EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 29: CAPÍTULO 28

 

 

CAPÍTULO 28

Regresar al templo de la diosa Neit devolvió la esperanza a Bella.

La joven sacerdotisa caminó lentamente por la avenida de las esfinges con el nombre del faraón Amasis, contempló su obelisco, luego recorrió la monumental fachada y se dirigió ha­cia el lago sagrado, sobrevolado por decenas de golondrinas. La cálida luz del poniente impregnaba el lugar de una sereni­dad que borraba tormentas y angustias.

Cómo le hubiera gustado olvidar el mundo exterior consa­grándose a la práctica ritual y a consultar los archivos de la Casa de Vida. Pero un inocente era acusado injustamente, y ella debía contribuir a restablecer la verdad, evitándole así un funesto destino.

Bella se recogió escuchando la voz de los dioses.

Muy pronto, la última forma del sol, el anciano Atum, ayu­dándose con el cayado de la rectitud, abandonaría la luz mori­bunda para afrontar, a bordo de la barca de las metamorfosis, los demonios de las tinieblas. Guiado por la intuición creadora y el Verbo nutricio, atravesaría las regiones peligrosas apaci­guando a los terroríficos guardianes de la puerta, cuyos nom­bres conocía.

Una vez más, se decidiría la suerte del mundo.

 

Si la gigantesca serpiente de la nada lograba beber el agua del Nilo celestial e impedir el viaje de la barca, la tierra desapa­recería, y aquel pequeño islote de existencia regresaría al océa­no de los orígenes. Al celebrar los ritos, los iniciados en los misterios ayudaban a que la luz superara los obstáculos, atrave­sara la serpiente y renaciese, al alba, tras un violento combate, en forma de escarabeo.

El escriba Edward también atravesaba una terrible noche, y diversos monstruos de rostro humano se empeñaban en per­derlo.

Bella se acercó a la morada del sumo sacerdote y cruzó el umbral que daba acceso a un pequeño patio que precedía a los apartamentos. Un criado terminaba de barrer.

-¡Ya estáis de regreso, Superiora! ¿Qué tal vuestro viaje?

-A las mil maravillas. ¿Puedo ver al sumo sacerdote?

-Su salud ha empeorado, pero os está esperando.

Charlie estaba acostado. Aunque más delgado, conservaba una impresionante dignidad.

-¿Se han atrevido a asesinar a Apis? -preguntó.

-Por desgracia, sí -respondió Bella-. Pero su sucesor rea­firma la potencia del Ka real, y Edward ha encontrado el casco del rey. Ahora el usurpador ya no podrá hacer nada.

-¡Excelente noticia! ¡Ya me encuentro mucho mejor!

-Edward entregará la reliquia al faraón y proclamará así su ino­cencia.

-¡Eso supondría correr un riesgo enorme!

-¿Me aconsejáis otra estrategia?

Charlie reflexionó.

-Has elegido la mejor solución.

-Pero es preciso aprovechar una ocasión favorable.

-Antes -deploró el sumo sacerdote- yo podría haber inter­cedido ante Amasis. Hoy estoy encerrado aquí, y ni un solo dignatario me dirige la palabra.

-Me las arreglaré -aseguró Bella-. Preocupaos, sobre todo, por vuestra salud.

-Es una simple fatiga pasajera. Mi robusta constitución me permitirá superarla.

-¿Habéis consultado con el médico del templo?

-¿Para qué? El descanso me curará.

-Permitidme que insista.

La mirada de Charlie fue como la de un padre, severa y tierna al mismo tiempo.

-¿Me obligarás a preocuparme por mi desdeñable persona?

-¡Os necesitamos tanto! Sin vuestra ayuda no superaremos esta prueba.

-Ve a buscar al médico.

El adepto de la diosa escorpión Serket y de la leona Sejmet, que propagaban las enfermedades y ofrecían medios para cu­rarlas, pasó más de una hora a la cabecera del sumo sacerdote y procedió a realizar diversos exámenes.

-La voz de su corazón sigue siendo clara -concluyó-, y las energías circulan por los canales. Sin embargo, la edad corroe sus paredes, y habrá que tomar varios remedios diariamente. ¿Aceptará eso el sumo sacerdote?

-Yo lo convenceré -prometió Bella-, y su criado ejercerá una vigilancia feroz.

La sacerdotisa, tranquilizada, regresó a su alojamiento oficial.

Frente a la puerta se hallaba Jacob.

-Estaba preocupado -afirmó-. ¿Se desarrollaron adecua­damente los funerales de Apis?

-Ha sido enterrado según los ritos, y su Ka animará a su sucesor. De este modo, la transmisión no se habrá interrum­pido.

-¡Maravilloso! Debemos, pues, preparar la próxima fiesta de Sais. Necesito telas especiales destinadas a la estatua de la procesión, y me gustarían nuevos cantos en su honor. A pesar de que no disponemos de mucho tiempo, ¿podrán satisfacerme vuestros talleres y vuestras cantantes?

-Trabajaremos día y noche.

-¡Muchas gracias, Bella! Su majestad estará encantado al ver que los ciudadanos se alegran y olvidan los momentos difí­ciles.

-¿El rey asistirá a la fiesta?

-Rodeado de una corte de dignatarios, celebrará el comien­zo del rito público y, luego, nos dejará el cuidado de organizar el resto, mientras preside un banquete al que serán invitados más de veinte embajadores griegos. ¡Será una semana cargada de recepciones oficiales!

-¿Cuáles son las demás obligaciones de su majestad?

-Inaugurar unos nuevos establos reales, entregar el oro del valor al general en jefe Fanes de Halicarnaso, nombrar oficiales superiores, celebrar solemnemente los tratados de alianza con las ciudades griegas..., sin olvidar su aparición en el tribunal del juez Carlisle. El tribunal supremo se reunirá pasado mañana a la entrada del templo, y el jefe de la magistratura recordará la ne­cesaria preeminencia de la ley de Maat. Con esta ocasión, el faraón tendría que recordar a los jueces que es su garante en esta tierra y que no permitirá violarla a nadie.

-¿Por qué decís «tendría»?

Jacob habló en voz baja.

-Porque el rey Amasis a veces es imprevisible. Si esta for­malidad lo aburre, delegará sus poderes en el juez Carlisle y le or­denará que pronuncie un discurso en su lugar. No obstante, su entorno le suplicará que esté presente, pues el respeto de Maat sigue siendo el fundamento de nuestra sociedad.

¡Ésa era la ocasión perfecta!

Ante el faraón y los jueces del tribunal supremo, Edward daría la prueba de su fidelidad y de su inocencia. -Parecéis pensativa -observó Jacob.

-Sólo estoy un poco cansada. Además, me preocupa la sa­lud del sumo sacerdote.

-¿Qué dice el médico?

-Que se trata de una enfermedad que conoce y que podrá curar.

-Ese excelente terapeuta no suele alardear. Charlie vivirá muchos años aún, ¡estoy seguro!

-Que los dioses lo guarden.

-Y os guarden también a vos, Bella. Sobre todo, no olvidéis mis consejos.

-¿Cómo podría hacerlo?

-¿Me permitís haceros una pregunta indiscreta?

-Os lo ruego.

-¿Realmente habéis olvidado a Edward, ese escriba asesino?

-Hoy ni siquiera lo reconocería. Estoy agotada, Jacob, y me gustaría dormir.

-Perdonadme por haberos importunado. Descansad y, ma­ñana mismo, prepararemos juntos esa nueva fiesta.

Tranquilizado, Jacob se alejó.

Nadie merodeaba alrededor de la casa de Bella, el sumo sa­cerdote ya no tenía medio alguno de actuar, y los ritualistas se entregaban a sus habituales ocupaciones. Puesto que no había advertido nada anormal, elaboraría un tranquilizador informe para el jefe de los servicios secretos.

Era evidente que el escriba asesino no se ocultaba en el do­minio de Neit. Y el organizador de las fiestas de Sais nunca hablaría a Henat de las imprudencias de Bella. Sensata, la her­mosa sacerdotisa se consagraba sólo a sus deberes.

 

 

Emmett y Bella habían acordado encontrarse todos los días en la puerta de los proveedores del templo. Si el cómi­co advertía una presencia anormal, no le dirigiría la palabra y ella actuaría del mismo modo.

Viento del Norte, que era alérgico a los policías de cualquier pelaje, les proporcionaría una valiosa ayuda. La sacerdotisa examinó una pieza de tela.

-Mañana, el tribunal supremo se reúne ante la puerta prin­cipal del recinto -murmuró-. El rey debería estar presente.

-Es de una excelente calidad -afirmó Emmett en voz alta-. No lo encontraréis mejor.

-Me la quedo. Id a que os pague el intendente. Cumplida esta formalidad, el actor merodeó largo rato alrede­dor del lugar donde se celebraría la ceremonia. Luego regresó a los almacenes reales. Con gran satisfacción del sirio, Edward había acep­tado ordenar las jarras y barrer, a cambio de una modesta comi­da. El escriba, ensimismado, procuraba mantener la boca cerrada.

-Tu compañero no es muy charlatán -le dijo el sirio a Emmett-, pero no me cuesta caro y no trabaja mal.

-Hay que saber domar a los atontados. Durante la pausa, el cómico y el escriba se las apañaron para hablar a solas.

-¿Has entrado en contacto con Bella? -preguntó Edward.

-Mañana hay una reunión de los jueces del tribunal supre­mo ante el templo de Neit. Tal vez la presida Amasis.

-¡Fabuloso! No podríamos soñar con una ocasión mejor.

-No me hace ni pizca de gracia.

-¿Por qué?

-Imagina el número de guardias y de policías que habrá. No dejarán que te acerques.

-¡Salvo si dispongo de un buen motivo jurídico! Redacta­ré una carta para el juez Carlisle en términos bien elegidos, que demuestren la seriedad de mi gestión. Él me llamará para comparecer y entonces le entregaré el casco al rey, explicán­dome.

-¡Otra locura! No lo veo claro.

-Al contrario, somos muy afortunados. Justificarse ante el rey, ante el jefe de la magistratura y ante los jueces del tribunal supremo pondrá fin a esta pesadilla.

-Yo pienso en una emboscada perfecta.

-¡Imposible, Emmett!

-De todos modos, habrá que prever una posibilidad de huir, una maniobra de diversión, por tanto.

Viento del Norte levantó el codo de Emmett con el hocico.

-¿Se te ha ocurrido una idea?

En la mirada del asno, el cómico descubrió, efectivamente, una solución. No tendría suficiente con una sola tarde para po­ner a punto una estrategia de repliegue.

Edward, por su parte, ya había empezado a redactar su misiva para el juez Carlisle.

 

 

Bella estaba satisfecha con el trabajo de las tejedoras. Jacob quedaría encantado, y la próxima fiesta sería tan suntuosa como las anteriores.

Al ofrecer sus obras maestras a los dioses, los humanos mantenían la armonía en la tierra.

-El juez Carlisle pregunta por vos -le comunicó un sacerdote puro-. Lo he llevado a vuestro alojamiento oficial.

La Superiora no manifestó emoción alguna.

Carlisle aguardaba a Bella en la pequeña antecámara.

-Permaneced sentado, os lo ruego. ¿Puedo ayudaros en algo?

-Debo haceros unas preguntas. ¿Aceptáis responder aquí, sin formalidades?

-Por supuesto.

-Seguimos buscando al escriba Edward, asesino y conspirador. Pero a pesar de la magnitud de las investigaciones, no hemos ob­tenido el menor resultado. Es para preguntarse si estará muerto.

-En ese caso, ya no podrá hacerle daño a nadie, y el tribu­nal divino se encargará de castigarlo.

-¡Eso sería demasiado hermoso! La verdad me parece me­nos risueña. El criminal no debe de haber cambiado solamente de apariencia física, sino que por fuerza cuenta con cómplices muy eficaces.

-Inquietantes perspectivas.

-En efecto -reconoció el juez-. Por eso, en virtud del inte­rés superior de nuestro país, solicito absoluta sinceridad por vuestra parte.

Bella aguantó la suspicaz mirada del magistrado.

-Charlie reconoció su simpatía por el asesino -recordó Carlisle-. Debemos atribuir ese grave error a su bondad y su inge­nuidad. Pero ¿sabéis si sigue pensando lo mismo?

-Los acontecimientos han afligido tanto al sumo sacerdote que su salud se ha visto afectada. Acaba de acostarse y debe seguir un pesado tratamiento.

-Lo lamento mucho. Sin embargo, vuelvo a haceros la pre­gunta.

-El sumo sacerdote nunca ayudaría a un criminal.

-Directamente, no, eso sin duda. ¿Pero no tendrá amigos íntimos o fieles subordinados a quienes haya pedido que ocul­ten al escriba huido?

-La única preocupación del sumo sacerdote es el pleno ejercicio de su función. Es el primer servidor de la diosa Neit, y a diario transmite su mensaje gracias a la práctica de los ritos y a la animación de los símbolos.

-No lo dudo, Bella. Sin embargo, Charlie ha adoptado po­siciones que...

-¿No hicisteis registrar, de cabo a rabo, el dominio de Neit, aun a riesgo de enojar a la diosa y turbar la paz del santuario? Encarnizaros con un sumo sacerdote, de edad avanzada y en­fermo, no os conducirá a nada, sino que sólo mancillará la grandeza de la justicia.

-Superiora de las cantantes y las tejedoras, vos sois su bra­zo derecho. ¿Os ha ordenado que protegierais al escriba Edward y le proporcionarais aliados?

La mirada de la joven no vaciló.

-En absoluto. Y os comunico que durante las últimas sema­nas yo estaba en Menfis, participando en los funerales de Apis. Muchos testigos os lo confirmarán. Hoy, debo asumir una par­te de las cargas del sumo sacerdote, deseando su pronto resta­blecimiento.

-Si conocierais algún dato indispensable para la justicia, ¿hablaríais?

-No vacilaría ni un solo instante.

La seguridad de la joven turbó al juez. Sería inútil pregun­tarle durante horas. Y no tenía el menor indicio que le permi­tiera inculparla. Tal vez Jacob, observando sus manejos, obten­dría algún resultado.

¿Por qué iba a ayudar aquella sublime mujer a un temible asesino buscado por todas las policías del reino?

 

 

Todos los jueces del tribunal supremo se desplazaron hasta la puerta del templo, donde, según la tradición, se leían las reclamaciones de los demandantes para distinguir la justicia de la iniquidad y proteger a los débiles de la supremacía de los fuer­tes. Allí se afirmaba la verdad de Maat, que excluía la mentira.

Una recua de asnos llevó hasta ese lugar los rollos de la ley, los asientos de los magistrados y algunas calabazas de agua.

Cuando cada cual se hubo instalado, el juez Carlisle colgó una pequeña figura de la diosa Maat en la cadena de oro que lleva­ba al cuello.

Ante él había cuarenta y dos rollos de cuero que contenían los textos legislativos aplicados en las cuarenta y dos provincias de Egipto.

Edward, mezclado con la numerosa multitud que asistía a aquel excepcional acontecimiento, se mordisqueaba los labios, ner­vioso. El faraón Amasis no honraba con su presencia aquella proclamación de la omnipotencia de la justicia, esencial, sin embargo, para el pueblo.

Así pues, su plan se derrumbaba. Habría que encontrar otra ocasión para entregar el casco a su legítimo propietario.

El escriba ya se disponía a alejarse cuando se oyeron algu­nos murmullos.

 

-El rey -dijo un anciano-. ¡Llega el rey!

Precedido y seguido por los soldados de la guardia personal, Amasis mostró que el nuevo Apis le había transmitido fuerza y vigor. Sobriamente vestido con el taparrabos de los faraones del Imperio Antiguo, se había puesto la corona azul, uniendo así su pensamiento a las potencias celestiales.

El rey tomó asiento en un modesto trono de madera dorada situado en el exterior del círculo de los jueces. Ninguna inter­vención del monarca turbaría sus deliberaciones ni influiría en sus decisiones. Además, resultaba evidente que Amasis ni si­quiera quería pronunciar un discurso inaugural.

La concurrencia quedó tranquilizada. Faraón reinaba y se impartía justicia, fundamento de la prosperidad y de la felici­dad.

-En nombre de Maat y del rey -anunció Carlisle con voz fir­me-, declaro abierta esta sesión del tribunal de los Treinta. He aquí la primera querella.

Se trataba de un oscuro asunto de mojones desplazados, que acarreaba la contestación de un granjero en lo referente a las dimensiones de su terreno, del montante de sus impuestos, por tanto. El fisco se negaba a escucharlo y exigía su contribu­ción, aumentándola, además, con una multa por retraso.

Por unanimidad, los Treinta condenaron a la administra­ción, que debería haber solicitado la intervención de un agri­mensor y apelar al servicio catastral. Aunque el monarca se em­peñase en imponer sus nuevas disposiciones fiscales, los jueces rechazaban lo arbitrario. Y el tiránico recaudador fue condena­do a indemnizar, personalmente, al demandante.

Carlisle leyó luego las cartas contradictorias que enfrentaban a un artesano y a su ex esposa, que acababan de divorciarse. El hombre la acusaba de infidelidad y le reclamaba la totalidad de los bienes y la custodia de sus hijos. Ella presentaba, sin embar­go, testimonios escritos que demostraban su inocencia. Pero el marido le había respondido con insultos y con un intento de agresión ante dos colegas.

Puesto que, en Egipto, golpear a una mujer era considerado un delito grave, la demanda fue desestimada, y el artesano con­denado a dos años de prisión. Su esposa no sólo se quedaría con los hijos, sino que, además, obtendría los bienes de la pareja.

La tercera denuncia dejó pasmado al juez Carlisle, tanto que dudó en hacerla pública.

Al advertir su turbación, uno de los Treinta solicitó la palabra.

-¿Acaso no deben ser escuchadas todas las voces? Aunque ésta nos parece inconcebible, precisaremos nuestras razones. Excluirla a priori sería contrario a la buena justicia.

-El redactor de este documento se considera capaz de resol­ver un grave problema que puede atentar contra la seguridad del Estado y solicita comparecer personalmente ante este tribu­nal. Es consciente del insólito procedimiento, insiste en la serie­dad de su gestión y nos ruega humildemente que lo escuchemos.

Eso despertó la curiosidad de Amasis. Sin embargo, se guar­dó de intervenir. Los Treinta, y sólo ellos, debían pronunciarse.

A continuación se entabló un debate jurídico entre los for­malistas y quienes estaban más apegados al espíritu que a la le­tra. Al final de las corteses discusiones, el juez Carlisle tomó una decisión: el superior interés del Estado exigía que se escuchase al redactor de la alarmante misiva.

Si éste se burlaba del tribunal, sería severamente castigado.

-Que el solicitante se presente y se exprese -pidió Carlisle.

Se hizo un pesado silencio, en el que cada cual miró a su vecino. ¿Quién saldría de entre la multitud?

Tocado con una peluca a la antigua, con el labio superior adornado por un fino bigote perfectamente recortado, un joven se adelantó. A la altura del pecho, llevaba en los brazos un ob­jeto envuelto en una tela de lino.

El juez Carlisle no conseguía ver su rostro.

-¿Quién sois y qué tenéis que declarar?

-He sido acusado en falso de abominables crímenes, por lo que aporto la prueba de mi inocencia y de mi absoluta fidelidad al faraón. Gracias a mi intervención, los conspiradores serán reducidos al silencio.

El juez Carlisle y el rey se envararon. Ni el uno ni el otro com­prendían nada.

Carlisle hizo entonces la pregunta decisiva.

-¿Acaso eres... el escriba Edward?

-Yo soy.

Los arqueros tensaron sus arcos, los policías tomaron sus garrotes.

Pero el juez levantó la mano.

-¡Nada de violencia en pleno tribunal! Aguardad la senten­cia y mis órdenes.

Edward se volvió hacia el rey.

-Yo no asesiné a nadie, majestad. Simplemente soy víctima de una conspiración destinada a derribar vuestro trono y a su­mir nuestro país en la desgracia. Los verdaderos criminales han demostrado una inaudita crueldad, y yo me temía algo peor aún. Pero he hecho fracasar sus siniestros designios. ¿Puedo acercarme?

El jefe de la guardia personal de Amasis desenvainó la espada.

-Acércate, escriba Edward. De momento no tienes nada que te­mer.

El joven recorrió lentamente la distancia que lo separaba del trono. Se arrodilló y, luego, apartó la tela de lino.

-Majestad, he aquí el casco robado en palacio. En adelante, ningún usurpador se tocará con él.

El escriba ofreció la valiosa reliquia al monarca.

Amasis la contempló largo rato.

-Escriba Edward, eres un asesino, pero también un mentiroso y un provocador. Ese casco no es el mío.

 

Capítulo 28: CAPÍTULO 27 Capítulo 30: CAPÍTULO 29

 


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