CAPÍTULO 16
El juez Carlisle presidía el tribunal que actuaba ante la puerta monumental del templo de Neit. Iba tocado con una peluca a la antigua, y llevaba un colgante que representaba a Maat, la diosa de la Justicia. Sin hacer distinción alguna entre un gran señor y su servidor, entre una sierva y su dueña, escuchó a diversos denunciantes cuyos asuntos superaban la competencia de los tribunales locales. El consejo del pueblo apaciguaba la mayoría de los conflictos, y los magistrados de la ciudad vecina se ocupaban de los casos difíciles. Si no se encontraba solución satisfactoria alguna, denunciantes y acusados llegaban hasta el jefe de la justicia.
Carlisle tocó la figurita de Maat e indicó así el comienzo de la audiencia. Treinta jueces escucharon a unos escribas que leyeron las detalladas denuncias, que concluían con el montante de la indemnización deseada, y las respuestas de los defensores. Dada la complejidad de la querella entre herederos, escucharon la refutación de aquellos argumentos y el último contraataque de los oponentes.»
Carlisle podría haber convocado a ambas partes, pero los documentos establecían claramente la verdad. De modo que colocó la figurita de Maat sobre el expediente de los denunciantes. Una madre de familia había desheredado legalmente a sus hijos, ingratos y deshonestos, en beneficio de una criada valerosa a quien la cohorte de aquellos amargados intentaba desacreditar. Puesto que habían llegado a la falsificación, serían condenados a pagar una cuantiosa suma por daños y perjuicios.
Una vez impartida la justicia en nombre de Maat y del Faraón, Carlisle regresó a su despacho, donde lo aguardaban los últimos informes de la policía sobre el asunto Edward.
No había ni rastro del asesino huido. Sin embargo, todos los confidentes estaban al acecho, y las fuerzas del orden no escatimaban esfuerzos.
De modo que Edward había salido de Sais. Salvo si se ocultaba en el interior del recinto sagrado de Neit... No, el registro se había realizado correctamente, y el juez no podía dudar de la palabra del sumo sacerdote.
Era necesario alertar a todas las ciudades del Delta. Tal vez el escriba tuviera cómplices y no vagara por la campiña. Y si dirigía una organización de malhechores, ¿no lo habrían ayudado éstos a salir de Egipto?
Henat, el jefe de los servicios secretos, tal vez conociera las respuestas a esas preguntas. Pero a pesar de la intervención del rey, permanecía mudo.
-¿Qué hacemos con ese tal Emmett? -preguntó el ujier.
-Traédmelo.
El juez consultó el expediente del cómico ambulante, que estaba vacío. Además, la policía no dejaba de detener a inocentes cuyo único crimen era parecerse a Edward. Abrumado por los expedientes inútiles, Carlisle decidió librarse de éste.
El mocetón, macilento, no parecía ya muy valiente.
-Bueno, Emmett, ¿lo has pensado bien?
-¿El qué?
-¿No tienes nada que decirme sobre el escriba Edward?
-¿Yo? ¡Nada en absoluto! Sólo quisiera salir de la cárcel y reanudar mis actividades.
-¿Piensas viajar?
-Es mi oficio.
-No decirme toda la verdad sería una falta grave...
-Por eso os la he dicho toda.
-Tu arresto fue brutal. ¿Deseas denunciar a la policía? Emmett abrió los ojos de par en par.
-La denuncia podría aceptarse -indicó Carlisle-, y no harías más que ejercer el derecho de un inocente. -¡Bastantes problemas he tenido ya! -Como quieras.
-¿Me... me liberáis?
-No hay acusación alguna contra ti.
-¡En este país hay justicia!
Emmett recibió una hogaza de pan fresco, una calabaza de agua, un par de sandalias nuevas y, en cuanto salió de los locales de la administración judicial, saludó al sol y al cielo azul.
¡Su primer destino sería la taberna! Cerveza fuerte, por fin, indispensable para aclararse las ideas.
¿Cómo podía encontrar a Edward, cuyo único amigo era? ¿Dónde se había refugiado el escriba? Tenía la apariencia de una pista, pero era tan frágil.
Al levantarse, Emmett se sintió observado.
Caminó al azar, cambió varias veces de dirección, atravesó un mercado, discutió con unos comerciantes y descubrió al que lo seguía.
¡De modo que su puesta en libertad era sólo una añagaza! Sospechando que era cómplice, el juez Carlisle esperaba que el actor lo llevara hasta su amigo Edward.
Sin embargo, si se deshacía se sus perseguidores, sería como confesar que era culpalbe. De modo que Emmett alquiló una habitación en el segundo piso de un albergue de las afueras, frecuentado por mozos de cuerda. Nada más instalarse, corrió a la azotea y vio al policía obligado a hacer el pasmarote cerca del establecimiento. Saltó de terraza en terraza, hasta llegar a un barrio popular y, luego, tomó por una calleja que llevaba al templo de Neit. Tal vez Bella, la sacerdotisa a la que Edward había conocido en el banquete anterior al asesinato de los intérpretes, supiera más cosas.
Hablaría, de buen grado o por la fuerza.
Según el despacho que acababa de llevarle el cartero, Bella debía acudir urgentemente a su antigua dirección para resolver un problema material, y a pesar de estar muy ocupada, decidió resolverlo de inmediato.
Apenas hubo cruzado el umbral, una vigorosa mano se pegó a su boca.
-¡No grites! Sobre todo, no intentes huir. La puerta se cerró.
El agresor llevó a la sacerdotisa hasta la habitación.
-Me llamo Emmett y soy el único amigo del escriba Edward. O respondes a mis preguntas o te estrangularé.
-Hazlas.
-Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit... ¡Fue fácil encontrar tu rastro! Las sacerdotisas puras sólo hablan de tu ascenso y de tu brillante porvenir. ¿Admites conocer a Edward?
-Lo admito.
-¿Le tendiste una trampa en el banquete?
-Yo no soy responsable de aquella emboscada.
-¡Demuéstralo!
-¿Y tú, eres su amigo o uno de los chivatos de la policía que se encargan de encontrarlo? Emmett soltó una carcajada.
-¿Un policía, yo? ¡Ésta sí que es buena! ¡También podrías acusarme de estar casado y ser padre de familia!
La sinceridad del actor parecía evidente.
-Creo en la inocencia de Edward -declaró Bella-, y lo ayudé a ocultarse.
Emmett soltó un suspiro de alivio.
-Una aliada... ¡Loados sean los dioses! ¿Dónde se oculta?
-Se ha marchado a Náucratis. Si Demos y el Terco, forzosamente mezclados en el asesinato de los intérpretes, se han instalado en esa ciudad griega, los encontrará y los interrogará.
-¡Y si son culpables, lo matarán!
-No conseguí disuadirlo -deploró Bella-, pues no veía otra solución. Para las autoridades, Edward es un asesino huido.
-Yo lo ayudaré -prometió Emmett.
El actor adoptó entonces un aire compungido.
-Perdonad mi brutalidad, pero os creía cómplice de los conspiradores.
Bella sonrió.
-Yo habría actuado del mismo modo.
-¡Ayudar a Edward podría causaros graves problemas!
-¿Acaso no es el deber de una sacerdotisa buscar la verdad y combatir la mentira?
-Conoceros ha sido un honor.
-Vuelve con Edward sano y salvo. Juntos, conseguiremos que lo absuelvan.
En una sola jornada, Edward había hecho más trabajo que los tres secretarios de la dama Rose en una semana, y había resuelto varias dificultades administrativas. La gestión de las tierras exigía profundas reformas y la rentabilidad mejoraría claramente.
-Deslumbrante -reconoció la soberbia mujer de negocios-. Veo que no me había equivocado. Aún quedan algunos expedientes, pero cumpliré con mi palabra. Puesto que cooperas de modo eficaz, mereces encontrarte con un hombre importante que te procurará informaciones fiables. Hay una única condición: sólo hablará en mi presencia.
-¿Cuándo?
-Esta misma noche.
El jefe de los mercenarios de Náucratis devoraba a Rose con la mirada.
-Te presento a un amigo -le dijo-. Necesita tus servicios.
-Oficiosamente, supongo.
-Yo respondo por él, puedes contestar sin rodeos. Ah, y esta entrevista nunca se ha celebrado. -¿Qué desea saber ese amigo anónimo?
-¿Has reclutado, recientemente, a un joven intérprete griego llamado Demos? -preguntó Edward. El jefe consultó sus registros.
-No.
-Y si ocupara un cargo administrativo, ¿lo sabrías?
-Claro está.
-¿Y un hombre de más edad, el Terco? El jefe frunció el ceño.
-¿Un ex oficial que fue lechero en Sais?
-¡Eso es!
-Se enroló la semana pasada.
-Quisiera hablar con él.
-Imposible. -Insisto.
-En su primer entrenamiento, el Terco fue víctima de un accidente mortal.
-¿Qué ocurrió exactamente?
-Resbaló en el suelo húmedo y se clavó la lanza del soldado a quien se enfrentaba. En ese tipo de ejercicios, a menudo sufrimos pérdidas. Es el precio que debe pagarse para formar mercenarios y no mujercitas.
Edward no conseguía concentrarse.
Era evidente que habían ordenado suprimir al Terco. Definitivamente cortada esa pista, quedaba aún la de Demos. Puesto que el griego se ocultaba, a diferencia del ex lechero, cómplice demasiado visible, debía de ser inocente. ¿Pero cómo encontrarlo? De pronto, leyó un pasmoso documento. Incrédulo, se preguntó si seguía comprendiendo el griego. Lo leyó entonces de nuevo y ya no le cupo ninguna duda.
Apareció la dama Rose, con un ancho collar de ocho vueltas de cornalina y loza, pendientes en forma de flores de loto y un cinturón compuesto por placas de oro sujetas por cinco hileras de cuentas de loza. ¡Semejantes joyas valían una fortuna!
Pero su encanto no funcionaba con el joven escriba.
Edward blandió el texto.
-¡No puedo creerlo!
-¿Por qué tanta indignación?
-¿Preveis comprar... seres humanos?
-En Grecia los llamamos esclavos, y es un comercio del todo lícito.
-¡En Egipto, la ley de Maat lo prohibe formalmente!
-Egipto tendrá que modernizarse, joven escriba, y comprender que la esclavitud forma parte de las fuerzas de producción indispensables para el desarrollo económico.
-¡A ese precio, más vale renunciar a ello! Ningún faraón aceptará semejante ignominia.
-Pura utopía, muchacho. Cuanto más aumente la población, más se impondrán las leyes de la economía. Y vuestra antigua espiritualidad, por muy hermosa que sea, será barrida. En vuestras ciudades democráticas hay más esclavos que hombres libres. El modelo se impondrá.
-Os presento mi dimisión, dama Rose.
-¡Ni hablar! ¿Adonde irías? Aquí estás seguro y puedes proseguir con tu investigación.
La sonrisa invitadora de la mujer de negocios no seducía, sin embargo, a Edward. Trató de dominar entonces su cólera y movió un nuevo peón en el tablero del peligroso juego que lo oponía a la griega.
-Me niego a encargarme de los expedientes que traten, poco o mucho, de la instauración de la esclavitud en Náucratis.
-De acuerdo. Respetaré tu arcaica moral, aunque con la esperanza de que evoluciones.
-¿Me ayudaréis, no obstante, a encontrar a Demos?
-Si se oculta en esta ciudad, lo descubriré. -Busco algo más -reveló el joven-. Un tesoro de inestimable valor.
La curiosidad de Rose se despertó de inmediato.
-¿De qué se trata?
-¿Sabéis cómo se hizo con el poder el rey Amasis?
-Con un golpe de Estado militar, sus hombres lo tocaron con un casco que hizo las veces de corona. Se libró del faraón reinante, Apries, tras una guerra civil, luego se impuso tanto al pueblo como a los notables.
-Pues la valiosa reliquia ha desaparecido. Han robado el famoso casco, que se conservaba en palacio, y estoy convencido de que ese delito está vinculado con el asesinato de mis colegas.
-Dicho de otro modo -concluyó Rose-, ¡se prepara un nuevo golpe de Estado!
-Si entrego ese casco al faraón, Amasis reconocerá mi inocencia -señaló Edward.
-Sin duda alguna -murmuró la mujer de negocios, pensando en otra salida.
Semejante asunto desbordaba el caso de un joven escriba, por muy seductor que fuera. Le serviría para echar mano al tesoro, pero no le permitiría gozar de él.
Sólo ella tenía envergadura suficiente para tratar con un monarca y obtener de él fortuna y títulos honoríficos. Respetada, riquísima, Rose se convertiría en una de las principales personalidades de la corte e impondría numerosas reformas que un rey enamorado de la cultura griega aprobaría.
La verdadera carrera de la dama Rose estaba empezando.
Amasis había dormido mal. Su esposa lo reconfortó y le rogó que recibiera a unos delegados comerciales procedentes de distintas ciudades griegas que deseaban estrechar aún más sus vínculos con Egipto. Aunque detestara ese tipo de tareas, el monarca se rindió ante las razones de la reina. Ver al faraón era un honor inconmensurable, y ese favor tendría benéficas consecuencias económicas.
Una vez terminada la audiencia, Amasis recibió a Jacob, el organizador de las fiestas de Sais. El monarca contaba con ese fiel servidor para vigilar al sumo sacerdote y asegurarse de que el programa de construcciones y renovaciones de los templos, tanto en el Alto como en el Bajo Egipto, era correctamente seguido.
-¿Cómo va nuestro gran proyecto, Jacob?
-¡La isla de Filae se adornará con un magnífico santuario dedicado a la diosa Isis, majestad! La diosa apreciará ese paraje aislado y espléndido, virgen hasta ahora de cualquier ocupación.
-No olvidemos nunca a la gran hechicera -recomendó Amasis-. ¿Acaso no posee el verdadero nombre de Ra, la luz divina, y el secreto de la potencia creadora? Filae será una de las mayores hazañas de mi reino. Asegúrate de la buena marcha de los trabajos.
-Lo haré, majestad.
-¿Está terminada mi morada de eternidad, en el interior del recinto sagrado de Neit?
-Los artesanos han actuado de acuerdo con vuestras directrices. Precedida por un pórtico con columnas palmiformes y cerrada por dos puertas detrás de las cuales se encuentra el sarcófago, la gran sala es una maravilla.
Las tumbas de los soberanos de la XXVI dinastía daban a un patio que precedía la sala hipóstila de la antigua capilla de Neit, y la de Amasis no incumplía la regla. De modo que se colocaba bajo la protección de la misteriosa reina que, a cada instante, recreaba el mundo gracias a siete palabras.
-¿El sumo sacerdote se ha ocupado correctamente de mi morada de eternidad?
-¡Con cotidiana vigilancia, majestad! Despidió a dos escultores considerados mediocres y él mismo eligió las fórmulas de glorificación grabadas en la piedra y encargadas de asegurar la supervivencia de vuestra alma.
-¿No ha habido ninguna crítica contra mi gobierno?
-Ni la más mínima. El sumo sacerdote, frío, distante y reservado, no se muestra muy inclinado a las confidencias. Sin embargo, no he oído eco alguno que cuestionara vuestra autoridad. El templo de Neit funciona a las mil maravillas, y no será fácil encontrar un sucesor para Charlie.
-Manten los ojos bien abiertos -ordenó Amasis-, y si se produce el menor incidente, comunícamelo.
El rey regresó a sus aposentos, donde saboreó un gran caldo de Bubastis. Los vendimiadores de la diosa gata, Bastet, producían un vino excepcional, alegre y ligero. Amasis necesitaba aquel tonificante antes de recibir, con toda discreción, al jefe de sus servicios secretos.
Henat, sacerdote de Thot, se encargaría de honrar la memoria de Amasis tras la muerte del rey, pero no poseía la envergadura de un faraón. Sabía estar en su lugar, apreciaba mantenerse en la sombra y su posición lo satisfacía.
Sin embargo, ¿no se desencadenaba la ambición como una oleada destructora, fueran cuales fuesen la edad y los títulos de una persona?
Era imposible ver nada claro en aquel ambiguo personaje cuya competencia todos alababan.
-El general Fanes de Halicarnaso trabaja en la organización de una gran demostración militar, majestad. Esta maniobra de disuasión producirá excelentes efectos.
-¿Has invitado a nuestro amigo Creso?
-El jefe de la diplomacia persa está de viaje. Nuestros correos conseguirán alcanzarlo, y estoy convencido de que no se perderá la ocasión de ver desplegado el poder militar egipcio.
-¿Y mi casco?
-Ninguna pista de momento, pero he ordenado que se efectúen numerosos interrogatorios. La autora del robo es, probablemente, una camarera procedente de Lesbos.
-¿Por qué sospechas eso?
-Porque tenía acceso al ala del palacio donde se conservaba la reliquia y porque ha desaparecido. Si ha tomado un barco con destino a Grecia, no la encontraremos.
-¡Forzosamente tuvo que tener cómplices!
Henat parecía dubitativo.
-Si hay algo seguro, majestad, es que ni un dignatario ni un oficial superior se atreverían a ponerse vuestro casco y proclamarse faraón. Yo me encargo de los civiles, y Fanes aplastaría a los militares rebeldes.
-Sin embargo, el robo se cometió.
-En beneficio de algún insensato decidido a imitaros arriesgando su vida, o de un bandido deseoso de ganar una fortuna vendiéndonos el casco.
-¿Un delincuente puramente común?
-En este punto de la investigación, no excluyo nada.
-¿Y el asesino de los intérpretes?
-Por desgracia, sigue libre. A veces me pregunto si no habrá sido descuartizado por un cocodrilo o estrangulado por algún salteador de caminos. Un hombre acosado no sobrevive mucho tiempo.
-Extiende el dispositivo de búsqueda al conjunto del país.
-¿Hasta Elefantina?
-¡El tal Edward ha podido huir hacia el sur!
-Lo dudo mucho, majestad, pero tomaré de inmediato las medidas necesarias.
-¿Has reclutado a nuevos intérpretes?
-Sólo tres candidatos tienen la competencia indispensable y me parecen dignos de confianza. Formar de nuevo un servicio efectivo requerirá tiempo.
-Entretanto, encárgate del correo diplomático y preséntame los textos importantes.
Como de costumbre, el jefe de los conspiradores lo convenció.
Pese a los riesgos corridos, su calma era tranquilizadora. Ciertamente, la destrucción del servicio de los intérpretes no formaba parte, inicialmente, de su plan, y podrían haber pensado que el drama los llevaría al desastre.
No obstante, el destino seguía mostrándose favorable.
-Aún estamos lejos del objetivo -reconoció el jefe-. Sin embargo, nuestro trabajo subterráneo comienza a dar sus frutos. Y la situación actual nos da la razón: era preciso librarse de los intérpretes y lograr que acusaran al escriba Edward.
-Esperábamos que fuese detenido rápidamente -deploró un escéptico-. Si él tiene el papiro cifrado, ¡representa un grave peligro!
-En absoluto -repuso el jefe-, ya que nunca podrá descifrarlo.
-¡Esperemos que esté muerto y el documento destruido!
-Teniendo en cuenta ese incidente menor, ¿piensa alguno de vosotros en renunciar?
Nadie lo hizo.
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