EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 17: CAPÍTULO 16

 

CAPÍTULO 16

 

 

El juez Carlisle presidía el tribunal que actuaba ante la puerta monumental del templo de Neit. Iba tocado con una peluca a la antigua, y llevaba un colgante que representaba a Maat, la diosa de la Justicia. Sin hacer distinción alguna entre un gran señor y su servidor, entre una sierva y su dueña, escu­chó a diversos denunciantes cuyos asuntos superaban la com­petencia de los tribunales locales. El consejo del pueblo apaci­guaba la mayoría de los conflictos, y los magistrados de la ciudad vecina se ocupaban de los casos difíciles. Si no se en­contraba solución satisfactoria alguna, denunciantes y acusados llegaban hasta el jefe de la justicia.

Carlisle tocó la figurita de Maat e indicó así el comienzo de la audiencia. Treinta jueces escucharon a unos escribas que leye­ron las detalladas denuncias, que concluían con el montante de la indemnización deseada, y las respuestas de los defensores. Dada la complejidad de la querella entre herederos, escucha­ron la refutación de aquellos argumentos y el último contraata­que de los oponentes.»

 

 

Carlisle podría haber convocado a ambas partes, pero los docu­mentos establecían claramente la verdad. De modo que colocó la figurita de Maat sobre el expediente de los denunciantes. Una madre de familia había desheredado legalmente a sus hijos, ingratos y deshonestos, en beneficio de una criada valerosa a quien la cohorte de aquellos amargados intentaba desacreditar. Puesto que habían llegado a la falsificación, serían condenados a pagar una cuantiosa suma por daños y perjuicios.

Una vez impartida la justicia en nombre de Maat y del Fa­raón, Carlisle regresó a su despacho, donde lo aguardaban los úl­timos informes de la policía sobre el asunto Edward.

No había ni rastro del asesino huido. Sin embargo, todos los confidentes estaban al acecho, y las fuerzas del orden no escati­maban esfuerzos.

De modo que Edward había salido de Sais. Salvo si se ocultaba en el interior del recinto sagrado de Neit... No, el registro se había realizado correctamente, y el juez no podía dudar de la palabra del sumo sacerdote.

Era necesario alertar a todas las ciudades del Delta. Tal vez el escriba tuviera cómplices y no vagara por la campiña. Y si dirigía una organización de malhechores, ¿no lo habrían ayu­dado éstos a salir de Egipto?

Henat, el jefe de los servicios secretos, tal vez conociera las respuestas a esas preguntas. Pero a pesar de la intervención del rey, permanecía mudo.

-¿Qué hacemos con ese tal Emmett? -preguntó el ujier.

-Traédmelo.

El juez consultó el expediente del cómico ambulante, que estaba vacío. Además, la policía no dejaba de detener a inocentes cuyo único crimen era parecerse a Edward. Abrumado por los expedientes inútiles, Carlisle decidió librarse de éste.

El mocetón, macilento, no parecía ya muy valiente.

-Bueno, Emmett, ¿lo has pensado bien?

-¿El qué?

-¿No tienes nada que decirme sobre el escriba Edward?

-¿Yo? ¡Nada en absoluto! Sólo quisiera salir de la cárcel y reanudar mis actividades.

-¿Piensas viajar?

-Es mi oficio.

-No decirme toda la verdad sería una falta grave...

-Por eso os la he dicho toda.

-Tu arresto fue brutal. ¿Deseas denunciar a la policía? Emmett abrió los ojos de par en par.

-La denuncia podría aceptarse -indicó Carlisle-, y no harías más que ejercer el derecho de un inocente. -¡Bastantes problemas he tenido ya!          -Como quieras.

-¿Me... me liberáis?

-No hay acusación alguna contra ti.

-¡En este país hay justicia!

Emmett recibió una hogaza de pan fresco, una calabaza de agua, un par de sandalias nuevas y, en cuanto salió de los loca­les de la administración judicial, saludó al sol y al cielo azul.

¡Su primer destino sería la taberna! Cerveza fuerte, por fin, indispensable para aclararse las ideas.

¿Cómo podía encontrar a Edward, cuyo único amigo era? ¿Dónde se había refugiado el escriba? Tenía la apariencia de una pista, pero era tan frágil.

Al levantarse, Emmett se sintió observado.

Caminó al azar, cambió varias veces de dirección, atravesó un mercado, discutió con unos comerciantes y descubrió al que lo seguía.

¡De modo que su puesta en libertad era sólo una añagaza! Sospechando que era cómplice, el juez Carlisle esperaba que el actor lo llevara hasta su amigo Edward.

Sin embargo, si se deshacía se sus perseguidores, sería como confesar que era culpalbe. De modo que Emmett alquiló una ha­bitación en el segundo piso de un albergue de las afueras, fre­cuentado por mozos de cuerda. Nada más instalarse, corrió a la azotea y vio al policía obligado a hacer el pasmarote cerca del establecimiento. Saltó de terraza en terraza, hasta llegar a un barrio popular y, luego, tomó por una calleja que llevaba al templo de Neit. Tal vez Bella, la sacerdotisa a la que Edward había conocido en el banquete anterior al asesinato de los intérpre­tes, supiera más cosas.

Hablaría, de buen grado o por la fuerza.

 

 

Según el despacho que acababa de llevarle el cartero, Bella debía acudir urgentemente a su antigua dirección para resolver un problema material, y a pesar de estar muy ocupada, decidió resolverlo de inmediato.

Apenas hubo cruzado el umbral, una vigorosa mano se pegó a su boca.

-¡No grites! Sobre todo, no intentes huir. La puerta se cerró.

El agresor llevó a la sacerdotisa hasta la habitación.

-Me llamo Emmett y soy el único amigo del escriba Edward. O respondes a mis preguntas o te estrangularé.

-Hazlas.

-Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit... ¡Fue fácil encontrar tu rastro! Las sacerdotisas puras sólo hablan de tu ascenso y de tu brillante porvenir. ¿Admites conocer a Edward?

-Lo admito.

-¿Le tendiste una trampa en el banquete?

-Yo no soy responsable de aquella emboscada.

-¡Demuéstralo!

-¿Y tú, eres su amigo o uno de los chivatos de la policía que se encargan de encontrarlo? Emmett soltó una carcajada.

-¿Un policía, yo? ¡Ésta sí que es buena! ¡También podrías acusarme de estar casado y ser padre de familia!

La sinceridad del actor parecía evidente.

   -Creo en la inocencia de Edward -declaró Bella-, y lo ayudé a ocultarse.

Emmett soltó un suspiro de alivio.

-Una aliada... ¡Loados sean los dioses! ¿Dónde se oculta?

-Se ha marchado a Náucratis. Si Demos y el Terco, forzosa­mente mezclados en el asesinato de los intérpretes, se han ins­talado en esa ciudad griega, los encontrará y los interrogará.

     -¡Y si son culpables, lo matarán!

-No conseguí disuadirlo -deploró Bella-, pues no veía otra solución. Para las autoridades, Edward es un asesino huido.

     -Yo lo ayudaré -prometió Emmett.

    El actor adoptó entonces un aire compungido.

-Perdonad mi brutalidad, pero os creía cómplice de los conspiradores.

Bella sonrió.

-Yo habría actuado del mismo modo.

-¡Ayudar a Edward podría causaros graves problemas!

-¿Acaso no es el deber de una sacerdotisa buscar la verdad y combatir la mentira?

-Conoceros ha sido un honor.

-Vuelve con Edward sano y salvo. Juntos, conseguiremos que lo absuelvan.

 

 

 

En una sola jornada, Edward había hecho más trabajo que los tres secretarios de la dama Rose en una semana, y ha­bía resuelto varias dificultades administrativas. La gestión de las tierras exigía profundas reformas y la rentabilidad mejoraría claramente.

-Deslumbrante -reconoció la soberbia mujer de negocios-. Veo que no me había equivocado. Aún quedan algunos expe­dientes, pero cumpliré con mi palabra. Puesto que cooperas de modo eficaz, mereces encontrarte con un hombre importante que te procurará informaciones fiables. Hay una única condi­ción: sólo hablará en mi presencia.

-¿Cuándo?

-Esta misma noche.

 El jefe de los mercenarios de Náucratis devoraba a Rose con la mirada.

-Te presento a un amigo -le dijo-. Necesita tus servicios.

-Oficiosamente, supongo.

-Yo respondo por él, puedes contestar sin rodeos. Ah, y esta entrevista nunca se ha celebrado. -¿Qué desea saber ese amigo anónimo?

-¿Has reclutado, recientemente, a un joven intérprete grie­go llamado Demos? -preguntó Edward. El jefe consultó sus registros.

-No.

-Y si ocupara un cargo administrativo, ¿lo sabrías?

-Claro está.

-¿Y un hombre de más edad, el Terco? El jefe frunció el ceño.

-¿Un ex oficial que fue lechero en Sais?

-¡Eso es!

-Se enroló la semana pasada.

-Quisiera hablar con él.

-Imposible. -Insisto.

-En su primer entrenamiento, el Terco fue víctima de un accidente mortal.

-¿Qué ocurrió exactamente?

      -Resbaló en el suelo húmedo y se clavó la lanza del soldado a quien se enfrentaba. En ese tipo de ejercicios, a menudo sufri­mos pérdidas. Es el precio que debe pagarse para formar mer­cenarios y no mujercitas.

 

 

Edward no conseguía concentrarse.

Era evidente que habían ordenado suprimir al Terco. Definitivamente cortada esa pista, quedaba aún la de Demos. Puesto que el griego se ocultaba, a diferencia del ex lechero, cómplice demasiado visible, debía de ser inocente. ¿Pero cómo encon­trarlo? De pronto, leyó un pasmoso documento. Incrédulo, se pre­guntó si seguía comprendiendo el griego. Lo leyó entonces de nuevo y ya no le cupo ninguna duda.

Apareció la dama Rose, con un ancho collar de ocho vuel­tas de cornalina y loza, pendientes en forma de flores de loto y un cinturón compuesto por placas de oro sujetas por cinco hi­leras de cuentas de loza. ¡Semejantes joyas valían una fortuna!

Pero su encanto no funcionaba con el joven escriba.

Edward blandió el texto.

-¡No puedo creerlo!

-¿Por qué tanta indignación?

-¿Preveis comprar... seres humanos?

-En Grecia los llamamos esclavos, y es un comercio del todo lícito.

-¡En Egipto, la ley de Maat lo prohibe formalmente!

-Egipto tendrá que modernizarse, joven escriba, y com­prender que la esclavitud forma parte de las fuerzas de produc­ción indispensables para el desarrollo económico.

-¡A ese precio, más vale renunciar a ello! Ningún faraón aceptará semejante ignominia.

-Pura utopía, muchacho. Cuanto más aumente la pobla­ción, más se impondrán las leyes de la economía. Y vuestra antigua espiritualidad, por muy hermosa que sea, será barrida. En vuestras ciudades democráticas hay más esclavos que hom­bres libres. El modelo se impondrá.

-Os presento mi dimisión, dama Rose.

-¡Ni hablar! ¿Adonde irías? Aquí estás seguro y puedes proseguir con tu investigación.

La sonrisa invitadora de la mujer de negocios no seducía, sin embargo, a Edward. Trató de dominar entonces su cólera y mo­vió un nuevo peón en el tablero del peligroso juego que lo opo­nía a la griega.

-Me niego a encargarme de los expedientes que traten, poco o mucho, de la instauración de la esclavitud en Náucratis.

-De acuerdo. Respetaré tu arcaica moral, aunque con la es­peranza de que evoluciones.

-¿Me ayudaréis, no obstante, a encontrar a Demos?

-Si se oculta en esta ciudad, lo descubriré. -Busco algo más -reveló el joven-. Un tesoro de inestima­ble valor.

La curiosidad de Rose se despertó de inmediato.

-¿De qué se trata?

-¿Sabéis cómo se hizo con el poder el rey Amasis?

-Con un golpe de Estado militar, sus hombres lo tocaron con un casco que hizo las veces de corona. Se libró del faraón reinante, Apries, tras una guerra civil, luego se impuso tanto al pueblo como a los notables.

-Pues la valiosa reliquia ha desaparecido. Han robado el famoso casco, que se conservaba en palacio, y estoy convenci­do de que ese delito está vinculado con el asesinato de mis co­legas.

-Dicho de otro modo -concluyó Rose-, ¡se prepara un nuevo golpe de Estado!

-Si entrego ese casco al faraón, Amasis reconocerá mi ino­cencia -señaló Edward.

-Sin duda alguna -murmuró la mujer de negocios, pensan­do en otra salida.

Semejante asunto desbordaba el caso de un joven escriba, por muy seductor que fuera. Le serviría para echar mano al te­soro, pero no le permitiría gozar de él.

Sólo ella tenía envergadura suficiente para tratar con un monarca y obtener de él fortuna y títulos honoríficos. Respeta­da, riquísima, Rose se convertiría en una de las principales per­sonalidades de la corte e impondría numerosas reformas que un rey enamorado de la cultura griega aprobaría.

La verdadera carrera de la dama Rose estaba empezando.

 

 

 

Amasis había dormido mal. Su esposa lo reconfortó y le rogó que recibiera a unos delegados comerciales proce­dentes de distintas ciudades griegas que deseaban estrechar aún más sus vínculos con Egipto. Aunque detestara ese tipo de tareas, el monarca se rindió ante las razones de la reina. Ver al faraón era un honor inconmensurable, y ese favor tendría be­néficas consecuencias económicas.

  Una vez terminada la audiencia, Amasis recibió a Jacob, el organizador de las fiestas de Sais. El monarca contaba con ese fiel servidor para vigilar al sumo sacerdote y asegurarse de que el programa de construcciones y renovaciones de los templos, tan­to en el Alto como en el Bajo Egipto, era correctamente seguido.

-¿Cómo va nuestro gran proyecto, Jacob?

-¡La isla de Filae se adornará con un magnífico santuario dedicado a la diosa Isis, majestad! La diosa apreciará ese paraje aislado y espléndido, virgen hasta ahora de cualquier ocupa­ción.

-No olvidemos nunca a la gran hechicera -recomendó Amasis-.      ¿Acaso no posee el verdadero nombre de Ra, la luz divina, y el secreto de la potencia creadora? Filae será una de las mayores hazañas de mi reino. Asegúrate de la buena mar­cha de los trabajos.

-Lo haré, majestad.

-¿Está terminada mi morada de eternidad, en el interior del recinto sagrado de Neit?

-Los artesanos han actuado de acuerdo con vuestras direc­trices. Precedida por un pórtico con columnas palmiformes y cerrada por dos puertas detrás de las cuales se encuentra el sar­cófago, la gran sala es una maravilla.

Las tumbas de los soberanos de la XXVI dinastía daban a un patio que precedía la sala hipóstila de la antigua capilla de Neit, y la de Amasis no incumplía la regla. De modo que se colocaba bajo la protección de la misteriosa reina que, a cada instante, recreaba el mundo gracias a siete palabras.

-¿El sumo sacerdote se ha ocupado correctamente de mi morada de eternidad?

-¡Con cotidiana vigilancia, majestad! Despidió a dos escul­tores considerados mediocres y él mismo eligió las fórmulas de glorificación grabadas en la piedra y encargadas de asegurar la supervivencia de vuestra alma.

-¿No ha habido ninguna crítica contra mi gobierno?

-Ni la más mínima. El sumo sacerdote, frío, distante y re­servado, no se muestra muy inclinado a las confidencias. Sin embargo, no he oído eco alguno que cuestionara vuestra auto­ridad. El templo de Neit funciona a las mil maravillas, y no será fácil encontrar un sucesor para Charlie.

-Manten los ojos bien abiertos -ordenó Amasis-, y si se produce el menor incidente, comunícamelo.

El rey regresó a sus aposentos, donde saboreó un gran caldo de Bubastis. Los vendimiadores de la diosa gata, Bastet, produ­cían un vino excepcional, alegre y ligero. Amasis necesitaba aquel tonificante antes de recibir, con toda discreción, al jefe de sus servicios secretos.

Henat, sacerdote de Thot, se encargaría de honrar la memo­ria de Amasis tras la muerte del rey, pero no poseía la enverga­dura de un faraón. Sabía estar en su lugar, apreciaba mantener­se en la sombra y su posición lo satisfacía.

Sin embargo, ¿no se desencadenaba la ambición como una oleada destructora, fueran cuales fuesen la edad y los títulos de una persona?

Era imposible ver nada claro en aquel ambiguo personaje cuya competencia todos alababan.

-El general Fanes de Halicarnaso trabaja en la organiza­ción de una gran demostración militar, majestad. Esta manio­bra de disuasión producirá excelentes efectos.

-¿Has invitado a nuestro amigo Creso?

-El jefe de la diplomacia persa está de viaje. Nuestros co­rreos conseguirán alcanzarlo, y estoy convencido de que no se perderá la ocasión de ver desplegado el poder militar egipcio.

-¿Y mi casco?

-Ninguna pista de momento, pero he ordenado que se efec­túen numerosos interrogatorios. La autora del robo es, proba­blemente, una camarera procedente de Lesbos.

-¿Por qué sospechas eso?

-Porque tenía acceso al ala del palacio donde se conserva­ba la reliquia y porque ha desaparecido. Si ha tomado un barco con destino a Grecia, no la encontraremos.

-¡Forzosamente tuvo que tener cómplices!

Henat parecía dubitativo.

-Si hay algo seguro, majestad, es que ni un dignatario ni un oficial superior se atreverían a ponerse vuestro casco y procla­marse faraón. Yo me encargo de los civiles, y Fanes aplastaría a los militares rebeldes.

-Sin embargo, el robo se cometió.

-En beneficio de algún insensato decidido a imitaros arries­gando su vida, o de un bandido deseoso de ganar una fortuna vendiéndonos el casco.

-¿Un delincuente puramente común?

-En este punto de la investigación, no excluyo nada.

-¿Y el asesino de los intérpretes?

-Por desgracia, sigue libre. A veces me pregunto si no habrá sido descuartizado por un cocodrilo o estrangulado por algún salteador de caminos. Un hombre acosado no sobrevive mucho tiempo.

-Extiende el dispositivo de búsqueda al conjunto del país.

-¿Hasta Elefantina?

-¡El tal Edward ha podido huir hacia el sur!

-Lo dudo mucho, majestad, pero tomaré de inmediato las medidas necesarias.

-¿Has reclutado a nuevos intérpretes?

-Sólo tres candidatos tienen la competencia indispensable y me parecen dignos de confianza. Formar de nuevo un servi­cio efectivo requerirá tiempo.

-Entretanto, encárgate del correo diplomático y presénta­me los textos importantes.

 

 Como de costumbre, el jefe de los conspiradores lo con­venció.

Pese a los riesgos corridos, su calma era tranquilizadora. Ciertamente, la destrucción del servicio de los intérpretes no formaba parte, inicialmente, de su plan, y podrían haber pensa­do que el drama los llevaría al desastre.

No obstante, el destino seguía mostrándose favorable.

-Aún estamos lejos del objetivo -reconoció el jefe-. Sin embargo, nuestro trabajo subterráneo comienza a dar sus fru­tos. Y la situación actual nos da la razón: era preciso librarse de los intérpretes y lograr que acusaran al escriba Edward.

-Esperábamos que fuese detenido rápidamente -deploró un escéptico-. Si él tiene el papiro cifrado, ¡representa un gra­ve peligro!

-En absoluto -repuso el jefe-, ya que nunca podrá desci­frarlo.

-¡Esperemos que esté muerto y el documento destruido!

-Teniendo en cuenta ese incidente menor, ¿piensa alguno de vosotros en renunciar?

    Nadie lo hizo.

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