EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
Visitas: 55004
Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 3: CAPÍTULO 2

CAPÍTULO2

 

Allí había tres cadáveres: dos hombres y una mujer. Tres intérpretes de alto nivel que daban mala vida al joven Edward, aunque tampoco era que se mostrasen injustos con él. Apreciaba su profesionalidad, y todos los días aprendía de ellos alguna lección.

También habían vomitado y sus rostros mostraban los estig­mas de intensos sufrimientos.

Negándose a rendirse a la evidencia, se inclinó sobre los cuerpos.

-¡Despertad, os lo suplico!

Junto a la mujer vio los restos de una jarra de leche. Era la leche que el último recluta del servicio, Edward, ofrecía a sus cole­gas tras haberse hecho cargo de la entrega. Todos apreciaban este privilegio, concedido por el Estado.

Atónito, preguntándose si no era presa de una nueva pesa­dilla, el joven prosiguió su exploración, posando penosamente un pie delante del otro.

En la estancia contigua había cuatro cadáveres más.

Luego, tres, y otros cinco... ¡Habían diezmado el servicio!

Quedaba el despacho del jefe. Temblando de pies a cabeza, Edward lo descubrió sentado, con la cabeza inclinada.

Por unos instantes, el escriba creyó que estaba vivo.

 

Pero se desengañó en seguida. Aunque no hubiera vomita­do, el jefe de servicio del despacho de los intérpretes había be­bido, también de la leche mortal, como probaba el bol que esta­ba volcado junto a él.

Con su caligrafía vacilante, había escrito algunas palabras en un pedazo de papiro:

 

Descifra el documento codificado y...

 

¿A quién podía dirigirse la orden, salvo a aquel cuya ausen­cia había advertido, forzosamente, el alto funcionario? ¿Y qué hacer en caso de éxito?

Vacilante, el escriba se dirigió a la sala de archivos.

¡Anaqueles devastados, papiros desenrollados y desgarra­dos, tablillas de madera rotas...! Del hermoso y estricto orden que tanto gustaba a los intérpretes sólo quedaba un campo de ruinas. No habían respetado rincón alguno.

Los saqueadores, era evidente, buscaban un documento. ¿Lo habían encontrado o se habían marchado con las manos vacías? ¿Y si se trataba del extraño texto cifrado que el jefe de servicio había confiado a Edward? De entrada, el joven rechazó esta hipótesis. Luego se hizo algunas preguntas. Al actuar así, su patrón no respetaba la vía jerárquica ni el procedimiento habitual. ¿Desconfiaba de las autoridades, temía una interven­ción exterior?

Ésas eran preguntas absurdas, y sin embargo... Examinado el servicio de los intérpretes, no había superviviente alguno. Falso.

Sí había uno: él, puesto que se había despertado tarde y ha­bía escapado del envenenamiento por la leche. Además... su amigo, el griego Demos, tampoco se hallaba entre las víctimas. Desamparado, el joven examinó de nuevo los cadáveres.

Demos no estaba.

¿Cómo interpretar esa afortunada ausencia? Se le ocurrie­ron dos posibles soluciones: o el griego no había podido acudir al trabajo o había escapado. La segunda parecía más creíble. Edward pensaba más bien en un problema de salud, incluso en una velada en exceso bien regada.

Con el espíritu febril aún, se dirigió al cuarto de baño. Allí, aplicando el reglamento interior, los escribas se lavaban con frecuencia las manos.

Bajo las provisiones de jabón vegetal, de agradable olor, Edward había dispuesto un escondrijo, del que sólo su patrón y él cono­cían la existencia.

Con los nervios a flor de piel, apartó la pequeña losa. El documento cifrado, enrollado y atado, estaba intacto.

¿Debía dejarlo allí o debía llevárselo y entregarlo a la poli­cía?

De pronto, unos ruidos de pasos sobresaltaron a Edward. Al­guien acababa de entrar en el edificio.

El escriba cogió el papiro y puso la losa en su lugar. Luego, se fue por un corredor que llevaba a la puerta que daba a un pequeño jardín. Un tejado de palmas procuraba una agradable sombra a los intérpretes que, durante sus períodos de descanso, charlaban mientras bebían cerveza fresca. Allí, Demos había alentado a Edward a resistir, a no escuchar las críticas de los envi­diosos y a trabajar sin escatimar las horas. Un excelente intér­prete se convertía en escriba real y pertenecía, antes o después, a la esfera gubernamental.

Edward pensaba, sobre todo, en servir a Egipto, la tierra amada por los dioses. ¿Acaso la ciencia del lenguaje no era la de Thot, el patrón de los escribas? Profundizando en ella, día tras día, el joven esperaba llegar a la sabiduría que enseñaba Imhotep, el creador de la pirámide escalonada. Escribir era un acto impor­tante. No se trataba de transcribir las propias emociones y las preferencias personales, sino de trazar jeroglíficos, las «pala­bras de los dioses», y encarnarlas diariamente practicando la Regla de Maat, diosa de la rectitud.

Pero de momento, era necesario escapar de los agresores que habían regresado. Decepcionados por su fracaso, segura­mente volvían para registrar los locales, en busca del documen­to que el huido había ocultado en un doblez de su taparrabos.

Edward tomó impulso y se agarró a lo alto de un múrete y, con un movimiento de la pelvis, logró izarse.

Al otro lado estaría a salvo.

Capítulo 2: CAPÍTULO 1 Capítulo 4: CAPÍTULO 3

 


Capítulos

Capitulo 1: PRÓLOGO Capitulo 2: CAPÍTULO 1 Capitulo 3: CAPÍTULO 2 Capitulo 4: CAPÍTULO 3 Capitulo 5: CAPÍTULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: CAPÍTULO 18 Capitulo 20: CAPÍTULO 19 Capitulo 21: CAPÍTULO 20 Capitulo 22: CAPÍTULO 21 Capitulo 23: CAPÍTULO 22 Capitulo 24: CAPÍTULO 23 Capitulo 25: CAPÍTULO 24 Capitulo 26: CAPÍTULO 25 Capitulo 27: CAPÍTULO 26 Capitulo 28: CAPÍTULO 27 Capitulo 29: CAPÍTULO 28 Capitulo 30: CAPÍTULO 29 Capitulo 31: CAPÍTULO 30 Capitulo 32: CAPÍTULO 31 Capitulo 33: CAPÍTULO 32 Capitulo 34: CAPÍTULO 1 Capitulo 35: CAPÍTULO 2 Capitulo 36: CAPÍTULO 3 Capitulo 37: CAPÍTULO 4 Capitulo 38: CAPÍTULO 5 Capitulo 39: CAPÍTULO 6 Capitulo 40: CAPÍTULO 7 Capitulo 41: CAPÍTULO 8 Capitulo 42: CAPÍTULO 9 Capitulo 43: CAPÍTULO 10 Capitulo 44: CAPÍTULO 11 Capitulo 45: CAPÍTULO 12 Capitulo 46: CAPÍTULO 13 Capitulo 47: CAPÍTULO 14 Capitulo 48: CAPÍTULO 15 Capitulo 49: CAPÍTULO 16 Capitulo 50: CAPÍTULO 17 Capitulo 51: CAPÍTULO 18 Capitulo 52: CAPÍTULO 19 Capitulo 53: CAPÍTULO 20 Capitulo 54: CAPÍTULO 21 Capitulo 55: CAPÍTULO 22 Capitulo 56: CAPÍTULO 23 Capitulo 57: CAPÍTULO 24 Capitulo 58: CAPÍTULO 25 Capitulo 59: CAPÍTULO 26 Capitulo 60: Gracias

 


 
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