EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 38: CAPÍTULO 5

               CAÍTULO 5

              

Afortunadamente, Emmett estaba en casa de Esme. Acababa de despertar de una larga siesta, y no sospechaba el enorme despliegue de fuerzas destinado a capturar a su amigo.

Edward entregó las legumbres al cocinero.

—Traigo un mensaje para el huésped de la patrona.

—Voy a avisarlo.

El cómico no tardó, y Edward le expuso la situación de inmediato.

— ¿Has localizado la casa de cerveza?

—Tranquilo, los policías y los soldados regresarán muy pronto a sus cuarteles. Haremos un intento en plena noche.

— ¡No pienso quedarme aquí!

—Al contrario, nadie irá a buscarte al establo. Yo esperaré el regreso de Esme, cenaremos, cumpliré con mis deberes de amante, regresaré a mi habitación, me escaparé por el tejado y pasaré a buscarte.

— ¿Y si siguen peinando la ciudad?

—Pues entonces ya veremos.

Puesto que Viento del Norte parecía estar tranquilo, Edward se tendió sobre la paja y esperó. Al menor peligro, el asno lo avisaría.

Bella seguía con vida, el escriba estaba seguro de ello. Sentía su angustia y su llamada, y el tiempo corría en su contra.

Finalmente, apareció Emmett.

—Vamos. Esme cree que estoy dormido, el barrio parece tranquilo. Si aún quedan muchos policías, nos batiremos en retirada.

— ¿Y adonde iremos?

—Ya veremos. ¿No es prioritario liberar a Bella?

Espoleado, Edward salió de un brinco del establo.

— ¡Despacio! —recomendó Emmett.

Viento del Norte había tomado ya la dirección de la casa de cerveza, eligiendo el camino más corto.

Viendo su paso, no había peligro.

Los policías y los soldados, en efecto, se habían retirado, devolviendo a la ciudad su tranquilidad y su alegría de vivir. Los habitantes salían de sus casas aliviados, y discutían sobre aquella jornada particular. Cada cual tenía su opinión, y las críticas se hacían virulentas.

Al acercarse a la casa de cerveza, el asno redujo el paso.

Edward y Emmett, con todos los sentidos alertas, examinaron entonces los alrededores.

No había policía al acecho.

—Vosotros situaos en la esquina de la calleja —recomendó el actor—. Yo voy a informarme.

Emmett llamó a la puerta de la casa de cerveza. Ésta se abrió lentamente, y apareció la cabeza de un nubio.

— ¿Qué quieres?

—Beber y divertirme.

— ¿Estás solo?

—Demasiado solo.

— ¿Puedes pagar?

—Conozco los precios.

El nubio escrutó la calleja.

—Entra.

La gran sala estaba llena de jaraneros, ebrios en su mayoría.

— ¿Está libre Guigua? —preguntó Emmett al nubio.

— ¡No has tenido suerte, amigo! La pequeña está en buenas manos.

— ¡Apuesto a que son las de mi amigo Palios!

—Ah, ¿lo conoces?

— ¡Un buen tiparraco, ese griego! Dame de beber, lo esperaré. Y pagará él.

— ¿Nada de mozas, por el momento?

—Ahora, no. Luego, ya veremos.

Emmett, confortablemente instalado, trasegó su cerveza.

Media hora más tarde apareció una pareja formada por una hermosa morena y un fortachón de aspecto marcial. Él beso a la muchacha, vació luego una copa de licor de dátiles y se dirigió hacia la puerta.

Emmett se puso rápidamente a su altura y, con la punta de su cuchillo, pinchó los lomos del mercenario.

—Saldremos juntos, Palios. Si te resistes, te mato.

El griego, fatigado, obedeció.

Edward se le arrojó entonces al cuello, y Viento del Norte lo aplastó contra el muro de la casa de cerveza.

— ¡Habla, basura! ¿Adónde llevaste a la sacerdotisa Bella?

—Alejémonos —recomendó Emmett.

El trío llevó al prisionero a una oscura calleja.

—Os equivocáis —protestó blandamente Palios.

— ¿Eres o no mercenario?

—Sí, pero...

— ¿Y raptaste a una mujer con la ayuda de otros mercenarios griegos?

— ¡No, soy inocente!

El griego intentó huir. Pero de una coz en los riñones, Viento del Norte lo hizo caer boca abajo. Emmett lo inmovilizó y le puso el cuchillo en la nuca.

—Si mientes, te despedazo. Y te advierto que tengo prisa, mucha prisa.

— ¡Fue una orden, me obligaron!

— ¿Quién dio la orden?

—No lo sé. Yo me limitaba a obedecer al jefe de grupo.

—Su nombre.

—Lo ignoro también.

— ¡Me estás tomando el pelo, Palios!

— ¡Os juro que no! Nunca antes había visto a mis colegas.

— ¿Qué hicisteis exactamente? —preguntó Edward.

—Interceptamos a la moza ante la pasarela del Ibis.

—Bella no es una moza —se rebeló Edward—, sino la superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit.

— ¡De acuerdo, de acuerdo! Yo no sabía nada de eso. Entre los mercenarios, la misión se ejecuta sin discutir las órdenes.

— ¿Adonde la llevasteis?

—A una gran villa, al sur de la ciudad.

— ¡Vayamos allí! —exigió Emmett.

— ¡No puedo, debo regresar al cuartel!

La punta del cuchillo griego se hundió en su nuca.

—He dicho que vamos.

              

Bajo la luz de la luna llena, el cuarteto avanzaba a rápidas zancadas. De pronto, Viento del Norte se detuvo.

Edward comprendió de inmediato.

— ¡Estás intentando engañarnos, Palios! Otra jugarreta y no verás cómo apunta el alba.

—Entérate bien de una cosa —precisó Emmett—: para nosotros, un muerto más o menos no importa. Si nos llevas a la villa adecuada, tienes una posibilidad de sobrevivir.

El griego, vencido y con la cabeza gacha, tomó finalmente el buen camino.

No había policía a la vista.

En la desembocadura de una tranquila calleja, se alzaba una suntuosa propiedad protegida por altos muros. Palmeras centenarias daban sombra a una villa de dos pisos, construida en el centro de un vasto jardín.

Viento del Norte se detuvo con las orejas muy erguidas.

— ¿Quién vive aquí? —preguntó Edward al mercenario.

—No lo sé. Unos colegas nos aguardaban a la entrada. Les entregamos a la moza, la... sacerdotisa, y luego nos marchamos.

—Está visto que no sabes nada —observó Emmett—, así que no nos sirves.

—Pero habíais prometido...

De una de las alforjas del asno, el cómico sacó un trapo y se lo metió en la boca al mercenario; luego cogió una cuerda con la que ató sólidamente al raptor. Edward y Emmett lo dejaron al fondo de un almacén de jarras.

—Acabarán encontrándote —le dijo el cómico—. Y procura sujetar tu lengua. De lo contrario, los miembros de nuestra organización te ejecutarán. ¿Entendido?

El griego parpadeó.

—Ahora, lancémonos de cabeza —propuso el escriba.

—Espera —repuso su amigo—. A mi entender, se trata de una ratonera. Primero examinemos cuidadosamente el lugar. Luego ya pensaremos en un plan de acción.

Aunque impaciente, Edward entró en razón: no quería estropear la menor posibilidad de liberar a Bella.

Pero Emmett, que estaba convencido de que los mercenarios vigilaban la villa, tuvo que reconocer su error. En los alrededores de la propiedad no había ni policías ni soldados, sólo un portero al abrigo de un edículo de madera, cubierto por una vasta tela. De ese modo, el tipo se protegía del sol.

—Demasiado hermoso para ser cierto —estimó el cómico—. Demos otra vuelta.

El lugar era particularmente tranquilo, apartado de las calles más frecuentadas y de los barrios animados.

—Una prisión perfecta —consideró Edward.

—En este caso, los mercenarios deben de encontrarse en el interior. ¿Cuántos serán?

— ¡Librémonos del portero y entremos!

—Ese tipo sirve de cebo. Al menor incidente, una jauría de griegos caerá sobre nosotros.

—Pues entonces, intentemos escalar los muros.

—Lo mismo. Forzosamente hay rondas y centinelas. Y no sabremos adonde dirigirnos. Necesitamos informaciones concretas.

—El portero nos las dará.

— ¡De ningún modo!

—Bella ya ha esperado demasiado.

—Si nos matan, no le quedará esperanza alguna.

El escriba contuvo, una vez más, su deseo de lanzarse al interior de aquella maldita villa.

¿Sentía Bella su presencia? ¿Creía aún en su liberación?

—Incluso los mercenarios griegos deben comer y beber —advirtió Emmett—. Quiero decir que, antes o después, los proveedores se presentarán a las puertas de la villa. Tal vez ellos conozcan detalles importantes.

— ¿Y si no saben nada?

— ¡Sé más optimista, hombre!

La paciencia de Edward fue puesta a dura prueba.

Finalmente apareció un aguador. Éste intercambió algunas palabras con el portero, que lo dejó entrar en la propiedad, de la que salió casi de inmediato.

Edward y Emmett lo detuvieron en una calleja próxima, mientras Viento del Norte montaba guardia.

—Tenemos sed —dijo el actor.

—Lo siento, he vendido toda el agua.

— ¿A la gente de la gran villa?

—Eso es.

—Son griegos, ¿no?

—Lo ignoro. Sustituyo a mi patrón, que está enfermo, y no conozco mucho el barrio.

El escriba y su amigo volvieron a su puesto de observación.

Entonces llegó un repartidor de tortas calientes rellenas de garbanzos, y también él fue autorizado a cruzar el umbral. Edward lo abordó poco después de su salida, fuera de la vista del portero. Emmett se mantuvo algo apartado, asegurándose de que no los siguieran.

—Me apetece una torta.

—Ya no me quedan. No muy lejos de aquí encontrarás a varios vendedores.

— ¡Realmente, esos griegos tienen suerte!

El vendedor pareció extrañado.

—No comprendo...

— ¡Les has vendido todas tus famosas tortas! Esos griegos deben de ser muy ricos para vivir en una villa tan hermosa.

El vendedor se relajó.

— ¡Ah, te equivocas por completo! El propietario de esa villa no es griego.

— ¿Sabes cómo se llama?

—Se trata del ministro de Finanzas, Pefy. Su personal me paga muy bien. Por la cantidad de tortas que me compran, debe de haber por lo menos diez criados. Buenos días, amigo.

              

La reina Tanit, tan elegante como siempre, perfectamente maquillada y ataviada con un simple collar de lapislázuli y unos brazaletes de oro, organizó un banquete la noche misma del regreso de la corte a Sais, la ciudad del Delta convertida en capital de la XXVI dinastía. El faraón Amasis apreciaba esos momentos de relajación, pues le hacían olvidar los deberes de su cargo. Ciertamente, bebía demasiado y a veces se entregaba a lamentables fantasías; sin embargo, seguía llevando el gobernalle con mano firme y persiguiendo sus objetivos: prosperidad económica, alianzas con los reinos y los principados griegos, y fortalecimiento del poderío militar egipcio.

—Estáis arrebatadora —advirtió Amasis—. Yo sufro de nuevo una espantosa jaqueca.

—¿No habréis olvidado tomar los medicamentos prescritos por Aro?

—Es posible... Pero prefiero el vino blanco, ligero y arrutado, capaz de disipar todos los males.

—La corte está encantada con nuestro regreso a Sais. Menfis sigue siendo una hermosa ciudad, pero ¿no tiene nuestra capital encantos incomparables?

—Y no ha dejado de crecer, ¡os lo aseguro! Aquí, en adelante, se decidirá la suerte del mundo. Menfis seguirá siendo un centro económico, y Tebas, un conservatorio de las tradiciones antañonas.

—Pero la Divina Adoradora goza de una gran popularidad, ¿no es así?

—Nuestro pueblo aprecia el glorioso pasado de la ciudad del dios Amón y recuerda la fastuosa época de los Tutmosis, los Amenhotep y los Ramsés. El porvenir está en otra parte, querida Tanit; en adelante, habrá que volverse hacia el Mediterráneo y hacia Grecia. Gracias a intelectuales como Pitágoras, fortaleceremos sus vínculos con Egipto, que no será mantenido al margen del progreso.

—Esta noche están invitados a vuestra mesa varios embajadores griegos.

— ¡Excelente! Que nuestro cocinero en jefe se muestre a la altura.

—Contad con mi vigilancia.

Aun admirándola, el personal de la corte conocía el rigor de la reina Tanit. No soportaba los errores profesionales y se apegaba al estricto respeto de la etiqueta. De ello dependía la reputación de Egipto. Y el rey Amasis se felicitaba, día tras día, de tenerla a su lado. ¿Acaso no había conseguido Tanit domesticar a Mitetis, la esposa de Creso, jefe de la diplomacia persa y, sobre todo, hija de su infeliz rival Apries, destronado por Amasis?

Al apaciguar los resentimientos de aquella leona, Tanit se había revelado como una perfecta negociadora.

—Antes del banquete, sin embargo, tengo numerosas tareas molestas que llevar a cabo —deploró el rey.

Tanit sonrió.

—La prosperidad de las Dos Tierras depende de eso.

Los esposos se separaron, y Amasis recibió al juez Carlisle.

—A pesar de que obtuvimos buenos resultados —estimó el alto magistrado—, la vasta operación de policía organizada en Menfis no me permitió detener al escriba Edward. Ciertamente, la seguridad ha mejorado y la criminalidad se reducirá en gran medida. He metido entre rejas a individuos peligrosos y he averiguado algo: Edward ha abandonado la ciudad e intenta llegar al sur. Si consigue cruzar la frontera de Elefantina, se refugiará en Nubia e intentará levantar alguna tribu contra vos.

— ¿Has tomado las medidas necesarias?

—He pedido al general Fanes de Halicarnaso y a Henat, el jefe de los servicios secretos, que pusieran sus efectivos en estado de alerta permanente. Por mi parte, he ordenado a todas las policías del reino que refuercen su vigilancia. Las vías terrestres y el río nunca se habrán vigilado tan estrechamente. Majestad, sinceramente no veo cómo podría tomar cuerpo una insurrección.

—Y, sin embargo, ese maldito escriba se desliza entre nuestros dedos, ¡y mi casco sigue sin ser encontrado!

—Puesto que me concedéis vuestra confianza, me mostraré a la altura de mi tarea y os traeré, vivo o muerto, a ese asesino. Su inteligencia no prevalecerá sobre mi paciencia.

—Gracias al nombramiento de un nuevo sumo sacerdote de Neit, menos renuente que el anterior, las puertas del templo se nos abren ahora de par en par, y ya no servirá de refugio a los contestatarios —anunció Amasis—. Realiza un nuevo registro exhaustivo, juez Carlisle. Tal vez tengamos alguna sorpresa agradable.

— ¿Un registro... exhaustivo?

—No respetes ningún edificio.

— ¿Ni siquiera las capillas de las tumbas reales?

—He dicho ninguno.

El magistrado pareció turbado.

—La discípula del sumo sacerdote difunto ha desaparecido, majestad. No hay indicios, ni tampoco testigos.

— ¿Ha desaparecido... o ha huido?

—Pese a la falta de pruebas concretas, la actitud de la tal Bella, una muchacha notable destinada a una carrera brillante, siempre me pareció sospechosa. Si suponemos que su maestro protegió al escriba Edward de un modo u otro, es probable que ella lo obedeciera a ciegas.

—Convertida en cómplice de un criminal, ¿se habrá reunido con él?

—Estoy convencido de ello, majestad.

— ¡Extraña andadura! ¿No era acaso superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit?

—Es cierto, pero el nombramiento de un nuevo sumo sacerdote la convenció de que pronto sería cesada de sus funciones y devuelta a un rango subalterno. A mi entender, existe una explicación determinante para esa curiosa desaparición.

— ¿Cuál, juez Carlisle?

—Una siniestra historia de amor, majestad.

— ¿Bella enamorada del escriba Edward?

—Sí, y el amor es recíproco, a menos que él la utilice como aliada para desplazarse y ocultarse. Buscamos a un hombre solo, no a una pareja.

— ¡Convincente explicación! —Estimó el rey—. Distribuye nuevas consignas.

—Ya lo he hecho, majestad. La habilidad de Edward no se apoya en el azar, sino en una ayuda eficaz y discreta. He aquí, sin duda, uno de sus aspectos. Si existen otros, los descubriré.

—Quiero que sepas que cuentas con mi confianza, juez Carlisle.

El anciano magistrado había rejuvenecido de pronto. Volvía a ser un cazador implacable, paciente y perspicaz, del que no escapaban ni los más astutos delincuentes. Olvidando los honores, los títulos y el confort de una cómoda existencia, recuperaba la energía y la felicidad del joven investigador deseoso de que se aplicara la justicia y se combatiera el mal. Amasis, agradablemente sorprendido, supo que los días de la pareja huida estaban contados.

 

Capítulo 37: CAPÍTULO 4 Capítulo 39: CAPÍTULO 6

 


Capítulos

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