EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
Visitas: 54958
Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 28: CAPÍTULO 27

 

CAPÍTULO 27

 

 

Bella, Edward y Emmett contemplaban el casco. -De modo que basta con ponérmelo para convertir­me en faraón -dijo el actor.

-No os lo aconsejo -repuso la sacerdotisa-. Según el sumo sacerdote de Ptah, tropas de élite, fieles al rey Amasis, están pei­nando Menfis. El usurpador sería ejecutado inmediatamente. -¿Y si, como en el pasado, los soldados lo aclamaran? -Los mercenarios fueron a buscar a Amasis. Hoy, el preten­diente al trono debería lograr su adhesión. Menfis no me pare­ce el lugar ideal.

-Y sin embargo -respondió Edward-, los conspiradores habían escondido aquí el casco. Con ocasión del fin de los funerales, habrían intentado dar su golpe.

Emmett manipulaba con precaución el objeto.

-Pensándolo bien, renuncio al poder supremo. Es demasia­do peligroso y cansado: mandar, decidir, ser responsable de la felicidad de la gente, desbaratar intrigas y todo lo demás... ¡No podría dormir tranquilo!

-De todos modos, estás en pleno meollo de un asunto de Estado.

-Intentemos olvidarlo librándonos de este maldito tesoro. Amasis seguirá reinando y el usurpador se hará mala sangre antes de renunciar a sus proyectos asesinos. Gracias a noso­tros, todo volverá al orden.

 -Este casco es la única prueba de la inocencia de Edward -dijo Bella.

-No os sigo...

-Destruirlo salvaría, efectivamente, a Amasis; pero Edward se­guiría siendo considerado un criminal huido.

-¿Le aconsejáis, acaso, que se proclame rey?

-Lo que le aconsejo es que entregue el casco al faraón y de­clare así su perfecta fidelidad. ¿Quién se atrevería a seguir acu­sándolo entonces de conspiración?

Emmett se quedó boquiabierto.

-¡Estamos abocados al desastre! Edward nunca llegará hasta el rey.

-Bella tiene razón -decidió el escriba-. Es mi única oportu­nidad de demostrar mi inocencia.

-¿Tienes ganas de suicidarte?

-Prefiero correr ese riesgo a seguir huyendo y ocultándome. Antes o después, los policías me descubrirán, y Bella y tú seréis acusados de complicidad. Me condenarían a muerte, y a voso­tros os caerían largas penas de cárcel. La suerte nos ha permiti­do encontrar el casco de Amasis. Utilicémoslo, pues, en nues­tro beneficio.

-Te lo repito: acabarán contigo antes de que puedas entre­gárselo al rey.

-No tenemos elección, Emmett. Regresemos a Sais e intente­mos descubrir una ocasión para acercarnos a él.

-¡Es una verdadera locura!

-Comprendo tu renuencia y no te reprocho que te eches atrás.

El cómico se puso de color morado.

-¿Cómo?

-Lamento haberte arrastrado a esta aventura; te presento mis excusas. No arruines tu vida por mí.

-Sólo Emmett decide; Emmett no se deja arrastrar por nadie y Emmett actúa como le sale de las narices. No soy un escriba mo­ralizante y no pienso por los demás. Regresaré a Sais contigo y te ayudaré a encontrar al rey sólo porque quiero hacerlo. ¿Me he expresado con suficiente claridad?

-Nos inclinamos ante vuestra decisión -dijo Bella, sonrien­do-. Sin emargo, queda por resolver un problema delicado: en­contrar un escondite seguro. Ocultaros en el templo es imposi­ble. El sumo sacerdote no podría ayudarnos y, probablemente, yo estaré vigilada.

-No os inquietéis por eso -declaró orgullosamente el ac­tor-. Emmett tiene muchos amigos. Recuperaremos el papel de vendedores ambulantes para poder desplazarnos con facilidad. En cambio, me parece más difícil saber cómo empleará su tiem­po el rey.

-Espero lograrlo -anunció Bella.

La serenidad y la decisión de la muchacha tranquilizaron a Edward. Solo, habría perecido mucho tiempo atrás. Gracias a ella, a veces creía en el éxito de su insensata empresa. Bella parecía capaz de mover montañas y de cambiar el curso de los ríos.

-Sin embargo, el casco... -murmuró Emmett-. ¡No veo el vínculo con el asesinato de los intérpretes!

La misma pregunta turbaba al escriba y a la sacerdotisa.

-El papiro codificado contiene, probablemente, la respues­ta -estimó Edward-. Por desgracia, se resiste a nuestras investiga­ciones, y las estelas consagradas a los antepasados del Apis muerto no me han proporcionado indicación alguna.

 

 

Desde la terraza de sus aposentos, el rey Amasis contempla­ba su capital cuando el canciller Aro solicitó una entrevista.

-¡Excelente noticia, majestad! El sucesor del toro Apis ha sido identificado cerca de Bubastis. Varios ritualistas lo han examinado, y su juicio no admite discusión: lleva las marcas de su predestinación. Este nuevo Apis ya está en camino hacia Menfis, donde será presentado al gran sacerdote de Ptah.

-Exijo la intervención cotidiana de tres veterinarios que fir­marán un informe común. En caso de error, serán despedidos de inmediato.

-Vuestras instrucciones serán seguidas al pie de la letra. El período de luto terminará cuando llegue el toro, y su vitalidad reforzará vuestro Ka.

-¿No hay incidentes en las guarniciones?

-Ni el más mínimo, majestad. Este difícil período está lle­gando a su fin, y ningún agitador ha turbado la paz pública. Según la población, seguís protegido por los dioses.

-¿Por qué no se ha aprovechado de tan favorables circuns­tancias el ladrón del casco?

-Sin duda porque se encuentra demasiado aislado y carece del apoyo necesario. Sin embargo, ni Henat ni el juez Carlisle ce­den en sus esfuerzos. Si creyéramos en el fracaso definitivo del escriba Edward y de sus aliados, tal vez nos convertiríamos en sus víctimas.

-Quiero a ese rebelde, vivo o muerto.

-Lo tendréis, majestad.

-Entretanto, canciller, ¡celebrémoslo! Mi cocinero nos ha preparado un menú sorpresa y mi copero ha seleccionado unos vinos excepcionales. Anuncia por todas partes que el toro Apis y el faraón Amasis están muy vivos.

 

De regreso de Abydos, donde había participado en el ritual de los misterios de Osiris, a Pefy, el ministro de Finan­zas, le extrañó ver al juez Carlisle entrando en su despacho, antes incluso de poder despachar con su secretario. -¿Ocurre algo? -Vuestro interrogatorio... -¿Con respecto a qué?

-Al parecer, sois el mejor amigo del sumo sacerdote Charlie.

-Es cierto.

-Eso es molesto... muy molesto.

-Pero ¿por qué?

-Porque es sospechoso de haber ayudado al escriba asesino, a quien no conseguimos encontrar. Ese criminal goza de poderosas protecciones, indispensables para su supervivencia. Puesto que el sumo sacerdote está bajo arresto domiciliario, no puede actuar directamente, y sin duda os hace confidencias a vos, su amigo.

-¡Os equivocáis, juez Carlisle!

-Os conmino a responder a mis preguntas. No me gustaría inculpar a un ministro y obligarlo a comparecer ante el alto tri­bunal, pero no vacilaré en abrir el procedimiento.

Pefy no se tomó la amenaza a la ligera. Carlisle era como un perro de caza, y no soltaba su presa fácilmente.

 

-Tal vez Charlie creyó en la inocencia del escriba Edward -con­fesó el ministro-. Pensaba en una especie de conspiración orga­nizada por los griegos de Náucratis, deseosos de introducir en Egipto la esclavitud y la circulación de moneda. Eso supondría modificar profundamente nuestra sociedad y llevarla al desastre, pisoteando la Regla de Maat. Pero mi capacidad de intervención es limitada, pues sólo el rey se ocupa del expediente griego.

-¿Acaso estáis acusando a su majestad de incompetencia y de laxismo?

-En absoluto, juez Carlisle. Como depositario del testamento de los dioses y garante de la presencia de Maat en la tierra, for­zosamente Faraón actuará del mejor modo.

-¿Ayudáis al escriba asesino a escapar de nosotros?

-Esa pregunta me parece insultante. Si no respetara vuestra función ya os habría pegado un puñetazo en las narices.

-Estaba obligado a hacérosla, Pefy. Perseguimos a una bes­tia feroz, culpable de horribles crímenes y decidida a apoderar­se del poder, a la cabeza de una pandilla de facciosos. Han lle­gado incluso a asesinar al toro Apis para debilitar el Ka real y sembrar la duda entre los egipcios.

Pefy pareció muy afectado.

-¿Ha sido identificado el nuevo Apis?

-Pronto estará en Menfis, bajo una estrecha protección. El trono de su majestad se ve reforzado por ello.

-Demos gracias a los dioses.

-¿Tiene el sumo sacerdote otros amigos íntimos? -quiso saber el juez.

-No, que yo sepa. Charlie es un hombre solitario que no tiene demasiada confianza en el género humano.

-De todos modos, favorece la carrera de la sacerdotisa Bella, su más cercana colaboradora...

-Charlie sólo tiene en cuenta sus cualidades.

-¿Y si le ha ordenado ocultar al asesino?

-¡Eso es inconcebible! ¿Cómo podéis imaginar que un sumo sacerdote de Neit aprueba la violencia y el crimen?

-¿De modo que no sabéis nada del tal Edward y de sus cómplices?

-Nada.

-Que tengáis un buen día, Pefy. Si os volviera a la memoria algún detalle significativo, avisadme de inmediato.

-Tenéis mi palabra de que así lo haré.

El juez Carlisle facilitaría al canciller y al jefe de los servicios secretos los magros resultados de aquel interrogatorio.

No obstante, había percibido un elemento turbador: la críti­ca, apenas velada, a la política griega del rey. El ministro no esta­ba de acuerdo con el desarrollo de Náucratis y los proyectos de sus habitantes. Pero ¿se limitaba a desaprobar a Amasis o había decidido intervenir poniéndose a la cabeza de una facción?

¿Y utilizaría esa facción la violencia, recurriendo a los ser­vicios de fanáticos como el escriba Edward?

Un sumo sacerdote complaciente, un ministro hostil a su rey, un escriba que hacía el trabajo sucio... La hipótesis comen­zaba a tomar forma.

Aunque la teoría de la conspiración se reforzara, la aniqui­lación del servicio de los intérpretes seguía siendo enigmática. A menos que los colegas de Edward se hubieran olido sus intencio­nes o se hubiesen negado a participar en un golpe de Estado-Matar a todos sus colegas, incluido el jefe del servicio... ¡Era difícil de creer!

El juez no debía formular conclusiones apresuradas.

Debía vigilar estrechamente las actividades del ministro de Finanzas. Delicada tarea, ya que tras aquel interrogatorio, se mostraría desconfiado. Si ordenaba una misión oficial a la poli­cía, Carlisle fracasaría. Era imposible concretar sus motivos en un documento redactado adecuadamente, que llegaría por fuerza a conocimiento del ministro. Pefy no dejaría de contraatacar y presentar denuncia.

A pesar de sus renuencias, al juez sólo le quedaba una solu­ción: pedirle a Henat que espiase al ministro. Los agentes de los servicios secretos sabían ser discretos, y Pefy no se enteraría.

Era una solución realmente desagradable... y arriesgada tam­bién. Henat no solía comunicar las informaciones obtenidas. Si venteaba la pista buena, actuaría por su cuenta, tal vez de modo brutal, arrebatando los culpables a la justicia.

Pensándolo bien, el juez prefería contemporizar.

El usurpador no había aprovechado la muerte de Apis para ponerse el casco de Amasis, y el nuevo toro sagrado devolvía el vigor al rey. Los conspiradores, por tanto, no se consideraban dispuestos a actuar, y no se había cometido ningún crimen más.

Suponiendo que fuese culpable, ¿no renunciaría el ministro Pefy a un proyecto tan descabellado? ¿Y no ordenaría la elimi­nación del escriba, que ya resultaba demasiado molesto?

El juez le diría a Henat que el interrogatorio del ministro de Finanzas no había dado resultado alguno, y proseguiría la investigación a su manera, respetando estrictamente la legislación.

 

 

 

Separarse de Bella había sido, para Edward, un profundo desga­rrón. Aunque no se atreviese a declararle sus sentimientos, cada vez más intensos, acababa de pasar unas horas encantado­ras a su lado. Su mirada, su voz, su sonrisa, su perfume, sus anda­res de soberana elegancia... ¡Cuántos inestimables presentes! -¿Estás soñando? -preguntó Emmett. -Un sueño... Tienes razón, ¡sólo era un sueño! -Ya es de día, así que despierta.

Bella había regresado al templo de Neit, y tal vez Edward no vol­viese a verla nunca más.

El escriba y el cómico habían recuperado sus ropas de vende­dores, seguían a Viento del Norte, al que Emmett había indicado su destino. Con paso tranquilo, el asno tomaba el camino más corto.

-¿Adonde vamos? -preguntó Edward.                                                                 

El actor pareció molesto.

-No te preocupes. Sé lo que me hago.

-¡De modo que quieres volver a jugar a los dados!

-¡En absoluto! Bueno, no de ese modo... ¿Sabes?, los amigos son amigos hasta el día en que tienes demasiados problemas.

-Lo ignoraba.

-Tú y yo somos, más bien, como hermanos. Un amigo tiene su propia vida y...

 

-¿Y si te explicaras con mayor claridad?

-Tu moral intransigente y tu actitud de escriba, limpio y or­denado, bueno, me aburren un poco. En resumen, ¡algún día de­bías enterarte! Con mi oficio de actor no gano demasiado y debo mostrarme inventivo. El Estado cobra muchos impuestos y ta­sas, por lo que mi prioridad consiste en escapar de él.

-¿Estás hablando de actividades ilegales?

-¡Ésas son palabras mayores! Hablo de saber arreglárselas y de destreza, sólo eso. De lo contrario, viviría en la miseria.

-¿Con qué traficas?

-Al rey le gustan los grandes caldos, y los almacenes de Sais encierran los mejores vinos. Cada jarra es etiquetada, inventaria­da y almacenada. El responsable me debe un gran favor, pues le dije a su esposa que estábamos cenando juntos cuando ella sos­pechaba que se había acostado con una camarera de palacio.

-¿Y era cierto?

-No era del todo falso. Salvé un matrimonio y bebimos un tinto de Bubastis, con mucho cuerpo, para festejar nuestra co­laboración. Imaginarás mi sorpresa: ¿cómo iba a justificar él la desaparición de aquella jarra? Muy sencillo: un error de eti­quetado. Y ésa es la idea: una jarrita entre cien no se advertiría en la mesa del rey, en cambio, nos ayudaría a sobrevivir a mi amigo y a mí.

-¡Cogéis vino de los almacenes reales!

-¡Poco, muy poco!

-Eso se llama robar, Emmett.

-¡Rígido punto de vista, Edward! A mi entender, es una simple re­baja en los impuestos. Y nuestros compradores están encantados.

-Desapruebo completamente ese delito.

-¡Parece que esté escuchando al juez Carlisle! En tu situación, será mejor olvidar las convenciones. El almacén de los vinos reales será nuestro refugio.

-Eso si tu amigo está de acuerdo...

-Está muy apegado a su esposa. Ella es quien posee la casa y una pequeña granja al sur de Sais.

Unos policías observaban al asno y a los vendedores.

Ésa sería una prueba de fuego. Pero si se dirigían a ellos, ¿tenían que discutir o emprender la huida?

Viento del Norte no aminoró la marcha y sus dos compañe­ros lo siguieron en silencio.

-¡Hemos ganado! -concluyó Emmett-. Y ésos son los mejo­res, los encargados de la protección de palacio. ¡Nuestro dis­fraz de mercaderes es perfecto!

La respiración de Edward volvió a ser normal.

-El bodeguero es un sirio bastante bruto -reveló el cómi­co-. No te extrañes de su recibimiento.

A la entrada de los almacenes había numerosos proveedo­res y un centenar de asnos cargados con cestos llenos de diver­sas mercancías.

Viento del Norte y los dos hombres tomaron la avenida que llevaba a las bodegas reales. Ante el acceso principal vieron numerosas jarras que eran examinadas por un bigotudo alto con la cabeza rasurada.

-Salud, sirio.

-¡Caramba, Emmett! ¿Por dónde andabas?

-De gira en el sur.

-¿Satisfecho?

-Así así.

-¿Tienes ganas de volver al comercio? -preguntó el sirio con una sonrisa golosa.

-Podría ser.

-Mejor así, la situación es perfecta. Acabo de recibir una buena reserva de los oasis, y hay demanda.

-Estoy dispuesto a hacer las entregas, entonces. El sirio lanzó una mirada suspicaz a Edward.

-¿Quién es ése?

-Mi ayudante. -¿Es un tipo serio?

-Un bendito obediente. No comprende nada de nada y no nos creará problemas.

-¡Tu asno me gusta! Parece fuerte, ideal para las entregas.

-Comenzaremos cuando quieras.

-¿Esta misma noche?

-De acuerdo.

El sirio palmeó el hombro de Emmett.

-¡Eres un amigo, uno de verdad!

-Precisamente tengo que pedirte un pequeño favor...

La mirada del sirio se ensombreció.

-Nada de líos, espero.

-¡En absoluto! A mi ayudante y a mí nos gustaría pasar al­gunas noches en los almacenes. Y como tú efectúas la última ronda y abres la puerta por la mañana, dormiríamos tranquilos.

-¿Te persigue alguna moza?

Emmett agachó la cabeza.

-¡Una mujer casada, y de la alta sociedad! ¿No es eso? -in­sistió el bigotudo.

El cómico remugó algo.

-¡Maldito Emmett! Acabarás teniendo problemas. Bueno, de
acuerdo. Pero sólo por algunas noches.                                                                

-Esa hermosa mujer me olvidará muy pronto.

-Vamos, entrad.

La bodega, de impecable limpieza, estaba llena de robustos anaqueles. Dispuestos en tres hileras, había jarras con asas, im­pecablemente alineadas, provistas de tapones de arcilla y fija­das en unos soportes. Una etiqueta precisaba el origen del vino, su año y su calidad.

Dulce, azucarado, blanco seco, tinto ligero o con cuerpo, eran todos ellos caldos excepcionales, especialmente el «ribera del oeste»... ¡Una auténtica maravilla!

-Daré de comer al asno en el establo vecino -indicó el si­rio-. Antes de que se cierre la puerta, podréis lavaros y comer algo. Luego, silencio absoluto. ¡Y no toquéis nada!

-¡Tranquilo, amigo mío! A cambio de este servicio, te cede­ré parte de mis beneficios.

El sirio dio un vigoroso abrazo al cómico.

-¡Me alegro de haberte conocido, muchacho!

Capítulo 27: CAPÍTULO 26 Capítulo 29: CAPÍTULO 28

 


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