CAPÍTULO 14
El gran consejo estaba al completo: Aro, canciller real y gobernador de Sais; Henat, director del palacio y jefe de los servicios secretos; Pefy, ministro de Finanzas y de Agricultura; el juez Carlisle, jefe de la magistratura, y Fanes de Hali-carnaso, jefe de los ejércitos.
Como de costumbre, Pefy hizo un informe en cifras sobre la economía y se felicitó por los excelentes resultados.
-Sin embargo -concluyó-, deploro el constante aumento de funcionarios. Su número comienza a gravar el presupuesto del Estado.
-Su casta me apoya fielmente -objetó Amasis- y decido, por el contrario, contratar más inspectores del fisco para que hagan seriamente un inventario de las riquezas del país. Antaño sufríamos la competencia de los templos y de su administración. Hoy están reducidos al silencio y hemos recuperado la dirección de los negocios. Exijo también más tasas aduaneras y una declaración obligatoria de las rentas de cada ciudadano, que a partir de ahora pagará impuestos según sus ingresos.
Pefy se indignó.
-Ya hay bastantes impuestos, majestad, y...
-La discusión ha terminado. Esa idea de mis amigos griegos me complace sobremanera, y su aplicación me permitirá pagar mejor a mis soldados. Que los tribunales castiguen con severidad los intentos de fraude.
-Buenas noticias de la isla de Chipre -intervino Henat-. De sus astilleros saldrán muy pronto nuevas embarcaciones mercantes que nos permitirán llegar más rápidamente a Fenicia y a los puertos griegos. Nuestro protectorado militar funciona a las mil maravillas. Por lo que se refiere al tirano Polícrates de Samos, os asegura su amistad. Y el conjunto de las ciudades griegas confirma nuestros tratados de alianza. No obstante, una vez más me permito poner en guardia a vuestra majestad contra la ambición de Cambises, el emperador de Persia.
-¿Alguna novedad?
-No, pero...
-Entonces, confiemos en mi amigo Creso, jefe de la diplomacia persa e indefectible apoyo de Egipto. Si Cambises tuviera intenciones belicosas, seríamos advertidos inmediatamente de ello.
-Tengo el deber de mostrarme desconfiado -insistió el patrón de los servicios secretos.
-¿Sigues dudando de la palabra de Creso?
-En efecto, majestad. El marido de Mitetis, hija del faraón Apries, a quien destronasteis, puede concebir un deseo de venganza.
-¡Tonterías! Esos antiguos acontecimientos han sido olvidados, y el mundo ha cambiado. No habrá choque entre las civilizaciones persa y egipcia, pues todos deseamos vivir en paz.
-Al contrario que Egipto -recordó el canciller Aro-, Persia tiene un espíritu guerrero y conquistador. ¿No tendrá Cambises la intención de implantarse en Palestina y convertirla en un punto de partida para atacar Egipto?
-¡Eso sería una locura! ¿No dispones tú mismo, jefe de mi marina de guerra, de una poderosa arma de persuasión?
-La refuerzo día tras día -afirmó Aro-, y los persas no tienen posibilidad alguna de vencernos.
-Y por tierra tampoco pasarán -tronó Fanes de Halicarnaso-. Propongo una demostración de fuerza presidida por su majestad. La advertencia apagará los eventuales ardores de Cambises.
-Organízala con Aro -ordenó Amasis-. Sólidas alianzas, un ejército de profesionales aguerridos y bien equipados: ésas son mis respuestas a las veleidades de conquista de un joven emperador que tendrá que roer otro hueso. Y Creso acabará de convencerlo de que consolide la paz en vez de lanzarse a una desastrosa aventura.
-Sin embargo -murmuró Henat-, los últimos incidentes...
El faraón se volvió hacia Pefy.
-No consideré útil informarte del asesinato de los intérpretes, pero no se trataba de dejarte al margen. Hoy, dada la gravedad de los acontecimientos, el gran consejo en pleno debe ser alertado. Aquí mismo, en palacio, mi casco de general, símbolo del poder otorgado por el pueblo rebelado contra un mal rey, me ha sido robado. Dicho de otro modo, un usurpador tiene la intención de ponérselo y proclamarse faraón.
-Vos erais general en jefe y el ejército entero os eligió como rey -recordó Fanes de Halicarnaso-. Sigue siéndoos fiel, ningún oficial superior se atrevería a desafiaros. ¡Y cortaré la cabeza, por alta traición, al primer contestatario!
-Preferiría un juicio y una condena en toda regla -intervino Carlisle.
-Tal vez el peligro provenga de un civil -sugirió Amasis-. Fue un joven escriba el que asesinó a sus colegas. Y tengo la sensación de que esa tragedia está vinculada al robo de mi casco, que es preciso encontrar en seguida sin hacer público el incidente.
-Mis servicios ya están trabajando en ello -reveló Henat.
-Al margen de los miembros del consejo -precisó el monarca-, sólo el sumo sacerdote de Neit está informado del asunto. Sabrá sujetar su lengua, se limitará a sus indispensables actividades rituales y no turbará el curso de la investigación.
-¿Debo encargarme también de este asunto? -preguntó el juez Carlisle.
-¡Todos los miembros del gran consejo deben colaborar de modo eficaz! -exigió el rey-. ¿Cuándo detendrás, por fin, al tal Edward?
-El registro del dominio de Neit no produjo ningún resultado, majestad, y nadie se atrevería a imaginar que el sumo sacerdote es cómplice de un criminal. El documento anónimo sólo pretendía comprometerlo. Establecida la verdad, sólo podemos detener al culpable y hacerle hablar. Ni el escriba Edward ni su colega Demos me parecen en condiciones de perjudicaros. Sólo son fugitivos acosados. La ayuda del ejército y de los servicios secretos será bienvenida.
-Manos a la obra -ordenó Amasis.
Aro dejó salir a los demás miembros del gran consejo.
-¿Puedo hablaros en privado, majestad?
-Te escucho.
-Vuestro jefe de los servicios secretos es un gran profesional, ¿pero no creéis que se encarga de demasiados expedientes?
-¿Me aconsejas que desconfíe de él?
-No hasta ese punto. Sin embargo...
-¿Te refieres a algún hecho concreto?
-No, es una simple impresión, probablemente errónea. Dada la situación, prefiero confiaros mis dudas antes de que sea demasiado tarde. Vos dirigís y decidís.
-No lo olvido, canciller.
El canal unía Sais con la ciudad griega de Náucratis, situada al oeste de la capital, en el brazo Canópico del Nilo. Allí, Amasis había decidido concentrar el comercio griego, cada vez más floreciente. Hormigueante de vida, acogiendo a helenos de todos los orígenes, Náucratis, ciudad abierta y desprovista de fortificaciones, albergaba varios templos, especialmente el de Afrodita, la diosa equivalente a Isis-Hator, patraña de los marinos y protectora de la navegación.
En el puerto se hablaba griego, y Edward se felicitó por haber practicado diversos dialectos gracias a su profesor, instalado durante mucho tiempo en palacio para enseñar esa lengua al rey y a sus consejeros. El escriba tomó por una estrecha calleja que llevaba al barrio de los artesanos, donde trabajaban alfareros, orfebres, fabricantes de amuletos y de escarabeos y también herreros. Estaban autorizados a producir hojas y puntas de flecha de hierro, destinadas a los mercenarios griegos que formaban las tropas de élite de Amasis.
Edward se dirigió a un anciano que se hallaba sentado delante de su casa.
-Busco al profesor Glaucos.
-Pregunta en el puesto de aduanas. Allí conocen a todos los habitantes.
Amasis cobraba impuestos y tasas sobre las mercancías, y ningún comerciante escapaba a la cohorte de aduaneros.
El escriba prefería evitar cualquier contacto con las autoridades, por lo que preguntó a una decena de artesanos, pero no obtuvo respuesta alguna. Tal vez tendría más suerte consultando a un escribano público o a un sacerdote. Se acercó, pues, al templo de Apolo, muy visible en el centro de su explanada. Estaba rodeado por un muro, y parecía una ciudadela.
Edward vio entonces a un proveedor que, doblado bajo el peso de las vasijas de plata destinadas al santuario que llevaba a cuestas, a duras penas podía caminar.
-¿Puedo ayudaros?
-¡Si pudierais ayudarme a subir la escalera! Estos peldaños son penosos. ¿Vives por aquí?
-Estoy buscando al profesor Glaucos.
-El nombre me suena... Creo que le proporcioné tablillas para escribir el mes pasado. Hacemos la entrega en el templo y te acompaño hasta su casa.
La morada del profesor se hallaba en el extremo de una tranquila calleja, flanqueada por confortables alojamientos ocupados por notables.
Un portero vigilaba el acceso.
-¿Qué quieres, muchacho?
-Ver al profesor Glaucos.
-¿De parte de quién?
-De un antiguo alumno.
Limpio, correctamente vestido y con la actitud de un joven educado, el visitante no parecía un mendigo de baja estofa, de modo que el portero aceptó avisar a su patrón.
-Glaucos te espera.
De acuerdo con la costumbre egipcia, Edward se descalzó y se lavó los pies y las manos antes de entrar en la bonita casa, llena de vasijas griegas de tamaños y formas variados, cuya decoración evocaba algunos pasajes de la Odisea.
Glaucos ocupaba un elegante sillón de madera de ébano. Sus manos estrechaban un bastón.
-Estoy casi ciego -reconoció el profesor-, y no distingo los rasgos. ¿Cómo te llamas?
-¿Os acordáis del escriba Edward?
Una franca sonrisa iluminó el rostro del anciano.
-¡Mi mejor alumno! Eras el único que hablaba varios dialectos griegos y aprendías a una velocidad increíble. ¿Te satisface tu carrera?
-No puedo quejarme.
-¡Algún día entrarás en el gobierno! El rey se fijará, forzosamente, en un superdotado como tú, y acabarás como ministro.
-¿Vuestra jubilación se desarrolla de un modo feliz?
-La vejez sólo tiene inconvenientes, pero dispongo de un personal fiel a mi servicio. Mi cocinero me alimenta bien, y un amigo me lee poesías griegas a diario. La vida desaparece lentamente e intento recordar los buenos momentos. ¿Qué estás haciendo en Náucratis?
-La comida está servida -anunció el cocinero.
-Ayúdame a levantarme -rogó Glaucos.
El escriba y su profesor se dirigieron entonces al comedor, donde degustaron buey estofado con ajo, comino y cilantro. Un vino local, muy aromático, aguzaba el gusto.
-Debo entregar un documento a un colega griego, Demos. Vive desde hace poco en Náucratis. ¿Habéis oído hablar de él?
-Ya no me intereso por los ascensos de los escribas destinados aquí por el rey. Náucratis no deja de crecer, y diariamente aparecen nuevas caras. A decir verdad, mercaderes y militares se llevan la mejor parte.
-Precisamente deseo ponerme en contacto con un lechero de Sais que, al parecer, recientemente ha reanudado su servicio como oficial en Náucratis -precisó Edward.
-¿Te interesa el ejército?
-Simple concurso de circunstancias.
-¡Prueba este pastel de algarroba chafada! (Considerada como el chocolate egipcio) Es una verdadera maravilla.
El anciano se atiborró de la suculenta golosina y bebió luego una copa de vino.
-Si he comprendido bien, estás cumpliendo una especie de misión secreta.
-Una simple gestión administrativa.
-Mi amigo Ares podría ayudarte. Vive a dos pasos de la fábrica de escarabeos y lo sabe todo sobre el cuartel de Náucratis.
Busco la casa de Ares -le dijo Edward a un barbudo que le sacaba más de una cabeza y cuyo brazo derecho estaba cubierto de cicatrices.
El tipo lo miró de arriba abajo.
-Curioso... En fin, ¡a cada cual su camino! Te habría imaginado mejor con un pincel en la mano y sentado como un escriba. El despacho de Ares está en la calleja de la derecha: ponte a la cola y espera tu turno.
Allí esperaban unos diez hombres en fila india. El último se volvió.
-¡Me pareces demasiado enclenque, muchacho! Ares prefiere los fortachones. ¡Para ser mercenario se necesitan músculos!
De modo que su viejo profesor se había librado de él enviándolo a un despacho de reclutamiento. Al no creer en su historia, Glaucos no lo denunciaba a la policía, pero le ofrecía la única puerta de salida posible. Sin duda creía que su antiguo alumno había cometido graves errores, ya no pertenecía a la administración central e intentaba ocultarse en Náucratis. Allí, el ejército sería el refugio ideal.
-De todos modos, probaré suerte.
-¡Bah, tienes razón! En estos momentos recluían. Necesitan hombres en los barcos y acaban de ampliar el campamento fortificado, cerca de Bubastis, así como los cuarteles de Menfis y de Marea, en la frontera libia. A mí me gustaría ser destinado a Dafnae, cerca de Pelusa, frente al Asia. Al parecer, allí se come correctamente, hay mozas a mansalva y la soldada es buena. Y los comerciantes griegos nos hacen regalitos, puesto que se los protege. ¡Qué buena vida, en Egipto! No añoro en absoluto mi Jonia natal. Aquí no falta de nada y se vive una vejez tranquila.
-¿Y si fuera preciso combatir?
-Con el ejército que poseemos, nadie se atreverá a atacarnos. Una auténtica genialidad del faraón Amasis, un ex general: desarrollar una fuerza disuasoria. Incluso un loco se echaría atrás. Todos saben que los mercenarios griegos son los mejores guerreros. Por eso Egipto les confía su seguridad. ¡Una iniciativa de mil demonios, créeme!
El tipo salió satisfecho del despacho de reclutamiento.
-Parto mañana hacia Dafnae. Te toca a ti, muchacho, ¡buena suerte!
Ares era achaparrado, afectado, y tenía prisa. De las paredes de su despacho colgaban mapas del país con el emplazamiento de los campamentos y los cuarteles. El aspecto del escriba lo sorprendió.
-Te lo advierto, mi papel consiste sólo en orientar en función de las necesidades del momento. Ya en el lugar y tras unas pruebas, un oficial decide el alistamiento definitivo. ¿Algún destino favorito?
-Aquí, en Náucratis.
-¿Marina, caballería o infantería?
-Desearía reunirme con un ex lechero que se ha alistado recientemente.
-¿Su nombre?
-El Terco.
-¿Procedencia?
-Sais. Visto su pasado militar, debe de ser oficial.
Ares frunció el ceño.
-¿Y qué quieres tú de ese oficial?
-Servir a sus órdenes.
-¿También tú procedes de Sais?
-De un pueblo cercano.
-¿Has manejado armas anteriormente?
-Preferiría encargarme de la intendencia y la administración.
-Eso no es cosa mía. Yo sólo selecciono a los futuros mercenarios, y tú no das el perfil para el puesto. Ningún comandante de campamento aceptará tu candidatura. Busca otro oficio.
-Debo hablar con el Terco.
-No lo conozco. Y, si lo conociera, no hablaría con un desconocido que no pertenece al ejército.
-¡Insisto, es muy importante!
-Esto es un despacho de reclutamiento, no una oficina de información.
-Os aseguro que...
-Fuera, muchacho, y no vuelvas. De lo contrario, lo lamentarás.
Edward salió de allí despechado. Había sido un fracaso total.
Al ocultarse en Náucratis, cerca de la capital, Demos y el Terco se sabían fuera de alcance.
Perdido en sus pensamientos, el escriba chocó con una viandante. Era una mujer altay hermosa, de unos treinta años, con el pelo recogido en un moño perfumado y cubierta de joyas.
La hilera de candidatos había enmudecido. Cada macho clavaba sus ojos en aquella soberbia hembra, del todo inaccesible.
-Perdonadme -farfulló Edward.
-¿Deseas alistarte?
-Sí y no, yo...
-Ya tenemos bastantes soldados en Náucratis. En cambio, nos faltan escribas cualificados. ¿Sabes leer y escribir?
-En efecto.
-Mi nombre es Rose, pero me llaman la Cortesana porque soy la mujer de negocios más rica de la ciudad, libre y soltera. ¡Una verdadera prostituta para los griegos! No se acostumbran a los derechos de los que gozan las egipcias, y ni por asomo desean importarlos a su país. Muchos quisieran encerrarnos en casa. Servir de esclava sexual al marido, cocinar para él y educar bien a los hijos, ¿no es ésa la única función de una mujer? Yo nací en Esparta, me aprovecho plenamente de Náucratis y muestro el camino. Acabo de comprar diversas tierras y viñas, por lo que debo contratar a un regidor. ¿Serías capaz de ocupar ese puesto?
-No lo creo.
-Es curioso, pero yo estoy convencida de lo contrario. ¿Aceptas discutirlo, al menos?
-Como gustéis.
-Entonces, vayamos a mi casa.
Edward debía de ser el único varón que no sufría el encanto de la hechicera Rose. Al seguirla, esperaba obtener informaciones que le permitieran encontrar el rastro de Demos y del antiguo lechero.
Los futuros mercenarios contemplaron a la pareja, que se alejaba.
-Por Afrodita -se extrañó uno de ellos-, ¡ese chiquillo me pasma! ¿Cómo ha conseguido seducir a esa fabulosa yegua?
-No tardará en cocearlo -predijo su camarada.
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