EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 27: CAPÍTULO 26

 

CAPÍTULO 26

 

 

Ala mañana siguiente, Bella regresó al cercado. Pero un guardia le impidió la entrada. -Nadie puede pasar. Orden del veterinario. -¿Ni siquiera la delegada del sumo sacerdote de Neit? El título de la visitante impresionó al policía. Podía hacer que lo destinaran a un rincón perdido de la provincia. -Bueno... pero no os quedéis demasiado tiempo. Apis estaba cada vez peor. Respiraba con dificultad, las sie­nes le ardían y tenía las raíces de los dientes inflamadas. No había tocado la comida, cuyo olor intrigó a la sacerdotisa. Tomó una parte y la llevó al laboratorio del templo de Ptah, donde encargó a un técnico que la analizara.

Su examen fue definitivo: el alimento estaba envenenado. La muchacha pidió de inmediato audiencia al sumo sacer­dote, que la recibió a última hora de la mañana. -Intentan asesinar a Apis -explicó.

-¡Eso es imposible! Nuestro veterinario es un reputado facul­tativo. Jamás permitiría que se cometiera semejante fechoría.

-Lo sustituye su ayudante, por un incidente sanitario. Y éste se niega a cuidar al toro.

-Lo mandaré llamar de inmediato.

Tras una larga espera, el sumo sacerdote fue informado de

 

que el ayudante había desaparecido, y el titular estaba demasia­do enfermo para intervenir. Así pues, se recurrió a otro faculta­tivo, cuyo diagnóstico fue pesimista.

A su entender, el toro estaba viviendo sus últimas horas.

 

 Edward y Emmett, que se alojaban con la servidumbre, se com­portaban de un modo muy distinto. El escriba salía poco y, a pesar de sus repetidos fracasos, intentaba desentrañar el código del papiro. El cómico, por su parte, paseaba en compañía de Viento del Norte y discutía de buena gana con los curiosos.

Por fin, Bella regresó.

-Apis se está muriendo -les comunicó.

-No me sorprende -dijo Emmett.

-¿Cómo lo habéis sabido? ¡Se trata aún de un secreto de Estado!

-¡Depende para quién! Según un ritualista, hace más de una semana que está preparándose su sepultura en el Serapeum.

-De modo que la muerte de Apis estaba programada -con­cluyó Edward.

-Digámoslo claro: se trata de un asesinato.

-La desaparición del toro sagrado debilita la potencia del rey -recordó Bella-. Durante el período de los funerales y has­ta la consagración de un nuevo Apis, Amasis estará en peligro.

-¿No demuestra eso su inocencia? -se preguntó el escriba.

-Yo sigo siendo escéptico -declaró Emmett-. Mejor no sa­quemos conclusiones apresuradas.

-¿Y si la clave del enigma se encontrara en el Serapeum, la necrópolis de los toros Apis? Tal vez sean ellos los antepasados que poseen el código.

-Por lo general, se prohibe el acceso -precisó Bella.

-¡Los ritualistas deben preparar los funerales! Y Emmett en­contrará el modo de burlar la vigilancia de los guardias.

      -¡Bien, así que voy a convertirme en el salvador de la huma­nidad!

-Comienza por nosotros dos. Luego, ya veremos.

 El toro Apis falleció al alba. El sumo sacerdote de Ptah se recogió ante el cadáver y lo entregó a los embalsamadores, en­cargados de transformarlo en cuerpo osírico. Luego convocó a los ritualistas que participaban en la ceremonia; sólo ellos esta­rían autorizados a entrar en el Serapeum.

-Bella, la Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, nos ayudará -decidió-. El luto oficial, que su majestad desea que sea lo más breve posible, comienza en este instante. El sar­cófago del difunto Apis ya está listo, por lo que procederemos rápidamente a su instalación.

¡Así pues, la joven tenía oficialmente acceso al Serapeum! La prisa del monarca demostraba su inquietud. ¿No aprove­charían los conjurados ese inquietante período para hacerse con el poder?

El cuerpo de Apis fue llevado a la sala de embalsamamiento, situada en la esquina suroeste del recinto del templo de Ptah, y depositado en un lecho de alabastro.

Comenzaron entonces los velatorios fúnebres, acompaña­dos por un ayuno de cuatro días durante los cuales sólo se con­sumía agua, pan y legumbres.

Emmett, previsor, había ocultado dos jarras de buen vino.

-Me gustan los toros -reconoció-, pero prefiero un buen caldo. Nos ayudará a soportar las privaciones.

Edward rechazó la copa.

-¡No te hagas el mojigato!

-Deseo respetar las prescripciones rituales.

-¡No eres sacerdote de Apis!

-La potencia que encarna merece veneración.

-¡Puedes ahorrarte las especulaciones teológicas conmigo! Yo bebo y doy gracias a los dioses por haber creado la viña.

 El rey Amasis vació otra copa.

-¿No deberíais evitar esos excesos? -se inquietó la reina Tanit.

-¡La muerte del toro Apis me hace frágil! Para el pueblo, mi potencia disminuye. Y el ladrón de mi casco se dispone a usur­par el poder.

-¿Avanza la investigación del juez Carlisle?

-¡Ni una pulgada! El escriba asesino ha desaparecido. Cual­quiera diría que está muerto y enterrado. Y tampoco hay rastro alguno del casco. Por lo que se refiere al jefe de los servicios secretos, está empantanado de un modo lamentable pero no busca excusas. Henat acaba de presentarme su dimisión, y yo la he rechazado. Hasta ahora ha demostrado ser un hombre muy capaz, y su experiencia es insustituible. Nos encontramos ante un adversario especialmente hábil, Tanit. Al asesinar al toro Apis, afecta a mi Ka, mi reserva de energía vital.

-¿Cómo podemos combatirlo?

-De dos modos: encontrando en seguida un sucesor para Apis y reduciendo al mínimo el período de duelo. Por eso he enviado emisarios por todo el país y transmitido estrictas con­signas al sumo sacerdote de Ptah.

Tanit se interpuso entre la jarra de vino y su marido.

-¡Conservad vuestra lucidez, os lo ruego! La necesitaréis para vencer en este combate.

 

La procesión, formada por sacerdotes y sacerdotisas, dele­gados del faraón y militares, fue a buscar la momia del toro Apis para conducirla a la tienda de purificación, levantada a orillas del lago del rey. El sumo sacerdote de Ptah derramó sobre el cuerpo osírico agua fresca procedente del cielo, y pro­nunció fórmulas de resurrección. Luego, el muerto transfigura­do atravesó en barca el lago, símbolo del océano primordial, donde nacían y renacían todas las formas de vida.

El camino que llevaba al Serapeum presentaba serias difi­cultades. Recientemente había sido enarenado a causa de los fuertes vientos, y terminaba en una rampa rocosa que exigió considerables esfuerzos por parte de los soldados encargados de tirar de una narria que soportaba la pesada momia.

Provisto de un cofrecillo que contenía amuletos, Edward seguía a Bella, a la cabeza del cortejo. Emmett y Viento del Norte, car­gado con calabazas, se mantenían más atrás; plañideras profe­sionales declamaban una letanía en honor del difunto.

El viaje fúnebre duró unas diez horas. Hasta que, finalmen­te, apareció la avenida de esfinges que llevaba al interior del Serapeum. La procesión se detuvo.

-He aquí el Hermoso Occidente abierto al Apis justo de voz -declaró el sumo sacerdote de Ptah-. El rey le ofrece un sarcó­fago de granito rosa y negro, su barca de resurrección inaltera­ble e indestructible. Nunca antes un faraón había llevado a cabo semejante obra.

 

 Bella abrió el cofrecillo que le presentaba Edward, sacó los amu­letos y los dispuso sobre la momia.

Los principales ritualistas y sus ayudantes, cargados de ofren­das funerarias, cruzaron la puerta de la necrópolis de los toros.

 Dos galerías conducían a las cámaras de resurrección de los Apis. La primera de ellas, que databa del Imperio Nuevo, tenía sesenta y ocho metros de largo; la segunda, excavada en el rei­nado de Psamético I (640-610 a.C.), se aproximaba a los doscientos metros y cortaba la anterior en ángulo recto.  

Los ritualistas que habían participado en los funerales se beneficiaban de un notable pri­vilegio: podían depositar allí estelas con su nombre y verse así asociados a la eternidad de Apis.

La sepultura del difunto impresionó a Bella: medía unos ocho metros de altura y el sarcófago era colosal, de unas sesen­ta toneladas.

El sumo sacerdote de Ptah procedió entonces a la apertura de la boca de Apis, dotada de nuevo de la palabra creadora. Lue­go ordenó a los soldados que depositaran la momia en el inte­rior del sarcófago y pusieran en su lugar la cubierta de piedra.

Por fortuna, no se produjo ninguna falsa maniobra.

Mientras se emparedaba la cámara de eternidad, Edward explo­ró el lugar. Descifraba a toda prisa las estelas votivas, esperan­do descubrir un mensaje de los antepasados. Decepcionado, sin embargo, salió de la gran galería y quiso aproximarse a las sepulturas sumidas en la oscuridad.

Un soldado le cerró el paso.

-¡Alto! ¿Adonde vas?

-Me han pedido que depositara una ofrenda.

-Está prohibido el paso.

-Mi ofrenda...

-Te equivocas de lugar. Atrás.

 El escriba obedeció.

Al terminar la ceremonia, diversas estelas con el nombre de los dignatarios fueron depositadas ante la puerta emparedada, y los ritualistas abandonaron la necrópolis en silencio.

 -Un soldado me ha impedido llegar hasta el fondo de una galería -murmuró Edward al oído de Bella-. Acabo de verlo salir. Ahora ya no hay nadie en el Serapeum. Debo proseguir con mis investigaciones.

-¡Es demasiado peligroso! Los guardias os detendrán.

-Emmett los distraerá. Si no actúo de inmediato, no descu­briremos la verdad. Mañana, el paraje será inaccesible.

-Yo debo regresar a Menfis junto al sumo sacerdote. Sed prudentes, os lo ruego.

-Deseo demasiado volver a veros, Bella.

Un dignatario llamó entonces a la muchacha, y Edward se alejó.

Emmett mordisqueaba una torta mientras Viento del Norte dormitaba.

-No quiero saber lo que estás pensando -se inquietó el có­mico.

-Tú alejarás a los guardias, yo entraré de nuevo en el Sera­peum, exploraré el lugar y huiremos.

-¡Genial! Supongo que es inútil discutir contigo.

-Prepárate.

 En plena noche, cinco de los diez guardias dormían a pier­na suelta, otros tres dormitaban, y los dos restantes hablaban de sus desavenencias conyugales. Como a menudo estaban destinados a alguna misión lejos de sus hogares, comenzaban a dudar ya de la fidelidad de sus esposas.

Unas nubes ocultaron la débil luz de la luna en cuarto cre­ciente, y Edward se arrastró entonces hacia la entrada de los subte­rráneos. Al día siguiente quedaría obstruida hasta la inhuma­ción del sucesor del Apis difunto.

El escriba se deslizó hasta el interior, luego se incorporó y corrió hacia la zona prohibida. Disponía de poco tiempo antes de que Emmett interviniera, por lo que Edward utilizó una de las lámparas que seguían encendidas para examinar las estelas.

No obstante, eran simples textos de veneración dirigidos al toro Apis, allí no había ni el menor elemento extraño que pro­cediera de un lenguaje cifrado.

Al fondo de la galería vio una pequeña tumba abierta. En su interior, un sarcófago de madera desprovisto de tapa.

Extrañado, Edward se atrevió a mirar el contenido.

Se quedó atónito durante largo rato, hasta que unos lejanos gritos le recordaron que debía darse prisa. Se apoderó del teso­ro y salió del Serapeum.

La hoguera encendida por Emmett había atraído a los guar­dias. No tardarían en descubrir un simple montón de ramas y hierbas secas, sin peligro para la seguridad de la necrópolis.

-Sigamos a Viento del Norte -indicó el actor-. Él conoce el camino. Pero...

Edward enarboló entonces el valioso objeto.

-¡He encontrado el casco del faraón Amasis!

 

Aro, canciller real, gobernador de Sais y responsable de la marina de guerra, estaba muy enojado. La fatiga no ha­cía mella en él y su poderosa anatomía se volvía amenazadora.

-No sois hombres que rehuyan sus responsabilidades -le dijo al juez Carlisle y a Henat, el jefe de los servicios secretos-. Y esperaba otro balance.

-No hay ninguna pista referente al casco del rey -recono­ció Henat-. El ladrón lo ha escondido muy bien y no comete errores. Afortunadamente, mis agentes no mencionan inten­to de sedición alguna. En los cuarteles de mercenarios reina la calma y no se profieren discursos contra el faraón Amasis. Dado mi lamentable fracaso, he presentado mi dimisión a su majestad.

-Y él ha hecho bien rechazándola -replicó Aro-. Nadie es tan competente como tú, y no se abandona el barco en plena tormenta. Tus dificultades prueban la magnitud de la conspira­ción, pero la situación no es desesperada. El enemigo teme un fracaso, por lo que no se atreve a lanzar la gran ofensiva que prepara desde las sombras. Además, ignoramos la identidad de los cabecillas, salvo probablemente la de su jefe: el escriba Edward.

El juez parecía abatido.

-Este asunto me supera. Ni la policía ni los informadores consiguen encontrar al fugitivo. Yo también he presentado mi dimisión.

 -Y el rey también ha tenido razón al manteneros en vuestro cargo -declaró el canciller-. Ese tal Edward no es un criminal ordi­nario y debemos unir nuestros esfuerzos para preservar al fa­raón y el Estado. Olvidemos cualquier querella anterior y lu­chemos juntos.

Henat y Gem asintieron al unísono.

-¿Por qué no podemos encontrar al escriba Edward? -dijo en­tonces el canciller-. ¿Muerte natural? ¡Eso sería demasiado fácil! ¿Asesinado por sus propios cómplices, que querían li­brarse de un personaje ya molesto? Es posible. En ese caso, to­dos nuestros problemas estarían solucionados. Ya nadie inten­taría proclamarse rey, y el casco permanecería oculto para siempre. Presas del pánico, tal vez incluso lo hayan destruido los sediciosos.

-No lo creo -repuso Henat-. La magnitud de los crímenes cometidos demuestra que Edward es el jefe de la organización: un tirano implacable y artero, capaz de librarse de los contestata­rios. ¡Sin duda le gustaría ver que bajamos la guardia! A fuerza de buscarlo en vano, llegamos a la conclusión de que ha desa­parecido y la investigación se interrumpe. Entonces, Edward sale tranquilamente de su madriguera y tiene las manos libres para actuar. Propongo que no levantemos ninguno de los dispositi­vos de seguridad y sigamos acosándolo.

El canciller y el juez estuvieron de acuerdo.

-No obstante, hay un detalle que me desconcierta -recono­ció Carlisle-. Dado el número de retratos distribuidos entre las fuerzas del orden y los informadores, es imposible que Edward haya pasado a través de las mallas de la red. O se ha refugiado en el sur, en Nubia incluso, y por tanto no podrá contar con tropas de élite, o... ¡ha cambiado de apariencia física! Se ha cortado el pelo, se ha afeitado la cabeza, se ha puesto una peluca, bigote, un taparrabos de obrero, una túnica de mercader, vestidos mul­ticolores de libios o sirios, una túnica griega... ¡Se me ocurren múltiples disfraces!

-Inquietante hipótesis -admitió Henat-. Lamentablemen­te, es muy posible. Dicho de otro modo, nuestros retratos son inútiles y ese asesino seguirá siendo inaprensible.

-Aquí, y no en el sur, un usurpador podría intentar tomar el poder -aseguró el canciller-. Sin embargo, coloquemos bajo estrecha vigilancia la guarnición de Elefantina. Ciertamente, su rebelión estaría condenada al fracaso y no amenazaría el trono, pero debemos ser prudentes.

-Reforzaré el dispositivo ya emplazado -prometió Henat.

-Temo que el juez Carlisle haya descubierto la verdadera ex­plicación -prosiguió Aro-. Si hay algo que está claro es que el asesino cuenta con la ayuda de cómplices muy eficaces. Solo, y a pesar de su siniestro talento, no conseguiría escapar de nosotros.

-Lamento pronunciar el nombre del sumo sacerdote Charlie -dijo con voz neutra el jefe de los servicios secretos-. Pien­so en la ingenuidad de un hombre generoso y crédulo. Conven­cido de la inocencia de ese escriba, un temible encantador de serpientes, lo habría ayudado de buena fe.

-El registro a fondo del dominio de Neit no produjo resul­tados -recordó el juez-. ¿Habrá que repetirlo?

-Es inútil -estimó Henat-. El sumo sacerdote, bajo arresto domiciliario y privado de la audiencia real, no cometería la lo­cura de ocultar a ese criminal. Además, tenemos a un hombre en la plaza: Jacob.

-Charlie es tozudo -afirmó el canciller-. Si sigue confian­do en Edward, no lo abandonará.

-¡El sumo sacerdote se arriesga a ir a prisión! -indicó el juez.

-De ahora en adelante ya no intervendrá personalmente, sino que dejará que actúen uno o varios de sus amigos. Debe­mos identificarlos.

-Charlie no es ni mundano ni sociable -analizó el magis­trado-; no tiene muchos amigos. Es cierto que...

Carlisle vaciló, pensativo. En ese estadio de la investigación, no debía olvidar nada.

-Su único confidente es Pefy, el ministro de Finanzas.

-Ni hablar -lo interrumpió el canciller-. Ese fiel servidor del Estado nunca traicionaría a Amasis.

-Pefy muestra gran afecto por la ciudad santa de Abydos -intervino Henat- e intenta, en vano, obtener fondos para los trabajos de restauración. Esa insistencia irrita a su majestad y provoca, ciertamente, el rencor del ministro de Finanzas.

-No hasta el punto de convertirlo en conspirador -protestó Aro.

-¿Dónde está actualmente? -quiso saber el juez.

-En Abydos -respondió Henat-. Allí celebra los misterios de Osiris.

-Lo interrogaré a su regreso -decidió Carlisle-, y espero no llevarme una desagradable sorpresa.

-Sé lo que me digo ministro -declaró el canciller-. El mi­nistro Pefy no tiene ambiciones personales y aplica escrupulo­samente la política de su majestad. La prosperidad de Egipto prueba la calidad de su trabajo.

-El brazo derecho del sumo sacerdote es una mujer joven -añadió el jefe de los servicios secretos-. Convertida en Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, Bella se lo debe todo. Es inteligente y decidida, y está destinada a sucederlo. No ignora los pensamientos de Charlie y no podría desaprobarlos.

-¿Llegaría hasta el punto de convertirse en su cómplice? -se preocupó el juez.

-No lo descarto.

-Alguien apegado a su carrera no comete ese tipo de erro­res -objetó el canciller-. ¿Por qué iba a defender una futura suma sacerdotisa a un criminal al que nada la liga? Yo creo que más bien aconseja a Charlie recomendándole que obedezca al rey y se atenga a sus funciones religiosas.

-Si Bella va por mal camino, nuestro amigo Jacob me infor­mará de ello -indicó Henat-. Tras su deplorable paso en falso, intenta hacerse perdonar.

-Interrogaré también a esa sacerdotisa -decretó Carlisle.

-Ha salido de Sais para participar en los funerales de Apis -dijo Henat-; regresará muy pronto.

-¿Habéis identificado ya a un nuevo toro sagrado? -pre­guntó el juez al canciller.

-Todavía no. Todos los grandes templos de Egipto han sido avisados y los ritualistas recorren la campiña para descubrirlo cuanto antes.

-¡Que los dioses nos sean favorables! Esa desaparición de­bilita al rey, y el pueblo comienza a murmurar. Sin la protec­ción de la energía vital del toro Apis, quién sabe si podrá vencer la adversidad y las fuerzas de las tinieblas.

El rostro del jefe de los servicios secretos se ensombreció.

-¡Favorables circunstancias para el ladrón del casco!

-¿Y si aprovechara los funerales para proclamarse rey? -se alarmó el canciller.

-Los mercenarios de Menfis están acuartelados hasta la lle­gada del nuevo Apis, y soldados de élite vigilan la ceremonia. En principio, la situación está controlada.

Capítulo 26: CAPÍTULO 25 Capítulo 28: CAPÍTULO 27

 


Capítulos

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