EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 52: CAPÍTULO 19

               CAPÍTULO 19

Unos cincuenta mercenarios avanzaban hacia la morada del ministro Pefy. Caminaban en silencio, y no tardarían en unirse a los hombres del juez Carlisle, que coordinaba la operación. Había llegado a Abydos ese mismo día y había sido informado de la presencia de tres sospechosos en casa del ministro, por lo que había decidido una intervención inmediata.

Esta vez, los conspiradores no escaparían.

La luna llena iluminaba la ciudad adormecida.

Uno de sus mercenarios se volvió. Y lo que vio lo asustó hasta el punto de provocar un grito de terror. Sus camaradas se inmovilizaron y, a su vez, descubrieron el horrible espectáculo: brotando de las tinieblas, el dios Set los amenazaba.

Los supersticiosos emprendieron la huida, chocando con los indecisos, y derribaron a algunos. La hermosa estrategia de aproximación voló, hecha trizas.

Satisfecho con el resultado, Emmett se batió entonces en retirada, se quitó la máscara y corrió hasta el puerto. Pero era demasiado tarde para avisar a Edward y Bella; Viento del Norte se encargaría de eso. Era imposible enfrentarse solo a aquel ejército. Su única salida era apoderarse del barco del ministro y prepararse para zarpar, esperando que la joven pareja pudiera reunirse con él.

Emmett, que conocía Abydos a la perfección, tomó una serie de callejas que llevaban al puerto. Allí había amarrados varios navíos de la policía, entre ellos, el del juez Carlisle. Algunos militares los vigilaban.

En un extremo del muelle vio un barco de buen tamaño. Poco a poco, unas negras nubes ocultaron la luna, y aprovechando la oscuridad, Emmett trepó por la popa. Estuvo a punto de topar con un marino dormido y lo despertó pinchándolo en los riñones con la punta de su cuchillo.

—O me ayudas o te mato.

 

 

Edward dio un respingo.

La poderosa voz de Viento del Norte rompía la quietud de la noche.

— ¡Bella, vístete, pronto!

Con el rostro cansado, Pefy salió de su habitación.

—Estáis en peligro —les dijo a sus huéspedes—. Vayamos por detrás de la casa y dirijámonos al templo. Los mercenarios no se atreverán a entrar.

—Viento del Norte...

—Lo siento —afirmó Pefy—. El asno es un animal de Set, y no es admitido en el santuario de Osiris.

—Nos esperará —aseguró Bella.

—Apresurémonos —exigió Pefy—. Mi guardián no podrá retenerlos por mucho tiempo.

El ministro estaba en lo cierto. Y el guardián, temiendo que lo golpearan, les reveló que los ocupantes de la casa se habían refugiado en el templo de Seti I.

Agrupados de nuevo por fin, los mercenarios se lanzaron tras su superior.

Un sacerdote salió del lugar santo.

—No violéis la quietud de este espacio sagrado.

—Albergáis a unos criminales —repuso el comandante—. Entregadlos.

—Ni hablar.

— ¡Estáis violando la ley!

—Yo sólo conozco la ley de los dioses.

En el interior, Pefy indicó a la joven pareja el paso que llevaba al Osireion, el templo, en parte subterráneo, reservado para la celebración de los grandes misterios. Un corredor abovedado los conduciría hasta el lindero del dominio divino, no lejos del puerto.

—Mi barco se encuentra en un extremo del muelle. Si vuestro amigo ha podido llegar, tal vez logréis abandonar Abydos.

— ¿Y vos? —se preocupó Edward.

—Yo no corro riesgo alguno —afirmó Pefy—. Partid y que los dioses os protejan.

Un relámpago surcó el cielo, rugió el trueno y grandes gotas de una lluvia cálida comenzaron a caer.

Los sacerdotes se habían reunido para disuadir a los soldados griegos de invadir el templo. Pefy se reunió con ellos e impuso su voz grave.

—Dispersaos —ordenó—. Soy el ministro de Finanzas y hablo en nombre del faraón.

—No lo escuchéis —recomendó el juez Carlisle, hendiendo las filas de los mercenarios—. Este hombre es un traidor y oculta a unos asesinos.

— ¡Os equivocáis, Carlisle, y perseguís a unos inocentes!

—Ningún templo se encuentra fuera de la ley. Los soldados de Amasis entrarán y se apoderarán de los criminales que conspiran contra él.

— ¡Les prohíbo que profanen el santuario de Osiris!

— ¡Apartaos, Pefy!

— ¡Nunca!

— ¡Muerte al traidor! —gritó el comandante de los mercenarios, cuya lanza, impulsada con fuerza, se clavó en el pecho de Pefy.

El ex ministro se derrumbó, los sacerdotes huyeron y los soldados se lanzaron al interior del edificio.

«Hubiera preferido un proceso», pensó Carlisle, deplorando aquella tragedia. Pero, al menos, la cabeza pensante de los sediciosos había sido eliminada.

 

 

La violencia de la lluvia y el viento dificultó el avance de Edward y de Bella. Sin embargo, finalmente llegaron al puerto, donde, estoico, los aguardaba Viento del Norte. Olvidando por un instante los desenfrenados elementos, lo acariciaron y el trío se dirigió hacia un extremo del muelle.

Aquel día terrible del gran enfrentamiento entre Horus y Set, era preciso permanecer en casa, no bañarse, no subir a un barco y no viajar. El Nilo se había desencadenado, enormes olas agredían los edificios y amenazaban con derribarlos. Los soldados de guardia abandonaban su puesto y buscaban abrigo donde guarecerse.

—Pronto —aulló Emmett—, soltemos la última amarra y zarpemos.

—Es una locura —afirmó Edward—. El barco zozobrará y moriremos ahogados.

—El asno del dios Set nos protegerá —aseguró Bella—. Conoce el secreto de la tempestad y no la teme.

El trío consiguió subir a bordo.

—El marino de guardia ha huido —indicó Emmett, empapado—, y no conseguiremos maniobrar.

—Partamos —decidió Bella.

Nuevos relámpagos desgarraron un cielo negro como la tinta. Edward apretó con fuerza su amuleto y abrazó a Bella.

Empujado por la corriente y zarandeado por tempestuosos vientos, el barco del ministro asesinado desapareció en la noche.

              

El sol disipó las últimas nubes. Sin cesar hasta el alba, la terrorífica tempestad había causado daños considerables, y un viento del este de rara fuerza seguía soplando.

Al salir del templo de Osiris, donde los mercenarios sólo habían encontrado sacerdotes, el juez Carlisle se detuvo ante el cadáver de Pefy. ¿Por qué ese ministro ejemplar se había salido del recto camino?

—Enterradlo —ordenó el magistrado a los soldados.

El comandante de la guarnición sería suspendido algunos días, por indisciplina, y Carlisle redactaría un detallado informe para el rey Amasis.

Una parte del muelle había sido destruida; todas las embarcaciones estaban seriamente dañadas.

—Dos de ellos se han hundido —precisó un marino—, y el del ministro ha desaparecido.

— ¿Alguien lo vio zarpar? —preguntó el juez.

Encontraron un testigo, impresionado aún.

—Llovía mucho y no veía muy bien, pero estoy seguro de haber divisado a una pareja que subía a bordo con un asno. Luego, el barco se separó bruscamente del muelle y la corriente se lo llevó a una increíble velocidad.

—Estará destrozado, y sus pasajeros habrán perecido ahogados —supuso el marino.

—Emprenderemos la búsqueda —decidió el juez Carlisle.

— ¡Las reparaciones exigirán tiempo!

—No tardarán en llegar otros navíos de la policía.

—Con todos mis respetos, pero esas investigaciones son inútiles. Ni siquiera un marino experto podría sobrevivir ante semejante tormenta. Los cocodrilos y los peces no dejarán ni siquiera los huesos.

 

 Henat visitó varios templos de millones de años de la orilla oeste, especialmente los de Ramsés II (Ramesseum) y de Ramsés III (Medinet-Habu),  gigantescos edificios rodeados de anexos. Almacenes, talleres y bibliotecas seguían funcionando.

Cuatro servidores satisfacían las menores exigencias del director del palacio real y se aseguraban de su comodidad. Henat habló con un buen número de responsables, interesándose por sus métodos de trabajo y su modo de resolver las dificultades.

En el Ramesseum, interrogó largo rato al técnico encargado de la fabricación de papiro de calidad superior, el único utilizado para la redacción de los rituales. El artesano lo entregaba, especialmente, a la Divina Adoradora y acudía con frecuencia a Karnak. Era también el jefe de la organización encargada de informar a Henat.

— ¡Qué honor, recibiros en Tebas!

—Dejémonos de cortesías. Necesito informaciones concretas.

—Por aquí, calma chicha. La provincia está tranquila, los templos administran la economía logrando la satisfacción general y nos preocupamos, sobre todo, de venerar a los dioses.

—Háblame del gran intendente Chechonq.

—Teólogo y administrador a la vez, goza tanto de la estima de los dignatarios como de la del pueblo. Pese a su tosca apariencia y a su amor por la buena carne, es un trabajador empecinado y meticuloso. Es intransigente, y no soporta a los perezosos ni a los incapaces. La Divina Adoradora no se equivocó nombrándolo para el puesto de gran intendente.

— ¿La has visto recientemente?

—Es invisible desde hace dos meses. Según algunos servidores cercanos, su salud se está deteriorando rápidamente. Sin embargo, sigue celebrando algunos ritos, pero no sale del recinto de Karnak y la mayor parte del tiempo permanece en su palacio.

— ¿La visita Chechonq?

—Tres veces por semana, al menos. Debe consultar con ella antes de tomar decisiones importantes referentes a la gestión de la provincia. En estos últimos días se ha negado a recibirlo. Algunos afirman que está agonizando.

De modo que Chechonq no mentía. Henat, prudente, quería tener la certeza absoluta.

— ¿Conoces al médico de la Divina Adoradora?

—Me cuidó una vez. Es un hombre afable y muy competente.

—Dile que estoy enfermo y envíalo a mi alojamiento oficial. ¿El gran intendente no habrá financiado una milicia secreta?

— ¡Estad tranquilo, señor! Las fuerzas de seguridad, reducidas al mínimo, están muy lejos de formar un ejército. Los guardias de Karnak se limitan a vigilar los accesos del templo. La irradiación espiritual de la Divina Adoradora sigue siendo considerable, pero ella no es un jefe de guerra.

 

 Del barco del ministro Pefy subsistían sólo unos pobres restos. La furia del Nilo había dislocado el navío, de excelente factura sin embargo.

— ¿Se han encontrado restos humanos? —preguntó el juez Carlisle a los policías encargados de inspeccionar el pecio, hallado junto a Dendara, entre Abydos y Tebas.

—El río y sus habitantes lo han limpiado todo.

Edward, Bella y Emmett, ahogados... Era probable.

Pero el juez, escéptico, prosiguió con sus investigaciones más al sur.

Ningún resultado.

Dada la violencia de la tormenta que había durado varias horas, las posibilidades de supervivencia de los fugitivos eran inexistentes. ¿No debería el magistrado rendirse a la evidencia, llegar a la conclusión de que habían desaparecido y levantar las barreras?

Pero habían escapado ya a tantos peligros que subsistía una duda.

El juez Carlisle convocó a un grupito de mercenarios y les dio algunas instrucciones.

 

 Llevando una pesada bolsa de cuero llena de medicinas, el médico entró en la habitación de Henat, que estaba leyendo un informe del jefe de su organización.

—He venido tan pronto como me ha sido posible. ¿Qué os ocurre?

—Me encuentro perfectamente.

El terapeuta frunció el ceño.

— ¡No comprendo! Me han dicho...

—Deseaba veros, doctor. Oficialmente os habréis ocupado de un enfermo. Pero, en realidad, necesito una información.

—A vuestro servicio.

— ¿Sois el médico personal de la Divina Adoradora?

—Así es.

—Quiero saberlo todo sobre su estado de salud.

—Lo siento, pero eso es imposible. El respeto del secreto profesional forma parte de mis deberes.

— ¡Olvidadlo!

—Os repito que es imposible.

—No nos hemos entendido, doctor. Exijo una respuesta precisa, de lo contrario...

— ¿Me estáis amenazando?

—A vos y a vuestra familia. El rey me confió una misión y la cumpliré.

—No os atreveríais...

—Dispongo de plenos poderes y, a mi entender, sólo cuenta el servicio del Estado. Os recomiendo vivamente que respondáis.

—Traicionar la confianza de mi paciente me aflige y...

—Es un caso de fuerza mayor.

El médico tragó saliva.

—Mucho me pedís.

—Sólo vos y yo sabremos que habéis hablado. Vos callaréis, y yo también.

El terapeuta inspiró profundamente.

—La Divina Adoradora sufre diversos e incurables males. Su corazón está gastado, sus pulmones fatigados, y sus canales de energía empequeñecidos. Dada su avanzada edad, la medicación no surte efecto. Sólo puedo aliviar su sufrimiento.

— ¿Concede audiencias aún?

—No tiene fuerzas para ello y se niega a ver, incluso, a su principal colaborador, el gran intendente Chechonq.

— ¿Consideráis que la Divina Adoradora está... condenada?

—Desgraciadamente, sí. Su excepcional resistencia tal vez le permita sobrevivir algunas semanas. Si los dolores se hicieran insoportables, me vería obligado a administrarle potentes drogas que la sumirían en el coma. Y no excluyo una fatal crisis cardíaca. Su próxima desaparición será una inmensa pérdida.

—Todos la deploraremos —afirmó Henat, encantado al saber tan excelentes noticias.

Chechonq había dicho la verdad, y la Divina Adoradora ya no representaba el menor peligro.

 

Mientras salía de la morada del jefe de los servicios secretos, el médico sintió un inmenso alivio. Con las manos húmedas y la espalda empapada en sudor, se había comportado como un equilibrista aterrorizado por la frialdad de Henat. Logrando dominarse, había seguido las directrices de su augusta paciente: convencer al temible personaje de que estaba a las puertas de la muerte, impotente e incapaz de actuar. Así confirmaba el testimonio del gran intendente y disipaba, de una vez por todas, las dudas del jefe de los servicios secretos.

              

Por un breve instante, el jefe de los conjurados dudó del éxito de su plan. Los dioses parecían proteger a un joven escriba destinado al papel de víctima ideal, a una sacerdotisa destinada al templo y a un cómico ambulante, aficionado a los placeres; extraño trío, incapaz de escapar de las fuerzas del  den. Y sin embargo, su loca aventura proseguía. Se burlaban de sus perseguidores y de los golpes de la fortuna.

Pero aquella insolente suerte no duraría mucho. Edward, Bella y Emmett estaban condenados, y sus ilusorios éxitos desemboca rían en la nada. Nunca descifrarían el papiro codificado, y cuando conocieran la verdad sería tarde, demasiado tarde.

¿Renunciar? Ni hablar, pues no había alternativa. El fina se acercaba y algunas consecuencias serían crueles. Era imposible evitarlas. El jefe de los conjurados no lamentaba nada. La puesta en práctica de su decisión, tomada desde hacía mucho tiempo, había exigido paciencia y habilidad. Y convencer, uno a uno, a sus aliados había resultado peligroso.

Hoy quedaba poco camino por recorrer, pero el alma de la conspiración ya no dominaba el desarrollo de los últimos acontecimientos. Sin demasiada inquietud, no obstante. Trazada ya la ruta no presentaba emboscada alguna.

¿La muerte de los inocentes? Era inevitable. Por mucho que Edward se revolviera, chocaría con muros infranqueables y perdería la cabeza.

 

 Emmett vomitó litros de agua. Sorprendido al seguir vivo aún, palpó sus brazos, sus piernas y su cabeza. ¡Estaba entero!

Se incorporó y descubrió una ribera del Nilo llena de cañas. Encaramado en una umbela, un picozapato lo contemplaba.

— ¡Hemos zozobrado! Bella, Edward, ¿dónde estáis?

El picozapato emprendió el vuelo.

El actor, vacilante, se abrió camino entonces a través de la espesa maleza. Recordaba la horrenda tempestad, sentía el desenfrenado soplo, intentaba agarrarse a la batayola. El barco avanzaba a una increíble velocidad, saltando de ola en ola. Viajando tan deprisa, ¿no dejarían atrás Tebas?

Viento del Norte intentaba mantener el equilibrio pegado al mástil. Él era el capitán de aquel navío a la deriva, el único capaz de retrasar el término.

Edward y Bella se agazapaban en la cabina. El escriba intentaba protegerla desesperadamente y evitarle cualquier herida.

La noche parecía eterna; corrían las horas.

De pronto, una monstruosa ola levantó la embarcación y la lanzó hacia la ribera. Emmett cerró los ojos, convencido de que nunca volvería a abrirlos. Pero ahora caminaba de nuevo en busca de sus compañeros, a quienes llamaba en vano.

Víctima de un vértigo, se sentó. Era el único superviviente... ¡Era horrible! La vida, esa vida que tanto amaba, le parecía insípida y cruel. Retomar sus costumbres y el curso normal de su existencia le resultaría insoportable.

Reponiéndose a su cansancio, Emmett se levantó y tomó la dirección del río. Hapy, el genio de la crecida, le procuraría la calma.

— ¿Adónde vas, Emmett? —Murmuró una voz conocida—. ¿No te has hartado ya de agua?

— ¡Edward! ¿Estás bien?

Cubierto de lodo, el escriba era irreconocible.

—Sólo tengo algunos arañazos.

— ¿Y Bella?

—Está limpiándose. Su túnica se ha hecho jirones.

— ¿Viento del Norte?

—Heridas y chichones. Está durmiendo.

—Acabaré creyendo que los dioses nos protegen realmente. Sobrevivir a semejante cataclismo, volver a encontrarnos, respirar... Creo que estoy soñando.

Los dos amigos se abrazaron. Luego se reunieron con Bella, que acariciaba dulcemente a Viento del Norte.

—La tempestad de Set nos ha respetado sólo por tu presencia —agradeció—. Sin ti, habríamos perecido.

—El juez Carlisle debería creernos muertos a todos —deseó Edward—, y dejar de perseguirnos.

—Trataré de averiguar dónde estamos —anunció Emmett—. No os mováis de aquí; las cañas os protegen.

El Nilo se había tragado el arco de Neit, el amuleto de obsidiana que representaba los dos dedos que separaban el cielo de la tierra, la bolsa de piedras preciosas y el cuchillo griego. A los pies de Bella había algunos fragmentos de la estatuilla del Respondiente. Había cumplido su función al llevarlos sanos y salvos a la orilla oriental del río. Cada uno por su lado, Edward y Bella trazaron en la arena húmeda los signos del papiro cifrado. Su memoria seguía siendo fiel, y el texto, incomprensible.

Las orejas de Viento del Norte se irguieron de pronto.

Se acercaba una barca.

—Pescadores —advirtió Edward—. ¡Emmett va con ellos!

El escriba apartó las cañas, y la barca atracó.

—Esta buena gente nos concede su hospitalidad —dijo el actor.

—No tenemos con qué pagarles.

—Acaban de hacer una buena pesca y se sienten felices al invitar a unos pobres viajeros a compartir su comida. Les he explicado que nuestro barco mercante había naufragado y que lo habíamos perdido todo.

—Aquí, cerca de Tebas, la tormenta no ha sido muy violenta —explicó el patrón—. Vayamos a nuestra cabaña. Encenderemos fuego y asaremos el pescado.

Dolorido, Viento del Norte se levantó penosamente.

— ¿No tendríais un trozo de tela para mi compañera? —Preguntó el escriba—. Su túnica ha quedado desgarrada.

El patrón cortó un retazo de una burda tela destinada a reparar su vela. A pesar del improvisado vestido, la belleza de Bella subyugó a los pescadores.

— ¿Qué transportabais? —preguntó uno de ellos.

—Jarras de vino —respondió Emmett.

—Encargadas por el gran intendente de la Divina Adoradora, supongo.

—No, nos dirigíamos a Elefantina, sin escala en Tebas.

La cabaña se encontraba sobre una colina desde donde se dominaba el Nilo, apaciguado ahora. Los pescadores depositaron sus arpones y sus cestos, brotó el fuego y bebieron una rústica cerveza.

—Venís de lejos —observó el patrón pescador—. Por lo general, el río colérico no devuelve a sus presas.

—Hemos tenido suerte —afirmó Emmett—. Ver vuestro pescado multiplica mi apetito.

Asaron tres grandes piezas: un mújol, un pez elefante y una perca del Nilo. Con más de un metro de largo, ésta tenía el vientre y los flancos plateados y el dorso de un pardo oliváceo.

Bella se estrechó contra Edward y le murmuró unas palabras al oído. Durante la distribución de las porciones, el escriba impidió discretamente a su amigo que probara la perca. Los pescadores apreciaron su carne firme y sabrosa.

—Habrá que contar vuestra historia a la policía —afirmó el patrón—. Eso les evitará buscaros en vano. Podemos conduciros al cuartel más cercano.

—No será necesario —objetó Emmett—. Indicadnos el camino y ya nos las arreglaremos.

Pero el patrón pescador empuñó su arpón.

—El camino será muy corto, amigo. Nosotros somos la policía.

Capítulo 51: CAPÍTULO 18 Capítulo 53: CAPÍTULO 20

 


Capítulos

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