CAPÍTULO 30
Edward y Emmett salieron de inmediato de su escondite. -¡Estáis sanos y salvos! -advirtió la muchacha, aliviada-. Me preguntaba si no se trataría de una trampa. Sólo Viento del Norte me ha tranquilizado. Vigila los alrededores, con vuestro amigo.
-Los ladridos del perro... -recordó Emmett.
-Un buen guardián que indicaba mi presencia. Lo he tranquilizado y ha vuelto a dormirse. Venid, pronto, abandonaremos el barrio y nos marcharemos a Menfis, a bordo de una embarcación oficial.
-¿Nos... nos acompañáis? -se extrañó Edward.
-El faraón ha decidido restaurar el templo de la pirámide de Keops y ha requisado a ritualistas y artesanos. Emmett será un excelente ayudante de escultor y vos un sacerdote del Ka perfecto. Como delegados del templo de Neit, gozaremos de ciertas consideraciones y de la protección del ejército.
-Un nuevo papel que representar -apreció el cómico-. Afortunadamente, ya he trabajado en alguna obra.
-En cuanto lleguemos a Menfis -anunció Edward-, huiremos.
-De ningún modo -objetó la sacerdotisa-. Amasis tomó su decisión a causa de un sueño que le ordenó que venerase a los antepasados y adecuara sus lugares de culto.
-Los antepasados... -repitió el escriba, intrigado-. ¿Será ésa la señal esperada?
-Los dioses no nos abandonan -declaró Bella. ¿Descubrirían por fin la clave del código?
El patrón del taller de los escultores era un hombre rudo y desagradable. Pero gracias a su constante buen humor y a la eficacia de Viento del Norte, encargado de llevar alimentos y bebidas a los artesanos, Emmett consiguió domesticar a su empleador.
-Los humanos son bastones torcidos -le dijo al cómico-. Sólo piensan en holgazanear y distraerse. Si no impusiera una estricta disciplina, el trabajo no avanzaría. Y el faraón tiene prisa. Exige la creación de varias decenas de estatuas a la antigua, de piedra dura. No me importaría regresar al rigor de los antiguos tiempos. Pero a veces la mano de mis escultores desfallece, y debo rectificar. El basalto, la serpentina y la brecha exigen mucha precisión. Y quiero un pulido perfecto.
Estatuas de divinidades y de grandes personajes iniciados en los misterios tomaron forma ante los ojos de Emmett, encargado de cuidar el taller, limpiar las herramientas y guardarlas todas las noches. Tenía tiempo de copiar los textos grabados a medida que eran compuestos, y de transmitirlos a Edward y a Bella.
Pero ninguno de ellos les indicó elementos que pudieran desvelar el código.
Mientras Bella y los iniciados de la Casa de Vida volvían a formular los antiquísimos rituales destinados al renacimiento de la potencia del faraón Keops, Edward llevaba a cabo su modesta tarea de servidor del Ka, de acuerdo con las directrices de un austero ritualista que coordinaba las actividades de los servidores en la planicie de las pirámides.
Mediante la restauración del templo como en su origen y la modelación de estatuas, los sacerdotes y los artesanos llevaban a cabo una función esencial: reunir a los dioses con su Ka, potencia creadora inalterable. Se encarnaba en su morada sagrada y en sus cuerpos de piedra, escapando así al desgaste del tiempo y a las vicisitudes humanas.
Al vincularse a los gigantes del Imperio Antiguo como Keops, Amasis fortalecía su propia potencia y afirmaba su respeto por los valores tradicionales. Él, el heraldo de la cultura griega que comenzaba a impregnar Egipto en detrimento de Maat, ¿cambiaría realmente de rumbo?
Edward y Bella lo dudaban.
Puesto que aquel imperativo sueño advertía al rey de que su deriva lo conducía al desastre, el faraón intentaba reparar sus errores implorando la protección de ilustres antepasados. Pero ¿sería suficiente esa maniobra?
El escriba cumplía escrupulosamente con sus obligaciones, presentando vasos y copelas que contenían ofrendas. El alma del rey resucitado absorbía su energía sutil, restituyéndola en forma de irradiación creadora.
Satisfecho con el comportamiento de Edward, el ritualista en jefe del templo de la pirámide le atribuyó más responsabilidades. En adelante, él mismo elegiría las ofrendas, en función de los imperativos simbólicos, velaría por el cuidado de los objetos y tendría acceso a algunas capillas de la parte secreta del santuario, donde se expresaba la voz de los antepasados.
Sin embargo, al segundo ritualista no le gustó en exceso ese ascenso. El hombre, demasiado bien alimentado, con el pelo negro pegado a su cráneo lunar y de manos y pies gordezuelos, esperaba ocupar muy pronto el lugar de su superior, que padecía artrosis.
Mientras llenaba de vino un vaso de alabastro, Edward sintió una mirada hostil. El segundo ritualista lo observaba.
-Ten precaución. Ese objeto data de los tiempos antiguos. Estropearlo supondría tu despido inmediato.
Edward se inclinó.
-Aquí, en Menfis, los sacerdotes del Ka se benefician de una larga y brillante tradición. Y tú no eres de aquí.
-En efecto.
-¿De dónde procedes?
-Del norte.
-¿De una gran ciudad?
-No, de una aldea.
El segundo ritualista hizo una mueca de desdén.
-¡Sobre todo, no te hagas ilusiones, muchacho! No esperes hacer carrera en Menfis. Sólo los herederos de las buenas familias acceden a altos cargos. ¿Cómo has sido contratado?
-Requisa.
-¡Ah!... ¡Un temporal! Mantente en tu lugar y sé discreto.
-Obedezco las órdenes del superior.
-La enfermedad altera a veces su lucidez. Mi papel consiste en señalarle a los intrigantes de tu calaña, para que no caiga en la trampa. De modo que no habrá más ascensos. Que éste te baste, ha sido el último.
Seguro de haber dado el golpe definitivo, el acerbo personaje se alejó.
En adelante, Edward tendría que desconfiar de él y no superar el estricto marco de sus atribuciones. Hasta el momento, ninguna pista llevaba al desciframiento del código.
Y el escriba se guardaba mucho de ver a Emmett. Cuando se cruzaban, un simple movimiento negativo de la cabeza revelaba su momentáneo fracaso. También le resultaba imposible compartir algunos momentos con Bella. ¡Era terrible estar tan cerca y no poder hablar con ella! Al menos no lo rechazaba, pero seguía siendo un sueño, un horizonte inaccesible.
A Edward le gustaba cada día más su trabajo de sacerdote del Ka. Volver su pensamiento hacia la ofrenda, venerar a los antepasados e intentar percibir lo invisible eran tareas apasionantes.
¿Por qué no se limitaba a ello y dejaba de buscar una verdad imposible?
Antes o después, alguien lo identificaría. Sería detenido, condenado y ejecutado por unos crímenes que no había cometido. De modo que el destino no le dejaba otra opción: no podía descansar ni un momento antes de haber probado su inocencia.
Edward comenzó su servicio al amanecer. Llevando una bandeja de ofrendas alimenticias, penetró lentamente en el templo de la pirámide del faraón Keops. El poder de aquella arquitectura, expresión del reinado de los gigantes, lo fascinaba. Los enormes bloques, dispuestos de acuerdo con una geometría compleja, atestiguaban la ciencia de los constructores. Y los saitas, incapaces de realizar semejante obra, se limitaban a restaurarla para que la magia de la edad de oro no desapareciese.
En el interior de la pirámide, inaccesible a los mortales, el proceso de resurrección se llevaba a cabo permanentemente. A su modesto nivel, un sacerdote del Ka contribuía a alimentarlo.
Edward dejó las ofrendas en una mesa de piedra que tenía la forma del jeroglífico hotep, que significaba «paz, plenitud, consumación». En ese instante, el más allá y el aquí se interpenetra-ron. El escriba sentía la presencia del Ka real, del antepasado fundador, piedra fundamental del edificio.
A una y otra parte de la capilla axial, dos pequeñas estancias servían para almacenar los objetos rituales. Edward conocía la primera, pero no había explorado aún la segunda.
Una vez hubo cruzado el umbral, sintió una extraña sensación.
No, no se trataba de una simple reserva.
En el centro había dos cofres de alabastro desprovistos de inscripciones; por la calidad de su pulido y el particular brillo del material, databan del tiempo de las pirámides.
Lo aguardaban.
Con mano vacilante, el escriba levantó la primera tapa y descubrió cuatro amuletos de oro: el pilar estabilidad, símbolo de la resurrección de Osiris, el nudo mágico de la diosa Isis,el buitre de la diosa Mut, «madre y muerte» a la vez, y el ancho collar donde se encarnaba la Eneada, cofradía de las potencias creadoras.
Edward, que se guardó mucho de tocar aquellas obras maestras de orfebrería, levantó entonces la segunda tapa.
¡Un papiro cuyo sello había sido roto!
El escriba lo desenrolló con sumo cuidado. Era de una calidad excepcional, su caligrafía, fina y precisa. Pero... ¡El texto era indescifrable!
Un documento codificado, de nuevo.
¿Y si los amuletos ofrecieran la clave? ¿Sería preciso utilizar uno solo o los cuatro al mismo tiempo? La segunda solución era la adecuada. De una increíble complejidad, procuró al escriba las pausas del texto, las palabras que debían descartarse, las que debían invertirse y las que debían completarse. ¡Sin estabilidad, magia, muerte y anchura, no había posibilidad de lectura alguna!
Entonces, Edward leyó las palabras de un profeta que describía los tiempos que estaban por venir:
Lo que habían predicho los antepasados ha sucedido. El crimen está por todas partes, el ladrón se ha hecho rico, las gentes se apartan de lo espiritual para amasar bienes materiales, la palabra del sabio ha huido, el país ha sido abandonado a su debilidad, el corazón de todos los animales llora, los escritos de la cámara sagrada han sido hurtados, los secretos que allí están han sido traicionados, las fórmulas mágicas han sido divulgadas y circulan desprovistas de eficacia desde que los profanos las memorizaron. Las leyes de la sala del juicio son arrojadas al exterior, la gente las pisotea en las calles. Quienes fomentan querellas no han sido rechazados, ninguna función está ya en su lugar. La transmisión de los mensajes está destruida.(Extracto de la profecía de Ipu-ur)
Edward tenía prisa por saber si aquel código le permitiría descifrar, por fin, el maldito papiro, origen de tantos crímenes. A su espalda oyó entonces una voz agresiva. -¿Qué estás haciendo aquí? El escriba mantuvo la sangre fría. -Guardo objetos.
-Esta capilla está en obras -declaró el segundo ritualista-. Nadie está autorizado a entrar en ella.
-No lo sabía.
-Apártate.
Edward obedeció.
-Se diría que examinabas el contenido de estos cofres... El escriba no se inmutó.
-Amuletos de oro, un papiro antiguo... ¡Es un buen tesoro! ¿No estarías robando estos objetos preciosos?
-¡De ningún modo!
-Mientes.
-Me acusáis en falso.
-Los hechos están muy claros, muchacho, y el asunto me parece especialmente grave. Presentaré una denuncia contra ti, y mi testimonio tendrá mucho valor. Entretanto, me acompañarás al puesto de policía. Luego avisaré a mi superior.
-Os equivocáis. He abierto estos cofres, en efecto, y he visto su contenido. Pero sólo me disponía a poner de nuevo las tapas y a salir de la capilla.
-¡Eso no se lo creerá nadie! Sin duda los policías descubrirán objetos robados en tu habitación y recibirás una pesada condena.
-Rechazáis la verdad e intentáis sacarme de en medio. -¡La verdad es evidente!
-No tengo en absoluto la intención de ocupar vuestro lugar -afirmó Edward-. Dejadme cerrar estos cofres, salir de la capilla y cumplir con mis obligaciones rituales.
-¡Basta ya de chachara! Considérate arrestado. Vamos, ¡ve delante!
Aunque era contrario a la violencia, el escriba se vio obligado a defenderse del segundo ritualista, que cayó de espaldas.
Atontado, aquel tipo pesado tardaría sólo unos segundos en levantarse y dar la alarma.
Edward atravesó el templo, el atrio y se dirigió luego hacia la aldea de los artesanos.
La policía acudiría primero a su casa e interrogaría a sus colegas. Nadie conocía sus vínculos con Emmett.
Afortunadamente, el cómico estaba en el taller, afilando unos pinceles de cobre.
-¡Rápido, hay que huir!
-¿Te han descubierto?
-Ya te lo explicaré. ¿Dónde podemos ocultarnos?
-Como ya había previsto que algo así podía suceder, no me pillas desprevenido.
Los dos amigos se apresuraron hacia un almacén de ladrillos abandonado. Allí Emmett había ocultado esteras, algunas ropas, jarras de agua y alimentos.
-Según mi patrón -indicó-, el edificio amenaza ruina y lo demolerán muy pronto. Nadie viene nunca por aquí.
-Tal vez haya descubierto la clave del código -le reveló entonces Edward, relatando las circunstancias de su hallazgo-. Ve a buscar a Bella y que venga con su copia del papiro. La mía se ha quedado en mi habitación, bajo mi paleta. Es imposible recuperarla: la policía ya debe de estar registrando el lugar.
-Sobre todo, no te muevas y no te impacientes -le recomendó el actor-. Cualquier contratiempo podría retrasarnos.
No preocuparse... ¡Qué fácil era decirlo! Edward estaba impaciente por aplicar su plantilla de lectura al papiro cifrado. Expresándose en pleno corazón del santuario del tiempo de las pirámides, ¿no le procuraba la voz de los antepasados la clave adecuada?
De pronto oyó voces y carcajadas. Alguien se acercaba. ¡Sólo podía tratarse de Bella y Emmett! Edward se ocultó en el fondo del edificio, tras unos moldes para ladrillos en desuso. Acto seguido vio entrar a un robusto joven y a una campesina de fresco palmito.
-Aquí estaremos tranquilos -anunció el muchacho.
-Es la antigua fábrica -advirtió ella, inquieta.
-Eso es. ¿Te gusta?
-Un obrero murió aquí, víctima de un accidente. Desde entonces, el lugar está encantado.
-Olvida esas tonterías y deja que te estreche en mis brazos. Ella lo rechazó.
-Ni hablar, este lugar me da miedo.
-¡Vamos, no seas niña!
Edward movió los moldes y un crujido siniestro petrificó a los enamorados.
-¿Has oído? -preguntó ella-. ¡Es el espectro! Salió corriendo y él la siguió.
Edward, aliviado, esperaba que hicieran correr el incidente.
Las horas transcurrieron lentamente, mientras unas negras ideas obsesionaban al escriba: Emmett y Bella, detenidos y encarcelados, un fracaso total, la victoria de los asesinos... Por fin, poco antes del ocaso, oyó la voz tan esperada.
-Soy yo, Emmett. Puedes salir, Edward.
¿Y si hablaba bajo presión, rodeado por una horda de policías? No, habría encontrado un medio para avisar a su amigo.
El escriba salió entonces de su escondrijo. Junto a Emmett estaba Bella, más hermosa y radiante que nunca.
-La policía te busca por todas partes -indicó el cómico-. Estás acusado de haber robado objetos sagrados y degradado un santuario. Una condena a muerte más.
-¿Nadie os ha seguido?
-Viento del Norte nos habría descubierto al curioso. Con rostro grave, Bella se acercó a Edward. -He aquí la copia del papiro cifrado.
El escriba se sentó con las piernas cruzadas, aplicó el código de los amuletos y... ¡la tentativa se vio coronada por el éxito!
-«La situación actual es desastrosa» -descifró en voz alta-, «y no podremos tolerarla por mucho tiempo. Por ello hemos decidido actuar y devolver este país al buen camino, teniendo en cuenta las nuevas realidades. Profundizar en los valores del pasado sería un grave error. Sólo el progreso técnico y una profunda modificación del ejercicio del poder permitirán al país salir del atolladero. Vos, a quien se dirige esta declaración, sabréis ayudarnos, y nos comprometemos a procuraros la ayuda necesaria para que se realicen nuestros proyectos comunes. Sin embargo, nos preocupa un último obstáculo: la Divina Adoradora. Aunque, reducidos, sus poderes no son desdeñables. Desconfiemos de ella y mantengámosla apartada de los acontecimientos. Nosotros, a saber...» Edward se interrumpió.
-¡Sigue! -exigió Emmett-. ¡Al fin conoceremos la identidad de los conspiradores!
-Han utilizado otro código -deploró el escriba-. ¡El resto es incomprensible!
-¡Inténtalo!
Edward agotó las combinaciones que le proporcionaban los amuletos, aunque sin éxito alguno.
-Los antepasados han iluminado la primera parte del papiro -advirtió Bella-. La Divina Adoradora posee la clave de la segunda, donde figuran los nombres de los conjurados y el destinatario de su mensaje.
-Podría tratarse del rey Amasis en persona -observó Emmett-. Se apoyaría así en una parte de sus consejeros, esperando eliminar a los conservadores y aumentar la influencia griega.
-¿Y si se trata de lo contrario? -objetó Edward-. Como desaprueban la política de Amasis, los partidarios de la tradición han decidido derribarlo y regresar a una verdadera independencia, expulsando a los griegos del territorio.
-¡Eso es una utopía! Entonces ya no tendríamos ejército.
-Tal vez un nuevo faraón sabría levantar las tropas necesarias. En tiempos de la Reina Libertad, conseguimos expulsar a los invasores hicsos.
-¿Quién será el cabecilla? ¿El canciller Aro, el jefe de los servicios secretos Henat o el juez Carlisle?
-No nos perdamos en especulaciones vanas -recomendó Bella-. Simplemente sabemos que ese texto no hubiera tenido que llegar al servicio de los intérpretes. Su autor temió que fuese descifrado y decidió acabar con la totalidad de los escribas.
-Su cómplice e informador era mi amigo Demos -recordó Edward.
-¡Y aquí está de nuevo la pista griega! -intervino Emmett.
-Quizá le pagaron y Demos actuó por cuenta de algún notable egipcio. Una vez llevada a cabo su fechoría, lo eliminaron en Náucratis para dirigir las sospechas hacia los griegos y desestabilizar a Amasis.
-El documento no habla del casco del rey -advirtió la sacerdotisa.
-La parte indescifrable seguramente contiene informaciones importantes -supuso Emmett.
-Ya tenemos la prueba de la inocencia de Edward -afirmó Bella.
-Pero lamentablemente es una prueba que no podemos utilizar.
-¿No hemos superado ya una primera etapa? Vayamos a Tebas y hablemos con la Divina Adoradora. Su intervención será decisiva.
Emmett se rascó la cabeza.
-Es un viaje peligroso, muy peligroso... Los conjurados sabrán muy pronto que Edward ha descifrado el comienzo del papiro y que intenta llegar a Karnak. Vigilarán las vías fluviales y terrestres, y la Divina Adoradora resultará inaccesible.
-Conoces a la perfección el valle del Nilo -afirmó Edward.
-¡No exageremos!
-Es nuestra única posibilidad: ver a la soberana de Karnak. Ella descifrará el final del papiro y salvará a Egipto.
-Antes nos matarán -profetizó el cómico.
-Si consideras que la aventura está condenada al fracasó lo...
-¡Ah, no, no empieces otra vez! Sí, la catástrofe es segura, ¿y qué? Soy libre de hacer lo que quiera y no voy a mostrarme menos valeroso que un escriba moralizador, condenado varias veces a muerte.
-Intentaré encontrar una embarcación acogedora -decidió Bella-, y averiguar el dispositivo de seguridad adoptado por las autoridades entre Menfis y Tebas.
Edward se atrevió a tomarle con ternura las manos.
-Sed extremadamente prudente, os lo ruego.
-No salgáis de aquí, regresaré en cuanto me sea posible.
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