EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 48: CAPÍTULO 15

               CAPÍTULO 15

Eran tres, horrendos, sucios y malvados. Habían sido expulsados de su aldea por el consejo de ancianos, vivían del pillaje y buscaban constantemente viajeros a quienes desvalijar.

Ahora bien, un indicio los advertía de la presencia de ingenuos que ignoraban los peligros del lugar: una humareda brotaba del bosquecillo de jóvenes tamariscos, cerca del río.

Nadie se acercaba nunca a aquellos parajes.

— ¿Serán policías? —se preocupó Boca-torcida.

—Me sorprendería —repuso Nariz-rota—. Los hubiéramos visto llegar en barco. Y éstos se ocultan.

—Si se ocultan, no serán gente honesta —estimó Piel-picada—. Y detesto a los deshonestos.

—Por otro lado, robar a ladrones no es un crimen —aventuró Boca-torcida—, sobre todo si no van armados. Porque con los ladrones armados resulta demasiado arriesgado.

Tras una larga reflexión, Nariz-rota asintió.

—Ve a ver, y vuelve a contárnoslo.

— ¿Y por qué no vas tú?

Se inició entonces una larga discusión. Dado su fracaso, los tres malechores recurrieron a la paja más corta. Y salió un decepcionado vencedor: Boca-torcida. Si ocurría algún incidente, sus compañeros no tenían la menor intención de correr en su ayuda.

—Sería mejor que nos olvidáramos de ello —señaló.

—El destino te ha elegido —le recordó Piel-picada—. Los viajeros llevan forzosamente lo necesario para pagar sus compras. Los matamos, se lo quitamos y nos largamos.

La sencillez del plan y el cebo de la ganancia sedujeron a Boca-torcida, que aceptó cumplir con su misión de explorador.

Cuando regresó, se le hacía la boca agua.

—Son tres y duermen a pierna suelta.

— ¿Tres hombres fuertes? —preguntó Nariz-rota.

Boca-torcida babeó más aún:

—Dos hombres, no muy fuertes..., ¡y una mujer! Bella y joven, ¡os lo aseguro! A ella no la mataremos en seguida. Y puesto que la he descubierto yo primero, ¡seré el primero en catarla!

Piel-picada pareció inquieto.

—Una violación conlleva la pena de muerte.

—Un asesinato también —replicó Boca-torcida—. Después la mataremos, así que no podrá denunciarnos.

El razonamiento disipó sus temores.

—También tienen un asno —añadió el explorador—. Nos lo quedaremos para llevar el botín.

—Podría alertarlos —sugirió Nariz-rota.

—Si vamos por la ribera, a contraviento, no.

— ¿Está atado?

—No, tendido junto a uno de los dos hombres.

—Sujétalo entonces, utilizando esta cuerda. Yo amenazaré con estrangular a la moza y Piel-picada con degollar a uno de los dos tipos.

— ¿Y el otro?

—Te encargarás de él tras haber atado al asno.

La presencia de la mujer acabó con las inquietudes de Boca-torcida. Los tres compadres nunca habían tenido tanta suerte.

Y, presos de una brusca fiebre, pusieron de inmediato en práctica su plan.

Viento del Norte se incorporó justo antes del ataque. Lanzando un rebuzno de aviso, soltó una coz tan violenta que sus cascos hundieron la frente de Boca-torcida. Pero Nariz-rota, con sus sucias manos, apretaba ya la garganta de Bella y, con su cuchillo de sílex, Piel-picada se disponía a degollar a Emmett.

— ¡Deteneos! —Aulló Edward—. De lo contrario, no os revelaré el lugar donde hemos ocultado nuestra bolsa de piedras preciosas.

Ambos ladrones se inmovilizaron.

¡Un tesoro y una mujer!

—Apresúrate —exigió Nariz-rota—. Tenemos prisa. Tomaremos la bolsa y nos largaremos.

Con los ojos clavados en Bella, Piel-picada se rió. Iba a divertirse durante toda la noche.

Viento del Norte, impotente, arañaba el suelo con su pata trasera. Si cargaba, provocaría una matanza.

Edward se acercó lentamente a las brasas.

—Suelta a la mujer y te daré la bolsa —le dijo a Nariz-rota.

—Ni hablar.

—Si nos matas, te quedarás sin el tesoro.

La alternativa nubló las facultades de razonamiento del ladrón, que tuvo una idea.

—Tírame la cuerda que sujeta Boca-torcida. ¡Despacio!

Evitando cualquier gesto brusco, Edward obedeció.

Nariz-rota obligó entonces a Bella a ponerse boca abajo y le ató las muñecas y los tobillos. Aquella soberbia hembra podía esperar.

Luego se acercó al escriba blandiendo su cuchillo de sílex.

—Y, ahora, la bolsa de piedras preciosas.

Pero tomando las brasas a manos llenas, Edward las arrojó al rostro de Nariz-rota, que lanzó un aullido de dolor, soltó el arma y retrocedió.

Viento del Norte dio un brinco y le partió el espinazo.

Aturdido, Piel-picada se olvidó de Emmett y quiso atacar a Edward. El actor le golpeó las piernas y le dio de puntapiés hasta que perdió el conocimiento.

El escriba estaba liberando ya a Bella.

—Te has quemado las manos —advirtió ella—. Hay que curarte en seguida para evitar la infección.

—Estás viva e indemne, eso es lo único que cuenta.

—Nos hemos librado de una buena —suspiró Emmett—. Abandonemos inmediatamente este lugar.

—Puedo curar la herida de Edward —afirmó Bella—, siempre que disponga de los productos necesarios. Los encontraremos en el templo de Licópolis.

—Pero es urgente, necesitaríamos un barco... ¡Y corremos un enorme riesgo! ¿Nos imaginas acudiendo al laboratorio en compañía del asesino que busca el juez Carlisle, cuyos hombres tal vez estén peinando Licópolis?

—Calmaré el escozor con algunas hierbas y la fórmula de invocación a la ardiente Sejmet —prometió la sacerdotisa—. Pero eso no bastará.

Emmett se rindió a la evidencia: un escriba no podía perder las manos. Y, al intentar salvárselas, él, Bella y Emmett corrían hacia su perdición.

La mirada de la muchacha lo conmovió.

—Forzosamente existe una solución, ¿no es cierto?

—Se me ha ocurrido una idea, ¡absolutamente loca!

—Aceptada —decidió Edward.

              

Mientras leía el largo y detallado informe de Fanes de Halicarnaso, enviado por correo especial, el juez Carlisle tomó conciencia de la magnitud de la conspiración.

Realmente el escriba Edward no era un asesino común. Estaba decidido a tomar el poder, y disponía de fuertes apoyos en el Alto Egipto, especialmente del ex alcalde de Elefantina y del ex comandante de la fortaleza. Por fin su plan quedaba al descubierto: reunir a los sediciosos; apoderarse del legendario casco del rey Amasis; suprimir a sus colegas del servicio de los intérpretes para lograr que Egipto quedara sordo y ciego; iniciar una rebelión a partir del sur, probablemente con la ayuda de las tribus nubias, conquistar el norte y convertirse en faraón tras una sangrienta guerra civil.

¡Una verdadera locura que podría haber incendiado las Dos Tierras! Pero la amenaza no había desaparecido por completo. Dada la actitud de los templos, Edward y sus aliados seguían siendo peligrosos. Mientras siguiera con vida, el escriba no renunciaría a sus devastadores proyectos.

Amasis sería informado muy pronto de los resultados de la investigación y de las eficaces iniciativas del general en jefe. Puesto que controlaba de nuevo Elefantina y la frontera meridional del país, Fanes arruinaba la estrategia de los conspiradores.

Su última esperanza era la Divina Adoradora. La anciana sacerdotisa no disponía de ningún ejército, pero era capaz de levantar uno. Numerosos templos responderían a su llamada, los campesinos se transformarían en soldados. Ciertamente, serían sólo pan comido para los mercenarios griegos, ¡pero cuántas matanzas y cuántos sufrimientos habría!

Suponiendo que Edward hubiera sobrevivido al ataque de los cocodrilos, debía llegar todavía a Tebas, hablar con la Divina Adoradora y convencerla. Pero Henat, el jefe de los servicios secretos, se le habría adelantado y habría dado buenos consejos a su ilustre interlocutora.

—Os traigo los últimos informes de la policía —anunció el secretario del juez, entregándole unas tablillas de madera cubiertas con la caligrafía de los jefes de sección.

Carlisle las leyó atentamente.

No había ni rastro de los cuerpos del escriba Edward, la sacerdotisa Bella y el actor Emmett. La opinión general era que los cocodrilos habían devorado a los fugitivos.

El juez apiló las tablillas, se arrellanó en su sillón y contempló el Nilo.

Era una hipótesis tranquilizadora, muy tranquilizadora. Pero los policías omitían un elemento esencial: Bella era discípula del sumo sacerdote de Sais, uno de los más importantes sabios de Egipto, digno de los «grandes videntes» del tiempo de las pirámides. A pesar de su juventud, la muchacha había recibido una enseñanza excepcional. Así pues, conocía la fórmula para hechizar a los cocodrilos, hijos de la diosa Neit. De modo que se había arrojado al agua, en compañía de Edward y de Emmett, con la seguridad de escapar a los monstruos y a sus perseguidores.

Los tres estaban vivos. Y proseguían su camino hacia Tebas.

Tal vez su próxima etapa fuera el templo de Licópolis.

Según el rumor, su sumo sacerdote tenía un carácter espantoso. Autoritario y puntilloso, aplicaba el reglamento al pie de la letra y no toleraba la pereza ni la indisciplina. Su santuario albergaba importantes textos referentes a la geografía del más allá, pues el dios Upuaut, el «Abridor de los caminos», guiaba las almas de los justos hacia los paraísos.

¿Se mostraría hostil o favorable a los fugitivos, si éstos le pedían su ayuda? Puesto que resultaba imposible efectuar una redada de la policía, el juez aplicaría su nueva estrategia, que acababa de dar buenos resultados: vigilar el puerto, las embarcaciones y los alrededores del dominio sagrado.

 

 El capitán de uno de los numerosos navíos de la policía fluvial fue el primero en descubrir a un hombre que hacía señales con los brazos. Se encontraba en la ribera, a babor, y parecía muy excitado.

— ¡Nos detenemos! —ordenó el oficial a su tripulación.

La maniobra se efectuó de un modo impecable, y los arqueros tomaron posiciones.

— ¿Qué quieres?

—Hablar con vos.

— ¿Sobre qué?

—Una misión especial. Nadie debe escucharme, excepto vos. El capitán intrigado, permitió que el hombre subiera a bordo. Desenvainó su espada y lo llevó a popa, bajo la atenta vigilancia de los arqueros.

—Explícate y no hagas gestos bruscos.

—Estoy a las órdenes de Henat, el director del palacio real y jefe de los servicios secretos —afirmó Emmett—. Pertenecía a un comando de cinco mercenarios que estaban persiguiendo a un asesino, el escriba Edward. Pero caímos en una emboscada. Hubo tres muertos y un herido grave, nuestro superior. Si no lo curan rápidamente, morirá.

— ¿Tienes documentos que demuestren lo que dices?

Emmett esbozó una sonrisa irónica.

—En este tipo de misiones no es costumbre.

El actor inclinó la cabeza.

—Confidencialmente —murmuró a continuación—, os confieso que ni siquiera el juez Carlisle está al corriente. Esperábamos ser los primeros en interceptar a ese criminal y cometimos un grave error.

— ¿Dónde está el herido grave?

—En esa espesura de cañas.

—Debo hacer algunas comprobaciones.

—Como gustéis, capitán. Pero si enviáis un mensajero a Sais y aguardáis su regreso, mi superior habrá muerto mucho tiempo antes. Yo redactaré mi informe y os explicaréis con Henat. El templo de Licópolis está muy cerca. Sus médicos salvarán al herido y vos lograréis un ascenso. Mi superior es un hombre de élite, muy apreciado por el jefe de los servicios secretos.

Pensándolo bien, el capitán no corría riesgo alguno. Transportar a un herido grave y mantener prisionero a un mercenario no presentaba ningún inconveniente. En cuanto llegaran a Licópolis, solicitaría confirmación e instrucciones.

—Ve a buscar a tu superior.

—Necesito unas parihuelas y tres hombres.

Cubierto de apósitos vegetales, Edward parecía una momia. Apenas se le veían los ojos.

—Tened cuidado —recomendó Emmett—. El menor golpe podría resultar fatal para él.

Inmóvil, como si estuviera inconsciente, el escriba representó a la perfección su papel; pensaba en Bella, acompañada por Viento del Norte. Era imposible incluirla a ella en ese insensato intento de llegar a Licópolis utilizando un barco de la policía. Haciéndose pasar por una simple campesina que proporcionaba legumbres al templo, la joven tomaría una de las embarcaciones que comunicaban las aldeas con la ciudad. El juez Carlisle buscaba a tres personas, no a una mujer sola.

Impresionado por el estado del herido, el capitán puso rumbo a Licópolis.

              

El recinto del santuario de Licópolis marcaba la frontera entre el mundo profano y el dominio sagrado del dios chacal. En la puerta principal, varios centinelas filtraban a los sacerdotes puros y los artesanos autorizados a trabajar en los talleres del templo.

—Me gustaría acompañar a mi superior —le dijo Emmett al capitán.

—Ni hablar. Lo entregaremos a los médicos; ellos sabrán qué hacer. Tú te quedas con nosotros.

— ¿Acaso soy vuestro prisionero?

—No te andes con grandes palabras.

—En ese caso, me quedo junto al herido.

—Volverás al barco y no te quitaré los ojos de encima.

— ¿Acaso no confiáis en mí?

—El reglamento me obliga a verificar tu declaración. ¡No tardaré mucho! Descansa, come algo y, luego, cumplirás una nueva misión.

Insistir habría parecido sospechoso, de modo que Emmett se resignó y vio cómo las parihuelas pasaban el puesto de guardia.

Menudo desastre. El primer terapeuta que llegara descubriría el verdadero estado del herido y advertiría a las fuerzas del orden.

El escriba perdería, al mismo tiempo, sus manos, la libertad y la vida. Y la de Emmett no valdría ni un par de sandalias de papiro.

Los guardias llamaron a cuatro sacerdotes puros, que llevaron las parihuelas hasta el hospital del templo donde actuaban expertos terapeutas.

Edward se preguntaba qué hacer. ¿Debía intentar huir, decir la verdad, inventar una fábula? Las manos comenzaban a hacerle sufrir atrozmente y necesitaba cuidados urgentemente. Ningún médico lo creería, y sería arrojado como pasto al juez Carlisle.

Las parihuelas fueron depositadas en el interior de una pequeña estancia fresca, y los porteadores se retiraron. Edward se preguntaba aún por la conducta que debía seguir cuando dos personas entraron en la sala.

—Una urgencia —dijo una voz irritada—. ¡Y yo estoy desbordado de trabajo! ¿Sabréis ocuparos vos?

—Eso espero.

—En caso de dificultad, avisadme. Los cofres de madera contienen lo necesario.

—Lo haré lo mejor que pueda.

Aquella voz suave y pausada... ¡era la de Bella!

La muchacha le quitó los apósitos vegetales y Edward abrió los ojos.

—Bella, ¿cómo...?

—No se niega la hospitalidad a una mujer médico de la prestigiosa escuela de Sais, de camino hacia la capital tras una estancia en Dandara. Ya va siendo hora de que me ocupe adecuadamente de tus manos.

Bella le aplicó una pomada compuesta de sal marina, grasa de toro, cera, cuero cocido, papiro virgen, cebada y rizomas de chufa comestible.

—Sanarán rápidamente —prometió—. Gracias a las fórmulas de conjuro de la llama devoradora, no te quedarán cicatrices. El médico en jefe no volverá antes del anochecer; partiremos de inmediato. Y me llevaré la cantidad de producto necesaria. ¿Dónde está Emmett?

—No ha sido autorizado a acompañarme. Espero que haya podido escapar de la policía. ¿Y Viento del Norte?

—En el establo del templo. Puesto que lleva mis bolsas medicinales, gozará de un trato de favor.

 

 —Mala cosa —dijo Emmett al capitán que lo llevaba al barco en compañía de una decena de arqueros—. Perseguíamos a un criminal huido y nos vimos enfrentados a un verdadero ejército. Ese tal Edward es un temible jefe de guerra.

— ¿No exageras?

— ¡Al poder le esperan numerosas dificultades! A mime gustaría regresar a Sais y no seguir ocupándome de este asunto. Un puesto en los archivos me iría al pelo. Cuando se ha visto la muerte de cerca, sólo piensas en vivir tranquilamente.

— ¿Has cumplido muchas misiones peligrosas al servicio de Henat?

— ¡Ninguna comparable a ésta! Mantened los ojos bien abiertos, capitán. Ese Edward puede atacar en cualquier parte.

—Tranquilízate, el juez Carlisle ha triplicado el número de embarcaciones de policía. Ese bandido no escapará.

Cuando estaba subiendo por la pasarela, Emmett se detuvo de pronto.

— ¿Lo habéis visto?

El capitán se sintió intrigado.

— ¿Qué es lo que debo ver?

—El casco... Mirad el casco, a la altura de la proa.

—Me parece normal.

— ¡Pues a mí no! Mi padre era carpintero y sé algo de construcción naval. Mirad mejor: el color de la madera se ha oscurecido ligeramente.

— ¿Y eso te preocupa?

—La estiba puede quebrarse y entonces el barco se hundiría en pocos instantes. Iré a examinar ese casco.

Sin aguardar la autorización del capitán, Emmett se zambulló en el agua.

El capitán nunca había oído hablar de ese problema, pero él no era carpintero naval.

La diferencia de color parecía muy leve. Sólo un ojo experto podía descubrirlo. Pasaron segundos, luego minutos, y el agente secreto no volvía a la superficie. ¿Habría sido víctima de un accidente? El capitán ordenó a dos marinos que se zambulleran también.

Pero no había ni rastro de Emmett.

— ¡Ese tipo me ha engañado! —Exclamó el capitán—. Que cierren el puerto y que me lo traigan. Yo regresaré al templo.

El capitán tuvo que discutir con los guardias, pues éstos respetaban las consignas del sumo sacerdote: nada de policía extranjera en el interior del recinto, a pesar de la nueva ley promulgada por Amasis. Sin embargo, ante la insistencia del oficial y la amenaza de una intervención brutal, fueron a buscar al ayudante del sumo sacerdote.

—Quiero interrogar a un herido que os han traído hoy. Sin duda, se trata de un peligroso malhechor.

—El médico en jefe es quien debe concederos la autorización.

Nueva espera, y la llegada de un huraño personaje. El capitán se explicó.

—He confiado ese hombre a una joven colega de Sais, la mejor escuela del país.

—Una mujer... —murmuró el oficial.

— ¡Pues sí, capitán! ¿Acaso ignoráis que son excelentes médicos?

El falso agente secreto, el falso herido, la sacerdotisa de Sais fingiéndose médico... ¡El trío de terroristas que buscaba toda la policía!

—Exijo ver de inmediato al supuesto paciente.

—Está muy mal, así que no sacaréis nada de él. Es incapaz de hablar.

—Llevadme a su lado.

—Pero las órdenes del sumo sacerdote...

—Dada la urgencia de la situación, mis arqueros forzarán el paso, y el juez Carlisle me dará la razón.

El capitán no parecía bromear, por lo que el médico en jefe cedió y lo condujo hasta la pequeña estancia donde la joven terapeuta cuidaba al herido.

Una pequeña estancia... vacía.

Capítulo 47: CAPÍTULO 14 Capítulo 49: CAPÍTULO 16

 


Capítulos

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