EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 49: CAPÍTULO 16

               CAPÍTULO 16

Emmett no se arrepentía de las largas horas que había pasado, en compañía de Edward, nadando bajo el agua hasta el agotamiento. Convertidos en verdaderos peces, ambos muchachos rara vez cogían aire y recorrían largas distancias buceando.

Hoy ese entrenamiento intensivo le estaba salvando la vida.

Emmett emergió en un extremo del muelle, aspiró una gran bocanada de aire y se alejó más aún del barco de la policía.

A gran distancia ya, escaló la ribera.

Una carcajada le hizo dar un respingo.

Sentado en un altozano, un chiquillo lo contemplaba.

— ¿Qué te resulta tan divertido, pequeño?

— ¡Estás todo rojo!

Era limo. El limo acarreado por el Nilo, procedente del gran sur. Dicho de otro modo, la llegada de la crecida. Durante varios días sería imposible navegar, debido al poder de las aguas. Y el agua, cargada con aquel barro fértil, origen de la prosperidad de las Dos Tierras, ya no sería potable.

Eso complicaba singularmente la tarea de los viajeros y facilitaba la de la policía. Le bastaría con vigilar los caminos de tierra.

¿Habrían conseguido Edward y Bella salir del templo? Emmett, consciente del riesgo, se dirigió hacia el recinto.

En el principal puesto de guardia, los soldados discutían ásperamente.

El actor se dirigió a un centinela.

—Me gustaría ofrecer mis puerros al responsable de las compras.

— ¡No es un buen día, muchacho!

—He recorrido un largo camino.

—El templo está cerrado por un plazo indeterminado.

— ¿Qué ocurre?

—Unos bandidos se han escapado, al parecer. Vamos, no te quedes aquí, regresa a casa.

¡Excelente noticia!

Pero la joven pareja, al advertir la llegada de la crecida, quedaría desamparada. Sólo había una solución: encontrar una caravana que pasara por el desierto y unirse a ella como mercaderes. La presencia de Viento del Norte los ayudaría. ¿Habrían tenido esa misma idea la sacerdotisa y el escriba?

Emmett acudió al centro de la ciudad constantemente ojo avizor, pues temía ser identificado y detenido. El capitán, humillado y furioso, seguramente habría lanzado una nube de policías tras sus pasos.

Le fue fácil obtener la información deseada: el lugar de descanso de los caravaneros entre dos etapas.

 

De pie, muy rígido ante el juez Carlisle, el capitán del barco de la policía fluvial temblaba de pies a cabeza.

—Un escándalo en el templo, una mujer médico y un herido grave se esfuman y que, al parecer, vos habéis traído a Licópolis... Me gustaría comprenderlo.

—Es muy sencillo... y complicado a la vez.

—Intentad resolver esa contradicción, capitán.

—Es sencillo y...

—Complicado, acabáis de decirlo. Simplificad, pues.

El capitán se tiró de cabeza al agua.

—Debo comunicaros desagradables informaciones.

—No os andéis por las ramas.

—Un agente especial, que actuaba por orden del jefe de los servicios secretos, Henat, me pidió que lo llevara a Licópolis en compañía de su superior, gravemente herido en una emboscada tendida por el escriba Edward y sus cómplices.

—Henat... ¿Pronunció, en efecto, ese nombre?

—Sí.

—En realidad, ese tipo os engañó.

El capitán bajó la mirada.

—Eso me temo.

— ¿Y no verificasteis sus palabras?

—Envié un mensajero a Sais, pero ese simulador me dejó plantado.

—Deplorable —masculló el juez.

—Deplorable, sí —confirmó el capitán—. Sin embargo, no considero que el hecho de salvar a un policía en peligro de muerte sea un error.

—En las actuales circunstancias, vuestra ingenuidad lo es. En adelante, mostraos más desconfiado.

— ¿No... no me despedís?

—Sí, pero para mandaros a vuestro puesto. Y no volváis a cometer errores.

La estupidez del capitán no importaba. Al parecer, Edward, Bella y Emmett estaban vivos, y daban pruebas de una temible habilidad.

El juez tuvo entonces una extraña idea. ¿El hábil actor, que forzosamente era Emmett, había inventado una fábula o estaba realmente al servicio de Henat? Así, como espía infiltrado a las órdenes del jefe de los servicios secretos, permanecía junto al escriba Edward para descubrir la totalidad de sus cómplices y la magnitud de su organización.

Ese tipo de jugarreta llevaba la marca de Henat, un hombre acostumbrado a jugar en solitario e incapaz de colaborar con la justicia.

Tal vez el magistrado pudiera sacar cierta ventaja de la situación. En todo caso, ya no proporcionaría información alguna a Henat y pilotaría su propia barca.

 

 Edward y Viento del Norte permanecían algo retrasados mientras Bella avanzaba por el muelle. Pensaba descubrir los barcos de la policía e intentar saber si Emmett estaba detenido a bordo de uno de ellos. Numerosos soldados iban y venían, muy excitados.

Se dirigió a un oficial de aspecto altivo.

—Debía entregar unas legumbres, pero me han dicho que un prisionero acababa de fugarse y que nadie podía acceder a los navíos durante las investigaciones.

—Es cierto, joven dama. Regresa a tu casa y no te muevas antes de nueva orden. De lo contrario, tendrás problemas.

Sumisa, Bella se alejó y se reunió con el escriba.

—Emmett ha escapado —le comunicó—. Y he visto muchos insectos brincando en la superficie de las aguas y produciendo un ruido característico: consagrados a la diosa Neit, anuncian la inminente llegada de la crecida.

— ¡El río no será navegable, entonces! Pero quedan los caminos de tierra.

—El ejército y la policía impedirán el acceso a Tebas —objetó Bella—. Es imposible tomar una ruta normal.

Sólo Viento del Norte no parecía abatido; con las orejas erguidas, deseaba abandonar el lugar.

—Sigámoslo —recomendó la sacerdotisa.

El asno rodeó la ciudad, tomando los senderos que flanqueaban los cultivos y, luego, regresó hacia el arrabal del este.

En un palmeral vieron a un centenar de asnos y numerosos comerciantes con túnicas de colores.

— ¡Una caravana! —Advirtió Edward—. El único medio de evitar los controles. ¿Pero se dirigirán hacia el sur?

El trío se aproximó, y un centinela les cerró el paso.

—Quisiéramos ver al patrón —dijo el escriba.

Éste se llamaba Hassad, tenía unos cuarenta años, era sirio y lucía un pequeño bigote.

— ¿Podemos saber cuál es vuestro destino?

—Vamos a Coptos pasando por el desierto. De allí, llegaremos hasta el mar Rojo.

¡Coptos estaba al norte de Tebas, no muy lejos de la ciudad de Amón!

— ¿Nos aceptáis entre vosotros?

Hassad no pareció muy entusiasta.

—Mi caravana sólo incluye a mercaderes profesionales; comparten los beneficios... y los gastos.

Bella le ofreció entonces un magnífico lapislázuli.

— ¿Bastará esta piedra?

Al patrón casi se le salieron los ojos de las órbitas.

—Debería bastar. Partimos después del almuerzo. Vos y vuestro asno caminaréis por detrás, justo frente al vigilante.

—De acuerdo.

Edward y Bella se sentaron aparte. Les sirvieron tortas rellenas de habas y lechuga.

— ¿Tendrá tiempo Emmett para reunirse con nosotros? —se preocupó el escriba.

—De no ser así, nos alcanzará por el camino —aseguró Bella.

 

Desde hacía varias horas, Emmett iba de escondrijo en escondrijo para escapar de los soldados. El juez Carlisle había ordenado un sistemático registro de Licópolis y ni siquiera respetaba el templo. Al caer la noche, la búsqueda cesó y el cómico por fin pudo dirigirse al oasis donde se detenían los caravaneros.

Estaba desierto.

Apoyado en un pozo, un anciano masticaba cebollas.

— ¿Ha partido hoy alguna caravana? —preguntó Emmett.

—Sí, hacia Coptos.

— ¿Has visto a una joven pareja con un asno?

El anciano esbozó una extraña sonrisa.

— ¡Una muchacha muy hermosa! En su lugar, yo habría evitado esa caravana. El patrón, Hassad, es un tipo despreciable. Y detesta a las mujeres.

 

                     

Impresionante. Realmente muy impresionante.

Sais era una ciudad muy hermosa, pero no podía compararse con Tebas la Poderosa, la ciudad santa del dios Amón.

Henat no esperaba tanta grandeza.

A lo largo de todo su viaje, había hablado con numerosos corresponsales y les había preguntado por el estado de ánimo de las población local y la actitud de los templos. La política de Amasis, impuesta por la fuerza, no despertaba demasiadas simpatías. Ciertamente, apreciaban la seguridad; sin embargo, la omnipresencia de los mercenarios griegos, la promulgación del impuesto sobre la renta de cada habitante y la supresión de los tradicionales privilegios de los santuarios encendían los ánimos.

Por suerte, la Divina Adoradora preservaba los valores ancestrales rechazando la decadencia y celebrando los ritos que mantenían la presencia divina.

Y Tebas no era una pequeña aglomeración que dormitara lejos de la capital. El vasto dominio de Amón presidía el corazón de la provincia más rica de Egipto. Desde la proa de su embarcación, Henat descubrió, a uno y otro lado del Nilo, grandes llanuras bien cultivadas. Los tebanos disfrutaban de una gran cantidad de legumbres y frutas, los numerosos rebaños de vacas se beneficiaban de lujuriantes pastizales y los pescadores nunca regresaban con las manos vacías.

Coquetos pueblos a la sombra de los palmerales, sólidos diques, albercas para retener el agua perfectamente cuidada, canales que irrigaban la campiña, centenares de asnos que entregaban géneros al templo y a la ciudad... La administración de aquella provincia parecía notable.

La Divina Adoradora, era evidente, no se sumía en un misticismo alejado de las realidades cotidianas y los imperativos económicos. Y la magnitud de sus riquezas no era una leyenda.

Al acercarse a Karnak, el templo de los templos, Henat no creía lo que estaba viendo. Desde el embarcadero, divisó un bosque de monumentos cuyos techos sobresalían por encima de la muralla de ladrillo, y obeliscos que perforaban el cielo. Allí habían actuado los Sesostris, los Montuhotep, los Amenhotep, los Tutmosis, Seti I y Ramsés II. Y cada faraón había embellecido el dominio de Amón, dios de las victorias y garante del poder de las Dos Tierras.

La Divina Adoradora, heredera y custodio de aquel fabuloso tesoro, era iniciada en su función de acuerdo con los ritos reales. Durante su instalación, un ritualista iba a buscarla en la morada matinal donde había sido purificada. Nueve sacerdotes puros le ponían las vestiduras, las joyas y los amuletos vinculados a su dignidad, y el escriba del libro divino le revelaba los secretos. Proclamada soberana de la totalidad del circuito celeste que recorría el disco solar, presidía la sustancia de todos los seres vivos. Al igual que los faraones, la Divina Adoradora recibía nombres de coronación inscritos en un cartucho (ovalo más o menos alargado en función del número de jeroglíficos que compusieran el nombre real. Simboliza a la vez, la cuerda mágica que une entre si los distintos elementos de la vida y el orden del universo.) Y cumplía con los ritos antaño reservados a los monarcas.

Descubrir Karnak le permitió a Henat tomar conciencia del verdadero poder de la Divina Adoradora. A la cabeza de aquel gigantesco dominio sagrado, patrona de miles de campesinos y artesanos, aureolada por un inmenso prestigio, la vieja sacerdotisa disponía de un considerable poder. ¿Cuántos jefes de provincia la obedecerían si decidía la secesión y no seguir reconociendo la autoridad de Amasis?

Ciertamente, ningún indicio acreditaba dicha hipótesis, y los espías de Henat no le habían indicado ninguna veleidad de rebeldía por parte de la administración tebana. ¿Pero eran fiables sus informes? Las Divinas Adoradoras formaban una especie de dinastía puramente religiosa que se limitaba a la provincia de Tebas y al templo de Amón, perfectamente fiel al faraón reinante. Hasta ese día, se habían limitado a ese papel.

Un elemento tranquilizador. Aunque tal vez demasiado.

Mientras el barco atracaba, Henat no conseguía apartar su mirada de Karnak donde, era evidente, se concentraba un imponente número de fuerzas divinas. Bajo la égida de Amón, la totalidad de las divinidades del cielo y de la tierra se albergaban allí. Más allá de las murallas, lo temporal y lo profano ya no tenían su lugar. ¡Qué alejado parecía ese mundo del Delta, especialmente de la ciudad griega de Náucratis! Vuelto hacia el pasado y la tradición, Karnak rechazaba el porvenir y el progreso.

Henat esperaba una vieja gloria, edificios roídos por el tiempo, un antañón conservatorio de irrisorias costumbres. Pero se había equivocado por completo. Ante él se levantaba un inmenso bajel mágico, en perfecto estado de funcionamiento.

El jefe de los servicios secretos estaba impaciente por saber algo más y por hablar con la anciana ritualista encargada de dirigir la tripulación. ¿Realmente los años hacían presa en ella, sucumbía bajo su peso o mantenía un dinamismo comparable al de aquellas piedras milenarias, alimentado por los ritos practicados?

En ese caso, la partida iba a ser dura.

Sin embargo, sería imprescindible que la Divina Adoradora se sometiese a las órdenes de Faraón. De lo contrario, Henat pensaría en una solución radical, de acuerdo con el soberano.

Henat esperaba que una sola entrevista fuera suficiente. Expondría la situación, proporcionaría a su ilustre interlocutora las precisiones necesarias y le indicaría la conducta que debía seguir. Ella nunca recibiría al escriba Edward y a sus cómplices. Y si, por ventura, llegaban a Tebas, serían detenidos y devueltos a Sais.

Un sacerdote con la cabeza afeitada pidió autorización para subir a bordo.

—Bienvenido a Karnak. ¿Puedo conocer vuestro nombre, vuestros títulos y el motivo de vuestra visita?

—Soy Henat, el director del palacio de Sais, enviado especial del faraón Amasis. ¿No habéis recibido la carta oficial que anunciaba mi llegada?

—Perdonadme, pero sólo soy el encargado de la circulación de los barcos por el canal que lleva al templo. A causa de la crecida, debemos adoptar disposiciones especiales.

—Llevadme a mi alojamiento oficial.

El sacerdote pareció terriblemente confuso.

—Como os decía, me encargo de los barcos y...

— ¿Habéis oído bien mi nombre y mi título?

—Lo siento, pero mis competencias están estrictamente limitadas.

— ¡Pues id a buscar a un responsable!

El sacerdote reflexionó largo rato.

—Intentaré ser amable con vos, pero no antes de finalizar mi servicio. De lo contrario, sería amonestado.

Henat despidió, con un ademán, al insoportable personaje.

Un mensaje oficial perdido... ¡Imposible! Se estaban burlando de él. Salió entonces de su cabina, bajó por la pasarela y chocó con dos hombres armados con espadas y garrotes.

—No os han autorizado a abandonar vuestro barco —dijo uno de ellos—. Se están cumplimentando las formalidades.

—Soy Henat, director del palacio real, y os ordeno que me dejéis pasar.

—Lo siento, pero las órdenes del gran intendente Chechonq son muy claras.

Furibundo, el jefe de los servicios secretos no inició una prueba de fuerza.

— ¡Pues decidle que venga en seguida!

              

La caravana era un refugio ideal. A pesar del calor, avanzaba a buen ritmo, aun respetando los tiempos de descanso suficientes para no agotar el organismo de los hombres y los animales. Hassad había cuidado de llevarse gran cantidad de calabazas de agua nueva, verdaderos talismanes contra la sed. Y conocía el emplazamiento de los pozos que jalonaban el camino.

Rábanos, ajos, cebolla, pescado seco, queso, pan y cerveza conformaban el menú de las comidas.

—No me gusta ese sirio —le confió Bella a Edward, al tiempo que le untaba las manos con la pomada regeneradora—. Su mirada no es sincera.

—Le hemos pagado generosamente y parece satisfecho.

—Pedirá más muy pronto, ya lo verás.

—Tenemos bastante para satisfacerlo. En Coptos, abandonaremos la caravana.

—No estoy tranquila, Edward.

De pronto, los asnos se detuvieron.

Irritado, Viento del Norte arañó el suelo.

—Tranquilos —ordenó el vigilante de la retaguardia—. Esperamos instrucciones del patrón.

Hassad se situó a la altura de la pareja.

—Control policial. Tenéis que separaros.

—Ni hablar —repuso el escriba.

—Si permanecéis juntos, os detendrán. A ti, muchacha, te presentaré como la esposa de mi primo; tú, jovencito, te encargarás de la cocina, y vuestro asno se mezclará con sus congéneres.

Bella y Edward ni siquiera tuvieron tiempo de abrazarse. Y la sacerdotisa tuvo que convencer a Viento del Norte de que obedeciese.

Hassad se dirigió entonces hacia la cabeza de la caravana, donde su hermano menor intentaba responder a las preguntas de un teniente de patrulleros del desierto. Provistos de arcos y hondas, sus subordinados no parecían muy amistosos.

—Todo está en regla —afirmó Hassad—. Podéis registrar bolsas y cestos.

—Buscamos a una mujer médico y a un herido. ¿Te han pedido que los ocultaras?

— ¡Teniente! Hace ya varios años que recorro este desierto y la policía nunca ha tenido nada que reprocharme. No tengo el menor deseo de arruinar mi reputación y perder mi caravana. Si esas personas se hubieran puesto en contacto conmigo, tened por seguro que me habría negado a llevarlos. Conmigo sólo viajan mis empleados y sus familias.

—Lo comprobaremos.

—Como gustéis.

El teniente contempló a los hombres y a las mujeres de la caravana. Hassad le dijo sus nombres y precisó sus funciones. La belleza de Bella demoró al policía un largo instante, pero aceptó la explicación del sirio.

Y la caravana se puso en marcha de nuevo.

La patrulla se perdió de vista muy pronto. Entonces, Edward quiso reunirse con Bella.

Pero cuatro hombres se abalanzaron sobre él y lo ataron.

Hassad contempló a su prisionero, burlón.

— ¡Pareces menos orgulloso, muchacho!

—Mi esposa... ¡No le hagáis daño!

—No te preocupes, yo mismo me ocuparé de ella. Pero antes quiero saber quién sois.

—Simples mercaderes.

—Pretendíais abandonar la ciudad escapando a las fuerzas del orden. Y la policía busca a una pareja formada por una mujer médico y un herido.

—Yo estoy en perfecto estado de salud, y mi esposa no es médico.

Hassad se mesó el mostacho.

—He oído hablar de un temible asesino, el escriba Edward, acompañado por una hermosa sacerdotisa y un actor. En Hermópolis, escaparon del juez Carlisle, que acaba de llegar a Licópolis. Y yo, un simple caravanero, tengo la suerte de haber echado mano a dos de esos fugitivos.

— ¡Os equivocáis!

—Hablarás, créeme. Ya he encontrado la bolsa con las piedras preciosas y estoy encantado de haberos aceptado a ti y a la hermosa mujer.

— ¿Os habéis atrevido...?

—Tranquilízate, está indemne. O me daba la bolsa o yo mataba a vuestro asno. Pero como tiene buen corazón, no se ha andado por las ramas. Un magnífico tesoro, lo reconozco, pero espero algo mejor, mucho mejor. Entregar a la policía al escriba Edward me valdrá una fortuna, de modo que tendrás la amabilidad de confesar.

Edward aguantó la mirada del sirio.

— ¡Oh, por supuesto, no esperaba una colaboración inmediata! Afortunadamente, el sol pega fuerte. Mientas comemos y bebemos a la sombra de las tiendas, tú estarás expuesto a él, tendido de espaldas, con las muñecas y los tobillos atados a unas estacas. Ya verás como pronto se te hará insoportable. Confiesa, y la prueba terminará.

 

 Emmett había encontrado el rastro de la caravana. Al acercarse el destacamento de la policía del desierto, apenas había tenido tiempo de ocultarse tras un montón de rocas. Aquellos sabuesos habían registrado, forzosamente, a los comerciantes y descubierto a Edward y a Bella.

Sin embargo, no vio a ninguno de los dos.

Sólo había una explicación: el patrón de la caravana los protegía, sin duda presentándolos como miembros de su familia. ¿Pero cómo se hacía pagar su protección?

Limitándose a escasos y pequeños tragos, el cómico apresuró el paso. Muy pronto, su odre estaría vacío, y él, sin fuerzas.

No obstante, dos horas más tarde vio recompensados sus esfuerzos: los caravaneros habían plantado sus tiendas junto a un pozo.

Molido y jadeante, Emmett tembló de espanto al descubrir el suplicio que el escriba sufría.

Era imposible socorrerlo. Solo, el actor no podría acabar con más de veinte hombres.

¿Y Bella?

Arrastrándose, Emmett rodeó el campamento, y entonces vio que estaba algo apartada, atada a un poste, vigilada por dos sirias que vestían túnicas multicolores. Sentadas, las centinelas dormitaban.

Por lo general, él no solía maltratar a las mujeres. ¡Pero ése era un caso de fuerza mayor! Cogió una piedra redonda, se acercó lentamente, se levantó en el último instante y les dio un seco golpe en la nuca. Ni una ni otra tuvieron tiempo de gritar.

Emmett desgarró sus túnicas, utilizó los jirones como mordazas y las ató de pies y manos.

Luego liberó a Bella, que se derrumbó, inerte.

¡La habían drogado!

— ¡Despierta, te lo ruego!

Emmett sintió una presencia a su espalda: había caído en la trampa y no tenía posibilidad alguna de librarse.

Pero como la esperada agresión no se producía, se volvió.

— ¡Viento del Norte!

El poderoso rucio lamió dulcemente la frente de Bella hasta que la muchacha volvió en sí.

—Hay que abandonar el campamento —imploró el actor.

— ¡Emmett! ¿Has liberado a Edward?

—Imposible.

—No me iré sin él.

El cómico se lo temía.

—Los caravaneros son demasiados. Refugiémonos en alguna parte y estudiemos un plan.

Viento del Norte apoyó levemente una pata sobre el antebrazo de Bella.

—Él tiene uno.

Capítulo 48: CAPÍTULO 15 Capítulo 50: CAPÍTULO 17

 


Capítulos

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