-¿Aceptáis acompañarme allí?
-¿Y si me niego?
-Referiré vuestra actitud al rey y exigiré un interrogatorio a fondo para obtener la verdad. Vuestro título de sumo sacerdote de Neit no os sitúa por encima de las leyes. Si habéis albergado a ese criminal y si la tal Bella ha huido con él para ocultarlo en su casa, seréis castigado, ambos, en la medida del delito. Y el tribunal no manifestará indulgencia alguna.
-Vuestras acusaciones son insultantes y grotescas. Por mi parte, podéis estar seguro de que hablaré al rey del modo en que lleváis vuestra investigación, sospechando de inocentes.
-¿Me acompañaréis a casa de Bella?
-Me doblegaré ante vuestras órdenes por última vez.
Bella adoptó un aspecto ponderado y no dio la menor señal de inquietud.
¿Cómo iba a justificarse Bella? ¿Habría cometido la imprudencia de acoger a Edward en su casa? En caso de arresto, el sumo sacerdote y su protegida serían considerados culpables de complicidad en asesinato, destituidos y encarcelados. Nadie creería en la inocencia del joven escriba.
La puerta de la modesta morada de Bella estaba cerrada.
Un policía llamó.
-¡Abrid, el juez Carlisle desea hablaros!
Al cabo de unos instantes apareció la muchacha.
-Juez Carlisle... ¡Y vos, sumo sacerdote!
-¿Por qué habéis huido? -atacó el magistrado.
-¿Huido, yo?
-Habéis abandonado el templo en compañía de un hombre y cruzado un puesto de guardia a pesar de mis consignas.
-En efecto, se trataba de una urgencia.
-¿Cuál?
-Una gran grieta en mi terraza. Si lloviera, mi habitación podría inundarse. De modo que he pedido a un albañil del templo que interviniera sin tardanza.
El juez Carlisle sonrió con ferocidad.
-Y el albañil está trabajando, supongo...
-Claro está.
-Iré a comprobarlo.
Charlie estaba consternado. Bella, ingenua, se creía segura en su casa, infravalorando la tenacidad del adversario. Aunque Edward consiguiera huir saltando de un tejado a otro, los policías le darían alcance.
-No os mováis de aquí -ordenó el juez.
Dos fortachones lo precedieron. Subieron de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera, se abalanzaron sobre el obrero y lo arrojaron al suelo.
-¡Bueno, escriba Edward! -exclamó el juez, encantado-. La carrera ha terminado.
El hombre, bajo, moreno, con la frente cruzada por una cicatriz, no se parecía en absoluto al retrato del asesino.
-¡No soy escriba! -protestó, aterrorizado-. Trabajo como albañil en el templo de Neit y he venido a tapar una grieta, porque la Superiora me lo ha pedido.
-Soltadlo -decidió el juez, despechado-. Y registremos la
casa.
Por el rostro de Carlisle, el sumo sacerdote comprendió que la situación evolucionaba de modo favorable. Cuando el juez subió de la bodega, se dirigió a Bella.
-El escriba intérprete Edward es un peligroso criminal fugado. ¿Se ha puesto en contacto con vos, de un modo u otro?
-¿Por qué iba a dirigirse a mí un asesino? -se indignó la muchacha.
El magistrado le mostró el retrato.
-Mirad bien este rostro. Si os encontráis con este monstruo, avisadme de inmediato.
-No tengo posibilidad alguna de encontrarlo en el templo, donde residiré a partir de mañana.
-El juez Carlisle está al corriente -confirmó el sumo sacerdote-. Y si ya no tiene necesidad de nosotros, iremos a celebrar el ritual vespertino. Espero que policías y militares regresen ahora a sus cuarteles.
-Por vuestra propia seguridad -dijo Carlisle-, dejaré aquí por algún tiempo este dispositivo de vigilancia. Si no tenéis nada que esconder, imagino que no os molestará.
-Deploro ese inútil golpe de fuerza y así se lo comunicaré al rey.
Charlie y Bella se alejaron entonces del juez.
-No ha salido del templo en ningún momento. Cuando he advertido la presencia de las fuerzas del orden, le he pedido que se desplazara todo el tiempo detrás de vos. Llevándome al yesero, estaba segura de atraer la atención del juez y de probarle así nuestra inocencia. Edward ha regresado a vuestra sala de archivos y nos aguarda allí. Tras semejante fracaso, el juez no se atreverá a registrar de nuevo el dominio de la diosa Neit.
Aro acababa de despedir a un alto funcionario, y su aspecto huraño no presagiaba nada bueno.
-Deseo hablar con su majestad -declaró Charlie.
-Lo siento, eso es imposible.
-¿Por qué razón?
-Secreto de Estado.
-¿A quién le estáis tomando el pelo, canciller? Expulsadme si os atrevéis.
-Sed comprensivo. Las circunstancias...
-Quiero verlo de inmediato.
-Os repito que es imposible.
-Asunto de Estado, canciller. Y no admite ningún retraso.
Aro pareció hastiado.
-Tal vez la reina acepte recibiros.
-Esperaré lo que sea necesario.
El sumo sacerdote no aguardó mucho tiempo. Un chambelán lo condujo hasta la sala de recepción de la reina, donde unas pinturas de estilo griego se mezclaban con la más clásica decoración floral egipcia.
Con una larga túnica verde y el cuello adornado por un collar de cinco vueltas de cuentas multicolores, Tanit lucía radiante.
-¿Está enfermo el rey? -quiso saber Charlie.
-Digamos que... contrariado.
-Siento mucho importunaros, pero debo hablar con su majestad.
-¿Es realmente urgente?
-Sí.
-Intentaré convencer al faraón. Esta vez, la espera se prolongó.
La reina en persona condujo al sumo sacerdote hasta el despacho de Amasis.
-Dejadnos -le ordenó éste-. Bueno, sumo sacerdote, ¿y esta urgencia?
-El juez Carlisle persigue al templo de Neit, majestad. Lleva a cabo su investigación de un modo inaceptable. Buscar a un asesino no implica arrastrar por el lodo a los inocentes.
-Este asunto acaba de cambiar de naturaleza -reveló el rey-, y sólo un magistrado experto e íntegro como Carlisle podrá descubrir la verdad sin andarse con miramientos.
-Permitidme que proteste...
-¡Vos no estáis al corriente de nada! Han robado mi casco.
-¿Vuestro casco?... ¿Os referís...?
-Sí, aquel con el que me tocó un soldado para coronarme faraón ante mi ejército, cuando mi predecesor, Apries, llevaba al país al desastre. Primero rechacé tan pesada responsabilidad y ese modo de acceder al poder. Luego acepté mi destino y la decisión de los dioses. Ese casco era el símbolo y garantizaba mágicamente mi legitimidad. Sin él, mi poder desaparecerá.
-La práctica de los ritos lo mantendrá, majestad. Cuando os tocáis con la corona de Osiris, ya no sois un general victorioso, sino el faraón que vierte sobre las Dos Tierras la luz del más allá.
-Alguien intenta destruirme -reveló Amasis-. El asesinato de los intérpretes y el robo del casco están vinculados.
-¿De qué modo?
-Lo ignoro aún. Henat y los agentes de los servicios secretos lo descubrirán.
-Sus métodos, majestad...
-¡Les he dado absoluta libertad de acción!
-Violar la Regla de Maat engendrará la desgracia.
-¿Acaso, al matar a sus colegas, no fue el escriba Edward el principal culpable? A pesar de su juventud, sospecho que es la cabeza pensante de la organización que intenta derribarme. ¡Es inútil evocar la amenaza persa! Aquí mismo, en el interior de Egipto, se conspira contra mí. Y mis adversarios se engañan creyendo en mi abatimiento. Soy un guerrero y venceré en esta nueva batalla. Por lo que a vos respecta, sumo sacerdote, celebrad los ritos y conservadme los favores de las divinidades. Sobre todo, no tratéis de intervenir. Este asunto os supera y no disponéis de las armas necesarias para resolverlo. Cualquier gestión intempestiva corre el riesgo de comprometer el éxito de la investigación, por lo que será severamente castigada. Desamparado, Charlie se retiró.
¿Era sincero Amasis o hacía comedia? ¿Qué pretendía al alejar del poder al sumo sacerdote de Neit? Privarse así de su ayuda y sus consejos llevaría al faraón a aislarse, a atarse incluso escuchando a sus enemigos.
Lo único cierto era que el destino de un joven escriba inocente estaba decidido, y nada ni nadie le permitiría escapar de la injusticia.
Cuando se abrió la puerta de los archivos del sumo sacerdote Charlie, Edwad se sobresaltó.
¿Iban a detenerlo unos policías?
Sería inútil clamar su inocencia. Así pues, se defendería con uñas y dientes, ya que prefería caer bajo sus golpes a pudrirse en prisión.
-Soy yo, Bella -anunció la voz melodiosa de la sacerdotisa.
Edward, aliviado, salió entonces de su escondite.
-El asunto ha adquirido un nuevo cariz -reveló la muchacha-. Acaban de robar el tesoro de palacio, el famoso casco con el que un soldado tocó al general Amasis para proclamarlo Faraón. La capital ha sido puesta en estado de alerta, la policía y el ejército están por todas partes, y el sumo sacerdote da instrucciones que pretenden restringir temporalmente la actividad de los templos.
-Amasis teme que un usurpador se toque con el casco y se ponga a la cabeza de los sediciosos, afirmándose como nuevo rey.
-Los generales, comenzando por Fanes de Halicarnaso, son fieles al faraón Amasis, a quien se lo deben todo -objetó Bella-. ¿Cómo podrían los insurrectos acabar con las fuerzas de seguridad?
-Parece que tenéis razón, pero han robado el casco, privando así a Amasis del símbolo de su poder. Mágicamente, el rey se debilita. Y el ladrón tiene forzosamente la intención de ocupar su lugar. Sólo un alto dignatario ha podido concebir semejante proyecto.
-El rey tiene plena confianza en Carlisle -precisó Edward-. Se niega a arrebatarle el caso, y considera que el robo del casco y el asesinato de los intérpretes están vinculados.
-¿De qué modo? -se extrañó el escriba.
-Vos sois el vínculo: el asesino y la cabeza pensante de la facción decidida a derribar al monarca.
Abatido, el joven tomó asiento en un taburete plegable.
-¡Tendré que huir, Bella! ¿Por qué este insensato encarnizamiento contra mí?
-Nada tiene de insensato y corresponde a un plan sabiamente elaborado donde vos ocupáis el papel del culpable ideal.
-¡El faraón en persona exige mi muerte! ¿Y si él mismo hubiera decidido la ejecución de mis colegas?
-Hoy, Amasis aparece más bien como una víctima -recordó Bella.
Edward puso la cabeza entre las manos.
-¡Una tormenta de arena me impide ver a dos pasos! Todo
se vuelve oscuro e incomprensible. Estoy perdido, Bella.
Ella se acercó, y él olió su perfume.
-Intentan haceros perder la razón y el valor, y han prohibido al sumo sacerdote que intervenga. Sin embargo, no permaneceremos de brazos cruzados. Además, ignoran que yo estoy a vuestro lado.
Edward tuvo la sensación de que la sonrisa de la muchacha no era sólo la de una amiga o una confidente, pero se prohibió divagar.
-¡Corréis demasiados riesgos!
-En Egipto, una mujer es libre de actuar a su antojo. ¿Acaso no es ése uno de los más hermosos florones de nuestra civilización?
-No tengo porvenir alguno, Bella...
-¿Y si encontrarais el casco? Edward se quedó boquiabierto.
-Si creemos a Amasis -le recordó ella-, el robo y los asesinatos están vinculados. Pero ¿dispone de informaciones secretas para afirmarlo? No dejemos vagar nuestra imaginación, salgamos de esta tormenta y volvamos a los hechos.
-Mi mejor amigo, el actor Emmet, está encarcelado por mi culpa. Tal vez haya expirado ya, a menos que haya sido condenado a trabajos forzados en un oasis.
-Trataré de averiguarlo -prometió Bella-. Lo esencial sigue siendo el papiro cifrado. A mi entender, es lo que buscaban los asesinos. Y siguen buscándolo. He comenzado a estudiarlo utilizando los archivos de la Casa de Vida. Me temo que será una tarea larga y difícil.
-¡Y sin garantías de éxito! –deploró Edward-. Carecemos de un hilo conductor.
-Pero forzosamente existe. Contad con mi paciencia y mi determinación.
¡Cómo le habría gustado estrecharla tiernamente contra sí! Pero ella era la Superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit, una mujer de extraordinaria belleza y de una inteligencia fuera de lo común, destinada a la sucesión del sumo sacerdote. Forzosamente se desposaría con un alto dignatario.
-Hagamos dos copias del documento cifrado -recomendó ella-, y ocultemos el original.
-¿En qué lugar?
-Donde nadie lo busque: en la capilla funeraria prevista para el faraón Amasis, tras su estatua de culto. Vos conservaréis la copia hecha de mi puño y letra y yo me quedaré con la vuestra. Así, ambos podremos trabajar en el documento en cualquier instante.
Edward asintió y ambos jóvenes se pusieron manos a la obra.
De aquellos pocos signos de incomprensible ensamblado dependía el porvenir.
-No olvidemos al lechero ni a Demos -dijo el escriba-. El primero entregó el brebaje mortal y, tal vez, lo envenenó. Por lo que al griego se refiere, su papel sigue siendo oscuro: ¿cómplice o víctima?
-No se encontraba entre los cadáveres -recordó Bella.
-Como yo, debió de huir temiendo que lo acusaran erróneamente.
-¿Y por qué no bebió la leche?
-Un concurso de circunstancias...
-No creo en la inocencia de vuestro ex amigo.
-Su testimonio será crucial, como el del lechero. Ahora bien, al parecer, uno y otro se encuentran en Náucratis, la ciudad griega del Delta que no deja de crecer gracias a la benevolencia del faraón Amasis. Debo ir allí y encontrarlos.
-¡Si son culpables, os matarán!
-Tomaré precauciones.
-¡Allí no conocéis a nadie! -se preocupó la muchacha.
-Sí, a mi profesor de griego, ya retirado. Su ayuda será decisiva.
-¿No os denunciará a las autoridades?
-No lo creo.
-¡Es demasiado arriesgado!
-Es mi única posibilidad, Bella.
-Sed prudente, os lo ruego. Y, sobre todo, regresad.