EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
Visitas: 55007
Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

Mis otras historias:

El heredero

 El escritor de sueños

BDSM

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El Affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 57: CAPÍTULO 24

               CAPÍTULO 24

Edward y Bella dormían abrazados mientras Viento del Norte montaba guardia en el exterior del local. Emmett por su parte, le daba vueltas a la cabeza. Habían regresado a su refugio por separado, consiguiendo evitar las patrullas. «Un simple respiro», pensaba el actor. Muy pronto caerían en manos del juez Carlisle. Y su cómplice, el gran intendente, no avisaría a la Divina Adoradora.

En resumen, un fracaso total, la prisión y la muerte. Los tebanos no moverían ni un dedo, y aquel tozudo magistrado por fin obtendría su triunfo.

De pronto Emmett oyó que alguien arañaba la puerta.

Armado con su cuchillo de carnicero, el actor se aproximó.

Y se oyó un nuevo roce.

¿Por qué no protestaba Viento del Norte? O el asno había sido neutralizado, o el visitante no era un enemigo.

Emmett entreabrió la puerta y, a la luz de la luna, descubrió el rostro ansioso del especialista del Libro de salir a la luz.

— ¿Vienes solo?

— ¡Por supuesto! Me ha costado mucho encontraros. Dejadme pasar.

Emmett, que no se fiaba ni un pelo, registró al técnico y se asomó al umbral. Los alrededores parecían desiertos, y Viento del Norte dormitaba.

Bella y Edward se despertaron.

— ¿Has visto al gran intendente? —preguntó el escriba.

—Le he mostrado el texto codificado. Es incapaz de descifrarlo, pero en cuanto le sea posible se lo llevará a la Divina Adoradora.

— ¿Acaso no habla con ella a diario? —se extrañó Bella.

El especialista vaciló.

—Para demostraros la sinceridad y la confianza del gran intendente, os revelaré un secreto de Estado. Oficialmente, la Divina Adoradora está al borde de la muerte y ya no recibe a nadie. Pero Chechonq la ve en secreto.

—O sea, que el juez Carlisle cree que es incapaz de ayudarnos —exclamó Edward.

—Sobre todo no os mováis de aquí y aguardad las instrucciones de su majestad.

 

 Transcurrió, muy lentamente, una interminable jornada. Para no intrigar a los comerciantes vecinos, Emmett y Viento del Norte fingieron efectuar algunas entregas y luego regresaron con comida y bebida.

Y cayó la noche.

Emmett comenzó, de nuevo, a darle vueltas a la cabeza. Unas veces creía en la honestidad del erudito, pero otras se sumía en negras ideas.

Bella y Edward no perdían el tiempo y vivían cada instante de su amor como si se tratara del último.

De pronto Viento del Norte arañó la puerta, y su aliado entró en el local, presa de una visible excitación.

—El gran intendente ha mostrado el texto cifrado a la Divina Adoradora —anunció con voz temblorosa—. Son necesarias dos claves y ella sólo posee una, la de los antepasados.

— ¿Dónde está la segunda? —preguntó Edward.

—En la necrópolis de Occidente, en forma de cuatro vasos dedicados al hijo de Horus.

— ¿Su majestad conoce el emplazamiento exacto?

—Desgraciadamente, no. Sólo un hombre podría informaros: el momificador principal.

— ¡Ponte en contacto con él inmediatamente!

—Lo siento, pero estamos peleados.

— ¿Y cuál fue la causa de la discordia?

—Ese siniestro personaje sólo piensa en su propio beneficio. Hace ya mucho tiempo que el gran intendente debería haberlo sustituido, pero el trabajo está bien hecho y nadie se queja. La Divina Adoradora, que oficialmente está en cama, no puede convocarlo a Karnak. Y él no responderá al gran intendente pues, probablemente, ha robado esos vasos de inestimable valor, modelados para el predecesor de Chechonq, ex miembro del servicio de los intérpretes y gran aficionado al lenguaje cifrado. «Mi obra maestra —le había revelado a nuestra soberana— la inscribí en esos vasos.»

«El asunto toma por fin buen aspecto», pensó Edward.

El técnico pareció abatido.

—Lamentablemente, os encontráis en un callejón sin salida. El momificador no hablará. La investigación referente a la desaparición de aquel tesoro no tuvo éxito, y el ladrón mantendrá su secreto.

—A mí no me conoce —dijo Edward—. Procúrame vestiduras lujosas y un lingote de plata.

— ¿Pensáis... comprarlo?

— ¿Propones tú otra solución?

—Os advierto de que ese bandido es artero y desconfiado. En vuestro lugar, yo renunciaría.

—En mi lugar, estarías muerto hace ya mucho tiempo. Estropear la oportunidad que los dioses me ofrecen me llevaría a la destrucción.

Bella no puso objeción alguna.

—Y yo voy a servirte de portador de sandalias —advirtió Emmett, aterrado.

— ¿Cómo lo has adivinado?

— ¡Ni siquiera conseguiremos cruzar el Nilo!

El especialista intervino entonces:

—Los soldados no controlan todas las barcazas. El gran intendente tiene tres y una de ellas está reservada para sus visitantes extranjeros. Un dignatario libanes, acompañado por su servidor y su asno, no debería ser molestado.

Con los brazos en jarras, Emmett no ocultó su asombro.

— ¡Ahora tienes ideas! ¿Eso es todo?

—Ejem..., no. El batelero será informado y discutirá con el oficial de guardia, en el embarcadero. Le explicará que apenas si habláis egipcio y que queréis visitar las zonas accesibles de los templos de millones de años. Un guía, avisado también, os acompañará. En realidad, os llevará hasta el momificador principal. Luego os tocará a vos.

— ¡Gracias por el consejo!

—Probablemente no volvamos a vernos. Que los dioses sigan protegiéndoos.

— ¿Y las vestiduras y el lingote? —quiso saber Emmett.

—El gran intendente lo cogerá mañana del tesoro de Karnak. Estad en el mercado del puerto cuando el sol alcance la mitad del cielo. Un gran nubio, vendedor de escobas, os los entregará. Me alegro de haberos conocido y, a título personal, os deseo buena suerte.

Tras la partida del técnico, la furia de Emmett se desató.

— ¡Soberbia, una trampa soberbia! ¡Hermosas palabras, hermosas instrucciones, hermoso plan y hermoso trío de ingenuos que creen en lo imposible!

—Gracias a ti, nos hemos acostumbrado a ello —observó Edward—. Si el amigo del gran intendente trabajara para el juez, ya estaríamos detenidos.

— ¡En flagrante delito de robo de un lingote, ante los ojos de la población de Tebas, la cosa será mucho mejor! Os lo suplico, abramos los ojos y salgamos de esta ciudad.

—Acabamos de obtener informaciones decisivas —juzgó Bella—. ¿Quieres renunciar a explotarlas?

— ¡Probablemente se trate de puras invenciones!

—Yo no lo creo.

Emmett se sentó, derrotado.

—Os digo que es una trampa.

              

El momificador principal de la necrópolis tebana era, a la vez, envidiado y detestado. Envidiado porque numerosos sobornos completaban su salario; detestado porque llevaba a cabo una sucia tarea al extraer las vísceras de los cadáveres, operación indispensable antes de transformar aquellos despojos en cuerpo osírico y soporte de resurrección.

Además, explotaba a las mil maravillas la situación, especialmente favorable dada la escasez de tumbas. La administración lo autorizaba a vender sepulturas enteras o parte de éstas a particulares que buscaban una última morada. Cada transacción le resultaba muy rentable y cobraba pagos bajo mano cada vez que efectuaba momificaciones de primera clase, exigiendo numerosos productos y un variado instrumental. Así pues, dejaba en manos de sus ayudantes a los pobres y a los pequeños burgueses. Sumariamente embalsamados, la arena del desierto los desecaría. Él sabía manipular los escalpelos, el hierro curvo que servía para extraer el cerebro, los productos disolventes, los conservadores y los perfumes. Esas sustancias costosas, raras a veces, eran objeto de un floreciente comercio.

La muerte enriquecía al momificador principal, seguro de que nunca le faltarían clientes deseosos de tener una momia perfecta y una confortable morada de eternidad. Había llegado el momento de aumentar sus tarifas.

—Preguntan por vos —lo avisó su ayudante.

—¿Un funcionario de la orilla este?

—No, un extranjero ricamente vestido.

—Un futuro comprador... Deja que espere un momento. ¡Éste pagará un buen precio!

 

 Con gran sorpresa por parte de Emmett, el plan previsto se había desarrollado sin ninguna dificultad. El vendedor de escobas, las vestiduras, el lingote de plata, el encargado de la barcaza, el guía... Ni una sola nota discordante. En el embarcadero, el control había sido una mera formalidad.

Edward y él se encontraban en un lugar siniestro, una especie de aldea formada por los talleres de momificación. Allí, extraños hedores agredían las narices, y los empleados, con la espalda encorvada, se movían en silencio de un lado a otro. Incluso el propio Viento del Norte parecía incómodo.

— ¡La trampa viene ahora! —Estimó Emmett—. Nos transformarán en momias. ¿Has visto la jeta de esos tipos? Me hielan la sangre.

—Estamos llegando al final —afirmó Edward, imperturbable.

— ¡Un extraño final, entre tantos embalsamadores!

Un cuarentón con la frente baja acudió a su encuentro.

—El patrón os aguarda.

Los muros de su antro estaban cubiertos de hollín, y sobre unas mesitas bajas se veían inquietantes herramientas de aguzado filo.

El momificador examinó al escriba de los pies a la cabeza.

—Despide a tu criado.

A Emmett no le disgustó regresar al aire puro.

— ¿De dónde procedes? —preguntó a su visitante el dueño del lugar.

—Soy rico, muy rico, y pagaré un buen precio por lo que deseo.

— ¡Loables intenciones! ¿Y qué deseas? Una momificación de primera clase y una antigua tumba cargada de magia, supongo.

—Te equivocas, quiero un tesoro.

El momificador quedó intrigado.

—Entonces eres tú el que se equivoca de interlocutor.

—Tranquilízate, mis informaciones son exactas. Quiero los cuatro vasos canopes pertenecientes al predecesor del gran intendente Chechonq.

— ¡Ah, ésa es una vieja historia! Se perdieron.

—Pero tú sabes dónde están.

— ¡No soy un ladrón!

— ¿Acaso te he acusado? Es una simple transacción comercial. Tú vendes, yo compro.

—No poseo ese tesoro.

— ¿Te negarías a cambiarlo por dos lingotes de plata?

Un largo silencio sucedió a la pregunta. Al momificador le costaba dominar su emoción e intentaba imaginar la magnitudde su nueva fortuna.

—Se trata de una vieja historia... Pero yo podría recuperar la memoria.

—Tómate el tiempo que quieras —le recomendó Edward.

—Dos lingotes de plata... ¡Te estás burlando de mí! Muéstramelos.

—Te daré el primero.

Los ojos del momificador se desorbitaron al acariciar aquella maravilla.

—El segundo lo recibirás cuando me hayas entregado loscuatro vasos —le advirtió Edward.

— ¿Y si me conformara con éste?

—No lo disfrutarías por mucho tiempo. Mis amigos detestan a los bribones.

— ¡Por supuesto, estaba bromeando! Vayamos a buscar lo tuyo.

El momificador guió al escriba hasta la necrópolis cercana al templo de Deir el-Bahari. Allí se habían excavado inmensas tumbas que incluían superestructuras de ladrillo crudo y vastos patios al aire libre que daban acceso a numerosas cámaras subterráneas. Las paredes estaban cubiertas de escenas inspiradas en las mastabas(nombre que se da a las tumbas del Imperio Antiguo) del tiempo de las pirámides, prolongando así la tradición de la edad de oro.

—Ésta es la morada de eternidad del predecesor de Chechonq —señaló el momificador—. Su sarcófago descansa al fondo de un pozo muy profundo. Después de la inhumación, fue llenado de arena que hacía inaccesibles las riquezas del difunto. Pero existe otro pozo unido a la sepultura por un corredor abovedado. Creo recordar que los cuatro vasos se ocultaron allí.

—Pasa tú primero.

El momificador quitó algunos ladrillos y, de un escondrijo, sacó una cuerda con un nudo. La fijó sólidamente a una viga e inició el descenso.

Edward lo siguió, vacilante. No debía bajar la guardia ni un solo momento, pues su guía, forzosamente, tenía en la cabeza una única idea: librarse de él. No creía que existiera un segundo lingote, y se conformaría con una fortuna tan fácilmente adquirida.

El escriba llegó al fondo del pozo secundario. De allí partía un estrecho corredor.

—Has llegado justo a tiempo —reveló el momificador—. La semana que viene pensaba llenarlo de arena.

— ¿Y habrías perdido los vasos?

— ¿Por quién me tomas? Les había buscado otro escondrijo.

—Sácalos.

El técnico hizo girar una de las piedras del pasadizo.

—Ven a ver.

Los cuatro canopes descansaban en una hornacina. De alabastro, y de rara elegancia, los vasos eran auténticas obras maestras.

Cuando Edward se disponía a sacar el primero, el momificador salió corriendo. Trepó por la cuerda con extraordinaria rapidez y, cuando llegó a la boca del pozo, tiró de ella hacia arriba.

— ¡Tendrás una hermosa sepultura! —Gritó dirigiéndose al escriba—. Bajo toda la arena que te cubrirá, nadie vendrá a buscarte.

Pero el malhechor no saboreó por mucho tiempo su éxito. De pronto sintió un violento golpe en la nuca, la visión se le nubló y se desvaneció.

El garrotazo de Emmett había sido fuerte y preciso. Apartando con el pie el cuerpo inerte, devolvió la cuerda a su lugar.

— ¿Sigues ahí abajo, Edward?

— ¡Tengo los cuatro vasos!

— ¡Sube despacio, no los rompas!

La operación se efectuó sin dificultad alguna.

—Viento del Norte y yo hemos tenido que neutralizar a los dos ayudantes de esta basura —explicó Emmett—. Les ha faltado rapidez. Tanto ellos como su patrón padecerán una buena jaqueca.

El actor recuperó el lingote de plata.

—Lo devolveremos al templo —decidió Edward.

Emmett temía aquel rigor moral. Pero, desgraciadamente, no tenían tiempo para discutir.

El escriba depositó con delicadeza los vasos en las albardas de Viento del Norte, y a continuación el trío se dirigió al embarcadero.

              

Gracias a la eficacia de los hombres del gran intendente, el regreso a Tebas se había efectuado de manera segura. A un extremo del muelle y al abrigo de las miradas, Edward había cambiado su lujosa túnica por un taparrabos de campesino. Tomando cada cual un camino distinto, el escriba y el actor, junto con Viento del Norte, regresaron a su refugio, donde los aguardaba Bella. Por la mirada del escriba, la muchacha lo comprendió.

— ¡Lo has logrado!

Ambos amantes se abrazaron con ardor, Emmett sacó rápidamente los vasos de las albardas y rogó a Viento del Norte que montara guardia en el exterior.

—Cuando hayáis terminado con vuestras efusiones —dijo el cómico—, nos pondremos manos a la obra.

El primer vaso, que reproducía una cabeza de hombre, contenía el hígado del difunto. Llamado Imset, abría para el alma el camino del cielo del sur. El segundo, una cabeza de babuino, Hapy, albergaba el bazo y el estómago, y garantizaba un feliz paso a Occidente. El tercero, Duamutef, una cabeza de chacal, contenía los pulmones y la tráquea, y correspondía a la luz del norte. Finalmente, Kebehsenuf, una cabeza de halcón, protegía los intestinos, los vasos y los conductos extraídos al cadáver por el embalsamador. Su poder permitía vivir el oriente.

Juntos, los cuatro hijos de Horus participaban en el proceso de transmutación de los despojos mortales del individuo en cuerpo osírico inmortal. Asociados, recomponían el interior del ser de Osiris y lo devolvían a la vida durante la celebración de los ritos.

Quedaba por descubrir el código que aquellos cuatro vasos albergaban.

Edward leyó los textos, perfectamente claros. Aquellos genios benefactores rechazaban los agresores visibles e invisibles, velaban permanentemente por el «justo de voz», lo conducían a un nuevo despertar y preservaban su vida más allá de la prueba de la muerte.

Pero no había ni rastro de escritura cifrada.

No obstante, a la decepción inicial le sucedió la voluntad de desvelar el misterio.

—El destinatario de estos objetos dominaba los jeroglíficos —recordó Edward—. Intentemos invertir el sentido de la lectura.

Fracaso absoluto.

Sucesivamente, Edward y Bella intentaron, en balde, aplicar algunas plantillas de descifrado.

Ni el menor resultado.

—Nos equivocamos de método —consideró la muchacha—. ¿Y si el secreto se encontrara en los propios signos?

Emmett y Edward acercaron las antorchas a los vasos. La luz puso de manifiesto los jeroglíficos.

— ¡Miradlo bien! La I, inicial de Imset, la H, de Hapy, están grabadas mucho más profundamente que las demás letras.

—IH..., ¿hará referencia al sistro de las divinidades? —se preguntó el escriba.

—Los nombres de los dos últimos hijos de Horus no comportan esa anomalía —observó la sacerdotisa—. Pero su significado me parece rico en enseñanzas. Duamutef es «El que venera a su Madre», es decir, Isis-Hator, que encarna la Divina Adoradora, uno de cuyos principales actos rituales consiste en manejar los sistros para rechazar el mal.

— ¿Y Kebehsenuf? —preguntó Emmett, impresionado.

—Es «El que refresca a su hermano», Osiris resucitado por el agua celestial.

—No hemos avanzado mucho —deploró el actor.

— ¡Al contrario! Procurando estos elementos a la Divina Adoradora, sin duda podrá proporcionarnos la última clave, es decir, su propio sistro, o sea, el agua de regeneración del lago sagrado. Sólo nos queda superar una etapa antes de conocer la verdad.

—Una etapa que, desgraciadamente, es insuperable —estimó Emmett—. El juez Carlisle ha transformado Karnak en un campamento fortificado. Evidentemente, quiere aislar a la Divina Adoradora, aunque esté agonizando, y no permitir que nos ayude.

—Tengo una idea —afirmó Edward.

El actor se mordió los labios. ¡De nuevo podían esperar lo peor!

Y Emmett no quedó decepcionado. El plan del escriba era fruto de la peor demencia.

—Sólo hay una dificultad —concluyó—: transmitirlo a Chechonq.

— ¡Insuperable!

—Tú tienes la solución —afirmó Bella.

— ¡No cruzaré el cordón policial! —objetó Emmett.

—Tú, no. Pero tu amiga Aurora podría lograrlo.

Volver a ver a una mujer hermosa no disgustaba al cómico. Evocarían agradables recuerdos y saborearían el momento presente; en cuanto al resto, la apicultora decidiría.

 

 El juez Carlisle estaba deprimido, pues debía verificar una decena de rumores y denuncias. En Tebas, eran centenares los que habían visto al escriba Edward y a sus cómplices, cuyo número variaba considerablemente según los testimonios. ¡Y todas esas investigaciones no daban ningún resultado!

Se burlaban de él. Por instigación del gran intendente, la ciudad entera se coaligaba contra el representante del Estado y le impedía llevar a cabo su misión. ¿Y si la emprendía directamente con Chechonq? Sería inútil. Los tebanos veneraban a la Divina Adoradora y admiraban a su primer ministro.

¿Era Emmett un espía al servicio de Henat, encargado de infiltrarse en la organización de Edward? ¡Vana esperanza! Ya habría vendido al escriba y cobrado una fuerte recompensa.

El juez, en territorio hostil e impotente a pesar del despliegue de policías y soldados, a veces sentía una especie de vértigo. No dudaba de la culpabilidad de Edward, pero se preguntaba si el escriba no habría sido manipulado. Los documentos cifrados que el magistrado poseía permanecían mudos, y faltaban algunas explicaciones.

¿Acaso el poder lo había manipulado también a él? ¡Imposible! El calor, la fatiga y los fracasos eran el origen de aquellas divagaciones, indignas del jefe de la magistratura.

      Carlisle volvió al trabajo y consultó la lista de los visitantes del gran intendente. Lamentablemente estaban todos identificados. Sin embargo, los conspiradores tenían que ponerse en contacto con él. De modo que el juez confió en su principal virtud: la paciencia.

 

 Emmett era un inútil y un mentiroso, pero también un maravilloso amante. Y Aurora no lamentaba haber cedido una vez más. Había pasado una noche apasionada y divertida a la vez, y habría deseado poder retener a aquel imprevisible cómico.

Tras aquellos momentos de placer, ¿cómo negarle el favor que le pedía, tanto más cuanto apreciaba a la muchacha que la había ayudado a transportar los botes de miel?

Al ocaso, la apicultora se presentó frente a los policías que custodiaban la villa de Chechonq.

—Traigo un pedido para el gran intendente —afirmó.

—Espera, avisaremos a su mayordomo.

Éste, importunado mientras preparaba un banquete, no ocultó su irritación.

— ¿De qué se trata?

—Quiero ver al gran intendente.

— ¿Por qué motivo?

—Yo misma se lo diré. Si te importa tu cargo, no me despidas.

Desconcertado, el mayordomo prefirió no correr riesgos y se aventuró a molestar a su patrón, que rápidamente reconoció a la apicultora.

—No te he encargado nada —se extrañó Chechonq.

—Recordad que necesitabais un bote de mi mejor miel —dijo Aurora con gravedad—. ¿Acaso no posee extraordinarias virtudes?

—Ahora lo recuerdo, en efecto.

Chechonq no había tardado en comprender. Sin dejar a nadie el cuidado de abrir el bote, encontró en él una tablilla de madera cubierta de jeroglíficos trazados por la mano de Edward.

La proposición del escriba era pasmosa.

El gran intendente la sometería, sin embargo, a la Divina Adoradora, que sin duda la juzgaría inaceptable.

Capítulo 56: CAPÍTULO 23 Capítulo 58: CAPÍTULO 25

 


Capítulos

Capitulo 1: PRÓLOGO Capitulo 2: CAPÍTULO 1 Capitulo 3: CAPÍTULO 2 Capitulo 4: CAPÍTULO 3 Capitulo 5: CAPÍTULO 4 Capitulo 6: CAPÍTULO 5 Capitulo 7: CAPÍTULO 6 Capitulo 8: CAPÍTULO 7 Capitulo 9: CAPÍTULO 8 Capitulo 10: CAPÍTULO 9 Capitulo 11: CAPÍTULO 10 Capitulo 12: CAPÍTULO 11 Capitulo 13: CAPÍTULO 12 Capitulo 14: CAPÍTULO 13 Capitulo 15: CAPÍTULO 14 Capitulo 16: CAPÍTULO 15 Capitulo 17: CAPÍTULO 16 Capitulo 18: CAPÍTULO 17 Capitulo 19: CAPÍTULO 18 Capitulo 20: CAPÍTULO 19 Capitulo 21: CAPÍTULO 20 Capitulo 22: CAPÍTULO 21 Capitulo 23: CAPÍTULO 22 Capitulo 24: CAPÍTULO 23 Capitulo 25: CAPÍTULO 24 Capitulo 26: CAPÍTULO 25 Capitulo 27: CAPÍTULO 26 Capitulo 28: CAPÍTULO 27 Capitulo 29: CAPÍTULO 28 Capitulo 30: CAPÍTULO 29 Capitulo 31: CAPÍTULO 30 Capitulo 32: CAPÍTULO 31 Capitulo 33: CAPÍTULO 32 Capitulo 34: CAPÍTULO 1 Capitulo 35: CAPÍTULO 2 Capitulo 36: CAPÍTULO 3 Capitulo 37: CAPÍTULO 4 Capitulo 38: CAPÍTULO 5 Capitulo 39: CAPÍTULO 6 Capitulo 40: CAPÍTULO 7 Capitulo 41: CAPÍTULO 8 Capitulo 42: CAPÍTULO 9 Capitulo 43: CAPÍTULO 10 Capitulo 44: CAPÍTULO 11 Capitulo 45: CAPÍTULO 12 Capitulo 46: CAPÍTULO 13 Capitulo 47: CAPÍTULO 14 Capitulo 48: CAPÍTULO 15 Capitulo 49: CAPÍTULO 16 Capitulo 50: CAPÍTULO 17 Capitulo 51: CAPÍTULO 18 Capitulo 52: CAPÍTULO 19 Capitulo 53: CAPÍTULO 20 Capitulo 54: CAPÍTULO 21 Capitulo 55: CAPÍTULO 22 Capitulo 56: CAPÍTULO 23 Capitulo 57: CAPÍTULO 24 Capitulo 58: CAPÍTULO 25 Capitulo 59: CAPÍTULO 26 Capitulo 60: Gracias

 


 
14449250 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10763 usuarios