CAPÍTULO 15
Situada en el centro de la ciudad, la morada de la dama Rose comprendía cuatro pisos. Un portero custodiaba su acceso día y noche. Éste hizo una gran reverencia al ver a su patrona acompañada por un nuevo enamorado, mucho más joven que los anteriores. El apetito de la riquísima mujer de negocios parecía insaciable.
-Me horroriza el campo -le confesó a su protegido-. ¡Hay demasiadas bestezuelas de toda clase!
En la planta baja, un taller de tejido proporcionaba a la hermosa mujer vestidos a medida, ropa para la casa, sábanas y almohadas. Panaderos y cerveceros producían, a diario, pan y cerveza fresca, y un comedor permitía restaurarse a los servidores.
El primer y el segundo piso acogían los aposentos privados y las comodidades, el tercero los despachos, y el cuarto servía de desván donde se almacenaban los archivos y los alimentos.
El mobiliario era de un lujo inaudito: sillones de alto respaldo provistos de brazos, sillas bajas de maderas preciosas, taburetes plegables adornados con motivos florales, mesas rectangulares, mesillas, cofres de almacenamiento y una multitud de almohadones multicolores. En las paredes, pesadas colgaduras de lino teñido de verde, rojo y azul.
-Almorcemos -decidió la dama Rose.
Dos servidores dispusieron presurosos los manjares en unas fuentes de alabastro y a continuación sirvieron vino tinto en copas de cristal.
-Esto es confite de oca -explicó el mayordomo-. Se ha cocido durante largo tiempo en una marmita, con grasa de primera calidad. Luego vendrán huevos de codorniz hervidos en agua caliente y salada. El cocinero les ha añadido cebolla picada y mantequilla. Permitidme que os desee un excelente apetito.
-Me gusta comer ligero -declaró Rose-. Una larga digestión retrasa mi ritmo de trabajo, y tengo muchos asuntos que tratar. Este vino no te subirá a la cabeza: no lleva miel ni aromas. Tiene unos veinte años, es ligero y aclara el espíritu.
Edward probó aquel néctar.
La griega no exageraba.
-No existe un país mejor —declaró-. Si vieras la cara que ponen los griegos al desembarcar en Náucratis... No soportan que una mujer sea libre de casarse según su gusto, de divorciarse, de gozar de sus bienes, de legarlos a los herederos que elija, de ir sola al mercado, de comerciar y dirigir una empresa. La vanidad del varón se siente herida en lo más hondo de su estupidez. Me encanta ver a esos pretenciosos convertirse en mercenarios al servicio del faraón y asegurar así la independencia de Egipto y de los egipcios.
-No estáis casada, pues -aventuró Edward.
-¡Divorciada, para mi mayor fortuna! En cuanto llegué, me casé con un armador originario de Mileto, y lo descubrí acostándose con una sierva. La sentencia de separación me favoreció, cobré una buena indemnización y la invertí de inmediato. En resumen, ¡libertad y fortuna! Algunas ideas, mucho trabajo... y el éxito. Los comerciantes egipcios me aprecian, importo mercancías de calidad y compro tierras pagando correctamente a mi personal. Hoy tengo varios inmuebles en Náucratis, y a los notables les gusta ser mis invitados. Tú, en cambio, pareces molesto.
-No merezco tanto honor.
-Eso debo juzgarlo yo. Me intrigas, joven, pues no eres una persona ordinaria. ¿Qué estás buscando en Náucratis?
¿Edward debía encontrar una escapatoria o revelar parte de la verdad, corriendo un riesgo? Aquella mujer, una verdadera cobra, no practicaba la generosidad gratuita.
El escriba no tenía elección. Extranjero en aquella sociedad cerrada, si no hostil, se tiró al agua de cabeza.
-Soy un escriba intérprete, originario de Sais, y estoy buscando a dos hombres que se han refugiado aquí. Uno es mi colega Demos, el otro, el Terco, un lechero que deseaba alistarse como mercenario.
Rose pareció sorprendida.
-¿Por qué utilizas la palabra «refugiado»?
-Tanto el uno como el otro están mezclados en un caso criminal, y supongo que se ocultan en Náucratis.
-¡Un caso criminal! ¿Y son culpables o inocentes amenazados?
-Francamente, no lo sé. De modo que debo hablar con ellos y obtener sus explicaciones.
-¿Serías tú el primer afectado? -preguntó Rose.
-Me acusan injustamente.
-¿Cuál es tu nombre?
-Edward.
La mujer de negocios no reaccionó. Así pues, el asesinato de los intérpretes no se conocía aún en Náucratis. ¿Pero por cuánto tiempo?
-Demos y el Terco -repitió ella, acentuando cada sílaba-. ¿Realmente quieres ayudarlos?
-Demos es mi amigo -protestó el escriba-. Por lo que al lechero se refiere, me gustaba charlar con él y lo consideraba un buen hombre. Tal vez hayan huido porque tienen informaciones que me permitirán demostrar mi inocencia.
-Un asunto criminal, has dicho. ¿A quién han matado?
-A unos escribas intérpretes. Yo diría más: creo que se trata de un asunto de Estado. A nadie le interesa verse mezclado en él.
-¡Saludable advertencia! Tendría que avisar a la policía.
-Eso es.
La dama Rose esbozó una extraña sonrisa.
-¡Error, muchacho! En primer lugar, no soy una chivata; además, tu formación de escriba intérprete me resultará muy útil. Puesto que lees a la vez el griego y el egipcio, estudiarás fácilmente los documentos administrativos y extraerás de ellos lo esencial mucho más de prisa que mi secretaría. Así pues, necesitas mi ayuda y tienes prisa.
-¿Podéis encontrar vos el rastro de Demos y del Terco?
-Si se ocultan en Náucratis, no se escaparán de mí. Ésta es mi proposición, la tomas o la dejas: alojado y alimentado, trabajas para mí de acuerdo con mis exigencias y yo te proporciono las informaciones necesarias. De lo contrario, abandonas inmediatamente Náucratis.
-Me quedo -decidió Edward.
Dos santuarios del dominio sagrado de la diosa Neit estaban consagrados al tejido de las numerosas telas utilizadas durante la celebración de las fiestas y los rituales. Tras haber ascendido todos los peldaños de la jerarquía y haber pasado por todas las etapas del oficio, la joven Superiora no se dejaría engañar por una eventual perezosa.
Puesto que nadie discutía su nombramiento y todas se felicitaban por haber escapado a las pesadas responsabilidades, las sacerdotisas trabajaban con ahínco. La decana presentó a Bella unas vestiduras de lino, terminadas la víspera, y diversas vendas de momificación destinadas a un cocodrilo sagrado. Harían feliz su alma y le permitirían cruzar las puertas de los paraísos celestiales.
-Ha llegado la hora de tejer el ojo de Horus -anunció la Superiora.
Sol y luna a la vez, luz diurna y nocturna, aquel ojo se encarnaba en una tela blanca y brillante, de una excepcional calidad. Con mano experta, Bella modeló el primer haz de lino mientras sus asistentas retorcían las hilazas para obtener un ensamblaje en torsión. Y el canto de los husos comenzó a sonar.
Aquel ojo tejido sería también el sudario de Osiris, el vestido de resurrección del cuerpo de luz que brillaba más allá de la muerte. Pocas tejedoras habían sido iniciadas en los grandes misterios, pero la corporación entera era consciente de estar consumando un acto esencial. Al crear aquella ofrenda, al buscar la perfección de la obra, participaban en la inmortalidad divina.
Bella se tranquilizó al ver a sus Hermanas: el trabajo se llevaría a cabo de manera impecable. Sin espíritu competitivo, sólo buscaban la perfección. El poder de Neit guiaba sus corazones.
Caída la noche, los talleres cerraron. La guardiana comprobó los cerrojos y las sacerdotisas se dispersaron.
Cuando Bella se dirigía hacia su morada oficial, Jacob la abordó.
-¿Satisfecha de esta primera jornada de trabajo?
-Las tejedoras se han mostrado dignas de sus deberes.
-¡Vos sabéis suavizar a las más recalcitrantes!
-Atribuyo ese milagro a la magia de Horus. En él se reúne lo que estaba disperso.
-No subestiméis vuestra magia personal -le recomendó el organizador de las fiestas de Sais-. El sumo sacerdote no se equivocó al nombraros para ese puesto.
-Intentaré no decepcionarlo.
-Asegurar el buen funcionamiento de tan vasto santuario conlleva muchas dificultades -advirtió Jacob-. Todas las mañanas el personal debe ser purificado según la Regla y no de acuerdo con su propia fantasía. Debemos disponer de la cantidad suficiente de túnicas de lino y de sandalias, limpiar las pilas y llenarlas con frecuencia de agua fresca, no olvidar objeto alguno y pensar en el bienestar de las divinidades presentes en sus capillas. ¡Y eso, sin contar las fiestas!
-¿Acaso estáis desanimado?
-De ningún modo, pero me gustaría hablar con vos de los múltiples problemas que deben resolverse. Si somos dos, seremos más eficaces.
-¿No fija la Regla el marco de nuestra cooperación? -se extrañó Bella.
-No nos prohibe encuentros menos... formales. Desconfiad, sobre todo, de ciertos escribas y ciertos administradores, preocupados sólo por su carrera y deseosos de enriquecerse. Tratan de obtener vuestra benevolencia y os tienden trampas.
-Gracias por vuestros valiosos consejos, Jacob. No los olvidaré.
-No vaciléis nunca en consultarme. Conozco a todos los notables y lo sé todo acerca de lo que ocurre o se trama en Sais.
-Salvo ese horrible asesinato de los intérpretes, al parecer...
-¡No hablemos más de esa monstruosidad! -exigió el organizador de las fiestas, irritado.
-Es difícil no pensar en ello.
-No nos concierne, ni a vos ni a mí. La policía se encarga del asunto; el asesino será detenido y condenado. Gracias a la discreción de los servicios oficiales, la ciudad no hierve con mil rumores alarmantes e infundados.
-¿Y si intentaran ocultar la verdad?
-Ese asunto nos supera, querida Bella. Que lo resuelva el Estado. Escuchad la voz de la razón, os lo ruego, y no abandonéis vuestro papel.
-No tengo en absoluto intención de hacerlo.
-¡Me tranquilizáis! ¿Cuándo cenaremos juntos?
-No inmediatamente, tengo muchísimo trabajo. Debo consultar numerosos archivos para reformular ciertos rituales y devolverles el vigor del Antiguo Imperio.
-Admirable tarea -reconoció Jacob-, pero no os olvidéis de vivir. Esos viejos documentos no pueden rendir un justo homenaje a vuestra belleza.
-Que tengáis buena noche, Jacob.
-También vos, Bella.
El organizador de las fiestas de Sais se alejó.
La muchacha, perpleja, no lograba formarse una opinión. ¿Era Jacob un banal seductor, profería amenazas encubiertas, participaba de cerca o de lejos en la conspiración? Tratando con todo Sais, tenía acceso a palacio y mantenía estrechos vínculos con hombres de poder. Gozaba de una excelente reputación, por lo que sólo tenía amigos.
Bella exploró los papiros matemáticos de la Casa de Vida, esperando encontrar allí elementos de codificación. En ciertas épocas, efectivamente, algunos juegos de signos habían permitido ocultar el significado de textos referentes a la naturaleza de los dioses.
La tarea se anunciaba larga y difícil, y tal vez la joven no obtuviera resultado alguno. Edward, por su parte, arriesgaba su vida en Náucratis. Su conocimiento del griego era una valiosa baza, ¿pero no le tenderían una trampa mortal Demos y el Terco?
Al pensar en la desaparición del joven escriba, Bella se sintió trastornada: no verlo más, no oírlo, no seguir compartiendo con él temores y esperanzas... Incapaz de trabajar, enrolló lentamente el papiro y lo dejó en la estantería.
-Pareces contrariada -estimó el sumo sacerdote Charlie.
La joven dio un respingo.
-iAh! ¿Estabais aquí?
-Venía a buscarte para presentarte a un extraño personaje, un griego que busca conocimientos que no ha encontrado en su país. Desea consultarnos, y me gustaría saber tu opinión sobre su sinceridad.
-¿Cómo se llama?
-Pitágoras.
Alta la frente y el rostro grave, ataviado con una larga túnica blanca, Pitágoras se inclinó ante el sumo sacerdote y ante Bella.
-Gracias por recibirme. Vengo del palacio del faraón Ama-sis, que me ha concedido una larga entrevista para saber si había obedecido al pie de la letra. De hecho, he ido a Heliópolis, la ciudad sagrada de Ra, el dios de la luz divina, y luego a Men-fis, la ciudad de Ptah, señor del Verbo y de los artesanos.
-¿Habéis sido puesto a prueba? -preguntó Charlie.
-Y de qué modo, pero no lo lamento.
-Vosotros, los griegos, seguís siendo niños. No hay ancianos en el seno de vuestros templos e ignoráis la verdadera Tradición. Por eso vuestra filosofía se reduce al sonido de las palabras.
-Lo reconozco, sumo sacerdote, y he comprendido, como cierto número de mis compatriotas, que Egipto es la patria de la Sabiduría. Durante mucho tiempo me rechazaron y me aconsejaron que volviera a mi casa. Sólo la perseverancia me ha permitido convencer a los sacerdotes de la autenticidad de mi búsqueda. Aquí, y en ninguna otra parte, se enseña la ciencia del alma y se distingue el conocimiento del saber, subordinando el segundo al primero.
-¿Qué habéis aprendido en Heliópolis y en Menfis?
-Geometría, astronomía y los métodos simbólicos que conducen a la percepción de los misterios. Ni corriendo ni dispersándose, mi espíritu fue despertado al poder de los dioses durante varios rituales de iniciación.
-¿Habéis visto la acacia? -preguntó Bella.
-Soy un hijo de la Viuda y un seguidor de Osiris, el Ser perpetuamente regenerado -respondió correctamente Pitágoras.
-Habéis recorrido ya un largo camino -reconoció el sumo sacerdote.
-También fui a Tebas, donde la Divina Adoradora, tras haberme puesto a prueba largo tiempo, me inició en los misterios de Isis y de Osiris.
-Un hombre que obedece a una mujer -observó Bella-. ¿No es eso sorprendente, desde el punto de vista griego?
-También en ese campo tenemos mucho que aprender. Cuando regrese a Grecia para fundar allí una comunidad de iniciados, abriré las puertas a las mujeres, y accederán al conocimiento de los misterios como en Egipto. Al excluirlas de las altas funciones espirituales se condena al mundo a la violencia y al caos. Por lo demás, fue una mujer, la dama Rose de Náu-cratis, la que me facilitó esas gestiones. Aprecia la libertad de la que goza en Egipto y desearía ver cómo se extiende por todas partes.
-Habéis decidido, pues, fundar una orden iniciática en Grecia y transmitir el esoterismo egipcio tal como lo habéis percibido -supuso Charlie.
-Esa tarea me parece primordial. Ciertamente, podría quedarme aquí y avanzar por el camino del conocimiento hasta mi última hora, ¿pero no sería eso una andadura egoísta? Mi vocación consiste en revelar a los griegos los tesoros entrevistos en vuestros templos y elevar así sus almas. Deben respetar mejor a los dioses y la ley de Maat, practicar el respeto a la palabra dada, la moderación y la armonía, siguiendo unos rituales que les permitan alcanzar las islas de los bienaventurados, es decir, el sol y la luna, los dos componentes del ojo de Horus.
-A vuestro entender, ¿qué es lo esencial? -quiso saber Charlie.
-El Número -respondió Pitágoras-. Cada ser posee el suyo, y conocerlo lleva a la Sabiduría. Unidad y multiplicidad a la vez, el Número contiene las fuerzas vitales. A nosotros nos toca descubrirlos para percibir el universo del que somos una expresión limitada. ¿Acaso nuestro origen y nuestro objetivo no son el cielo de las estrellas fijas, la morada de las divinidades donde viven las almas liberadas, las de los Justos?
-¿Qué esperáis de mí, Pitágoras?
-Fundar mi orden implica el acuerdo unánime de los sumos sacerdotes que me han concedido sus enseñanzas y me han juzgado digno de transmitirlas. Si me negáis las vuestras, mi andadura se verá interrumpida.
-¿Renunciaríais si así fuera?
-Intentaría convenceros, pues creo en la importancia de esta misión.
-Practicaré el mismo método que mis colegas -decidió Charlie-: poneros a prueba. Bella, Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, os acompañará mañana mismo a uno de nuestros principales ritualistas. Él os atribuirá varias tareas. Luego, volveremos a vernos.
Pitágoras se inclinó de nuevo y regresó al palacio real, donde se alojaba.
-Un hombre sabio y decidido -juzgó Bella.
-Pero un griego -recordó el sumo sacerdote-, y un protegido del rey Amasis.
-¿Sospecháis que Pitágoras es un espía encargado de observarnos?
-No descarto esa hipótesis. Tengo la impresión de que su curiosidad no tiene límites, y no carece de inteligencia.
-La Divina Adoradora lo inició en los misterios osíricos -recordó Bella-. De acuerdo con su reputación, se muestra de una ejemplar serenidad. Ningún hipócrita podría engañarla.
-Tu argumento no carece de fuerza -reconoció Charlie-. Sin embargo, deberemos permanecer atentos.
-Si Pitágoras realmente tiene talento matemático y geográfico, ¿no podría ayudarnos a descifrar el código?
-¡No quememos las etapas, Bella! Antes de mostrarle un documento tan peligroso, asegurémonos de su sinceridad.
-Lamentablemente, el tiempo apremia.
-Soy consciente de ello, pero un paso en falso sería fatal, y Edward se sumiría en el abismo.
-Regreso a la Casa de Vida -anunció Bella-. Allí hay numerosos papiros matemáticos, y he descubierto algunos detalles interesantes.
-No olvides dormir -le recomendó el sumo sacerdote-. Los deberes de tu cargo no son pocos y necesitarás todas tus fuerzas.
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