EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 8: CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 7

 
 

Náucratis! -se extrañó Edward-. Según su lavandero, ése sería el refugio de Demos. -¡El lechero te acusa y luego desaparece! -exclamó Emmet. -Simple hipótesis.

-¡No seas ingenuo! Estás en el meollo de una maquina­ción. Los verdaderos culpables se dispersan y tú eres el blanco ideal.

Emmet estaba en lo cierto. Mezclados en la conspiración, Demos y el Terco acababan de desaparecer, y la justicia no po­dría llegar hasta la cabeza pensante.

¿No era Edward el asesino perfecto?

-¡Nos observan! -murmuró de pronto Emmet-. Tomemos por la calleja, a la izquierda, y camina alejado de mí, como si no nos conociéramos.

-¡Es el asesino! -gritó un policía señalando a Edward.

Él y sus dos colegas corrieron hacia el escriba, pero Emmet se arrojó al suelo, entre sus piernas.

-¡Corre! -aulló.

 

 

Con las manos inmovilizadas por unas esposas de madera y la frente ensangrentada, Emmet fue llevado ante el juez Carlisle.

 

-Este bandido es el cómplice del asesino -dijo el oficial de policía-. Lo ha ayudado a huir.

-Antes del interrogatorio, que lo vea un médico. Y entregadme un informe por escrito.

Cuando el actor apareció de nuevo, su rostro parecía ya hu­mano.

-¿Cómo te llamas?

-Emmet.

-¿Profesión?

-Recorro Egipto contando los viejos mitos e interpreto el papel de los dioses durante las representaciones públicas de los misterios.

-¿Familia?

-Nadie ya. Estoy soltero.

-Según este informe has impedido que la policía procediera al arresto de un criminal.

-¿Yo? ¡En absoluto! En primer lugar, ignoraba que se trata­ra de policías; luego, me han golpeado con violencia, me he caído y me han molido a palos.

-Has gritado «corre» para avisar a tu cómplice.

-No, he gritado «¡socorro!»; tenía mucho miedo. Y no ten­go cómplice alguno.

-¿Conoces a un escriba llamado Edward?

Emmet fingió reflexionar.

-No trato con demasiados. Ese nombre no me dice nada.

El juez parecía desconcertado. Las declaraciones del sospecho­so eran plausibles, y no tenía el perfil de un peligroso conspirador.

-Uno de mis ayudantes te interrogará de nuevo y anotará tus respuestas.

-¿Volverán a pegarme? -preguntó Emmet, temblando.

-¡De ningún modo! -se indignó Carlisle-. Es más, llevaré a cabo una investigación y, en caso de violencia injustificada, los policías serán sancionados.

El actor agachó la cabeza.

-No comprendo lo que sucede... Yo no he hecho ningún mal.

-Si eres inocente, no tienes nada que temer. Di la verdad y todo irá bien.

Aquel pobre tipo estaba en un mal lugar y en un mal mo­mento. Tras haber efectuado las comprobaciones de costum­bre, sería liberado. Y si presentaba denuncia contra la brutali­dad policial, ésta seguiría su curso.

 

 

-Os he reunido para hacer balance -declaró Aro-. Luego informaré a su majestad. ¿Ha sido identificado el veneno, Cayo?

-Por desgracia no -respondió el médico en jefe-. Pero se trataba de una sustancia de rara eficacia que los asiáticos utili­zan habitualmente.

-¿Los persas, por ejemplo?

-Por ejemplo.

-El indicio nos orientaría, pues, hacia un asunto de espio­naje -estimó el gobernador de Sais.

-Nada de conclusiones precipitadas -recomendó el juez Carlisle-. Se necesitará algo más para acusar a Edward de espionaje en beneficio de los persas.

-¿Qué os parece, Henat?

El jefe de los servicios secretos hizo una mueca.

-Apruebo al juez.

-Hemos identificado al culpable -prosiguió Carlisle, satisfe­cho-, y su arresto es sólo cuestión de horas. Queda por cono­cer el verdadero móvil. Yo mismo lo interrogaré, y confesará.

-No estoy seguro de que sea oportuno un proceso público -aventuró Henat.

-Yo debo decidirlo -interrumpió el juez-, y ni el faraón en persona puede intervenir. Todo el mundo en este país debe sa­ber que la justicia se imparte en función de la diosa Maat, y no de intereses personales. Tanto el pobre como el rico le conce­den su confianza, y no deben quedar decepcionados.

-Es cierto -admitió Henat-, pero si esta matanza tiene re­lación con secretos de Estado...

-En tal caso, ya veremos.

-Hasta ahora -prosiguió el gobernador de Sais-, este terri­ble asunto no se ha difundido. Me atrevo a esperar que la poli­cía se muestre, a la vez, eficaz y discreta.

-Mis instrucciones van en esa dirección -afirmó Carlisle-. Una investigación no es un espectáculo, y sólo cuenta su éxito y el respeto a la legalidad.

 

 

Agotado y hambriento, Edward dejó por fin de correr. Había salido de Sais, por instinto, en dirección a su al­dea natal, cercana a la gran ciudad. Una vez detenido Emmet, encarcelado, tal vez eliminado por unos policías cómplices de los asesinos, se encontraba solo y sin aliado.

¿Dónde hallar refugio sino junto a un viejo tío, el último miembro de su familia que aún vivía? Puesto que tenía una pe­queña explotación agrícola, tal vez le concediera hospitalidad, por algunos días al menos. Edward se vería obligado a explicarse, con la esperanza de resultar convincente. Ver de nuevo una verde campiña, sembrada de palmerales y de huertos bien cuidados, lo serenó. Se cruzó con campesinos y con sus asnos, cargados de cestos llenos de legumbres, y saludó a los hortelanos que trabaja­ban allí. Bajo un clemente sol, la vida fluía inmutable y apacible.

¿Acaso no estaría siendo presa de una pesadilla que muy pronto iba a disiparse? Lamentablemente, cerrar los ojos, ador­mecerse y despertar no bastaba. La atroz realidad seguía ha­ciendo que se le formara un nudo en la garganta.

En la entrada del pueblo vio una aglomeración: hombres y mujeres mantenían una animada discusión. Un tiparraco, alto y delgado, levantaba los brazos al cielo, al tiempo que una vieja lo apostrofaba.

 

Luego el tono bajó y se dispersaron.

A la sombra de una palmera, Edward aguardó el duradero regre­so de la calma, y a continuación se dirigió hacia las casitas blan­cas sombreadas por sicómoros. Allí, sus parientes habían vivido felices antes de partir hacia el bello Occidente, donde su alma vivía en compañía de los Justos. El escriba recordó los juegos de su infancia, los baños, las carcajadas, las enloquecidas carreras. Participar en las cosechas no era un castigo, sino un placer. ¡Y cómo le gustaba encargarse de los cerdos y las ocas! Su inteli­gencia lo fascinaba, y pasaba horas y horas hablando con ellos. Su porvenir de campesino parecía decidido ya.

Sin embargo, una noche de fiesta, el escriba encargado de las cosechas le mostró algunas líneas de escritura. Y, de pronto, otro mundo se abrió ante él.

Nada era más importante que aquellos signos, el pincel que servía para trazarlos, los cubiletes de tinta y la goma de borrar.

Desafiando la hostilidad de sus padres, el pequeño Edward se había presentado, sin la menor recomendación, en la escuela de los escribas del templo vecino. Y allí, el director, desdeñan­do las recriminaciones de sus colegas, lo había admitido dic­tando sus exigencias.

Estudioso, deseoso de aprender, infatigable, Edward se había convertido muy pronto en el mejor de sus alumnos. Puesto que no deseaba malograr un elemento de valor excepcional, el di­rector le había hablado de él a un profesor de Sais. Hechas las comprobaciones, el muchachito atesoraba muchos dones fuera de lo común. Edward, atrapado en una especie de torbellino, no ol­vidaba su aldea.

Ahora, al volver a verla, ¿debía deplorar su destino? No, intentaba llevar a cabo un ideal y ninguna pesadumbre permiti­ría que le venciera la adversidad.

El tiparraco le cerró el paso.

-Tú no eres de aquí.

-Te equivocas.

-¿Te manda la policía?

Edward sonrió.

-Tranquilízate, sólo vengo a ver a mi tío. El tiparraco frunció el ceño.

-¿Cómo se llama?

-El Resistente.

-¡Ah!... ¿No estás al corriente?

-¿Qué debo saber?

-¿Tienes hambre?

-Tengo el estómago vacío.

-Ven a comer a casa. Mi esposa cocina el mejor estofado de la provincia.

El tiparraco no alardeaba: pedazos de cordero, berenjena rellena y salsa de comino conformaban un plato suculento. Y el vinacho local, un tinto espumoso, no desentonaba en aquel banquete.

Una vez dichas las banalidades, Edward fue directamente al grano:

-¿Tiene problemas mi tío?

Se hizo un pesado silencio.

-Dile la verdad -exigió la esposa del tiparraco.

-Su casa ardió y murió en el incendio. La mayoría de los aldeanos quieren creer que fue un accidente, pero yo vi a un extranjero pegándole fuego. Y nuestra decana me impide ha­blar de ello a la policía.

-Tiene razón -intervino su mujer-. Eso nos traería proble­mas. Esas historias no son cosa nuestra. Ocúpate de tu familia y sujeta tu lengua.

-¿Cuándo se produjo la tragedia? -preguntó Edward.

-Hace dos días.

De pronto lo veía todo claro como el agua.

Nada se debía al azar.

Los asesinos habían elegido a Edward como víctima y habían

suprimido, en la persona de su tío, su única posición de replie­gue. Durante el banquete que precedió al drama, como Emmet suponía, lo habían drogado, de modo que despertara a media mañana y llegara con retraso al despacho. Asesino designado, Edward no tenía posibilidad alguna de escapar a la justicia. Y nunca se identificaría a los verdaderos culpables.

-Gracias por vuestra acogida; ahora debo partir.

-¿No comes más estofado?

-Es una maravilla, pero no tengo tiempo.

De modo que la invitación al banquete era la última etapa de la maquinación concebida por uno o varios personajes in­fluyentes, lo bastante cercanos al poder como para conocer la importancia del despacho de los intérpretes.

¿Quién podía ayudar a Edward en la identificación de los nota­bles presentes en aquella velada? Y en ese instante se le apare­ció el rostro de Bella, la hermosa sacerdotisa.

Capítulo 7: CAPÍTULO 6 Capítulo 9: CAPÍTULO 8

 


Capítulos

Capitulo 1: PRÓLOGO Capitulo 2: CAPÍTULO 1 Capitulo 3: CAPÍTULO 2 Capitulo 4: CAPÍTULO 3 Capitulo 5: CAPÍTULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: CAPÍTULO 18 Capitulo 20: CAPÍTULO 19 Capitulo 21: CAPÍTULO 20 Capitulo 22: CAPÍTULO 21 Capitulo 23: CAPÍTULO 22 Capitulo 24: CAPÍTULO 23 Capitulo 25: CAPÍTULO 24 Capitulo 26: CAPÍTULO 25 Capitulo 27: CAPÍTULO 26 Capitulo 28: CAPÍTULO 27 Capitulo 29: CAPÍTULO 28 Capitulo 30: CAPÍTULO 29 Capitulo 31: CAPÍTULO 30 Capitulo 32: CAPÍTULO 31 Capitulo 33: CAPÍTULO 32 Capitulo 34: CAPÍTULO 1 Capitulo 35: CAPÍTULO 2 Capitulo 36: CAPÍTULO 3 Capitulo 37: CAPÍTULO 4 Capitulo 38: CAPÍTULO 5 Capitulo 39: CAPÍTULO 6 Capitulo 40: CAPÍTULO 7 Capitulo 41: CAPÍTULO 8 Capitulo 42: CAPÍTULO 9 Capitulo 43: CAPÍTULO 10 Capitulo 44: CAPÍTULO 11 Capitulo 45: CAPÍTULO 12 Capitulo 46: CAPÍTULO 13 Capitulo 47: CAPÍTULO 14 Capitulo 48: CAPÍTULO 15 Capitulo 49: CAPÍTULO 16 Capitulo 50: CAPÍTULO 17 Capitulo 51: CAPÍTULO 18 Capitulo 52: CAPÍTULO 19 Capitulo 53: CAPÍTULO 20 Capitulo 54: CAPÍTULO 21 Capitulo 55: CAPÍTULO 22 Capitulo 56: CAPÍTULO 23 Capitulo 57: CAPÍTULO 24 Capitulo 58: CAPÍTULO 25 Capitulo 59: CAPÍTULO 26 Capitulo 60: Gracias

 


 
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