EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 26: CAPÍTULO 25

 

CAPÍTULO25

 

Parecéis contrariado -observó la reina Tanit-. ¿Acaso no os gusta este buey en salsa y este vino de los oasis?

-No es eso, es que no tengo apetito -respondió Amasis. -¿Problemas?

-¡Sólo uno, ese maldito sumo sacerdote Charlie! Esta vez se ha pasado de la raya. He decidido librarme de él: será deteni­do y deportado por alta traición.

La reina se secó delicadamente los labios con una servilleta de lino.

-¡Un proceso en perspectiva! ¿Tenéis las pruebas necesarias?

-No habrá proceso.

-Charlie es una autoridad espiritual y moral muy respeta­da -recordó Tanit-. Si su condena no está plenamente justifi­cada, os la reprocharán. Echaros encima todos los templos de Egipto podría debilitaros.

-¡No representan el porvenir!

-Sin duda, pero los egipcios están muy apegados a ellos, y los templos relacionan a los hombres con los dioses. ¿Acaso los propios griegos no reconocen que las Dos Tierras son la pa­tria de las divinidades y el centro espiritual del mundo?

-¡Charlie me detesta!

-¿Qué importa eso?

-Conspira contra mí.

-¿Estáis seguro? ¿Podéis apoyar esa acusación ante un tri­bunal?

Amasis vaciló.

-Hacer desaparecer al sumo sacerdote de Neit provocaría graves disturbios -aseguró la reina—. Los ritos y las fiestas ya no se celebrarían en Sais, y el movimiento se extendería a todo Egipto.

El rey puso la mano sobre la de su esposa.

-No quiero llegar hasta ahí. Querida, habéis evitado que cometiera un error fatal.

-He aprendido a amar y a comprender este país. Puesto que ese alto dignatario os hace la vida imposible, maniatadlo e im­pedid que haga daño sin tocar sus funciones religiosas. Su edad debería incitarlo a la prudencia. Además, si sale de su territorio, la ley os permite intervenir.

El chambelán se tomó la libertad de interrumpir el almuerzo.

-Majestad, el canciller Henat desea veros urgentemente.

-¡Trabajo y más trabajo!

Tanit sonrió.

-Id, querido. El deber os llama.

A regañadientes, el monarca recibió al jefe de los servicios secretos.

-¡Excelentes noticias, majestad! Acabamos de recibir una larga carta firmada por el emperador de los persas, Cambises. He utilizado los servicios de tres traductores para que no se es­capara matiz alguno. ¡Nuestra estrategia ha sido un éxito total y absoluto! El emperador se declara impresionado por nuestra potencia militar y se presenta como un hombre de paz, deseoso de desarrollar las relaciones diplomáticas y comerciales entre nuestros dos países.

-Hablando claro, renuncia a atacarme.

-¡Eso es! Sin embargo, recomiendo que no bajemos la guar­dia y prosigamos con nuestros esfuerzos militares. Un persa siempre es un persa y sueña con conquistas. Al primer signo de debilidad, Cambises podría cambiar de actitud.

-Tranquilízate, no tengo intención de reducir el presupues­to militar. Un aumento de los impuestos garantizará el desarro­llo de nuestro ejército.

 

 

El rey había escuchado atentamente a Jacob, antes de agra­decerle su intervención. Como fiel servidor del Estado, facilita­ba al monarca una información importante. Hacía un excelen­te trabajo como organizador de las numerosas fiestas de Sais, y pronto merecería otras responsabilidades.

De modo que éste acudió, alegre, a la convocatoria del di­rector del palacio. Henat le atribuiría nuevas funciones, más prestigiosas aún.

La actitud y la mirada del poderoso personaje, sin embargo, lo incomodaron. ¡Daba la impresión de ser un peligroso delin­cuente!

-Su majestad me ha transmitido a tenor de vuestras decla­raciones -dijo el jefe de los servicios secretos con voz apagada.

-Sólo he cumplido con mi deber.

-Hacer correr rumores y noticias falsas me parece un delito. A Jacob se le heló la sangre en las venas.

-¡No... no comprendo!

-Habéis sido manipulado. Y quiero conocer el nombre del manipulador.

-¡Era un simple rumor anónimo! Yo creía que...

-No me toméis por imbécil, Jacob. Sin duda pensabais servir al rey, pero os habéis visto envuelto en una maquinación que podría costaras muy cara. ¿Cómo se llama vuestro infor­mador?

Jacob se hundía. ¿Cómo resistir frente a aquel implacable

depredador? ¡Evidentemente, Bella también había sido mani­pulada! Pero si acusaba al sumo sacerdote, agravaría el caso de aquel hombre íntegro. Sólo quedaba una solución.

-El escriba Edward.

Henat se envaró.

-¿Dónde lo habéis visto?

-Me aguardaba cerca de mi villa. Llevaba un cuchillo y me amenazó. Me vi obligado a escucharlo, y me pareció convin­cente. Dice que es inocente y, al parecer, es el juguete de unos traficantes de armas. Edward me suplicó que avisara a su majestad.

Durante el largo silencio del jefe de los servicios secretos, la espalda de Jacob se empapó de sudor.

-No hay tráfico de armas alguno -reveló Henat-. Las en­tregas confidenciales que llegan a Náucratis están destinadas a nuestros mercenarios, cuyo equipamiento disuadirá a cualquier agresor. Ese escriba asesino os mintió. Dirige una pandilla de conspiradores y criminales, decididos a derribar el trono de Fa­raón. Ahora ya sabéis muchas cosas, Jacob. ¿Seréis capaces de sujetar vuestra lengua?

-¡Os lo juro!

-¿Sabéis dónde se oculta Edward?

-¡Lo ignoro!

-Habéis cometido un grave error concediéndole vuestra confianza, y habrá que repararlo.

Jacob se sintió al borde del desmayo.

-El sumo sacerdote Charlie cometió la misma falta -pre­cisó el jefe de los servicios secretos-, y perdió la estima de su majestad. No me atrevo a imaginar que, de un modo u otro, siga ayudando a un asesino huido. Sin embargo, será mejor ase­gurarse de ello. ¿No creéis?

-¡Sí, sí, claro!

-En ese caso, y puesto que vos acudís con bastante frecuen­cia al templo, os convertiréis en mis ojos y mis oídos. Indicad­me de inmediato el menor incidente o la menor palabra refe­rente a Edward, y denunciad a sus eventuales cómplices.

-La tarea es delicada y...

-La cumpliréis a la perfección. Así olvidaré vuestro paso en falso.

 

 

 

El juez Carlisle no estaba de muy buen humor. A pesar del des­pliegue de las fuerzas de policía y del considerable tra­bajo que se había hecho sobre el terreno, la investigación se atascaba, y el escriba asesino seguía burlándose de él. Al menos, el juez había obtenido algunas evidencias. Ya no cabía duda alguna de la culpabilidad de Edward, ni tam­poco de su participación en una conspiración destinada a de­rribar al rey. Tal vez, incluso, el escriba dirigía una cohorte de sediciosos, los más encarnizados de los cuales le proporciona­ban la ayuda necesaria para escapar de las autoridades.

La dignidad y la credibilidad del juez estaban en juego. Aquel fracaso no tardaría en provocar el furor de Amasis, que reprochaba su ineficacia al jefe de la magistratura. Y la acusa­ción sería merecida.

¿Por qué tantas dificultades sino a causa de la gravedad del asunto? Edward no era un asesino vulgar, sino un temible cabecilla, dispuesto a matar a todo aquel que se cruzara en su camino. Semejante ferocidad sorprendía al viejo magistrado, muy acostumbrado sin embargo a las vilezas humanas.

A veces, Carlisle pensaba en las últimas palabras del difunto jefe del servicio de los intérpretes: «Descifra el documento co­dificado y...» Un documento que había desaparecido.

 

¿Tendría Edward ese texto y lo utilizaría contra el poder consti­tuido?

Cuando el juez, pensativo, salía de su despacho, Henat se dirigió a él.

-¡Parecéis preocupado!

-¿Acaso tengo razones para alegrarme?

-La confianza de su majestad debería tranquilizaros.

-¿No me será retirada muy pronto?

-¡De ningún modo! El rey aprecia vuestros esfuerzos, y no tiene en absoluto la intención de sustituiros.

-¡Me asombráis, Henat!

-El orden reina, la justicia es respetada: eso es lo esencial. Y vos desempeñáis un papel muy importante al aplicar la ley. El juez Carlisle no ocultó su despecho.

      -¡Me he atascado de un modo lamentable! Ese tal Edward no es un adversario común.

-No nos desanimemos. Sabéis muy bien que el peor de los criminales acaba siempre cometiendo un error. Además, dispo­nemos de un nuevo aliado: Jacob, el organizador de las fiestas de Sais.

-¿Acaso posee alguna información importante?

-Le he encargado que me informe de cualquier incidente que pueda acontecer en el dominio de Neit.

-¡Un espía en el templo!

-Jacob presta servicio a la justicia.

-¿Suponéis que el sumo sacerdote se atreve a ocultar a un criminal huido?

-Un registro a fondo del lugar no produjo resultados. Dada su situación, Charlie no correría semejante riesgo, pero podría utilizar a sus fieles para ayudar al escriba a escapar.

-Dicho de otro modo, el sumo sacerdote forma parte de los conspiradores.

-No forzosamente. Tal vez cree en la inocencia de Edward. Sea como sea, Jacob se mantendrá al acecho y recogerá informa­ciones útiles. Naturalmente, os tendré al corriente.

 

 

El jefe de los conjurados hizo balance.

-La situación evoluciona satisfactoriamente. Es cierto que no habíamos previsto semejante resistencia por parte de ese pe­queño escriba, pero en el fondo sirve a nuestra causa llamando la atención. No obstante, seguid manteniendo una prudencia extrema y no bajéis la guardia, pues la victoria aún está lejos.

-¿No descubrirá el rey la verdad?

      -No podemos descartar ese desastre. Por eso es convenien­te debilitar su Ka, su dinamismo creador, y convertirlo en un juguete de los acontecimientos.

-¡Difícil tarea! A pesar de su pereza y su afición a la bebida, Amasis sujeta las riendas del poder. Posee el instinto de la fiera, capaz de oler el peligro.

-No atacaremos directamente a su persona -decidió el jefe de los conjurados-, sino a su encarnación venerada por todos.

Uno de los sediciosos protestó.

-¡El efecto será terrible entre la población!

-Eso es precisamente lo que deseamos.

 

 

La belleza de la Superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit deslumhró a Jacob. A cada nuevo encuentro, su atrac­tivo aumentaba. Algún día sería suya. Debía protegerla, pues.

-¿Os ha escuchado el rey? -preguntó Bella.

-Sí, pero habéis sido engañada por un falso rumor. En rea­lidad, no existe tráfico de armas alguno.

-¿Estáis... seguro?

-Su majestad en persona me ha dado la prueba -afirmó Jacob, disfrazando un poco la verdad.

      Era imposible hablar de la delicada misión que le había con­fiado el jefe de los servicios secretos.

-¡Sed prudente, Bella, os lo suplico! La huida del escriba asesino y los problemas militares forman parte de un asunto de Estado que nos supera, a vos y a mí. Acercarse a ellos, poco o mucho, nos condenaría a la destrucción.

-Gracias por vuestros consejos, Jacob.

-¿Me prometéis seguirlos?

-Os lo prometo.

-¡Me reconfortáis, Bella! Sin embargo, una angustia me tor­tura: ¿la natural bondad del sumo sacerdote no le habrá lleva­do a ayudar a Edward, recomendándolo a un amigo, por ejemplo?

-Pero ¿qué estáis imaginando? Para el sumo sacerdote sólo cuenta la ley de Maat. Nunca apoyará a un asesino.

 

 

La inauguración de un nuevo taller, provisto de soberbios telares, suponía el cierre del antiguo edificio, que no sería utili­zado durante algún tiempo. Un escondrijo ideal para Edward.

Representando a la perfección su papel de proveedor de gé­neros alimenticios transportados, a su ritmo, por el robusto Viento del Norte, Emmett iba de un lado a otro a su antojo.

Con un ademán, Bella le ordenó que la siguiera.

La sacerdotisa, el escriba y el actor se encontraron en el ta­ller abandonado.

En caso de peligro, el asno daría la voz de alarma.

En la penumbra del silencioso local, Edward contempló a Bella. La joven, semejante a los primeros fulgores del alba, encarnaba la esperanza. ¡Tan próxima y, al mismo tiempo, tan inaccesible!

-¿Dónde estamos? -preguntó Emmett, rompiendo aquel mo­mento, delicioso y doloroso a la vez.

-Pitágoras no ha conseguido convencer al monarca -de­ploró Edward-. Se ha visto obligado a regresar a Grecia.

-El mismo fracaso por parte de Jacob -reveló Bella-. Se­gún el mismo monarca, no hay tráfico de armas.

-Dicho de otro modo -estimó Emmett-, Amasis es quien or­denó los crímenes cometidos.

-¡Me niego a creer eso! -protestó Edward-. Un faraón nunca ha traicionado a su país y a su pueblo.

-Los tiempos cambian.

 

Como todas las semanas, Bella visitó a la vaca sagrada, encarnación terrenal de la diosa Neit y madre del toro Apis, símbolo vivo del Ka real, la potencia creadora del faraón. Por lo general, el apacible animal de tan dulces ojos lamía la mano de la sacerdotisa, y juntas pasaban un largo rato de felicidad. Esta vez, sin embargo, la madre de Apis permaneció postrada. Inquieta, Bella llamó al veterinario. Su diagnóstico fue pesi­mista.

-La madre de Apis está viviendo sus últimas horas.

La muchacha fue de inmediato a casa del sumo sacerdote.

La angustia de Bella lo conmovió.

-¿Está Edward en peligro?

-No, le he encontrado un refugio seguro.

-¿Por qué pareces tan atormentada, entonces?

-La vaca de la gran diosa agoniza.

La noticia dejó consternado a Charlie.

-Tendría que ir de inmediato a Menfis para comprobar el esta­do de salud del toro Apis, su hijo, garante de la vitalidad de Amasis.

-Estáis bajo arresto domiciliario -recordó Bella-. ¿Me per­mitís que os sustituya?

-Parte de inmediato. En las actuales circunstancias, la muer­te de Apis sería una catástrofe.

 

A bordo de la embarcación oficial de la Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, nadie prestó atención a la presencia de un escriba, un copero y un asno. Edward, Emmett y Viento del Norte viajaban con toda seguridad.

Edward llevaba el diario de a bordo, Emmett llenaba las copas de cerveza fresca y Viento del Norte, alimentado con cardos, alfal­fa y dátiles, disfrutaba de aquel delicioso periplo por el Nilo durante el cual no debía hacer esfuerzo alguno.

Cuando llegaron a Menfis, la sacerdotisa anunció al capitán que se limitaría a llevar una escolta reducida, formada por dos servidores y un asno, encargado de llevar las vestiduras.

Al norte del barrio fortificado de la mayor ciudad de Egipto, el santuario de «Neit que abre los caminos» ocupaba una su­perficie considerable.

La homologa de Bella, una cuarentona de rostro severo, la recibió cálidamente.

-Esta visita nos honra.

-Veros es una alegría. Lamentablemente, la inquietud guía mis pasos, pues la madre de Apis acaba de morir, y el sumo sa­cerdote teme el debilitamiento de su hijo.

La sacerdotisa menfita se envaró.

-¿No debería haberse desplazado hasta aquí el venerable Charlie?

-Sí, pero hay graves dificultades que se lo impiden. Me ha dado el poder de representarlo.

-Vayamos al recinto del toro.

El culto del toro Apis databa de la primera dinastía, que ha­bía visto la unificación del Alto y el Bajo Egipto bajo el reinado de Menes. El toro, heraldo e intérprete de la potencia real, proveía de innumerables riquezas la mesa de los dioses y las diosas. Encarnación de la creación, de la luz y de la resurrec­ción, el coloso había nacido de una vaca iluminada por un relámpago que brotó de las nubes. Ésta era el símbolo de la diosa-Cielo unida al primer fulgor del alba de los tiempos, pero no daba ya a luz. Apis, su único hijo, garantizaba la vitalidad del faraón.

 El toro sagrado no se parecía a ningún otro. Negro, con un triángulo blanco en la frente y el escarabeo de las metamorfosis grabado en la lengua, ocupaba un cercado situado al sur del templo de Ptah, cerca del palacio real. Allí gozaba de atentos cuidados, y vivía largos y felices años al servicio de la prosperi­dad del reino.

A su muerte, al templo de Sais le correspondía proporcionar un sudario osírico, indispensable para la inhumación. Pero las autoridades religiosas de Menfis no habían enviado ningún men­saje alarmante a las de Sais.

El vasto y confortable dominio de Apis atestiguaba la im­portancia atribuida al toro sagrado.

Cuando las dos mujeres llegaron allí, vieron que el cercado estaba vacío.

-¿Dónde está? -preguntó Bella.

Extrañada, la sacerdotisa menfita alertó al guardián en jefe.

-Esta mañana no ha salido de su establo.

-¿Acaso está enfermo?

-Yo me limito a alimentarlo.

-Abrid la barrera -ordenó Bella.

Sería mejor no discutir con aquellas mujeres. Si se enoja­ban, te echaban en seguida un maleficio.

La sacerdotisa cruzó el cercado y penetró en la residencia de Apis. El poderoso animal estaba tendido de costado, sus ojos supuraban.

    Bella se acercó a él. Entre el toro y ella, la confianza brotó de inmediato. Le tocó la frente: ardía.

-Vamos a curarte -le prometió ella.

La muchacha salió entonces corriendo.

-Apis está gravemente enfermo -le dijo a su colega-. Avi­semos de inmediato al veterinario.

El titular del puesto guardaba cama, pero lo sustituía su ayu­dante. Tras un breve examen, éste formuló su diagnóstico.

-Nada alarmante: una simple fiebre pasajera.

-Permitidme que lo dude -afirmó Bella.

El técnico se engalló.

-¡Nadie ha puesto jamás en duda mi competencia!

-¿No deberíamos frotar al toro con plantas y hacer que su­dase para expulsar las toxinas?

-Eso sería del todo inútil. Bastará con algo de reposo. Muy pronto habrá recuperado la salud.

-Sin embargo...

-El especialista soy yo, no vos.

Y dirigiendo a Bella una mirada de desdén, el veterinario se alejó.

Capítulo 25: CAPÍTULO 24 Capítulo 27: CAPÍTULO 26

 


Capítulos

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