EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
Visitas: 54997
Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 24: CAPÍTULO 23

 

CAPÍTULO 23

 

 

Edward salió del templo en compañía de los jardineros encarga­dos de cuidar los árboles de Neit. Luego se separó dis­cretamente del grupo y se mezcló con los curiosos aguardando una señal de Emmett.

Un asno tocó su mano con el hocico.

-¡Viento del Norte!

Con las orejas levantadas, el rucio se dirigió hacia una pla­ceta de la que partían varias callejas.

Edward lo siguió hasta un establo, donde Viento del Norte bebió agua fresca y degustó una sabrosa mezcla de heno, legumbres y alfalfa.

-Tienes buen aspecto -observó Emmett-. Cualquiera diría que Neit te protege.

      -El sumo sacerdote está bajo arresto domiciliario, el rey se niega a recibirlo. Henat ha mandado registrar el dominio de la diosa, y sólo la ayuda de Bella me ha permitido escapar.

-He advertido la presencia de un buen número de espías en los alrededores del templo. Afortunadamente, se guían por tu retrato. Además, he encontrado un aliado muy valioso, mi viejo compañero Nedi, al que antaño presté buenos servicios.

-¿Cómo podría él ayudarnos?

-Informándonos del contenido real de tu expediente. Forzosamente está lleno de pruebas inventadas, falsas declaracio­nes y testigos manipulados. Me gustaría conocer a los firman­tes. Además, el buen Nedi nos describirá, detalladamente, el dispositivo destinado a interceptarnos. Por fin gozaremos de cierta ventaja.

­

 

-¿Cuándo hablaremos con él?

-Esta noche, frente al taller del principal mercader de jarras de Sais.

 

 La luz plateada de la luna llena bañaba la ciudad en perpe­tua expansión. Gatos vagabundos buscaban presas, jóvenes pa­rejas hablaban de amor, artesanos y escribas trabajaban a la luz de las lámparas.

Viento del Norte marchaba en cabeza, a buen paso.

-¿Sabes que me descubrió y me condujo hasta ti? -recordó Edward.

-La inteligencia de este asno supera el entendimiento. Ya no somos dos, sino tres. Y nos interesa escucharlo.

El lugar parecía tranquilo. Dos enormes tinajas flanqueaban la entrada del taller, en pleno barrio de los alfareros.

Viento del Norte se detuvo.

-Cuidado -recomendó Emmett, de pronto alerta.

El actor se volvió.

Nadie los seguía.

El asno se dirigió entonces hacia una de las tinajas y, de una potente coz, la derribó. Herido por los cascotes, un policía in­tentó salir de su interior, lanzando un grito de dolor.

La segunda tinaja sufrió la misma suerte, y un segundo sa­bueso fue derribado.

-¡Sigue a Viento del Norte! -ordenó Emmett precisamente cuando tres hombres, armados con garrotes, salían del taller.

El actor abatió a uno de los agresores de una patada en ple­no rostro. Su rapidez le permitió evitar el arma que caía sobre él y golpear con violencia la nuca de su adversario.

Cuando se volvía, Emmett vio demasiado tarde el garrote. La sangre brotó de su nariz. Loco de rabia, perdió los estribos y, golpeándole el cuello con el canto de la mano, dejó a un policía sin respiración.

Puesto que ya nadie le cortaba el paso, el cómico huyó.

 

 Bella examinó la herida de Emmett.

-Fractura del tabique nasal -diagnosticó-. Puedo curarlo.

Tras haber limpiado la herida con unas compresas de lino, colocó dos más, untadas de grasa, miel y diversas sustancias vegetales.

-Cuando haya bajado la hinchazón -indicó-, colocaré dos tablillas cubiertas de lino para sujetar la nariz. Diariamente, hasta su completa curación, cambiaré el aposito. No quedará secuela alguna y, gracias a las virtudes anestésicas de las plan­tas utilizadas, no sentiréis dolor. Comed como de costumbre y, sobre todo, descansad.

-¿No corréis demasiados riesgos ocultándonos en vuestro domicilio oficial? -se preocupó Edward.

 -El dominio de Neit ha sido registrado de forma exhaustiva -recordó la sacerdotisa-, y los espías de Henat vigilan, sobre todo, al sumo sacerdote. Si intentara salir del recinto, sería de­tenido.

-Sed muy prudente -recomendó el joven escriba.

-Tranquilizaos, no bajaré la guardia.

-Tu supuesto amigo nos ha vendido a la policía -dijo Edward dirigiéndose a Emmett.

-Te equivocas.

-¿Y cómo te explicas esa emboscada?

-Conozco bien a Nedi, y sé que no nos ha traicionado. Lo habrán descubierto mientras buscaba las informaciones que debía transmitirnos. Por si fuera necesario, eso prueba la grave­dad de la situación. La jerarquía detiene a uno de sus propios policías y lo reduce al silencio.

-Henat no se atrevería...

-Nunca volveremos a ver a Nedi -afirmó el actor con voz sombría-.

-Tal vez haya tenido tiempo de dejarnos un mensaje.

-¿Cómo?

-Ocultando en su casa algún documento. Iré allí en cuanto sea posible.

-No abandonéis esta casa sin consultármelo antes -exigió Bella.

Emmett se tendió en una estera. Como sus amigos, era cons­ciente de la magnitud de la conspiración. Inveterado optimista, se preguntaba si Edward y él conseguirían salir de ese avispero.

-Envié a Nedi a una muerte segura -deploró.

-Él aceptó ayudarte -dijo Edward.

-No imaginaba la magnitud del peligro. Y me considero responsable de su muerte.

-¿No estás exagerando? Tal vez no esté muerto.

-Nos han tendido una trampa, por lo que probablemente Nedi reveló el lugar de la cita. Y sólo habría hablado si lo tortu­raban.

 

Aguantar la cólera del jefe de los servicios secretos no era fácil. El responsable de la frustrada operación tenía un aspecto lamentable.

-Mis hombres han sido severamente apaleados -reco­noció.

-¡Cinco policías expertos contra un solo hombre! -exclamó Henat-. ¿Te estás burlando de mí?

-Edward no estaba solo. Según los informes, más bien confusos, lo protegían varios cómplices.

-¿Cuántos?

-Dos, tres o cuatro. Tipos especialmente vengativos y expertos en el arte de la lucha.        

-¿Y ellos no han recibido ni un arañazo?
 -Tal vez haya un herido leve.

-Y todos han conseguido huir, aunque nuestra emboscada hubiera sido cuidadosamente preparada...

-No esperábamos semejante resistencia. Además, según vuestras directrices, debíamos dejar que el asesino entrara en el taller y detenerlo luego sin mayores dificultades. Él y su pandi­lla nos han atacado con inaudita violencia, ¡como si supieran de antemano que íbamos a estar allí!

Henat hizo una mueca.

 

¿Cómo había podido avisar a Edward el policía Nedi? Detenido a causa de sus anormales investigaciones, lo habían sometido a un exhaustivo interrogatorio y, por temor a sufrir, se había de­cidido a revelar el lugar de la misteriosa cita referente al asunto Edward, antes de sucumbir a una crisis cardíaca.

El  escriba estaba resultando un hueso duro de roer. Disponía de una verdadera organización que le permitía ocul­tarse y escapar a las fuerzas del orden.

Sin embargo, el jefe de los servicios secretos, paciente y me­tódico, no toleraba su momentánea derrota. Debía aprender de sus fracasos y dejar que el fugitivo pensara que podía escapar. Si se confiaba, Edward cometería un error fatal.

 -No deberías haber venido -dijo el sumo sacerdote Charlie a Pefy, el ministro de Finanzas.

-¡Quería oír la verdad de tu boca! ¿Realmente estás bajo arresto domiciliario?

-El rey me prohibe salir del recinto del templo, so pena de ser encarcelado.

-¿Qué falta has cometido?

-Presenté al escriba Edward a la reina para que ella defendiese su causa ante Amasis.

-¿Pero es que te has vuelto loco, tú, el sumo sacerdote de la diosa Neit?

-El joven es inocente.

-¿Tienes pruebas irrefutables de ello?

-Me parece un muchacho sincero.

-¡Esto es una pesadilla! ¡Un dignatario de tu edad, con tu experiencia, mostrándose tan crédulo!

-¿Y si mi edad y mi experiencia me ayudasen a percibir la verdad?

El argumento turbó por unos instantes al ministro.

-Carlisle es un juez ponderado y escrupuloso. Y afirma que posee un expediente abrumador.

-¿Acaso el primer gesto del verdadero asesino no consiste en engañar al magistrado instructor?

Pefy masculló.

-Y, al margen de tu intuición, ¿tienes algo tangible?

-En Náucratis, Edward hizo algunos descubrimientos turbado­res que nadie quiere tener en cuenta. Contrariamente a tu tran­quilizadora certeza, los comerciantes y los financieros griegos no tienen intención de limitar sus actividades únicamente a esa ciudad.

El ministro frunció el ceño.

-Sé más concreto.

-Quieren implantar la esclavitud en Egipto e imponer su sistema monetario, poniendo en circulación monedas de metal por todo el país.

-¡De eso, ni hablar!

-El tráfico de monedas ha comenzado ya, y el palacio real no parece preocuparse. ¿Acaso se inclina ante una evolución considerada ineluctable? Y tú, el principal responsable de las finanzas públicas, no pareces informado de ello.

Pefy guardó un largo silencio.

-No veo relación alguna con el asesinato de los intérpretes.

-Creo que alguien está vendiendo nuestro país.

-¡Estás perdiendo la cabeza, Charlie! No cometas impru­dencias y mantente definitivamente al margen de este asunto. Yo me voy a Abydos, para verificar si el mantenimiento del templo se ha efectuado correctamente.

-O sea, que no intervendrás ante el rey.

-Sería inútil. Sólo se escucha a sí mismo y a Pitágoras, un filósofo griego que lo tiene fascinado. Te lo ruego, amigo mío: olvida esos horribles asesinatos, deja que pase la tormenta y el poder perdonará tu paso en falso.

A pesar de que seguían intentándolo, ni Edward ni Bella lograban descifrar el papiro codificado. Y no sabían dónde encontrar a los antepasados capaces de procurarles una ayuda decisiva.

Satisfecho de la calidad del vino y de un alimento sin em­bargo frugal, Emmett repetía el texto de los misterios de Horus durante los que el dios con cabeza de halcón, inspirado por su madre Isis, arponeaba al hipopótamo de Set y reducía el mal a la impotencia.

-¡Que tu magia divina nos proteja! -imploró el cómico.

La llegada de Bella le dio esperanzas. La mera presencia de la sacerdotisa disipaba su angustia.

-Según el sumo sacerdote -afirmó ella-, un solo hombre podría hablar largo y tendido con el rey y abogar en favor de Edward.

-¿Cómo se llama ese salvador? -preguntó Emmett.

-Pitágoras, un pensador griego que ha venido a Egipto en busca de la sabiduría. Ha frecuentado numerosos templos y no­sotros lo acogimos, aquí mismo, confiándole tareas rituales que llevó a cabo con todo rigor. Actualmente se encuentra en Náu-cratis, en casa de la dama Rose.

-Los servidores de Rose proporcionaron al juez Carlisle falsos testimonios que me acusan de haber degollado a Demos -re­cordó Edward-. Sin embargo, debo ver a Pitágoras y convencerlo de mi inocencia. Salgo de inmediato hacia Náucratis.

-Te acompañaré -decidió Emmett.

-Ni hablar -decretó Bella-. Aún no estáis curado, y la poli­cía busca a un hombre con la nariz rota.

-La Superiora tiene razón -decidió Edward-. Tranquilízate, conozco bien Náucratis y sabré pasar desapercibido.

-Este documento que os entrego os faculta para consultar a Pitágoras de parte del sumo sacerdote de Neit y para rogarle que le responda en lo referente a su visión de los planetas. Así pues, os presentaréis como un griego de Samos.

-Pitágoras, Rose... -murmuró Emmett, inquieto-. ¿Y si estu­vieran conchabados? ¿Y si se tratara de una nueva embosca­da? Edward sale de su refugio y cae en las fauces, abiertas de par en par, del cocodrilo. ¿Por qué propone esta estrategia el sumo sacerdote?

-Porque ha recibido una confidencia de su amigo Pefy, el ministro de Finanzas.

-Un dignatario de primer orden, mezclado tal vez en la conspiración...

 -Es un riesgo que debemos correr -afirmó Edward-. No per­maneceré de brazos cruzados. «Tampoco yo», pensó Emmett.

 

El corto viaje se había efectuado sin incidentes. Los policías presentes en el embarcadero de Sais habían detenido a un hombre que se parecía a Edawrd y, mientras lo interrogaban, el escriba había subido a bordo de la embarcación que zarpaba hacia Náucratis.

A su llegada vio un nuevo control.

Un soldado consultaba el retrato de Edward, que conversaba en griego con un vendedor de túnicas coloreadas, muy apreciadas por los mercenarios, al que compró una ancha túnica.

Las fuerzas del orden no los molestaron y ambos hombres almorzaron en un ruidoso albergue donde se hacían negocios.

Luego Edward acudió al templo de Apolo, situado entre el de los Dioscuros y el de Hera, al norte de la ciudad.

En la explanada situada frente al edificio había unos sacer­dotes que discutían.

-Perdonad que os interrumpa -se excusó Edward-. Busco a un filósofo llamado Pitágoras para entregarle una carta.

-Lo vimos ayer -indicó un ritualista-. No piensa volver por aquí.

-¿Dónde podría encontrarlo?

 -Vive en casa de la dama Rose, la mujer más rica de Náucratis y nuestra principal bienhechora.

El ritualista proporcionó a Edward las informaciones necesarias para llegar a la morada de Rose. El escriba había esperado en­contrarse con Pitágoras lejos de la casa de la griega, pero debía rendirse a la evidencia: tendría que cruzar la puerta de la sun­tuosa residencia, a riesgo de ser reconocido y detenido.

Muchos mercenarios recorrían las calles y se volvían al paso de las mujeres libres, con los cabellos descubiertos. Los recién llegados de Grecia se asombraban ante tanto impudor y tanta independencia. Escandalizados, habrían preferido ver a aque­llas hembras enclaustradas y dispuestas, siempre, a satisfacer sus deseos. Gracias a una presencia griega cada vez mayor, en Náucratis y en las demás ciudades del Delta esperaban devol­ver las costumbres a la normalidad.

Edward se presentó al portero de la dama Rose, un hombre achaparrado de frente baja y mirada dura. Si lo reconocía, el escriba huiría a todo correr.

-Vengo de Sais -declaró-. El sumo sacerdote del templo de Neit me ha ordenado que entregara una carta en mano a Pitágoras.

-Aguarda aquí.

La primera etapa estaba superada.

La segunda tal vez fuera fácil: Edward pediría a Pitágoras que dieran juntos un paseo para hablarle de modo confidencial.

La tercera, en cambio, se anunciaba ardua: convencer al fi­lósofo de su inocencia y rogarle que interviniera ante el faraón Amasis.

El portero regresó.

-Entra. Un mayordomo te acompañará a la sala de recep­ción. Pitágoras se reunirá allí contigo. Edward ya no podía echarse atrás.

-Sigúeme -le ordenó el mayordomo, tan desagradable como el portero.

Tampoco él lo reconoció.

-Siéntate y espera.

      Incómodo, Edward fue de un lado a otro. La lujuriante decora­ción pintada, que evocaba paisajes de Grecia, no conseguía dis­traerlo.

Transcurrieron interminables minutos, hasta que por fin la puerta de la sala de recepción se abrió. Y apareció la dama Rose.

Nunca la había visto tan hermosa. Una diadema de oro adornaba su pelo negro y brillante, llevaba un collar de cuentas de tres vueltas, brazaletes de plata, una túnica roja muy escota­da, y un perfume embriagador, a base de jazmín.

-Sabía que volverías -murmuró.

-Traigo un mensaje para Pitágoras.

-Ha salido de Náucratis esta mañana.

-¿Adonde ha ido?

-Al templo de Ptah, en Menfis. Orden del rey.

-Dejadme partir. Debo hablar con él.

-Olvídalo, Edward. Ahora me perteneces. -¡Vos asesinasteis a Demos e intentasteis hacerme desapa­recer!

-Puesto que el destino te salvó y te ha devuelto a mi casa, vas a casarte conmigo.

-¡Ni soñarlo!

-¿Prefieres morir, entonces?

-No os amo, Rose, y soy incapaz de mostrarme hipócrita. La tristeza llenó la mirada de la mujer de negocios.

-La belleza y el encanto de mi rival superan lo imaginable, ¿no es cierto? Ni las peores amenazas quebrarían tu fidelidad.

-En efecto.

-Por primera vez en toda mi vida, Edward, me obligas a renun­ciar a mi deseo. Al humillarme, deberías haber provocado mi furor. Sin embargo, siento admiración. Posees una pureza y una rectitud que creía ilusorias. Acepto respetarte y devolverte la libertad, pero escúchame bien, pues no volveremos a vernos. No estoy en absoluto mezclada en el asunto de Estado cuyo meollo pareces ser tú. Espero modificar la economía de este país introduciendo en él la esclavitud y la circulación de mone­da, pero sólo en beneficio propio. La riqueza me fascina y, has­ta mi último aliento, no dejaré de incrementar mi fortuna. -¿No tenéis cómplices en palacio?

-No tengo necesidad alguna de ellos. Mi reino está aquí, en Náucratis. He comprado a los altos funcionarios, los militares e, incluso, a los sacerdotes. Todos comen de mi mano para disfru­tar de un pastel que no deja de crecer. Mis innovaciones con­quistarán naturalmente las mentalidades, más allá de las fronte­ras de esta ciudad. Nosotros, los griegos, lo llamamos progreso. Vosotros, los egipcios, vueltos hacia los dioses y el pasado, sois incapaces de entenderlo.

-¿Y el casco de Amasis?

-Me diste una buena lección. Por culpa de esa historia, soñé con el poder político. ¡Menudo error! Sólo cuenta el poder de la economía. Ésta barrerá todos los regímenes y hará inclinar la cabeza a emperadores, reyes y príncipes. Los abandono a sus ilusorios juegos y me ocupo del comercio y de los negocios.

-¿Ignoráis, pues, el nombre del ladrón del casco, el futuro usurpador?

-Lo ignoro todo sobre esta conspiración y los crímenes de los que te acusan, y no quiero saber nada de ello. Sal de Náu­cratis, Edward, y no vuelvas a cruzarte en mi camino. De lo contra­rio, me sentiría agredida y no te respetaría.

Capítulo 23: CAPÍTULO 22 Capítulo 25: CAPÍTULO 24

 


Capítulos

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