EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 47: CAPÍTULO 14

               CAPÍTULO 14

Bella se estremeció. Jacob, el mundano, se había transformado de pronto en una bestia feroz, y no hablaba por hablar.

— ¡Os lo suplico, respetadlo!

—Imposible, querida. Ese miserable debe desaparecer. Es el precio de mi triunfo y de nuestra felicidad.

— ¡En ese caso, matadme a mí también!

Jacob pareció estupefacto.

—No os deseo ningún mal, Bella. Al contrario, voy a liberaros de un hechizo.

Ella lo miró intensamente.

—Vais a cometer un crimen.

—Tengo una misión. Y las autoridades me felicitarán por haber eliminado al asesino que escapaba desde hacía tanto tiempo. Encontraros exigía reflexión y suerte. Puesto que el sumo sacerdote de Hermópolis os ocultaba, estaba claro que os procuraría el medio de llegar a Tebas. Al saber que un barco había recibido una autorización excepcional para navegar de noche, comprendí que estaríais a bordo. El capitán no os ha traicionado; en realidad, se ha inclinado ante el superior interés del Estado.

— ¿Por qué os habéis vuelto tan cínico?

—El fin justifica los medios.

— ¿Cómo puedo convenceros de vuestro error? Edward no ha cometido delito alguno. Volved a ser vos mismo, Jacob, ayudadnos a vencer la injusticia.

—Me importan un comino la justicia y la verdad. Edward morirá y vos me perteneceréis.

— ¿Tan duro se ha hecho vuestro corazón?

—Uno de mis hombres os mantendrá vigilada. No intentéis intervenir, pues se vería obligado a ataros y a amordazaros.

Jacob dejó entonces a la muchacha en manos de un mercenario griego y se dirigió a la cabina.

—Sacad a los dos prisioneros —ordenó.

Jacob miró de arriba abajo al escriba.

— ¡Triste final para un ilustre malhechor! Reventarás como una bestia maléfica, y nadie te echará de menos.

Edward mantuvo una calma sorprendente.

—Supongo que es inútil contaros los hechos exactos.

—Inútil. El veredicto se ha dictado, y yo lo ejecuto.

— ¿Por qué os encarnizáis contra nosotros? —Protestó Emmett—. ¡No hemos hecho nada malo!

Los ojos de Jacob llamearon de odio.

—Ese maldito escriba ha intentado robarme a la mujer que me está destinada. Lo demás no importa. Yo mismo te degollaré, y tu cadáver alimentará a los peces.

Jacob blandió un cuchillo.

Dos mercenarios sujetaban con fuerza a Edward, otros dos a Emmett y el quinto a Bella.

La hoja rozó el cuello del escriba.

— ¡Deteneos, Jacob! —Aulló Bella—. No os convirtáis en el peor de los asesinos.

— ¡La liberación, Bella, la liberación! Y una larga vida feliz en perspectiva cuando este miserable escriba haya desaparecido.

La mirada de Edward se encontró por última vez con la de Bella.

— ¡Navío a estribor! —Gritó el capitán—. ¡Nos atacan!

El mercenario que sujetaba a Bella la arrojó contra la batayola, cogió un arco y disparó.

Su flecha hirió al hombre de proa del navío puesto al mando del juez Carlisle, que había decidido la intercepción.

Ante esa agresión, los arqueros de élite respondieron y, pese a la débil luz, demostraron una gran precisión.

Jacob, un mercenario, el capitán y dos marinos fueron alcanzados. Una flecha rozó el hombro de Emmett, trazando en él un surco sanguinolento.

El juez, que creía enfrentarse con la pandilla de conspiradores al completo, ordenó el asalto. Esta vez, capturaría a Edward y a sus cómplices, vivos o muertos. Pero, dada su primera reacción, no se rendirían sin combatir encarnizadamente.

Viento del Norte rompió la cuerda que lo ataba al mástil y golpeó a uno de los griegos que intentaba estrangular a Emmett. El cómico consiguió deshacerse de él, y dos flechas se clavaron en la espalda de su agresor.

Bella corrió a la cabina y sacó de la bolsa el arco de Neit. Apenas lo había tensado cuando una saeta de fuego iluminó la noche. Los mercenarios soltaron a su presa.

Edward y Emmett quedaron libres, ¿pero por cuánto tiempo? Una lluvia de flechas caía sobre la cubierta, sin dejar de causar víctimas, y el navío de guerra se aproximaba. Aunque escaparan de la muerte, caerían en manos del juez Carlisle.

—Arrojémonos al agua —decidió Bella—. Es nuestra única posibilidad.

Viento del Norte imitó a la sacerdotisa.

— ¡El río está lleno de cocodrilos! —protestó Emmett.

Edward empujó a su amigo. No era el momento de reflexionar.

— ¡Escapan! —aulló el vigía del navío de guerra.

Una decena de soldados se arrojaron a continuación al agua, efectivamente infestada de depredadores.

Brutalmente arrancados de su sopor, varios monstruos se lanzaron contra aquella cantidad inesperada de presas.

Furiosos sobresaltos turbaron las aguas del Nilo mientras los soldados se apoderaban del barco mercante, donde había cesado cualquier resistencia.

A la luz de las antorchas, el juez Carlisle recorrió la cubierta. Uno de los cadáveres lo dejó pasmado: se trataba de Jacob, el organizador de las fiestas de Sais. De modo que aquel elegante dignatario pertenecía a la pandilla armada del escriba Edward, que contaba, también, con varios mercenarios y un capitán de barco.

Una buena cantidad de criminales eliminados. Faltaban, sin embargo, el principal culpable, el escriba Edward, y sus cómplices más cercanos, la sacerdotisa Bella y el actor Emmett.

De los nadadores lanzados en su persecución, sólo tres habían sobrevivido.

—Los fugitivos no han escapado de los cocodrilos —estimó un oficial.

El juez aguardó la mañana con impaciencia para poder inspeccionar el Nilo y sus riberas.

Pero las largas búsquedas fueron infructuosas.

—Los colmillos de los grandes peces no han dejado ni rastro de esos malhechores —confirmó el oficial—. Cuando están hambrientos, se muestran de una increíble voracidad. El asesino y sus cómplices fueron sus primeras víctimas.

Sin embargo, el juez Carlisle era escéptico.

—Que un barco de la policía siga lentamente hacia el sur e intente descubrir restos humanos —ordenó—. Nosotros volveremos a examinar la ribera, interrogaremos a los pescadores y los campesinos de la zona. Y registraremos las casas de las aldeas próximas.

—Es una pérdida de tiempo —estimó el oficial—. Los fugitivos no han podido sobrevivir.

—Soy yo quien dirige la investigación —recordó tajantemente el magistrado.

Carlisle pensaba en el extraño relámpago que había visto durante el abordaje. ¡Sin embargo, no había tormenta! Así pues, se trataba de una señal de los dioses. Pero ¿cómo había que interpretarla? Sin duda, era su justa cólera, que hería al asesino y ponía fin a su deplorable existencia. Un último control acabaría con aquel siniestro asunto, y el reino podría respirar libremente de nuevo.

              

Trabajando día y noche, el general Fanes de Halicarnaso obtenía excelentes resultados en un tiempo récord. La guarnición de la fortaleza de Elefantina, que temía su brutalidad, se había metamorfoseado de la noche a la mañana. Sentido de la disciplina, uniformes impecables, armamento cuidado, locales de perfecta limpieza, ejercicios realizados al pie de la letra... Y la llegada de instructores griegos acabaría transformando a los mediocres soldados, sumidos en su pereza, en feroces combatientes capaces de rechazar el asalto de las tribus nubias y de impedirles acceder al territorio egipcio.

El encanto de la languideciente ciudad del sur y la belleza de los paisajes no seducían al general. Él sólo veía la eficacia de la tropa y su aptitud para despedazar al enemigo. Y de eso, precisamente, aún estaban muy lejos.

— ¡Reunión inmediata! —gritó.

Los soldados salieron de todas partes y se alinearon en el centro del gran patio.

Fanes aguardó a que se hiciera el silencio. Algunos llegaron, incluso, a contener la respiración.

—Soldados —rugió el general—, estoy muy descontento de vosotros. Según el oficial encargado de enseñaros las técnicas del cuerpo a cuerpo, varios cobardes han simulado. Ese comportamiento es inadmisible. Las bajas forman parte del entrenamiento, y nadie debe discutir el reglamento.

El gigante señaló a un hombre de unos treinta años con la frente arrugada.

—Tú, sal de las filas.

El hombre obedeció.

—Lucha con los puños desnudos.

—General...

—Soy tu adversario, destrúyeme. De lo contrario, te destruiré yo a ti.

Fanes le propinó un puñetazo en el vientre, con poca fuerza. Enojado por haber sido cogido desprevenido, el hombre cargó contra él, agachando la cabeza.

El gigante esquivó y, con el filo de la mano, le rompió la nuca al soldado.

—Torpe e incompetente —afirmó Fanes de Halicarnaso escupiendo sobre aquel cuerpo—. Mañana, si los informes de vuestros instructores son malos, habrá otro duelo. Romped filas.

El general escogió a una decena de mercenarios griegos procedentes del norte. Encuadrarían a los egipcios y les harían muy dura la vida.

No obstante quedaba por reformar, de manera exhaustiva, la aduana de Elefantina, laxista y corrupta. Al examinar sus informes y sus libros de cuentas, había detectado las falsas declaraciones, las omisiones voluntarias y las falsificaciones de documentos, groseras a veces.

Un alto dignatario habría procedido con la máxima prudencia, tomado infinitas precauciones y consultado a sus superiores para evitar cualquier error de procedimiento. Pero el general no había sido educado en aquella escuela.

A la cabeza de un destacamento de treinta infantes, irrumpió en los locales de la aduana ocupados por unos veinte encargados.

— ¡Estáis arrestados! —Tronó el gigante—. Quien intente resistir morirá.

Estupefacto, el jefe de la brigada se levantó muy lentamente.

—No comprendo...

—Apropiación de bienes públicos y atentado contra la seguridad del Estado. La justicia os condenará a muchos años de trabajos forzados.

—Os equivocáis, vos...

Fanes de Halicarnaso agarró fuertemente por la garganta al jefe aduanero.

—Exijo de inmediato toda la verdad. De lo contrario, te rompo el cuello.

El funcionario habló profusamente y facilitó al general los detalles que le faltaban para redactar un completo informe para el rey Amasis.

Ese mismo día se organizó un nuevo servicio formado por militares que obedecían a su supervisor civil, especialista en los productos procedentes de Nubia, que rendiría cuenta diariamente de sus actividades al gobernador de la fortaleza.

Fanes de Halicarnaso exploró la primera catarata, compuesta por rocas parcialmente cubiertas durante la inundación, y tomó el canal que utilizaban los barcos mercantes y de guerra.

La falta de puestos de vigilancia lo dejó consternado. Así pues, ordenó la construcción de fortines que dominaran el paraje para consolidar la frontera natural y hacerla hermética. Dentro de poco, el peligro de un ataque nubio habría desaparecido.

Era preciso, además, limpiar la alta administración de Elefantina, culpable de haber permitido que la situación se pudriera. Se citaba a la municipalidad de la ciudad, última etapa de la reconquista en nombre del rey Amasis.

De acuerdo con sus costumbres, Fanes de Halicarnaso golpearía con fuerza. El alcalde, sospechoso de apoyar a la Divina Adoradora de un modo solapado, ¿no se preparaba para intervenir en favor de Edward y de los sediciosos?

Una vez eliminado aquel hipócrita, Elefantina se convertiría en una ciudad segura, fiel a su rey.

Un mercenario griego proporcionó a su jefe las pruebas de la corrupción del potentado, acusado también de haberse apoderado de armas destinadas a la fortaleza.

Rabioso, Fanes de Halicarnaso entró a grandes zancadas en un vasto edificio blanco, de dos pisos.

Tras él, oyó un grito de dolor.

Acababan de apuñalar a un miembro de su guardia personal, de la que fue separado bruscamente por una decena de agresores. ¡A la cabeza iba, el ex comandante de la fortaleza!

Loco de rabia, el general agarró dos de las lanzas que lo apuntaban, las arrancó de las manos de sus adversarios y las volvió contra ellos, atravesándoles el pecho. Mudos de estupor, los demás retrocedieron. Con su pesada espada de doble filo, Fanes de Halicarnaso causó una verdadera matanza, cortando cabezas y brazos.

Los mercenarios de su guardia concluyeron el trabajo.

El último superviviente era el ex comandante, quien gravemente herido, agonizaba.

— ¿Quién te ha ordenado matarme? —preguntó Fanes.

—El... el alcalde.

—Rematadlo —ordenó el general a sus hombres.

El ayuntamiento se había vaciado de funcionarios, aterrorizados. Su patrón se agazapaba en su lujoso despacho, esperando que el griego hubiera sido suprimido.

Cuando apareció el gigante, el dueño de Elefantina se deshizo en súplicas.

—La alta traición merece la muerte —decretó el general—. Sin embargo, aún te queda una posibilidad de salvar tu vida.

— ¡Acepto todas vuestras condiciones!

—Quiero la verdad. Tú y el ex comandante de la fortaleza dirigíais un tráfico de armas y participabais en una conspiración, ¿no es cierto?

—Él más que yo. Yo me limitaba a facilitarle la tarea.

—Vuestro objetivo era el asesinato del faraón.

— ¡Oh, no! Sólo queríamos enriquecernos y...

Fanes de Halicarnaso blandió su espada.

—Lo repito: vuestro objetivo era el asesinato del faraón.

—Sí, pero yo me oponía y...

—Y vuestro jefe era el escriba Edward.

El alcalde vaciló brevemente.

—¡En efecto, el escriba Edward! Él lo concibió y lo organizó todo. Nos aterrorizaba y nos amenazaba con asesinarnos si no lo obedecíamos.

—Escribe todo eso con claridad, firma y pon tu sello.

Con mano temblorosa, el alcalde obedeció.

Fanes lo verificó.

—Excelente. Ahora debo terminar la limpieza de esta ciudad.

De un mandoble, el general degolló al corrupto. Según el informe oficial, el alcalde era culpable de agresión contra la persona del jefe de los ejércitos.

Fanes de Halicarnaso enrolló el papiro que luego enviaría al juez Carlisle. El magistrado dispondría así de una nueva prueba, y el griego, tras haber saneado Elefantina y hecho infranqueable la frontera del sur, regresaría a Sais para retomar el mando de las tropas. Pese a sus cualidades, el canciller Aro seguía siendo un egipcio y un civil. Sólo un militar griego, acostumbrado a las exigencias de la guerra, podía mandar un ejército capaz de vencer a cualquier agresor, en especial a los persas.

              

Viento del Norte no perdía la paciencia, sino que lamía una y otra vez la frente de Edward, tendido entre las cañas. El asno había tenido que apartar varias veces de una coz a las serpientes de agua en exceso curiosas. Los ibis y las garzas, en cambio, no representaban ningún peligro.

Por fin, los ojos del escriba se abrieron, y la visión de un hocico amistoso lo reconfortó.

— ¡Viento del Norte! ¿Te has salvado, también?

Comprobó que tenía dos brazos, dos piernas, la capacidad de levantarse, que no sentía ningún dolor... Edward parecía indemne, al igual que el asno.

—No puede ser... —murmuró el escriba—. Vi abrirse aquellas enormes fauces, dispuestas a despedazarnos... Bella, Emmett, ¿dónde estáis?

Pero nadie respondió a su llamada, por lo que el escriba se abrió camino entre las cañas, de seis metros de alto.

Si no los encontraba, haber escapado a una muerte atroz sería un castigo insoportable para él. Si se veía privado de la mujer amada y del amigo fiel, ¿para qué quería vivir?

Al salir de la espesa maleza, la ribera ascendía en empinada pendiente hacia un camino de tierra. Viento del Norte levantó las orejas e invitó aEdward a seguirlo.

El asno trotó hasta un bosquecillo de jóvenes tamariscos, apartado del sendero.

—Paciencia —exigió una voz muy familiar, lo conseguiré.

— ¡Emmett! —exclamó el escriba.

Bella fue la más rápida en salir del lugar en el que se encontraban.

— ¡Amor mío, estás vivo!

Se abrazaron como si quisieran asfixiarse, y su beso le pareció interminable al cómico.

—Tengo hambre y me gustaría comer perca asada, de modo que venid a ayudarme.

Los tres amigos se sentaron alrededor de un montón de ramas. Tras haber practicado una cavidad en un tocón de madera tierna, Emmett había insertado un pedazo de acacia, muy dura, en su base. Lo hizo girar de nuevo.

Y la llama brotó.

— ¡Ya está! La cena será suculenta.

— ¿Cómo pudisteis escapar de los cocodrilos? —preguntó Edward.

—Son los hijos de Neit —recordó Bella—. Yo nadaba en cabeza, con las manos sujetando el arco de la diosa. Iluminaba con él el agua y los grandes peces reconocieron la luz que nos envolvía a los cuatro. No éramos presas ni adversarios. Se limitaron a rozarnos y atacaron a nuestros perseguidores.

—He contado muchas historias inverosímiles —reconoció el actor—, pero ésta las supera a todas.

—Y sin embargo estás perfectamente..., salvo por ese vendaje en el hombro izquierdo.

— ¡Finalmente te dignas interesarte por mí! La flecha de un soldado me rozó.

— ¿Una herida leve?

—Leve, leve... ¡Qué fácil es decirlo! Como tú estás bien...

—He encontrado las hierbas necesarias para curarlo —sonrió Bella—. La herida no se infectará y creo que Emmett está en condiciones de proseguir el viaje.

— ¡Siempre que me alimente correctamente! Probad esta maravilla. En el fondo, ¿hay algo más agradable que una escapadita al campo? Debes encontrar comida y prepararla personalmente, utilizando los recursos que la naturaleza pone a tu disposición. Lo de los albergues es demasiado fácil. La vida urbana hace que nos volvamos blandos. ¡El porvenir está en el regreso a la vida salvaje!

—No obstante debemos dirigirnos a Tebas —precisó Edward—. No lejos de la proa del navío de guerra estaba el juez Carlisle. Nunca cejará en su empeño de capturarnos.

—Tal vez crea que hemos muerto —sugirió Emmett—. Escapar de los cocodrilos parecía imposible.

—Si no encuentra nuestros cadáveres, dudará y seguirá con sus investigaciones.

—Yo opino lo mismo que Edward —dijo Bella—. El jefe de la magistratura conoce el poder de los dioses y lo tiene en cuenta. No ignora que mi maestro me enseñó fórmulas mágicas y el modo de luchar contra la adversidad.

— ¿Tienes idea de dónde nos encontramos? —preguntó el escriba al actor.

—El barco recorrió una buena distancia y nadamos largo tiempo. Sin duda, no estamos muy lejos de Licópolis (actual Asiut, antigua ciudad del dios chacal Upuaut vinculado a Anubis)).  En cuanto lleguemos a la primera aldea, estaré seguro.

— ¿Tienes amigos en la región?

—El templo es menos hospitalario que el de Hermópolis, pero nos las arreglaremos. Que aproveche.

La perca asada era excelente. Pero Edward no tenía apetito.

—Tras semejante milagro —estimó Emmett—, tendrías que devorar la comida.

—La presencia de Jacob, y sus deseos de matarme...

—Quería casarse conmigo —reveló la joven—. No le importaba la verdad. Si te mataba, llevaría a cabo una hazaña digna de grandes recompensas. Una vez designado ministro, habría hecho que me nombraran gran sacerdotisa del templo de Sais, y hubiéramos tenido una existencia fastuosa.

— ¿Y habéis renunciado a semejante paraíso por un escriba huido, acusado de asesinato? —Se extrañó el cómico—. En vuestro lugar, yo lo hubiera pensado.

Edward prefirió hacer como si no lo hubiera oído.

—Jacob estaba como loco —añadió la sacerdotisa—. Ningún argumento podría haberlo convencido.

— ¡Es muy fácil decir que estaba loco! —objetó Emmett—. Varios mercenarios griegos servían a sus órdenes y le habían confiado una misión: eliminarnos.

—Pero ¿quién quiso que desempeñara tan triste papel? —Preguntó Edward—. ¿Henat, el jefe de los servicios secretos? ¿El canciller Aro? ¿El juez Carlisle? ¿El propio rey?

—Probablemente, el papiro cifrado contiene la respuesta —estimó Bella—. Jacob fue manipulado y estuvo a punto de conseguirlo.

Emmett miró el arco de Neit, sin atreverse a tocarlo.

—Parecíamos condenados a morir —recordó—, y entonces vi una saeta de fuego que cruzaba el cielo. Deslumbrados, losmercenarios nos soltaron.

—El arco disparó, por sí solo, las dos flechas de la diosa —reveló Bella—. Ahora tendremos que encontrar otras. De lo contrario, seremos vulnerables.

— Todavía tengo el amuleto de obsidiana que representa dos dedos —intervino el escriba—. Nos protegerá contra el mal de ojo. ¡Y no olvidemos al Respondiente!

— ¿De qué puede servir esa estatuilla? ¡Nos sería de más utilidad un barco volador!

—Tal vez exista por los alrededores un santuario de Neit donde se conserven las flechas brotadas de la llama de Sejmet, la diosa leona —sugirió Bella—. Preguntémoslo a los sacerdotes de Licópolis, y esperaremos que nos den una respuesta afirmativa.

—Licópolis... ¿Podremos llegar allí?

— ¿A qué viene tanto pesimismo? —Se extrañó Edward—. ¿No te basta con la protección de los dioses?

—Come pescado asado —repuso el actor—. Luego descansaremos antes de emprender el camino. Quedarnos aquí mucho tiempo sería peligroso, sobre todo si ese juez obstinado sigue persiguiéndonos.

Satisfecho por la calidad de la hierba y de las cañas azucaradas, Viento del Norte dormitaba.

—Los dioses son omnipotentes, después de todo —concedió Emmett—. No imaginaba su poder al llevar sus máscaras. Cocodrilos amistosos, flechas de fuego, la libertad... La vida me parece cada vez más misteriosa.

Capítulo 46: CAPÍTULO 13 Capítulo 48: CAPÍTULO 15

 


Capítulos

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