EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 21: CAPÍTULO 20

 

CAPÍTULO 20

 

 

El antiguo rey de Libia, el rico Creso, ahora jefe de la diplo­macia persa, se inclinó respetuosamente ante el faraón Amasis, vestido con una especie de cota de malla y tocado con un casco que se parecía al que le había hecho rey.

-Levántate, amigo mío, mi querido y gran amigo. ¡Qué gran satisfacción recibirte!

-Tu invitación me honra, Faraón. Y mi esposa Mitetis se siente feliz al regresar a su país.

-La reina y yo estamos encantados con tu presencia. Nos
aguardan hermosas recepciones, pero antes debemos asistir al
desfile militar que ha preparado Fanes de Halicarnaso, el gene-
ral en jefe de mis cuerpos de ejército.                                                             

-Su reputación ha cruzado las fronteras de Egipto.
     -La merece, ya lo verás.

Amasis y Creso se instalaron en un quiosco de madera lige­ra, al abrigo del sol.

En una vasta llanura, al norte de Sais, se desplegaron los infantes con casco, provistos de escudos, lanzas y espadas. Los mercenarios griegos, disciplinados, desfilaron de un modo im­pecable, al son de una música incitadora, capaz de enfebrecer a los más vacilantes.

Los sucedieron los jinetes, cuerpo de élite imbuido de su superioridad y que disponía de magníficos caballos, rápidos y nerviosos.

 

 

Acostumbrado, no obstante, a las hazañas de la caballería persa, Creso no pudo disimular su admiración.

-La energía de esos animales me asombra, y el dominio de tus soldados no tiene igual.

-Fanes es un jefe exigente -precisó Amasis-. Constante­mente busca la excelencia y no tolera desobediencia alguna. A su señal, el ejército entero debe ponerse en marcha. ¡Y aún no has visto lo esencial!

Un carro tirado por dos caballos blancos fue a buscar al rey y a su huésped y los llevó hasta el canal militar, donde Creso descubrió una impresionante flotilla de barcos de guerra.

Su número, su tamaño, su armamento y la cantidad de hom­bres de la tripulación dejaron pasmado al embajador de Persia.

-No imaginaba semejante poderío -reconoció.

 -El dominio del mar garantiza la seguridad de Egipto -afir­mó Amasis. Gracias a los constantes esfuerzos de Udja, res­ponsable del desarrollo de mi marina, nuestros astilleros no de­jan de producir navios sólidos y rápidos a la vez.

-¿Puedo subir a bordo de la nave almirante? -preguntó Creso.

-¡Por supuesto!

Uno junto al otro, el general Fanes de Halicarnaso y el jefe de la marina de guerra, Udja, recibieron al ilustre visitante y le proporcionaron todos los detalles del notable equipamiento del que gozaba la flota del faraón. Creso palpó los cabos y las velas, advirtió la calidad de los mástiles y comprobó la impor­tancia de los dispositivos de combate.

-Impresionante -reconoció-. ¿Son parecidas todas las uni­dades?

-Estamos muy orgullosos de ellas -declaró Udja-. ¿Os gus­taría participar en una maniobra? Creso asintió.

En la proa de la nave almirante, el enviado del emperador de Persia observó la técnica de los marinos de Amasis.

-El Mediterráneo te pertenece -le dijo al faraón.

-¡No es ésa mi intención! Estas fuerzas sólo tienen un papel defensivo. Egipto no agredirá a nadie, pero sabrá defenderse de cualquier depredador.

-Conociendo tu poder de disuasión, ¿quién se atrevería a atacar la tierra de los faraones?

Creso, pensativo, disfrutó del suave viento del norte y la paz del poniente. La ternura de los palmerales, el plateado canal y el cielo anaranjado lo hechizaron hasta el punto de hacerle ol­vidar el carácter guerrero de aquella demostración.

 

 

El banquete ofrecido por el rey y la reina de Egipto quedaría grabado en la memoria de todo el mundo. El millar de invita­dos apreció la variedad de los manjares, la excelencia de los vi­nos y la diligencia de los servidores, atentos al menor deseo de cualquiera de los presentes.

A la izquierda de la pareja real se hallaba Creso; a su dere­cha, Mitetis, la hija del predecesor de Amasis.

La mujer, fría y crispada, comía a pequeños bocados.

-Lo pasado pasado está -le dijo Amasis-. Admiraba a vuestro padre y no tenía en absoluto intención de derrocarlo. Sólo un concurso de circunstancias me llevó al poder. ¿Acep­táis olvidar ese doloroso pasado?

La esposa de Creso miró al faraón.

-Mucho me pedís.

-Soy consciente de ello, Mitetis, pero vuestra presencia es como un bálsamo para mi corazón. ¡Han pasado tantos años! ¿Ver de nuevo Egipto no apacigua vuestra pesadumbre?

-Mi luto toca a su fin, majestad.

-Gracias por concederme esa felicidad.

Al final del banquete, la reina de Egipto invitó a Mitetis a gozar de los cuidados de su masajista, especialista en aceites esenciales.

Amasis y Creso se instalaron en una terraza desde la que se contemplaba un jardín poblado por sicómoros, azufaifos, mal­varrosas y tamariscos.

-Qué maravilloso país -dijo Creso-. Aquí reina un perfu­me de eternidad.

-Una eternidad muy frágil...

-¿A qué viene tanta angustia?

-¿Cambises, el nuevo emperador de Persia, no sueña en conquistas?

Creso olisqueó el tibio aire de la noche.

-Olvidemos la diplomacia y seamos sinceros, Amasis. Sí, Cambises soñaba con invadir esta tierra de inagotables rique­zas. Como sagaz soberano, tú percibiste sus intenciones y cons­truíste una máquina de guerra destinada a resistir. Sé que tu invitación pretendía informarme de ello, de modo que yo lo di­suadiera de emprender una aventura condenada al fracaso.

-¿Lo he conseguido, Creso?

-¡Más de lo que esperabas! Ya he intentado dirigir a Cambi­ses hacia una paz duradera, y él acepta escucharme. A mi re­greso, le informaré de hechos concretos que acabarán de con­vencerlo. Por muy poderoso que sea, el ejército persa no tiene posibilidad alguna de vencerte. Antes de mi viaje lo suponía; ahora estoy seguro de ello. Faraón no se ha dormido en una falsa quietud, y yo se lo agradezco. Gracias al aumento de sus fuerzas armadas, en especial de su marina, se evitará un san­griento desastre.

-¿Crees que Cambises estudiará otras conquistas?

-La gestión del imperio ocupará todo su tiempo, y se inspi­rará en el ejemplo de su padre, Ciro. La época de los combates concluye, majestad, y se inicia la de una diplomacia tranquila.

-Tus palabras llenan mi corazón, Creso.

-Lo urgente es desarrollar nuestras relaciones comerciales, para enriquecer a nuestros países. De modo que me gustaría conocer a tu famoso jefe del servicio de los intérpretes y pro­porcionarle los nombres y los títulos de sus futuros correspon­sales.

-Desgraciadamente, ha muerto -reconoció Amasis.

-¿Estaba enfermo?

-No, sufrió un desgraciado accidente. El director del pala­cio, Henat, lo sustituye ahora. Es un hombre experto y de con­fianza que se pondrá a tu servicio y te complacerá en lo que necesites.

-Perfecto, majestad. Este viaje será, sin duda, el más impor­tante de mi carrera.

 

 

 

La víspera, por la noche, el faraón Amasis había purificado, maquillado y coronado a la vaca de pelaje negro en la que se encarnaba la diosa Neit. Luego, en el centro del gran pa­tio, había disparado flechas a los cuatro puntos cardinales para impedir que las fuerzas del caos invadieran las Dos Tierras.

La primera procesión de la fiesta de Neit tuvo lugar enton­ces. Un ritualista precedió al rey, otro recitó los textos rituales que celebraban el fulgor de la Madre de las madres. Sacerdotes y sacerdotisas se dispusieron alrededor del lago sagrado y asis­tieron a la navegación de la barca divina, símbolo de la comu­nidad de las potencias creadoras que dan nacimiento a las múl­tiples formas de vida.

En el exterior del recinto sagrado daban comienzo los feste­jos. Decenas de familias que habían llegado en barca de las al­deas y los burgos cercanos a Sais querían celebrar la divinidad y ganarse su protección. Se tocaba la flauta y se hacían entrecho­car las castañuelas para alejar a los demonios. Ofrecidos por el rey, el vino y la cerveza corrían a mares. En Sais se danzaba por todas partes y, al abrigo de la noche, se formaban parejas.

Emmett habría imitado, de buena gana, a los galantes, pero debía cumplir una misión delicada. Así pues, se deslizó a través de la muchedumbre en dirección al gran templo. Recorrió la avenida de las esfinges y contempló los dos obeliscos de Amasis. Excepcionalmente, cierto número de invitados estaban au­torizados a entrar en el patio que precedía al pilono del templo mayor. Emmett se mezcló con un grupo de administradores de los graneros y se separó de él para acercarse a un sacerdote con la cabeza afeitada que vestía una túnica blanca.

 

      -Traigo un mensaje destinado a la Superiora de las cantan­tes y las tejedoras de Neit. Es urgente y personal.

-Aguarda aquí un momento.

Transcurrieron los minutos, interminables. En aquel día de fiesta, ¿se tomaría Bella el tiempo de desplazarse personalmen­te? La joven dirigía los rituales y no podía salir del santuario. Sin duda le enviaría una sacerdotisa con la que el actor se nega­ría a hablar.

En el exterior del recinto, los festejos estaban en su punto
álgido. En cada terraza y ante cada puerta, tanto en Sais como
en todas las ciudades egipcias, se habían encendido lámparas.
Su luz permitiría a Isis encontrar las dispersas partes del cuerpo de Osiris, asesinado por su hermano Set. Al final de la búsqueda, la barca sagrada llevaría el cuerpo de resurrección hasta
el santuario de Neit, donde las últimas fórmulas de transmutación provocarían el despertar del dios reconstruido, vencedor
de la muerte.                                                                                                          

Entonces apareció Bella.

¿Cómo no enamorarse de una mujer tan sublime?

-¡Emmett! ¿Está vivo Edward?

-Tranquilizaos.

-No nos quedemos aquí.

Lo llevó a una pequeña capilla, dedicada a la leona Sejmet.

-Edward está bien y se encuentra en Sais -confirmó Emmett-. Desea hablaros.

-Durante el período de las fiestas me es imposible ausen­tarme. ¿Estáis seguros?

-Fingimos ser comerciantes y hemos pasado sin dificultad los controles policiales.

-¿No corréis el riesgo de ser descubiertos?

-He modificado la apariencia de Edward y nos comportamos como perfectos mercaderes.

-¿Tenéis vino para vender?

-iY excelente!

-Presentaos mañana, a primera hora del día, en la puerta de los proveedores. Yo misma recibiré las mercancías.

 

 

Jacob, extrañado, se acercó a la hilera de los comerciantes que se apretujaban dirigiéndose a la puerta del templo, donde estaban controladores y escribas. Allí examinaban los géneros, rechazaban los de mala calidad y anotaban la remuneración concedida.

¿Por qué se ocupaba Bella de esas formalidades? -¿Problemas? -le preguntó.

-¡No, no, todo va bien!

-¿No deberían vuestros ayudantes descargaros de esta ta­rea?

-En este período de fiestas sólo confío en mi propio juicio. Jacob asintió.

-¡Yo hago lo mismo! Delegar más me aliviaría, pero reparar los errores cometidos requeriría mucho tiempo. ¿Estáis satisfe­cha con el desarrollo de los rituales?

-Un trabajo notable, como de costumbre. Sois digno de vuestra reputación, Jacob.

El dignatario se estremeció de satisfacción.

-Si puedo ayudaros...

-Habré terminado muy pronto. ¿Querríais comprobar el número de jarras destinadas a las purificaciones?

-Me encargaré de eso inmediatamente.

Jacob se alejó por fin.

      Bella se ocupó entonces de un mercader de frutas, encanta­do de proporcionar su producción al templo. Luego le queda­ban sólo dos mercaderes y su asno, un soberbio rucio de ejem­plar tranquilidad.

     De pronto, la muchacha reconoció a Edward, y su corazón pal­pitó más de prisa. Le habría gustado hablarle de su temor a no volver a verlo nunca más y de la profunda alegría que sentía en ese instante.

-Os ofrecemos un vino de primera calidad -dijo Emmett-. ¿Queréis olerlo y probarlo? Bella asintió.

-Tengo que haceros importantes revelaciones -murmuró Edward.

-Debéis hablar con el sumo sacerdote.

-¿Cómo hacerlo sin peligro?

-El controlador tomará nota de vuestra entrega de vino y seguiréis a los demás proveedores hasta el almacén principal. Emmett esperará allí, en compañía del asno, y yo os entregaré una túnica blanca de sacerdote puro. Luego, vos iréis a la sala de los archivos de Charlie.

Ambos hombres observaron las consignas.

Emmett, inquieto, permaneció ojo avizor. No dudaba en ab­soluto de la sinceridad de Bella, pero temía que la muchacha fuese objeto de vigilancia y, muy a su pesar, les hiciera caer en una trampa.

En el almacén se sirvió una colación a los proveedores aceptados por el templo. Emmett discutió con un mercader de legumbres, y Edward aprovechó la circunstancia para esfumarse.

¿Y si el sumo sacerdote se había doblegado al enemigo, si obedecía al rey y a su policía, si favorecía su carrera entregando al poder a un criminal huido?

 

 

 

Bella comprobó que nadie los observaba y empujó la puer­ta, por lo común cerrada, que daba acceso a la reserva de papiro de la sala de los archivos del sumo sacerdote Charlie. El local estaba oscuro y silencioso.

Edward entró y se detuvo. Si se trataba de una emboscada, era imposible huir. Pero Bella no podía traicionarlo.

-¿Qué debes comunicarme? -interrogó la severa voz del sumo sacerdote.

-Los dos hombres capaces de reconocer mi inocencia han muerto. El Terco ha sido víctima de un accidente, entre los mer­cenarios de Náucratis, y degollaron a mi colega Demos, cuyo cadáver encontré en mi habitación. Naturalmente, me acusarán de ese crimen. Gracias a mi amigo Emmett, conseguí huir.

-Malas noticias -estimó el sumo sacerdote.

-Ahora lo veo más claro. Es cierto que no he encontrado el casco del rey Amasis; sin embargo, dispongo de elementos se­guros. Una mujer de negocios griega, llamada Rose, quiere tras­tornar la economía egipcia introduciendo la esclavitud y la cir­culación de monedas.

-Todo eso es contrario a la ley de Maat. El faraón se opon­drá a semejantes medidas.

     -¿Acaso no las alienta discretamente? -preguntó Edward-. Es un gran admirador de la cultura griega. ¿Acaso no las conside­ra un progreso que debe imponerse a las Dos Tierras?

 

 

La pregunta turbó al sumo sacerdote.

-En ese caso, la venganza de los dioses sería terrible.

-Sin duda, el servicio de los intérpretes interceptó docu­mentos referentes a esa conspiración -supuso Edward-. Por eso debía ser eliminado. Y el papiro cifrado contiene importantes informaciones destinadas a los conjurados.

-¡Hipótesis, Edward, son sólo hipótesis!

-¡Estos nuevos asesinatos son hechos! Y la dama Rose no oculta sus intenciones. Dicho de otro modo: tiene cómplices en el gobierno.

-No he conseguido descifrar el código -deploró Bella-. Sólo un escriba de alto rango podría hacerlo.

-Es preciso interrogar al médico en jefe Cayo -declaró Edward.

-Ha muerto -reveló el sumo sacerdote.

-¿Una muerte... natural?

-Lo ignoramos.

-¡Qué casualidad! Ahora, más que nunca, soy el culpable ideal. Nadie atestiguará mi inocencia, todas las pistas han sido cortadas.

-Escribí al patrón del servicio de los intérpretes -declaró la muchacha-, y su alma me respondió: «Los antepasados po­seen el código.»

-Menuda ayuda -deploró el sumo sacerdote-. En ausencia de más precisiones, es imposible utilizar esta indicación.

-¡Tal vez las obtengamos!

-¿Serán suficientes? -se preguntó Edward.

-Rindámonos a la evidencia -dijo Charlie-. Sólo el juez Carlisle puede salvar a Edward. Debes entregarte y revelar lo que has descubierto. Edward es un hombre íntegro y ni siquiera el faraón está por encima de las leyes. Se llevará a cabo una investiga­ción minuciosa y se descubrirá tu inocencia.

-No tengo confianza alguna en ese magistrado -protestó el joven escriba.

-Carlisle es el patrón de la justicia egipcia -recordó el sumo sacerdote-. Si traicionara la ley de Maat, nuestra civilización no tardaría en derrumbarse. Desde su punto de vista, en fun­ción de tu catastrófico expediente, pareces el peor de los crimi­nales. Cuando te vea y te escuche, sin embargo, cambiará de opinión.

-¿No estáis enviándome a la muerte?

-Yo mismo anunciaré tu andadura al juez y le pediré garan­tías: nada de arresto antes de que te expliques. Si no me lo con­cede, esa entrevista no se celebrará. Tú sabrás convencerlo, es­toy seguro.

 

 

Encerrado en la sala de los archivos del sumo sacerdote, Edward intentaba, una vez más, encontrar el código del papiro origen de su desgracia. ¿Estaban invertidos aquellos jeroglíficos?, ¿mez­cladas las palabras, variaba el sentido de la lectura en función de una idea o de una agrupación de signos?

Pero todos sus intentos fracasaron. El texto se burlaba de él, era indescifrable.

Fatigado, al borde de la desesperación, el joven pensó en Bella. Volver a verla le había procurado un instante de indes­criptible felicidad. Y se sentía estúpido, incapaz de revelarle el ardor de sus sentimientos. De modo que eso era el amor, la cer­teza de que un ser tan diferente de uno mismo, tan lejano, tan inaccesible, se convertía en la principal razón para vivir.

La puerta se abrió y Bella entró en la estancia a paso lento.

-Os traigo agua y una torta rellena de habas y queso.

Edward se levantó.

-¿Conseguirá negociar el sumo sacerdote?

-El juez lo escuchará. Y vos podréis defenderos por fin.

Vuestro amigo Emmett ha salido del templo y se encuentra con su asno en un establo cercano a la entrada de los proveedores.

-Bella...

-Debo ir de inmediato al taller de tejidos. Y la joven, inaprensible, escapó.

Edward no tenía medio alguno de retenerla. Ella era una sacer­dotisa de Neit destinada a una excepcional carrera; él, un asesi­no huido. Sus vidas sólo podían cruzarse brevemente.

Edward degustó su sumaria comida e intentó emprenderla de nue­vo con el papiro, pero el rostro de Bella le impidió concentrarse.

Renunciar a ella le provocaba un dolor insoportable. Ver la felicidad y negarla de inmediato lo estaba torturando. Ahora bien, parecía imposible pedirle algo más que una ayuda mo­mentánea. ¡Ya corría enormes riesgos!

Al caer la noche, ella regresó.

-¿Por qué no viene el sumo sacerdote? -se preocupó él.

-La negociación debe de ser ardua.

-¿Y si el juez lo detiene?

-Carlisle no actuará así. Quiere la verdad, y sólo vos podéis procurársela.

-Perdonadme, Bella, por turbar la paz de vuestra existencia. Me siento en falta y...

-Sólo cuenta la ley de Maat -lo interrumpió ella-. No po­dría permanecer de brazos cruzados sabiéndoos injustamente acusado.

      -Vuestra confianza me conmueve profundamente, y me gustaría tanto deciros...

La penumbra ocultaba los rasgos de la muchacha.

-Os escucho -murmuró.

Los pasos de Charlie resonaron entonces en el enlosado.

-El juez Carlisle acepta encontrarse contigo -anunció-. Me concede un favor excepcional, aunque no va a repetirlo. Ten­drás que mostrarte muy convincente, Edward.

Capítulo 20: CAPÍTULO 19 Capítulo 22: CAPÍTULO 21

 


Capítulos

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