EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
Visitas: 54986
Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

Mis otras historias:

El heredero

 El escritor de sueños

BDSM

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 14: CAPÍTULO 13

 

 

CAPÍTULO 13

Estáis satisfecho? -preguntó el sumo sacerdote al juez Carlisle.

-Mi dispositivo de vigilancia impedía que nadie saliera del recinto sagrado antes de finalizar el registro. Sin embargo, se ha producido un incidente. Una sacerdotisa, acompañada por un hombre, ha conseguido cruzar el primer puesto de guardia alegando su función de Superiora de las cantantes y las tejedo­ras. ¿De quién se trata?

-De Bella.

-Una mujer de edad y de gran experiencia, supongo.

-No, una joven sacerdotisa de cualidades reconocidas por todos. Su nombramiento fue aprobado por unanimidad.

-¿La designasteis vos?

-En efecto.

-¿Por qué ha huido?

-¿Huido? Pero ¿qué estáis imaginando?

-¿Dónde reside?

-La reforma de su alojamiento oficial concluirá mañana mismo.

El tono del juez se endureció.

-¿Dónde reside... actualmente?

-En su morada familiar, cerca del templo.

 

-¿Aceptáis acompañarme allí?

-¿Y si me niego?

-Referiré vuestra actitud al rey y exigiré un interrogatorio a fondo para obtener la verdad. Vuestro título de sumo sacerdote de Neit no os sitúa por encima de las leyes. Si habéis albergado a ese criminal y si la tal Bella ha huido con él para ocultarlo en su casa, seréis castigado, ambos, en la medida del delito. Y el tribunal no manifestará indulgencia alguna.

-Vuestras acusaciones son insultantes y grotescas. Por mi parte, podéis estar seguro de que hablaré al rey del mo­do en que lleváis vuestra investigación, sospechando de ino­centes.

-¿Me acompañaréis a casa de Bella?

-Me doblegaré ante vuestras órdenes por última vez.

Bella adoptó un aspecto ponderado y no dio la menor señal de inquietud.

¿Cómo iba a justificarse Bella? ¿Habría cometido la impru­dencia de acoger a Edward en su casa? En caso de arresto, el sumo sacerdote y su protegida serían considerados culpables de com­plicidad en asesinato, destituidos y encarcelados. Nadie creería en la inocencia del joven escriba.

La puerta de la modesta morada de Bella estaba cerrada.

Un policía llamó.                                                                                               

-¡Abrid, el juez Carlisle desea hablaros!

Al cabo de unos instantes apareció la muchacha.

-Juez Carlisle... ¡Y vos, sumo sacerdote!

-¿Por qué habéis huido? -atacó el magistrado.

-¿Huido, yo?

-Habéis abandonado el templo en compañía de un hombre y cruzado un puesto de guardia a pesar de mis consignas.

-En efecto, se trataba de una urgencia.

-¿Cuál?

-Una gran grieta en mi terraza. Si lloviera, mi habitación podría inundarse. De modo que he pedido a un albañil del tem­plo que interviniera sin tardanza.

El juez Carlisle sonrió con ferocidad.

-Y el albañil está trabajando, supongo...

-Claro está.

-Iré a comprobarlo.

Charlie estaba consternado. Bella, ingenua, se creía segura en su casa, infravalorando la tenacidad del adversario. Aunque Edward consiguiera huir saltando de un tejado a otro, los policías le darían alcance.

-No os mováis de aquí -ordenó el juez.

Dos fortachones lo precedieron. Subieron de cuatro en cua­tro los peldaños de la escalera, se abalanzaron sobre el obrero y lo arrojaron al suelo.

-¡Bueno, escriba Edward! -exclamó el juez, encantado-. La ca­rrera ha terminado.

El hombre, bajo, moreno, con la frente cruzada por una ci­catriz, no se parecía en absoluto al retrato del asesino.

-¡No soy escriba! -protestó, aterrorizado-. Trabajo como albañil en el templo de Neit y he venido a tapar una grieta, por­que la Superiora me lo ha pedido.

-Soltadlo -decidió el juez, despechado-. Y registremos la
casa.                                                                                                                          

Por el rostro de Carlisle, el sumo sacerdote comprendió que la situación evolucionaba de modo favorable. Cuando el juez su­bió de la bodega, se dirigió a Bella.

-El escriba intérprete Edward es un peligroso criminal fugado. ¿Se ha puesto en contacto con vos, de un modo u otro?

-¿Por qué iba a dirigirse a mí un asesino? -se indignó la muchacha.

El magistrado le mostró el retrato.

-Mirad bien este rostro. Si os encontráis con este monstruo, avisadme de inmediato.

 

-No tengo posibilidad alguna de encontrarlo en el templo, donde residiré a partir de mañana.

-El juez Carlisle está al corriente -confirmó el sumo sacerdo­te-. Y si ya no tiene necesidad de nosotros, iremos a celebrar el ritual vespertino. Espero que policías y militares regresen ahora a sus cuarteles.

-Por vuestra propia seguridad -dijo Carlisle-, dejaré aquí por algún tiempo este dispositivo de vigilancia. Si no tenéis nada que esconder, imagino que no os molestará.

-Deploro ese inútil golpe de fuerza y así se lo comunicaré al rey.

Charlie y Bella se alejaron entonces del juez.

-¿Dónde está Edward?

-No ha salido del templo en ningún momento. Cuando he advertido la presencia de las fuerzas del orden, le he pedido que se desplazara todo el tiempo detrás de vos. Llevándome al yesero, estaba segura de atraer la atención del juez y de probar­le así nuestra inocencia. Edward ha regresado a vuestra sala de ar­chivos y nos aguarda allí. Tras semejante fracaso, el juez no se atreverá a registrar de nuevo el dominio de la diosa Neit.

 

 

El sumo sacerdote Charlie ya no tenía la menor duda: el juez Carlisle obedecía a los asesinos, que querían hacer creer en la culpabilidad del escriba Edward. El modo en que dirigía su investigación demostraba su parcialidad, y la denuncia ca­lumniosa era sólo un pretexto de su invención. Al actuar cum­pliendo órdenes, ponía en guardia al templo de Neit contra cualquier veleidad de ayudar al sospechoso.

El sumo sacerdorte, que confiaba en la inocencia del rey, debía revelarle la actuación de ese juez y rogarle que le arreba­tara el caso en beneficio de un magistrado más íntegro, que pudiera escuchar a Edward sin prejuicios.

Charlie nunca había visto tantos soldados cerca de palacio. Impidiendo el acceso a la rampa que conducía a la entrada princi­pal, dispersaban a los curiosos. El visitante se topó con un oficial.

-Nadie puede entrar.

-El rey recibirá al sumo sacerdote de Neit.

-Aguardad aquí.

El oficial fue a buscar a su superior.

-Tened la bondad de acompañarme, os lo ruego.

-¿Acaso ha sucedido algo grave?

-Lo ignoro, sumo sacerdote. He recibido la orden de acom­pañar a las personalidades hasta el canciller.

 

Aro acababa de despedir a un alto funcionario, y su aspec­to huraño no presagiaba nada bueno.

-Deseo hablar con su majestad -declaró Charlie.

-Lo siento, eso es imposible.

-¿Por qué razón?

-Secreto de Estado.

      -¿A quién le estáis tomando el pelo, canciller? Expulsad­me si os atrevéis.

-Sed comprensivo. Las circunstancias...

-Quiero verlo de inmediato.

-Os repito que es imposible.

-Asunto de Estado, canciller. Y no admite ningún retraso.

Aro pareció hastiado.

-Tal vez la reina acepte recibiros.

-Esperaré lo que sea necesario.

El sumo sacerdote no aguardó mucho tiempo. Un chambe­lán lo condujo hasta la sala de recepción de la reina, donde unas pinturas de estilo griego se mezclaban con la más clásica decoración floral egipcia.

Con una larga túnica verde y el cuello adornado por un collar de cinco vueltas de cuentas multicolores, Tanit lucía radiante.

-¿Está enfermo el rey? -quiso saber Charlie.

-Digamos que... contrariado.                                                                        

-Siento mucho importunaros, pero debo hablar con su ma­jestad.

-¿Es realmente urgente?

-Sí.

-Intentaré convencer al faraón. Esta vez, la espera se prolongó.

      La reina en persona condujo al sumo sacerdote hasta el des­pacho de Amasis.

     -Dejadnos -le ordenó éste-. Bueno, sumo sacerdote, ¿y esta urgencia?

-El juez Carlisle persigue al templo de Neit, majestad. Lleva a cabo su investigación de un modo inaceptable. Buscar a un asesino no implica arrastrar por el lodo a los inocentes.

-Este asunto acaba de cambiar de naturaleza -reveló el rey-, y sólo un magistrado experto e íntegro como Carlisle podrá descubrir la verdad sin andarse con miramientos.

-Permitidme que proteste...

-¡Vos no estáis al corriente de nada! Han robado mi casco.

-¿Vuestro casco?... ¿Os referís...?

-Sí, aquel con el que me tocó un soldado para coronarme faraón ante mi ejército, cuando mi predecesor, Apries, llevaba al país al desastre. Primero rechacé tan pesada responsabilidad y ese modo de acceder al poder. Luego acepté mi destino y la decisión de los dioses. Ese casco era el símbolo y garantizaba mágicamente mi legitimidad. Sin él, mi poder desaparecerá.

-La práctica de los ritos lo mantendrá, majestad. Cuando os tocáis con la corona de Osiris, ya no sois un general victorioso, sino el faraón que vierte sobre las Dos Tierras la luz del más allá.

-Alguien intenta destruirme -reveló Amasis-. El asesinato de los intérpretes y el robo del casco están vinculados.

-¿De qué modo?

-Lo ignoro aún. Henat y los agentes de los servicios secre­tos lo descubrirán.

-Sus métodos, majestad...

-¡Les he dado absoluta libertad de acción!

-Violar la Regla de Maat engendrará la desgracia.

      -¿Acaso, al matar a sus colegas, no fue el escriba Edward el principal culpable? A pesar de su juventud, sospecho que es la cabeza pensante de la organización que intenta derribarme. ¡Es inútil evocar la amenaza persa! Aquí mismo, en el interior de Egipto, se conspira contra mí. Y mis adversarios se engañan creyendo en mi abatimiento. Soy un guerrero y venceré en esta nueva batalla. Por lo que a vos respecta, sumo sacerdote, cele­brad los ritos y conservadme los favores de las divinidades. So­bre todo, no tratéis de intervenir. Este asunto os supera y no disponéis de las armas necesarias para resolverlo. Cualquier gestión intempestiva corre el riesgo de comprometer el éxito de la investigación, por lo que será severamente castigada. Desamparado, Charlie se retiró.

¿Era sincero Amasis o hacía comedia? ¿Qué pretendía al alejar del poder al sumo sacerdote de Neit? Privarse así de su ayuda y sus consejos llevaría al faraón a aislarse, a atarse inclu­so escuchando a sus enemigos.

Lo único cierto era que el destino de un joven escriba ino­cente estaba decidido, y nada ni nadie le permitiría escapar de la injusticia.

 

Cuando se abrió la puerta de los archivos del sumo sacerdo­te Charlie, Edwad se sobresaltó.


¿Iban a detenerlo unos policías?

Sería inútil clamar su inocencia. Así pues, se defendería con uñas y dientes, ya que prefería caer bajo sus golpes a pudrirse en prisión.

-Soy yo, Bella -anunció la voz melodiosa de la sacerdotisa.

Edward, aliviado, salió entonces de su escondite.

-El asunto ha adquirido un nuevo cariz -reveló la mucha­cha-. Acaban de robar el tesoro de palacio, el famoso casco con el que un soldado tocó al general Amasis para proclamarlo Faraón. La capital ha sido puesta en estado de alerta, la policía y el ejército están por todas partes, y el sumo sacerdote da ins­trucciones que pretenden restringir temporalmente la actividad de los templos.

-Amasis teme que un usurpador se toque con el casco y se ponga a la cabeza de los sediciosos, afirmándose como nuevo rey.

-Los generales, comenzando por Fanes de Halicarnaso, son fieles al faraón Amasis, a quien se lo deben todo -objetó Bella-. ¿Cómo podrían los insurrectos acabar con las fuerzas de seguridad?

    -Parece que tenéis razón, pero han robado el casco, privando así a Amasis del símbolo de su poder. Mágicamente, el rey se debilita. Y el ladrón tiene forzosamente la intención de ocupar su lugar. Sólo un alto dignatario ha podido concebir semejante proyecto.

 

 

-El rey tiene plena confianza en Carlisle -precisó Edward-. Se niega a arrebatarle el caso, y considera que el robo del casco y el asesinato de los intérpretes están vinculados.

-¿De qué modo? -se extrañó el escriba.

-Vos sois el vínculo: el asesino y la cabeza pensante de la facción decidida a derribar al monarca.

Abatido, el joven tomó asiento en un taburete plegable.

-¡Tendré que huir, Bella! ¿Por qué este insensato encarniza­miento contra mí?

-Nada tiene de insensato y corresponde a un plan sabia­mente elaborado donde vos ocupáis el papel del culpable ideal.

-¡El faraón en persona exige mi muerte! ¿Y si él mismo hu­biera decidido la ejecución de mis colegas?

-Hoy, Amasis aparece más bien como una víctima -recor­dó Bella.

Edward puso la cabeza entre las manos.

-¡Una tormenta de arena me impide ver a dos pasos! Todo
se vuelve oscuro e incomprensible. Estoy perdido, Bella.
Ella se acercó, y él olió su perfume.

-Intentan haceros perder la razón y el valor, y han prohibi­do al sumo sacerdote que intervenga. Sin embargo, no perma­neceremos de brazos cruzados. Además, ignoran que yo estoy a vuestro lado.

Edward tuvo la sensación de que la sonrisa de la muchacha no era sólo la de una amiga o una confidente, pero se prohibió divagar.

-¡Corréis demasiados riesgos!

-En Egipto, una mujer es libre de actuar a su antojo. ¿Aca­so no es ése uno de los más hermosos florones de nuestra civili­zación?

 

-No tengo porvenir alguno, Bella...

-¿Y si encontrarais el casco? Edward se quedó boquiabierto.

-Si creemos a Amasis -le recordó ella-, el robo y los asesi­natos están vinculados. Pero ¿dispone de informaciones secre­tas para afirmarlo? No dejemos vagar nuestra imaginación, sal­gamos de esta tormenta y volvamos a los hechos.

-Mi mejor amigo, el actor Emmet, está encarcelado por mi culpa. Tal vez haya expirado ya, a menos que haya sido conde­nado a trabajos forzados en un oasis.

-Trataré de averiguarlo -prometió Bella-. Lo esencial sigue siendo el papiro cifrado. A mi entender, es lo que buscaban los asesinos. Y siguen buscándolo. He comenzado a estudiarlo uti­lizando los archivos de la Casa de Vida. Me temo que será una tarea larga y difícil.

-¡Y sin garantías de éxito! –deploró Edward-. Carecemos de un hilo conductor.

-Pero forzosamente existe. Contad con mi paciencia y mi determinación.

    ¡Cómo le habría gustado estrecharla tiernamente contra sí! Pero ella era la Superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit, una mujer de extraordinaria belleza y de una inteli­gencia fuera de lo común, destinada a la sucesión del sumo sa­cerdote. Forzosamente se desposaría con un alto dignatario.

-Hagamos dos copias del documento cifrado -recomendó ella-, y ocultemos el original.

-¿En qué lugar?

-Donde nadie lo busque: en la capilla funeraria prevista para el faraón Amasis, tras su estatua de culto. Vos conserva­réis la copia hecha de mi puño y letra y yo me quedaré con la vuestra. Así, ambos podremos trabajar en el documento en cualquier instante.

Edward asintió y ambos jóvenes se pusieron manos a la obra.

De aquellos pocos signos de incomprensible ensamblado dependía el porvenir.

-No olvidemos al lechero ni a Demos -dijo el escriba-. El primero entregó el brebaje mortal y, tal vez, lo envenenó. Por lo que al griego se refiere, su papel sigue siendo oscuro: ¿cómpli­ce o víctima?

-No se encontraba entre los cadáveres -recordó Bella.

-Como yo, debió de huir temiendo que lo acusaran erró­neamente.

-¿Y por qué no bebió la leche?

-Un concurso de circunstancias...

-No creo en la inocencia de vuestro ex amigo.

-Su testimonio será crucial, como el del lechero. Ahora bien, al parecer, uno y otro se encuentran en Náucratis, la ciudad griega del Delta que no deja de crecer gracias a la benevolencia del faraón Amasis. Debo ir allí y encontrarlos.

-¡Si son culpables, os matarán!

-Tomaré precauciones.

      -¡Allí no conocéis a nadie! -se preocupó la muchacha.

-Sí, a mi profesor de griego, ya retirado. Su ayuda será de­cisiva.

-¿No os denunciará a las autoridades?

-No lo creo.                                                                                                         

-¡Es demasiado arriesgado!

-Es mi única posibilidad, Bella.

-Sed prudente, os lo ruego. Y, sobre todo, regresad.

Capítulo 13: CAPÍTULO 12 Capítulo 15: CAPÍTULO 14

 


Capítulos

Capitulo 1: PRÓLOGO Capitulo 2: CAPÍTULO 1 Capitulo 3: CAPÍTULO 2 Capitulo 4: CAPÍTULO 3 Capitulo 5: CAPÍTULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: CAPÍTULO 18 Capitulo 20: CAPÍTULO 19 Capitulo 21: CAPÍTULO 20 Capitulo 22: CAPÍTULO 21 Capitulo 23: CAPÍTULO 22 Capitulo 24: CAPÍTULO 23 Capitulo 25: CAPÍTULO 24 Capitulo 26: CAPÍTULO 25 Capitulo 27: CAPÍTULO 26 Capitulo 28: CAPÍTULO 27 Capitulo 29: CAPÍTULO 28 Capitulo 30: CAPÍTULO 29 Capitulo 31: CAPÍTULO 30 Capitulo 32: CAPÍTULO 31 Capitulo 33: CAPÍTULO 32 Capitulo 34: CAPÍTULO 1 Capitulo 35: CAPÍTULO 2 Capitulo 36: CAPÍTULO 3 Capitulo 37: CAPÍTULO 4 Capitulo 38: CAPÍTULO 5 Capitulo 39: CAPÍTULO 6 Capitulo 40: CAPÍTULO 7 Capitulo 41: CAPÍTULO 8 Capitulo 42: CAPÍTULO 9 Capitulo 43: CAPÍTULO 10 Capitulo 44: CAPÍTULO 11 Capitulo 45: CAPÍTULO 12 Capitulo 46: CAPÍTULO 13 Capitulo 47: CAPÍTULO 14 Capitulo 48: CAPÍTULO 15 Capitulo 49: CAPÍTULO 16 Capitulo 50: CAPÍTULO 17 Capitulo 51: CAPÍTULO 18 Capitulo 52: CAPÍTULO 19 Capitulo 53: CAPÍTULO 20 Capitulo 54: CAPÍTULO 21 Capitulo 55: CAPÍTULO 22 Capitulo 56: CAPÍTULO 23 Capitulo 57: CAPÍTULO 24 Capitulo 58: CAPÍTULO 25 Capitulo 59: CAPÍTULO 26 Capitulo 60: Gracias

 


 
14449045 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10763 usuarios