EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 50: CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 17

 

Hassad contaba una y otra vez las piedras preciosas. Sus preferidas eran los lapislázulis procedentes de Afganistán; un viaje largo y peligroso, en el que perecían numerosos mercaderes, víctimas del clima y de las tribus locales. Desde siempre, aquel país lejano se entregaba a los saqueos y a las matanzas. Pero albergaba aquella piedra maravillosa, análoga al cielo estrellado.

Añadiendo el valor de aquel saco a la enorme recompensa que la policía le entregaría cuando pusiera en sus manos a los dos terroristas, Hassad estaría en poder de una inmensa fortuna. Entonces se compraría una suntuosa villa en Coptos, rodeada por un jardín, y daría órdenes a un ejército de criados. Una vez convertido en propietario de una decena de caravanas, reinaría sobre el comercio del desierto del este y se permitiría tener, incluso, uno o dos barcos que surcaran el mar Rojo.

Había aceptado varias veces compañeros de viaje clandestinos a cambio de una fuerte remuneración. Pero ninguno había llegado a buen puerto. Hassad los degollaba tras haberlos despojado, y los buitres, las hienas, los chacales y los insectos se encargaban de hacer desaparecer sus cadáveres. Por lo demás, nadie los reclamaba.

Esta vez, la presa superaba sus más enloquecidas esperanzas. Muy pronto dispondría de un harén compuesto por soberbias mujeres del todo sumisas que satisfarían sus caprichos. Cuando se cansara de alguna de ellas, la entregaría a sus servidores.

No obstante, había un detalle que lo intrigaba: el arco que había sacado de una de las alforjas del asno que pertenecía a sus prisioneros. Un arma de buen tamaño, de madera de acacia.

Al manipularlo, su primo había lanzado un grito de dolor y sus manos se habían cubierto de ampollas. Y su hermano acababa de sufrir la misma desventura.

Ahora, el arco yacía junto a un fuego en el que se cocían unas tortas.

—Ese objeto está maldito —le susurró su hermano—. Nos traerá desgracias. Suelta a esa pareja y sigamos nuestro camino.

— ¿Es que te has vuelto loco? ¡Gracias a ellos, nos haremos ricos!

—Te pierde la codicia, Hassad. Ese arco demuestra que poseen terribles poderes mágicos.

— ¡Eso es ridículo!

—Burlarse de la magia y de los dioses provoca su cólera.

— ¡Paparruchas!

—Entonces, toma el arco.

Pero Hassad vaciló. Pensaba, más bien, en violar a la muchacha, aunque temía estropearla y hacer que perdiera parte de su valor mercante. ¡Tendría a sus pies decenas de hembras! Y no podía quedar en ridículo.

Con mano decidida, tomó el arma. De inmediato, su carne crepitó y un espantoso hedor llenó el campamento.

Hassad aulló al tiempo que soltaba el arco de la diosa Neit.

— ¡Mira —le advirtió su hermano—, los asnos nos amenazan!

Ante el pasmo del patrón de la caravana, los cuadrúpedos formaban un círculo y arañaban la arena con sus cascos, visiblemente irritados.

— ¡Sucias bestias! Ahora sabrán lo que es bueno.

El primo intentó golpear a uno con el látigo, pero Viento del Norte se apartó del grupo y lo golpeó en la parte baja de la espalda.

Roto, el sirio se derrumbó.

Los caravaneros, asustados, se agruparon alrededor del patrón.

Entonces apareció Bella, tranquila y decidida.

—No os mováis —ordenó—. De lo contrario, los asnos obedecerán al macho dominante y os matarán.

La cólera que brillaba en los ojos de Viento del Norte convenció a los escasos temerarios para que obedecieran.

La joven se acercó a Hassad, que se retorcía de dolor. Las palmas de sus manos sangraban.

Bella tomó el arco.

— ¡Mirad, la diosa Neit me autoriza a manejar su símbolo! Quien lo ultraja e ignora las fórmulas de apaciguamiento del fuego es justamente castigado. Vuestro jefe os ha engañado: sólo es un ladrón y un asesino. Liberad de inmediato al hombre sometido a tortura y traedlo aquí.

Dos caravaneros se apresuraron a obedecer.

Aunque herido, Edward consiguió andar, y ver de nuevo a Bella le devolvió una energía insospechada.

Emmett apareció por detrás de Hassad y le puso la hoja del cuchillo griego en la garganta.

—Recoge las piedras y ponías en la bolsa.

—Me haces daño, yo...

—Apresúrate.

A pesar del sufrimiento, el sirio obedeció.

—Ahora, mis amigos y yo nos iremos. Cargad en nuestro asno cestos con agua y comida. ¡Rápido!

Bella humedeció los labios de Edward. Su mirada expresaba tanto amor que él olvidó su prueba.

—Vamos —le dijo Emmett a Hassad.

— ¡De... debes soltarme! Soy el jefe de esta caravana, mi familia me necesita.

—Más tarde te reunirás con ellos; te esperarán. Adelante.

Viento del Norte fue el primero en ponerse en marcha, seguido por Bella, Edward y Emmett, que con la punta de su cuchillo pinchaba los lomos del sirio.

Sin dejar de formar un círculo, los asnos seguían mostrándose amenazadores. Sólo cesarían en su asedio cuando el macho dominante considerara que sus protegidos estaban seguros.

La pomada apaciguó las quemaduras que sufría el escriba, y unas túnicas multicolores protegieron del sol a los viajeros.

—Indícanos cuál es la ruta de Coptos —exigió Emmett.

—Es por allí —respondió Hassad, señalando un sendero que pasaba entre colinas de arena.

Viento del Norte prosiguió en dirección opuesta.

— ¡Basura, sigues mintiendo!

El sirio se arrodilló.

— ¡No me matéis, os lo suplico!

—Lo veremos en la próxima aguada.

El ocaso procuró algo de frescor. Bebieron, comieron sobriamente y el actor ató a Hassad.

Tras una noche reparadora, el viaje prosiguió.

De pronto, Viento del Norte se detuvo y miró fijamente al sirio.

— ¡Impedid que ese monstruo me agreda!

—Puedes marcharte —estimó Bella.

— ¿Soy... soy libre?

— ¿Realmente puede serlo un criminal de tu especie?

Vacilante primero, el sirio se apartó, reculando. Luego se dio media vuelta y corrió.

—Que se largue con viento fresco —estimó Emmett—. A mi entender, deberíamos dirigirnos hacia el valle e intentar llegar a Abydos.

—Abydos es el feudo del ministro Pefy —recordó Bella.

— ¿Amigo o enemigo?

—No tardaremos en saberlo —estimó Edward.

Los interrumpió una serie de aullidos. Luego se hizo un profundo silencio. El desierto entero callaba.

Entonces resonaron unos profundos gruñidos y, en lo alto de una colina, apareció una leona con las fauces ensangrentadas.

Bella levantó el arco de Neit en señal de ofrenda.

Apaciguada, la fiera se alejó. Hassad no regresaría nunca a su caravana.

              

Henat caminaba de un lado a otro por la cubierta de su navío. Muy tranquilo por lo común, el jefe de los servicios secretos no podía estarse quieto. La humillación de la que era víctima habría merecido una reacción violenta, pero prefería seguir analizando esa sorprendente situación.

Al manifestar de modo ostensible su hostilidad, la Divina Adoradora corría grandes riesgos. A Amasis no le gustaría su actitud, y forzosamente adoptaría graves sanciones. En Sais, Henat lo habría alentado. Sin embargo, su mejor conocimiento del Alto Egipto y su descubrimiento de Karnak, aunque sumario, lo incitaban a la reserva.

¿Simple intimidación o voluntad real de oponerse a los deseos de uno de los más altos personajes del Estado? Aún era demasiado pronto para responder.

El sol se ponía y las piedras del templo se cubrían de matices dorados. Por encima del lago sagrado, las golondrinas danzaban.

La paz de aquellos lugares se nutría de siglos de sabiduría. Allí el tiempo se estancaba y los asuntos humanos parecían irrisorios. Negándose a dejarse atrapar por aquella magia, Henat pensó en su misión y decidió bajar a tierra. Ningún soldado se lo impediría.

Cuando ya se dirigía hacia la pasarela, un cortejo provisto de antorchas llegó al muelle. Unos sacerdotes rodeaban a un imponente personaje que caminaba con pesados pasos.

Los guardias se inclinaron entonces y le dejaron el acceso libre.

El corto ascenso fue lento y penoso.

— ¿Me perdonaréis ese espantoso incidente, director Henat? Soy el intendente Chechonq, al servicio de la Divina Adoradora, encargado de administrar su dominio temporal. Por esta razón, debería haber organizado una gran recepción para recibiros dignamente, pero...

— ¿Pero?

— ¡No he sido informado de vuestra llegada!

—Se os envió un correo oficial.

— ¡Lamentablemente no me ha llegado! Así se explica esta deplorable situación. En cuanto me han avisado de vuestra presencia, he dejado lo que estaba haciendo, y aquí estoy.

— ¿Un correo oficial perdido? ¡Eso es imposible!

—Entre el norte y el sur, los servicios postales funcionan mal estos últimos tiempos. Precisamente quería informar a Sais de múltiples incidentes. Un estudio exhaustivo de los errores y las infracciones permitirá ponerles remedio, tanto más cuanto acabáis de ser víctima de ellos. Tengo a vuestra disposición un detallado expediente.

El gran intendente, un tipo rollizo, era un personaje eminentemente simpático. Jovial, caluroso y cortés, parecía sincero y defendía su causa de un modo convincente.

—La llegada de vuestra embarcación no estaba anunciada, por lo que los guardias han respetado estrictamente las consignas. En este período, cuando comienza la crecida, las maniobras presentan serias dificultades. Ya se han producido varios accidentes.

— ¿Por qué me han impedido abandonar mi barco?

—Por una simple razón de seguridad. Los visitantes desconocidos son retenidos en el embarcadero para dar tiempo a las formalidades administrativas. Os lo repito, la desgraciada pérdida del correo es la única causa de esta miserable acogida. En nombre de la Divina Adoradora, os presento mil excusas.

Chechonq disipaba el malentendido. Y sus explicaciones no carecían de fuerza, pues Henat acababa de comprobar las difíciles conexiones entre el Bajo y el Alto Egipto.

—Tebas se siente halagada por la presencia del director del palacio real —prosiguió el gran intendente—. Recibimos muy pocas visitas de los altos personajes del Estado y queremos tratarlos con todas las consideraciones debidas a su rango. Nuestra hermosa provincia sirve fielmente al rey Amasis.

—No lo dudaba.

Chechonq pareció contrariado.

—Desgraciadamente, tengo otras preocupaciones.

El rostro de Henat se crispó. Tras tantas cortesías, finalmente llegaban a los temas delicados.

—Dadas las circunstancias —deploró el gran intendente—, vuestro alojamiento oficial no estará listo antes de mañana. Os ruego que, esta noche, aceptéis mi hospitalidad.

El jefe de los servicios secretos fue cogido por sorpresa.

—Mi barco es bastante confortable y...

— ¡No me perdonáis mi error! Lo comprendo y acepto humildemente vuestra cólera. Permitidme, sin embargo, que insista y solicite vuestra indulgencia.

—De acuerdo.

Una ancha sonrisa animó el jovial rostro de Chechonq.

— ¡Loados sean los dioses! Os prometo una agradable comida, regada con un vino excelente.

El gran intendente no exageraba lo más mínimo. Cerca del templo de Karnak, su morada era un verdadero palacio. Contaba con una veintena de estancias, dos salas de recepción, varias habitaciones con cuartos de baño, una vasta biblioteca, dependencias destinadas a la servidumbre, una cocina en la que actuaba un artesano genial y una bodega que contenía maravillas.

— ¿Os apetece un masaje antes de cenar? —Sugirió el gran intendente—. No conozco un remedio mejor para hacer que desaparezca la fatiga de una larga jornada de trabajo. Dejad que os convenza; no lo lamentaréis.

Aunque renuente, Henat aceptó.

El masajista supo terminar con las tensiones del director del palacio. Una ducha tibia, un jabón perfumado, una túnica de regio lino, sandalias nuevas... El gran intendente sabía vivir y apreciaba el confort.

La cena fue suntuosa. Henat nunca había probado unas codornices al vino tan deliciosas, y la carne de una perca del Nilo, servida en un lecho de cebollas y puerros, alcanzaba la perfección. Por lo que se refería al vino tinto de Imau, éste habría hechizado al propio rey Amasis.

Las dudas de Henat se habían disipado: la administración tebana no había intentado humillarlo en absoluto, y su jefe le reservaba una acogida que superaba todas sus esperanzas.

—Visité Sais hace más de treinta años —reveló Chechonq—, y aprecié mucho el encanto de nuestra capital. Pero reconozco que prefiero el de la provincia tebana, tan rica en recuerdos. Aquí hay tantos ilustres faraones que descansan en la orilla de Occidente, tantos templos magníficos que se edificaron para mantener vivo su Ka... Os aguardan fabulosos descubrimientos. Y no hablo de Karnak, que es un mundo por sí solo. Tebas sabrá seduciros, estoy convencido de ello.

—No soy un visitante corriente —le recordó Henat—. El faraón me ha confiado una misión y mi intención es cumplirla rápidamente.

— ¿De qué modo puedo ayudaros?

—Consiguiéndome una entrevista privada con la Divina Adoradora.

—Solicitaré una audiencia en cuanto sea posible. Mañana debo recibir a los responsables de los diques y asegurarme de que han seguido mis instrucciones. De acuerdo con los especialistas, la crecida será de buen nivel, ni demasiado alta ni demasiado baja. Pero a pesar de su competencia, sigo desconfiando. Demasiado optimismo podría llevar a la negligencia, y me preocupa el nivel de las albercas de retención. La estación cálida es más dura aquí que en Sais, y nuestra prosperidad depende del rigor y del trabajo. ¿Os apetece un poco de pastel?

—No, gracias.

— ¿Un poco de licor de dátiles para digerir?

—Ya he bebido mucho, gran intendente. Permitid que me retire.

Un servidor condujo a Henat hasta su habitación.

Éste, fatigado, apreció la suavidad de las sábanas y lo mullido del almohadón. Su estancia tebana prometía ser tan breve como agradable.

              

Hemos detenido a diez sospechosos —le dijo al juez Carlisle el oficial encargado del control de policía, en Licópolis—. Ocho hombres y dos mujeres.

—Traédmelos de inmediato.

Pero supuso una cruel decepción. Eran culpables de delitos menores.

Edward, Bella y Emmett habían conseguido, pues, abandonar la ciudad. No por el río, dada la violencia de los primeros días de la crecida, que hacía que el Nilo no fuera navegable. Y una multitud de soldados vigilaba carreteras y caminos en dirección al sur.

Los responsables enviaban al juez un informe diario y le presentaban a los sospechosos. Pero también ahí el fracaso había sido total.

Sin embargo, quedaba una posibilidad: el desierto.

¿Pero cómo iban a escapar los fugitivos a todos sus peligros? La sed, las fieras, las serpientes y los escorpiones no les permitirían llegar muy lejos. Sólo unos profesionales expertos, como los patrulleros o los caravaneros, sobrevivían en aquel infierno.

Una caravana... ¡Quizá ésa fuera la clave del enigma!

El juez convocó al escriba encargado de registrar la llegada y la partida de los nómadas e imponerles tasas en función de lo que durara su estancia en Licópolis.

— ¿Cuántas caravanas han tomado la pista del sur en los últimos días?

—Sólo una —respondió el funcionario—: la del sirio Hassad.

— ¿Cuál era su destino?

—Coptos.

—Y el tal Hassad... ¿Es honesto y serio?

—Conoce bien las pistas y el emplazamiento de las aguadas. Pero en cuanto a su honestidad...

— ¿Aceptaría llevar viajeros en situación irregular?

El funcionario vaciló.

—A este respecto, han corrido algunos rumores. Pero no dispongo de pruebas concretas.

— ¿Están de regreso los patrulleros encargados de vigilar el sector que depende de Licópolis?

—No volverán antes de mañana.

El magistrado se armó de paciencia.

Y el retraso aumentó.

Al finalizar el cuarto día, seguro de que se había producido un grave incidente, el juez decidió mandar un equipo de socorro. Ya se disponía a partir cuando los patrulleros aparecieron en la entrada este de la ciudad.

Su jefe fue llevado de inmediato ante Carlisle.

— ¡Ha ocurrido algo increíble! —declaró—. Sin embargo, habíamos controlado la caravana de Hassad sin advertir nada anormal. Luego, nos alcanzaron los miembros de su familia, totalmente desamparados. Según ellos, los asnos se habían rebelado para liberar a un hombre y a una mujer que su patrón contaba entregar a la policía de Coptos a cambio de una hermosa recompensa. Otro hombre habría tomado a Hassad como rehén, y el cuarteto habría desaparecido. Dos de mis patrulleros conducen la caravana hasta su destino. Y no hemos encontrado ni a Hassad ni a sus raptores.

« ¡Edward, Bella y Emmett!», concluyó el juez.

Su rehén los guiaría por el desierto y, llegados a su destino, se librarían de él.

¿Coptos? ¡De ninguna manera! Allí los aguardaba la policía.

El juez Carlisle consultó entonces un mapa, intentando ponerse en el lugar de los terroristas.

Y un nombre se impuso: Abydos.

Abydos, la ciudad preferida de Pefy, el ministro de Finanzas. Por una extraña coincidencia, residía allí mientras el escriba Edward y sus aliados intentaban llegar a Tebas.

Abydos era, pues, una etapa obligada. El asesino encontraría un cómplice, uno de los altos dignatarios del Estado, que le proporcionaría abrigo seguro y lo ayudaría a ponerse en contacto con la Divina Adoradora.

Pefy, amigo íntimo del difunto sumo sacerdote de Sais, maestro espiritual de la sacerdotisa Bella. Pefy, la cabeza pensante de la conspiración. Puesto que utilizaba al escriba Edward como brazo ejecutor, lo había ayudado en cualquier circunstancia.

Pero Abydos sería la tumba de los conspiradores.

Viento del norte, al que le gustaba más bien poco el abrasador desierto, se alegraba de llegar al valle del Nilo. Golpeando el suelo con sus bastones, los viajeros emitían vibraciones que disuadían a las serpientes de atacar. Por la noche, una hoguera alejaba a los depredadores.

De pronto, el aire cambió de naturaleza y el calor pareció menos insoportable.

—El río no está ya muy lejos —estimó Edward.

—Debemos extremar las precauciones —recomendó Emmett—. Si nos topamos con los patrulleros del desierto, estamos perdidos.

Cada colina de arena, sembrada de fragmentos de piedra, les servía de puesto de observación. Corrieron entre los montículos y Viento del Norte galopó.

Tras una noche pasada en lo alto de una duna, Bella divisó algunos monumentos a lo lejos.

—Abydos, el reino de Osiris —precisó Emmett—. Representé allí muchas veces el papel de Set en la celebración del drama ritual, en el atrio del templo. ¡Surte mucho efecto, podéis creerme! La máscara es terrorífica y la victoria final de Osiris no parece decidida de antemano. Tengo muy buenos recuerdos... ¡Fue uno de mis mejores papeles!

—El fuego de Set nos ha permitido atravesar el desierto —observó Bella.

—Lo estamos logrando —reconoció el actor—. ¡No siento el menor deseo de regresar allí! De todos modos, no cantemos aún victoria. Un cuartel lleno de mercenarios griegos, originarios de Mileto, se encarga de la protección de Abydos. Suponiendo que obedezcan las órdenes del ministro Pefy, vamos derechos a las fauces del chacal.

—Pefy era amigo de mi maestro —objetó Bella—. Escuchaba sus consejos y tenía en cuenta sus opiniones. Está al corriente del asunto de Estado en el que nos hemos visto injustamente mezclados, e intentó defendernos. Ante la ceguera del rey, decidió retirarse a Abydos y consagrarse al culto de Osiris.

— ¡Cuánto optimismo! —Exclamó Emmett—. Yo pienso, más bien, en una emboscada perfectamente organizada. A Pefy, un viejo cortesano, le importan mucho sus privilegios, y por miedo a resultar sospechoso, se prestó a una maquinación destinada a destrozarnos. No saldremos vivos de Abydos.

¿Cómo decidirlo?

—No nos queda agua —advirtió Edward—, y muy pocas provisiones.

El argumento era decisivo.

—Conozco una granja donde seremos bien recibidos —reveló Emmett.

— ¿Acaso la granjera es una de tus conquistas? —preguntó el escriba.

—No, su hija. Su inteligencia es mediana y su vocabulario limitado, pero tiene un pecho de ensueño.

— ¿Os separasteis de una forma amistosa?

—Pero ¿es eso posible?

Con el estómago en los pies, Viento del Norte se moría por comer alfalfa y brotes de cardo, de modo que puso término a las discusiones y se dirigió hacia los cultivos.

Salir del desierto fue un inmenso alivio. Por fin árboles, vegetación y el dulce temblor del agua en los canales de irrigación.

— ¡Alto! —ordenó de pronto una voz huraña.

Eran cinco mercenarios griegos.

Viento del Norte se detuvo y sus compañeros lo imitaron.

— ¿Quiénes sois?

—Vendedores ambulantes.

— ¿De dónde venís?

—Del norte.

— ¿Con un solo asno? ¡Eso es muy raro! Conocemos a los vendedores del lugar, y a vosotros no os hemos visto nunca. Seguidnos y os interrogaremos en el cuartel.

«No saldremos vivos de Abydos», se repitió Emmett. Pero derribar a cinco mocetones parecía imposible.

—Nos llevaréis a casa del ministro Pefy —exigió Bella.

El mercenario abrió de par en par los ojos.

— ¡No recibe a vendedores!

—Soy la hija de su mejor amigo, el sumo sacerdote de Sais, y el ministro me aguarda.

Capítulo 49: CAPÍTULO 16 Capítulo 51: CAPÍTULO 18

 


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