras. ¿Quién era el autor de aquel acto criminal? ¡El lechero, sin duda!
Un especialista le había proporcionado la sustancia mortal. ¿Quién había pagado al experto?
La magnitud de la conspiración daba vértigo.
Si los asesinos buscaban realmente el documento codificado, habían fracasado, y Edward se encontraba en peligro de muerte. La policía no quería detenerlo, sino suprimirlo. Y el contenido del papiro debía de ser terrorífico para provocar semejante carnicería.
Era preciso que el Terco hablara.
-Si somos dos -declaró Emmet-, lo lograremos.
-El tipo sabrá defenderse.
-Utilizaré mi porra.
-¡Nada de violencia! -exclamó Edward.
-¡Despierta, amigo mío! Te acusan de asesinato y ese lechero es el único que puede probar tu inocencia. Olvida, pues, tus antañones principios morales y defiende tu piel. Ese tipo pertenece al clan de los asesinos, no nos andemos con miramientos.
El joven escriba se sumía en un mundo oscuro donde las reglas de armonía ya no existían.
En la lechería, todo parecía tranquilo. Un pelirrojo ordeñaba a una soberbia vaca de mirada dulce y pelaje blanco y marrón.
-Quédate un poco rezagado -le recomendó Emmet a Edward. El actor se adelantó.
-¡Magníficas bestias! -exclamó-. ¡Y qué establo! ¿Eres el patrón?
-¡Ya me gustaría! ¿Qué quieres de él?
-Busco empleo.
-Ni siquiera yo estoy seguro de conservar el mío.
-¿Tiene dificultades el Terco?
-Acaba de vender el establo y las vacas.
-¿No funciona bien la empresa?
-Se quejaba de no ganar bastante y ha decidido volver a su antiguo oficio de mercenario. En Náucratis ocupará un puesto de oficial.
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