CAPÍTULO 7
Náucratis! -se extrañó Edward-. Según su lavandero, ése sería el refugio de Demos. -¡El lechero te acusa y luego desaparece! -exclamó Emmet. -Simple hipótesis.
-¡No seas ingenuo! Estás en el meollo de una maquinación. Los verdaderos culpables se dispersan y tú eres el blanco ideal.
Emmet estaba en lo cierto. Mezclados en la conspiración, Demos y el Terco acababan de desaparecer, y la justicia no podría llegar hasta la cabeza pensante.
¿No era Edward el asesino perfecto?
-¡Nos observan! -murmuró de pronto Emmet-. Tomemos por la calleja, a la izquierda, y camina alejado de mí, como si no nos conociéramos.
-¡Es el asesino! -gritó un policía señalando a Edward.
Él y sus dos colegas corrieron hacia el escriba, pero Emmet se arrojó al suelo, entre sus piernas.
-¡Corre! -aulló.
Con las manos inmovilizadas por unas esposas de madera y la frente ensangrentada, Emmet fue llevado ante el juez Carlisle.
-Este bandido es el cómplice del asesino -dijo el oficial de policía-. Lo ha ayudado a huir.
-Antes del interrogatorio, que lo vea un médico. Y entregadme un informe por escrito.
Cuando el actor apareció de nuevo, su rostro parecía ya humano.
-¿Cómo te llamas?
-Emmet.
-¿Profesión?
-Recorro Egipto contando los viejos mitos e interpreto el papel de los dioses durante las representaciones públicas de los misterios.
-¿Familia?
-Nadie ya. Estoy soltero.
-Según este informe has impedido que la policía procediera al arresto de un criminal.
-¿Yo? ¡En absoluto! En primer lugar, ignoraba que se tratara de policías; luego, me han golpeado con violencia, me he caído y me han molido a palos.
-Has gritado «corre» para avisar a tu cómplice.
-No, he gritado «¡socorro!»; tenía mucho miedo. Y no tengo cómplice alguno.
-¿Conoces a un escriba llamado Edward?
Emmet fingió reflexionar.
-No trato con demasiados. Ese nombre no me dice nada.
El juez parecía desconcertado. Las declaraciones del sospechoso eran plausibles, y no tenía el perfil de un peligroso conspirador.
-Uno de mis ayudantes te interrogará de nuevo y anotará tus respuestas.
-¿Volverán a pegarme? -preguntó Emmet, temblando.
-¡De ningún modo! -se indignó Carlisle-. Es más, llevaré a cabo una investigación y, en caso de violencia injustificada, los policías serán sancionados.
El actor agachó la cabeza.
-No comprendo lo que sucede... Yo no he hecho ningún mal.
-Si eres inocente, no tienes nada que temer. Di la verdad y todo irá bien.
Aquel pobre tipo estaba en un mal lugar y en un mal momento. Tras haber efectuado las comprobaciones de costumbre, sería liberado. Y si presentaba denuncia contra la brutalidad policial, ésta seguiría su curso.
-Os he reunido para hacer balance -declaró Aro-. Luego informaré a su majestad. ¿Ha sido identificado el veneno, Cayo?
-Por desgracia no -respondió el médico en jefe-. Pero se trataba de una sustancia de rara eficacia que los asiáticos utilizan habitualmente.
-¿Los persas, por ejemplo?
-Por ejemplo.
-El indicio nos orientaría, pues, hacia un asunto de espionaje -estimó el gobernador de Sais.
-Nada de conclusiones precipitadas -recomendó el juez Carlisle-. Se necesitará algo más para acusar a Edward de espionaje en beneficio de los persas.
-¿Qué os parece, Henat?
El jefe de los servicios secretos hizo una mueca.
-Apruebo al juez.
-Hemos identificado al culpable -prosiguió Carlisle, satisfecho-, y su arresto es sólo cuestión de horas. Queda por conocer el verdadero móvil. Yo mismo lo interrogaré, y confesará.
-No estoy seguro de que sea oportuno un proceso público -aventuró Henat.
-Yo debo decidirlo -interrumpió el juez-, y ni el faraón en persona puede intervenir. Todo el mundo en este país debe saber que la justicia se imparte en función de la diosa Maat, y no de intereses personales. Tanto el pobre como el rico le conceden su confianza, y no deben quedar decepcionados.
-Es cierto -admitió Henat-, pero si esta matanza tiene relación con secretos de Estado...
-En tal caso, ya veremos.
-Hasta ahora -prosiguió el gobernador de Sais-, este terrible asunto no se ha difundido. Me atrevo a esperar que la policía se muestre, a la vez, eficaz y discreta.
-Mis instrucciones van en esa dirección -afirmó Carlisle-. Una investigación no es un espectáculo, y sólo cuenta su éxito y el respeto a la legalidad.
Agotado y hambriento, Edward dejó por fin de correr. Había salido de Sais, por instinto, en dirección a su aldea natal, cercana a la gran ciudad. Una vez detenido Emmet, encarcelado, tal vez eliminado por unos policías cómplices de los asesinos, se encontraba solo y sin aliado.
¿Dónde hallar refugio sino junto a un viejo tío, el último miembro de su familia que aún vivía? Puesto que tenía una pequeña explotación agrícola, tal vez le concediera hospitalidad, por algunos días al menos. Edward se vería obligado a explicarse, con la esperanza de resultar convincente. Ver de nuevo una verde campiña, sembrada de palmerales y de huertos bien cuidados, lo serenó. Se cruzó con campesinos y con sus asnos, cargados de cestos llenos de legumbres, y saludó a los hortelanos que trabajaban allí. Bajo un clemente sol, la vida fluía inmutable y apacible.
¿Acaso no estaría siendo presa de una pesadilla que muy pronto iba a disiparse? Lamentablemente, cerrar los ojos, adormecerse y despertar no bastaba. La atroz realidad seguía haciendo que se le formara un nudo en la garganta.
En la entrada del pueblo vio una aglomeración: hombres y mujeres mantenían una animada discusión. Un tiparraco, alto y delgado, levantaba los brazos al cielo, al tiempo que una vieja lo apostrofaba.
Luego el tono bajó y se dispersaron.
A la sombra de una palmera, Edward aguardó el duradero regreso de la calma, y a continuación se dirigió hacia las casitas blancas sombreadas por sicómoros. Allí, sus parientes habían vivido felices antes de partir hacia el bello Occidente, donde su alma vivía en compañía de los Justos. El escriba recordó los juegos de su infancia, los baños, las carcajadas, las enloquecidas carreras. Participar en las cosechas no era un castigo, sino un placer. ¡Y cómo le gustaba encargarse de los cerdos y las ocas! Su inteligencia lo fascinaba, y pasaba horas y horas hablando con ellos. Su porvenir de campesino parecía decidido ya.
Sin embargo, una noche de fiesta, el escriba encargado de las cosechas le mostró algunas líneas de escritura. Y, de pronto, otro mundo se abrió ante él.
Nada era más importante que aquellos signos, el pincel que servía para trazarlos, los cubiletes de tinta y la goma de borrar.
Desafiando la hostilidad de sus padres, el pequeño Edward se había presentado, sin la menor recomendación, en la escuela de los escribas del templo vecino. Y allí, el director, desdeñando las recriminaciones de sus colegas, lo había admitido dictando sus exigencias.
Estudioso, deseoso de aprender, infatigable, Edward se había convertido muy pronto en el mejor de sus alumnos. Puesto que no deseaba malograr un elemento de valor excepcional, el director le había hablado de él a un profesor de Sais. Hechas las comprobaciones, el muchachito atesoraba muchos dones fuera de lo común. Edward, atrapado en una especie de torbellino, no olvidaba su aldea.
Ahora, al volver a verla, ¿debía deplorar su destino? No, intentaba llevar a cabo un ideal y ninguna pesadumbre permitiría que le venciera la adversidad.
El tiparraco le cerró el paso.
-Tú no eres de aquí.
-Te equivocas.
-¿Te manda la policía?
Edward sonrió.
-Tranquilízate, sólo vengo a ver a mi tío. El tiparraco frunció el ceño.
-¿Cómo se llama?
-El Resistente.
-¡Ah!... ¿No estás al corriente?
-¿Qué debo saber?
-¿Tienes hambre?
-Tengo el estómago vacío.
-Ven a comer a casa. Mi esposa cocina el mejor estofado de la provincia.
El tiparraco no alardeaba: pedazos de cordero, berenjena rellena y salsa de comino conformaban un plato suculento. Y el vinacho local, un tinto espumoso, no desentonaba en aquel banquete.
Una vez dichas las banalidades, Edward fue directamente al grano:
-¿Tiene problemas mi tío?
Se hizo un pesado silencio.
-Dile la verdad -exigió la esposa del tiparraco.
-Su casa ardió y murió en el incendio. La mayoría de los aldeanos quieren creer que fue un accidente, pero yo vi a un extranjero pegándole fuego. Y nuestra decana me impide hablar de ello a la policía.
-Tiene razón -intervino su mujer-. Eso nos traería problemas. Esas historias no son cosa nuestra. Ocúpate de tu familia y sujeta tu lengua.
-¿Cuándo se produjo la tragedia? -preguntó Edward.
-Hace dos días.
De pronto lo veía todo claro como el agua.
Nada se debía al azar.
Los asesinos habían elegido a Edward como víctima y habían
suprimido, en la persona de su tío, su única posición de repliegue. Durante el banquete que precedió al drama, como Emmet suponía, lo habían drogado, de modo que despertara a media mañana y llegara con retraso al despacho. Asesino designado, Edward no tenía posibilidad alguna de escapar a la justicia. Y nunca se identificaría a los verdaderos culpables.
-Gracias por vuestra acogida; ahora debo partir.
-¿No comes más estofado?
-Es una maravilla, pero no tengo tiempo.
De modo que la invitación al banquete era la última etapa de la maquinación concebida por uno o varios personajes influyentes, lo bastante cercanos al poder como para conocer la importancia del despacho de los intérpretes.
¿Quién podía ayudar a Edward en la identificación de los notables presentes en aquella velada? Y en ese instante se le apareció el rostro de Bella, la hermosa sacerdotisa.
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