EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 32: CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 31

 

El segundo ritualista no dejaba de maldecir al innoble indi­viduo que lo había agredido y se había apoderado de varios amuletos antiguos, de inestimable valor. -El juez Carlisle desea veros -lo avisó un policía. -¿El jefe de la magistratura? -Eso es.

-Creía que estaba... en Sais.

-Acaba de llegar a Menfis.

Orgulloso de ser tan apreciado, el segundo ritualista corrió hasta el despacho del alto dignatario. Tras haberlo registrado, un asesor lo presentó.

-¿Reconocéis a este hombre? -preguntó Carlisle a quemarro­pa, al tiempo que le mostraba un retrato.

-Sí, sí, creo que sí.

-¿Lo creéis o estáis seguro?

-¡Casi seguro!

-¿Es vuestro agresor?

-¡En efecto!

-¿Cómo se llama?

-Ah..., no lo sé.

-Sorprendente -gruñó Carlisle-. ¡Trabajaba a vuestras órde­nes y no sabéis su nombre!

 

Al encontrarse de pronto en la posición del acusado ante un magistrado colérico, el segundo ritualista perdió su aplomo.

-El muy bandido sólo era un simple sacerdote del Ka, pero mi superior estaba encantado con él y...

-Ya lo he interrogado -interrumpió el juez-. Lo que me interesa es vuestro testimonio. Según vuestra declaración, lo descubristeis en una capilla del templo funerario de Keops, ro­bando amuletos y un papiro.

-Eso es. Pensando sólo en mí deber, intenté impedírselo y llevarlo al puesto de policía. Y aquel bruto me golpeó con vio­lencia antes de huir.

-Los dos cofres de la capilla contenían aún el papiro y cua­tro amuletos de oro. ¿Qué robó exactamente vuestro agresor?

-¡Muchos amuletos más!

-¿Cuántos?

-Es difícil de decir...

-¿Qué representaban?

-Lo ignoro.

-¿Estáis del todo seguro de que el muchacho robó algún objeto ritual?

-La lógica me dice que...

-¡De modo que no estáis seguro!

La vehemencia del juez asustó al segundo ritualista.

-No, no del todo.

-Gracias por vuestra colaboración. Ahora salid.

Carlisle disponía de nuevos hechos. Según su superior, el se­gundo ritualista era un tipo avaricioso capaz de calumniar a cualquiera para obtener un ascenso. Así pues, su testimonio pa­recía dudoso. Sin embargo, Edward había intentado robar un tesoro necesario para los conspiradores deseosos de tomar el poder.

El juez tenía ante sus ojos aquel tesoro. Se trataba de cuatro amuletos tradicionales, cargados de magia y, sin embargo, abandonados allí. Y un papiro en lenguaje críptico, indescifra­ble. ¿Estaría ligado al documento del que hablaba el jefe de los intérpretes justo antes de su asesinato?

Si el escriba Edward realmente deseaba apoderarse de los obje­tos, ¿por qué no había suprimido al segundo ritualista? ¡Ya no le venía de un cadáver! ¿El asesino sólo intentaba sabotear la restauración del templo de Keops o había ido a recuperar un documento indispensable?

La segunda opción parecía la más lógica.

Así pues, Edward había conseguido descifrar el texto y había abandonado el propio documento, inútil ya. El juez debía con­sultar a los eruditos para conocer el contenido de aquel enig­mático mensaje.

 

 Los conjurados, que habían sido reunidos urgentemente por su jefe, tenían mala cara. Esta vez, el asunto pintaba mal.

-Ese maldito escriba sigue burlándose de nosotros -decla­ró uno, inquieto—. ¡Y ahora tiene ya la clave del código!

-Eso no es cierto -objetó el jefe-. Tal vez ni siquiera haya descifrado el papiro que data del reinado de Keops.

-¡No debemos creer que es estúpido! La adversidad endure­ce al muchacho. Pensábamos manipular a un ingenuo y entre­gar a la justicia un culpable ideal, y nos encontramos ante un adversario decidido a descubrir la verdad, ¡aun a costa de su propia vida!

-Pongámonos en lo peor -propuso otro conjurado-. Edward ha descubierto una profecía alarmista y ha comprendido que algunos cambios amenazaban el viejo Egipto. Ignora nuestros nombres, nuestras verdaderas intenciones y nuestro plan de ac­ción. Varias veces, en el pasado, los videntes anunciaron los peligros del porvenir. Ese texto antiguo no se refiere forzosa­mente a nuestra época. Desde el punto de vista de un escriba letrado, ¿acaso no se reduce a un simple ejercicio de estilo? Y si ese sabueso le otorga, sin embargo, un interés fundamental, se topará con un muro infranqueable. Nunca obtendrá la clave del código.

-A menos que llame a la puerta adecuada.

-Es inaccesible, lo sabes muy bien.

-Precisamente, lo dudo.

-Sólo la Divina Adoradora podría permitirle a Edward desvelar el código. En primer lugar, tendría que obtener esa informa­ción; luego debería llegar a Tebas y obtener una audiencia; fi­nalmente, tendría que convencer a la anciana sacerdotisa para que le ayudara y se convirtiera en su aliada. A pesar del empeci­namiento de ese escriba y de la increíble suerte de la que ha gozado hasta hoy, es imposible.

-Debemos hacer que Tebas le resulte inaccesible -decidió el jefe.

-De hecho ya lo es. El río y las vías terrestres están severa­mente controlados.

-¡No seamos ilusos! -protestó el inquieto-. Ni en Sais ni en el Delta la policía ha conseguido capturar a Edward. Y ahora está en Menfis, donde ocultarse no presenta demasiadas dificultades.

-Según nuestras informaciones, no conoce el sur. Si corre el riesgo de dirigirse a Tebas, pronto será descubierto.

-¿Y si tiene cómplices?

-Edward no es el jefe de una organización de rebeldes, sino un simple escriba extraviado en el meollo de un asunto que lo su­pera.

-Hoy por hoy, constituye una amenaza real.

-Así pues, sigamos poniéndonos en lo peor, y pensemos en un eventual viaje a Tebas. Sin duda, lo suprimiremos antes de que pise el suelo de la ciudad santa. ¿Acaso los policías y los militares no han recibido la orden de acabar con él?

-¿Y si consigue escapar y convencer a la Divina Adoradora de su inocencia?

-¡Eso es imposible!

-Desde el comienzo, hemos subestimado a ese joven. Per­sistir en ello podría llevarnos al desastre.

-¿Qué propones?

-Sólo una alianza entre la Divina Adoradora y Edward nos impe­diría alcanzar nuestros objetivos. O la eliminamos o...

-¿Asesinar a la esposa del dios Amón, la soberana de su dominio sagrado? ¡Ni lo sueñes!

-Si Edward se acerca demasiado a ella -decidió el jefe de los conjurados-, no habrá otra solución.

 

Menfis bullía de agitación. La presencia de la pareja real en la ciudad no tenía nada de anormal, pero el des­plazamiento de la corte de Sais al completo provocó cierta fie­bre entre los altos funcionarios, deseosos de dar plena y entera satisfacción.

La severidad del canciller Aro, especialmente, asustó a los rutinarios, acostumbrados a gozar de su sinecura. Con la ayuda del ministro de Finanzas, Pefy, el imponente personaje exami­nó las cuentas de los diversos servicios del Estado, verificó la eficacia de los encargados y formuló acerbas observaciones que serían el preludio de dolorosas reformas.

Henat, poco hablador e igualmente inquietante, observaba y anotaba. Durante la reunión de los oficiales de la policía menfita y de los principales agentes de información, se limitó a es­cuchar antes de emitir un cortante juicio: los resultados eran insuficientes. O, dicho de otro modo, que había cambios en perspectiva.

Y llegó la orden: vigilancia severa y permanente de todas las vías de circulación con permisos suprimidos hasta que se arres­tara al escriba asesino, y una fuerte recompensa para quien de­volviera al fugitivo a Sais.

Por lo que al general en jefe Fanes de Halicarnaso respectaba,éste inspeccionó los cuarteles y sermoneó a los oficiales y a los hombres de tropa, recordando a los mercenarios griegos la importancia de su función. El anuncio de un aumento de sueldo acrecentó su popularidad.

Pese a un relativo cansancio, el juez Carlisle procedió a escu­char a numerosos testigos, convencidos de haber descubierto al escriba Edward. Como hombre escrupuloso que era, verificó cada pista.

Aunque en vano.

 

La tarea de Bella resultaba más complicada de lo previsto. Alquilar un barco parecía fácil, pero era preciso declarar el des­tino, el número y el nombre de los pasajeros y obtener luego la autorización de las fuerzas del orden, tras el interrogatorio de los viajeros.

Era evidente que el juez Carlisle temía la partida del escriba Edward hacia el sur, hacia Nubia incluso, donde intentaría unir las tribus a su causa. Y las medidas adoptadas formaban una barre­ra eficaz. Bella se dirigió al sexto capitán, un tipo con barba ori­ginario de Elefantina. Poseía un imponente barco mercante, capaz de transportar pesadas cargas.

-¿Aceptaríais algunos pasajeros? -le preguntó Bella.

-Depende del número y del precio.

-Tres personas.

-¿Hombres?

-Dos hombres, una mujer y un asno. Fijad vos mismo el precio.

El capitán se mesó la barba.

-¿La mujer... está casada?

-No, pero es inaccesible.

-Lástima. La proposición, sin embargo, sigue siendo tenta­dora.

-Aunque perfectamente en regla, los viajeros desean evitar los controles.

-¡Ah, eso es imposible!

-Entonces nada, adiós.

-¡No tan pronto, joven dama! La experiencia permite resol­ver ciertas dificultades. Y a mí no me falta. Sólo que el precio será elevado, muy elevado. En estos momentos, la policía flu­vial está excitada. Y no quiero tener problemas.

Era evidente que ese capitán no era un fanático de la lega­lidad.

-¿Cuánto? -preguntó la sacerdotisa. Una ávida mirada se posó en el cuello de Bella.

-Por lo menos tres collares como el vuestro.

-De acuerdo. El primero, a la partida; los otros dos a la lle­gada. Y no habrá aumento.

¡Aquellos adornos suponían una pequeña fortuna!

-¿Habláis en serio, hermosa dama?

-¿Cuándo zarpamos?

-Pasado mañana, cuando el cargamento haya terminado. Pero, antes, deberéis traerme el primer collar.

-¿Cuándo?

-Mañana, en la quinta hora nocturna. Subiréis a bordo y os reuniréis conmigo en mi cabina. Los hombres de guardia esta­rán avisados. Si sois correcta, yo lo seré también.

-Hasta pronto.

Conteniendo su alegría, la sacerdotisa abandonó entonces el puerto.

Cerca del templo de Ptah, donde debía participar en unos rituales, una voz la sobresaltó.

-¡Bella! Os buscaba por todas partes. -Jacob...

-Su majestad me ha ordenado que viniera a Menfis para preparar la gran fiesta de Hator. Estima que mi experiencia le será útil al clero local. Dada vuestra excelente reputación, ¿acep­taríais ayudarme?

-Por supuesto.

¿Era Jacob un verdugo a las órdenes del rey? Bella pensó que esa hipótesis merecía ser estudiada. A menos que se tratara de una mentira. En ese caso, el organizador de las fiestas de Sais tomaba la iniciativa ocultándose bajo una máscara e inten­taba hacer caer a la sacerdotisa en una trampa.

-Tengo una horrenda noticia que comunicaros -murmuró-, y no sé cómo hacerlo para evitaros una excesiva pesadumbre.

-Hablad, Jacob.

-El sumo sacerdote Charlie ha muerto.

La impresión fue extremadamente violenta. Al perder a su padre espiritual, el sabio que se lo había enseñado todo, Bella experimentaba la sensación de un vacío atroz que ya nunca nada podría colmar.

-Murió mientras dormía -prosiguió Jacob-. Dada su caída en desgracia, la momificación se organizó rápidamente y la in­humación fue discreta.

-¿Se celebraron correctamente los ritos?

-Tranquilizaos, el alma de Charlie partió en paz. Com­prendo vuestra tristeza y la comparto. Pero, por desgracia, tengo otra mala noticia que comunicaros. El palacio acaba de nom­brar a un nuevo sumo sacerdote de Neit; se trata de un oscuro ritualista cuya competencia es inferior a la vuestra. La decep­ción es unánime, pero las órdenes del rey no se discuten.

Así pues, el dominio sagrado de Sais se cerraba para la jo­ven Superiora de las cantantes y las tejedoras. El nuevo sumo sacerdote no tardaría en cambiarla y en confiarle un papel dis­creto y desprovisto de influencia.

¿Charlie habría fallecido de muerte natural, causada por una fatiga extrema, o lo habían eliminado? i Un faraón no po­día llevar a cabo semejante fechoría! Pero quedaban los conju­rados. A ellos les importaba un comino la venganza de los dio­ses, y suprimían sin piedad a todos sus adversarios.

-Defenderé vuestra causa ante las autoridades -prometió Jacob-, pues la justicia es flagrante. A mi entender, sólo será pasajera. Algún día, Bella, os convertiréis en la gran sacerdotisa de Neit, para satisfacción de todos.

-Mi carrera no importa.

-No os abandonéis a la tristeza y aceptad ayudarme mien­tras sea necesario. Luego emprenderéis de nuevo vuestro vuelo.

Jacob consideró como un asentimiento el silencio de la mu­chacha. En realidad, estaba pensando en su maestro desapare­cido, en sus enseñanzas y en su ejemplo. Desde el paraíso de los Justos, le transmitía un imperioso mensaje: «Sigue luchan­do para que Maat brille, no aceptes la injusticia, restablece la verdad.»

 

 

El rebuzno de Viento del Norte despertó a Emmett. -Alguien viene -le dijo a Edward, sacudiéndolo—. Armé­monos.

Pero puesto que el asno no se manifestaba por segunda vez, no había peligro.

Al poco apareció Bella, con el rostro sombrío.

-Charlie ha muerto -anunció, sollozando.

-Lo han matado -estimó el actor.

-Y os cierran las puertas del templo de Sais -añadió el es­criba.

-Acaba de ser nombrado un nuevo sumo sacerdote, a las órdenes del poder.

-Eso les permitirá hurgar por todas partes, ¡encontrarán el original del papiro cifrado!

-Al recuperar ese documento mancillado por tantos críme­nes, tal vez queden satisfechos y dejen de perseguirte -sugirió Emmett.

-¡Imposible, debo desaparecer! Entonces, tendrán el campo libre.

-Veneremos juntos la memoria de Charlie -exigió la sa­cerdotisa-, y solicitemos su ayuda.

Bella recitó entonces varias fórmulas de transformación en luz, pronunciando las siete palabras de Neit, y solicitó la paz del sol poniente sobre el alma-pájaro del sumo sacerdote. Co­mulgando con todas las formas del sol, viajaba en compañía de las estrellas y los planetas, descubriendo sin cesar los paraísos del más allá.

 

Luego, la Superiora y sus dos compañeros compartieron un modesto banquete en honor del difunto, durante el cual ella evocó los momentos fundamentales de sus enseñanzas. Pese a su poca afición por los vuelos teológicos, Emmett quedó impre­sionado por la claridad y la profundidad del pensamiento de la muchacha.

-Vos debéis suceder a vuestro maestro -aseguró. Ella esbozó una sonrisa.

-Hay algo más importante aún que debo hacer. Charlie creía en la inocencia de Edward, y nosotros lucharemos para resta­blecer la verdad. He encontrado una embarcación y tengo bas­tante para pagar nuestro transporte.

Bella les facilitó los detalles.

-¿Cuál es el nombre de esa embarcación? -preguntó Emmett.

-El Ibis.

-Os acompañaré a la primera cita.

-¡De ningún modo! Debo asegurarme de la perfecta colabo­ración del capitán. Sus hombres vigilarán el muelle; seríais in­terceptado y nuestra transacción anulada.

-¿Y si os agrede?

-Cuando haya comprobado el valor del collar, ya sólo pen­sará en los otros dos.

-Son vuestras joyas de sacerdotisa -deploró Emmett.

-Es el precio de nuestro viaje. Ahora ya sólo la Divina Ado-radora puede evitar lo peor.

-¿Aceptará recibirnos? -se inquietó Edward.

-¡Debemos ser optimistas! -preconizó Emmett.

-Esta noche dormiré aquí -anunció Bella-. Jacob me aco­sa y sospecho que está vinculado, conscientemente o no, a los conspiradores. Prefiero evitarlo.

 

 Edward no conseguía dormir, buscando los mejores argumentos para disuadir a Bella de lanzarse a aquella loca aventura, con­denada al fracaso. Él no tenía nada que perder. Ella, por el con­trario, estaba destinada a altas funciones. Vincular su suerte a la suya era insensato; bastantes riesgos había corrido ya, y no debía comprometerse más.

Ciertamente, la amaba con un amor inconmensurable. Ella, en cambio, sólo lo consideraba una víctima. Así pues, no mere­cía sacrificar su existencia por él. De modo que Edward le hablaría con dureza para evitar que cometiera un grave error.

De pronto, una aparición.

Ella.

El escriba cerró los ojos y los abrió de nuevo.

Ella seguía allí.

-Bella...

-¿No dormíais?

-Pen... pensaba en vos.

-Queréis convencerme de que renuncie, ¿no es cierto?

-¡Es necesario!

-¿Pondríais trabas a mi libertad? Soy egipcia y no griega.

-Es obvio que me espera un trágico final, Bella. Y no tengo derecho a condenaros a vos al abismo.

Ella se acercó con lentos pasos. Edward se levantó, y Bella le tomó el rostro entre las manos, con celestial dulzura.

-Desde el nacimiento de nuestra civilización, una mujer ama a quien quiere y cuando quiere. El día en que esta prerro­gativa desaparezca, el mundo se verá reducido a la esclavitud.

-Bella...

-¿Estás realmente seguro de amarme?

-¡Bella!

La muchacha hizo resbalar por sus hombros los finos tiran­tes de su túnica de lino, y la frágil vestidura cayó a sus pies.

Desnuda, se dejó abrazar por un loco de amor, temiendo una torpeza, pero incapaz de contener su deseo.

Y a ambos los invadió entonces la felicidad de unirse.

Capítulo 31: CAPÍTULO 30 Capítulo 33: CAPÍTULO 32

 


Capítulos

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