Capítulo 10
Habían transcurrido ya dos días y dos noches, y Bella no regresaba.
Edward, que descartaba toda traición por parte de la muchacha, tan dulce y atenta, no podía eludir, sin embargo, la realidad: la habían detenido por orden del sumo sacerdote.
Bella no estaba dispuesta a denunciarlo, de lo contrario, la policía ya habría intervenido.
El joven escriba se reprochaba haber involucrado a la sa- cerdotisa en aquella desastrosa aventura y haber arruinado su carrera. Por su causa, su amigo Emmet sufría la misma suerte, apaleado, torturado... ¿Habría sobrevivido? ¿Y qué suplicios harían sufrir a Bella?
Debía abandonar aquella casa y acudir en su ayuda.
¿Cómo liberarla, salvo entregándose a la policía y afirmando que ella no era su cómplice? Lamentablemente, lo había acogido en su casa. Pero si los dos negaban con vehemencia ese detalle, tal vez el juez se mostrara clemente.
El juez... ¿buscaba la verdad o estaba manipulado?
La puerta se abrió entonces.
¿La policía... o los asesinos?
No había posibilidad de huir.
Edward cogió un taburete, dispuesto a luchar.
Pero entonces apareció Bella, resplandeciente.
-Estoy sola, tranquilizaos. El sumo sacerdote Charlie desea veros. Esta entrevista será decisiva.
-Vuestra larga ausencia...
-Tenía que cumplir con los primeros deberes de mi nueva función de Superiora de las cantantes y las tejedoras, y contaba con vuestra sangre fría mientras el sumo sacerdote iba a palacio para verificar vuestras afirmaciones.
-Ayudarme más sería insensato, Bella. Os ruego que no os arriesguéis más por mí.
-Apresuraos, Charlie nos aguarda. La policía no os buscará en el templo.
Edward descubrió maravillado el inmenso dominio de la diosa Neit. Bella lo condujo hasta una capilla situada al norte y precedida por una acacia bajo la que se había sentado el sumo sacerdote.
Su severidad impresionó al joven. ¿Sabría convencer al arisco anciano?
-¿Qué representan para ti los jeroglíficos? -preguntó con voz dura.
-No los confundo con la escritura profana, utilizada en las tareas cotidianas. Los jeroglíficos son las palabras de los dioses, y están reservados a los templos. Contienen los secretos y las formas de la creación en la que se encarna el verdadero pensamiento, más allá de los límites humanos. Forman una lengua sagrada, son la base de nuestra civilización y, antes de la tragedia en la que me he visto envuelto, esperaba penetrar parte de sus misterios.
-El encargado de la investigación, el juez Carlisle, tiene pruebas de tu culpabilidad. ¿Aún niegas ser un asesino? -En nombre de Faraón, afirmo mi total inocencia.
-Un falso juramento destruye el alma.
-Soy consciente de ello, sumo sacerdote, y mantengo mi declaración. Es la única libertad que me queda.
-¿Insistirás ante las pruebas?
-¡Las habrán falsificado! No he matado a nadie y me han elegido como un perfecto asesino, incapaz de defenderse.
-¿Acusas a tu amigo Demos?
-Su desaparición me inquieta, y deseo encontrarlo para que se explique.
-Puesto que juras en nombre de Faraón, ¿cómo contemplas la jerarquía de las potencias?
-En la cumbre se encuentra el principio creador, Uno en Dos, varón y hembra al mismo tiempo. Luego vienen las divinidades, organizadoras de la vida y del orden de Maat que Faraón debe hacer que se aplique aquí abajo, construyendo los templos, celebrando los ritos y practicando la justicia. Si estas tareas no se cumplen correctamente, el país regresará al caos. Como depositario del testamento de los dioses y servidor de la potencia creadora, el faraón rechaza las fuerzas de las tinieblas y garantiza la prosperidad.
-¿No fallaron algunos monarcas?
-Nuestra historia así lo prueba.
-Cuando el rey se muestra inexacto -declaró el sumo sacerdote-, el pueblo cae en la falta y la barbarie triunfa. Un faraón debe preocuparse, en primer lugar, de las divinidades, y no de los hombres. Si se equivoca de prioridad, nos lleva al desastre.
Edward creyó haberlo entendido mal: ¿acusaba Charlie a Amasis de ser un mal soberano?
El sumo sacerdote se levantó y clavó su mirada en la del joven escriba.
-Creo en tu inocencia, muchacho, pues he sondeado tu corazón. Nos encontramos, pues, ante un asunto de Estado excepcionalmente grave. El poder deja que se profiera una falsa acusación, algunos dignatarios están mezclados en una conspiración, y no se ha vacilado en cometer abominables crímenes.
-He aquí, tal vez, la razón de ello -dijo Edward, mostrando al sumo sacerdote el papiro codificado.
A pesar de toda su ciencia, Charlie fue incapaz de descifrarlo.
-El despacho de los intérpretes está vinculado a los servicios secretos -recordó-. Henat lo dirige y rinde cuentas al rey, favorable a los griegos. Poco le importan la corrupción y el abandono de ciertos valores, siempre que sus aliados se instalen masivamente en Náucratis, en Menfis y en otras ciudades del Delta.
-¿Acaso es Amasis responsable de esta tragedia? -preguntó Bella.
-No podemos excluirlo.
-En ese caso, la policía y la justicia ejecutan sus órdenes sin preocuparse por la verdad.
-Edward se ocultará aquí -decidió Charlie-. Sus conocimientos le permiten cumplir la función de sacerdote puro. Tú y yo llevaremos a cabo nuestra propia investigación y reuniremos elementos que permitan demostrar su inocencia. Si los culpables son dignatarios, encontraré los apoyos necesarios para quebrar sus siniestros designios.
Las noticias vuelan -dijo a Bella el amable Jacob, organizador de las fiestas de Sais-. Vuestro nombramiento como Superiora de las cantantes y las tejedoras me alegra. Juntos haremos un trabajo excelente. ¿Puedo confesaros que os encuentro resplandeciente?
-Dada mi inexperiencia, vuestra ayuda me será muy valiosa.
-¡Sobre todo, no os enfrentéis con nadie! Tendréis que dar órdenes a sacerdotisas de más edad, susceptibles, imbuidas de sus prerrogativas. Si las herís, se convertirán en enemigas y os causarán mil y una preocupaciones. Sabed hechizarlas, utilizad vuestra magia, y seguiréis obteniendo la unanimidad. Por lo que se refiere a los problemas rituales, os facilitaré la tarea en cualquier circunstancia. A la menor dificultad, llamadme y acudiré en vuestra ayuda.
-Os lo agradezco de antemano.
-El sumo sacerdote ha hecho bien eligiéndoos como discípula, Bella. Gracias a vos, el porvenir parece risueño.
-Procuraré servir del mejor modo a la diosa Neit.
-Seguid siendo exigente con respecto a la calidad de los productos utilizados durante las ceremonias. El sumo sacerdote exige el mejor incienso, los mejores óleos y los mejores perfumes. Y los objetos fabricados por nuestros talleres no deben tener defecto alguno. Queda un aspecto siempre delicado: la voz de las cantantes. Algunas, ¡ay!, a veces olvidan trabajarla, otras cometen el error de creerse dotadas. Educar esas voces os exigirá mucha energía.
-Se trata de honrar a las divinidades y no a los humanos, por lo que os aseguro que no desfalleceré.
-La próxima fiesta se celebrará la semana que viene. Todo está a punto, salvo la barca de las procesiones que los carpinteros del templo acaban de restaurar. La examinaremos mañana por la mañana.
La muchacha pareció contrariada.
-Dada la enorme tarea, no tendré ya tiempo para asistir a banquetes semejantes al que organizó el ministro de Finanzas.
-Al contrario, debéis aprender a relajaros. Si trabajáis demasiado, os faltará lucidez. Y vuestro rango os impone participar en esos pasatiempos, donde los notables apreciarán vuestra personalidad. Cruzaros en su camino y gozar de sus gracias resulta indispensable.
-Aquella noche me sorprendió la presencia de un invitado.
-¿Ah, sí? ¿Cuál?
-Un joven escriba intérprete. ¿No os fijasteis?
-No me llamó la atención.
-¿Por qué lo invitó el ministro a aquella cena?
-No tengo ni la menor idea -afirmó Jacob.
-Se murmura que el tal Edward ha cometido actos horrendos.
El organizador de las fiestas de Sais pareció incómodo.
-¿Sabéis algo más?
-Al parecer, asesinó a varios colegas.
-¿Crímenes aquí, en Sais? ¡Imposible!
-¿De modo que no habéis oído hablar del tema?
-En absoluto.
-¿Y no conocéis a ese joven escriba?
-Es la primera vez que oigo hablar de él.
-Reuniré a las cantantes al ocaso. ¿Deseáis asistir al ensayo?
-Lo siento, estoy ocupado. La próxima vez. Valor, Bella. Jacob abandonó el recinto sagrado y corrió a casa de su superior, Aro, el gobernador de la ciudad.
Los despachos de su administración ocupaban una ala del vasto palacio real. Aro, un hombre muy trabajador, hablaba a diario con el soberano y le presentaba una síntesis de los numerosos expedientes que debían tratar. Amasis decidía pronto, Aro ejecutaba.
Jacob tuvo que esperar más de una hora antes de ser recibido por el canciller. De pie ante un ancho ventanal, admiraba Sais.
-Espléndida ciudad, ¿no es cierto? Al alba y al ocaso, me permito el infinito placer de contemplarla. Y no dejaremos de embellecerla.
-¡Ciertamente, canciller, ciertamente!
Aro se volvió y miró de arriba abajo al organizador de las fiestas.
-Te veo nervioso. ¿Dificultades?
-No, salvo un rumor... ¡Un rumor terrible!
-Te escucho.
-Al parecer, se han cometido crímenes aquí, en Sais.
-¿Y las víctimas?
-Los escribas del despacho de los intérpretes. Y el asesino sería uno de sus colegas, un tal Edward, con quien me encontré hace poco en un banquete. Todavía estoy temblando... Pero todo eso es falso, ¿no?
-¿Quién propaga ese rumor?
-Una amiga... Una gran amiga, digna de estima y de confianza. Por eso me he inquietado. Quiero sacarla de su error, y sólo vos podéis ayudarme.
-¿Cómo se llama?
-La discreción...
-Exijo su nombre.
-Pero si se trata de un rumor tonto...
-El escriba Edward asesinó, en efecto, a sus colegas del despacho de los intérpretes -declaró el canciller Aro-. Será detenido, juzgado y condenado. Puesto que se trata de un asunto de Estado, su majestad exige la máxima discreción, y los dignatarios están obligados al silencio. ¿Cómo se llama tu amiga?
-Bella, la nueva Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit.
-A título de confidencia, te informo de que nuestros servicios secretos se ocupan de este asunto, cuyas eventuales ramificaciones son desconocidas aún. Un buen consejo: mantente al margen de este horrible drama.
-¡Seré mudo! -prometió Jacob-. Y no deseo oír ni una sola palabra más con respecto a esos crímenes.
-Recomienda extrema prudencia a tu amiga Bella. ¿No dicen los sabios que hablar demasiado perjudica?
-Le daré ese útil consejo, canciller.
-Prepáranos una hermosa fiesta, Jacob. Nuestra ciudad debe seguir estando alegre.
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