CAPÍTULO 18
De modo que había sobrevivido! Con el fin de sacar partido de lo que acababa de saber, Edward debía atravesar una vasta zona cenagosa donde lo acecharían varias formas de muerte violenta, comenzando por los cocodrilos y los reptiles.
En el fondo, a Ardys, el pirata, le importaba un pimiento la suerte que corriera el enviado de la dama Rose, su omnipotente patrona. Si desaparecía, ella encontraría fácilmente otro comisionado.
La presencia de numerosos pájaros lo tranquilizaba. Ibis, becadas, patos, garzas, grullas y demás pelícanos gozaban de aquel vasto dominio, provisto de abundante alimento. El escriba admiró su vuelo y sus juegos, lejos de las torpezas humanas. Allí, la vida se expresaba con la magnificencia de la primera mañana del mundo.
Edward arrancó un tallo joven de papiro, cortó el extremo superior y degustó la parte inferior, de un codo de largo. Un alimento simple que le proporcionaría la energía necesaria para caminar durante horas a un ritmo regular, sin bajar la guardia.
Antes de que cayera la noche, tuvo la suerte de encontrar a unos pescadores, satisfechos de su dura jornada de trabajo. Éstos lo llevaron a su pueblo, lo invitaron a cenar y le ofrecieron
una estera. Pero estaban fatigados y no tenían ganas de charlar. Al día siguiente, cuando nacía el alba, le indicaron el mejor itinerario para dirigirse a un burgo por el que pasaba un camino que conducía a Náucratis.
En la cabeza de Edward hormigueaban las preguntas, y la dama Rose las respondería de buen grado o por la fuerza. ¿Lo había enviado a una muerte segura o suponía realmente que los estibadores se habían apoderado del casco de Amasis? ¡Si hubieran suprimido al escriba, habrían reconocido su culpabilidad! Así pues, había servido de cebo, sin la menor posibilidad de reaparecer.
-¡Alto, no te muevas!
Tres hombres armados con garrotes salieron de una espesura de papiro y rodearon al joven.
-Aduana móvil -declaró el oficial, un cuarentón de labios finos y frente baja-. ¿Dando un paseo, muchacho?
-Voy a Náucratis.
-¿De dónde vienes?
-Del burgo de la Grulla, a dos horas de aquí.
-¿Vives allí?
-He visitado a unos amigos.
-Conozco el lugar y no te he visto nunca.
-Claro, ésta ha sido mi primera estancia.
-¿Quiénes son estos amigos?
-Los propietarios de la panadería.
-Lo comprobaremos. ¿Tu nombre y profesión?
-Soy sirviente en Náucratis.
-No he oído tu nombre.
-Bak.
-Bak, «el sirviente»... Muy adecuado. ¿Y tu patrón? Hablar de la dama Rose le parecía inoportuno. -¿A qué vienen estas preguntas? -se extrañó Edward-. ¡No transporto ninguna mercancía no declarada!
-Precisamente, resulta extraño -estimó el aduanero-. A menudo pillamos a transportistas más o menos en regla, pero no a paseantes con las manos vacías. Bueno, ¿quién te emplea?
-Un mercenario griego.
-Lo comprobaremos también, en cuanto te llevemos a Náucratis.
-Prefiero regresar solo.
-¿No te sientes seguro con nosotros?
-¿De qué me acusáis?
Un aduanero habló al oído de su superior.
-En estos momentos no sólo buscamos ladrones y estafadores, sino también a un asesino. Un escriba llamado Edward que va de pueblo en pueblo y tal vez se oculta en las ciénagas esperando escapar de la policía. Mi colega, un excelente fisonomista, cree reconocer a ese peligroso criminal gracias al retrato que nos hicieron llegar las autoridades de Sais. De modo que vas a seguirnos sin más historias, y lo comprobaremos.
Los aduaneros pensaban en la hermosa recompensa.
-Os equivocáis -protestó el acusado-, no soy un asesino.
-¡De modo que eres el escriba Edward!
-¿Queréis escucharme?
-Nosotros nos limitamos a detenerte. Ya hablarás con el juez.
Con la cabeza por delante, Edward dio un salto y golpeó al aduanero en el estómago.
Sus colegas, sorprendidos, tardaron en reaccionar. El escriba huyó como si tuviera alas en los pies.
-¡Alcancémoslo!
Estaban acostumbrados a ese tipo de ejercicio, por lo que pronto ganaron terreno.
El primero consiguió agarrar al fugitivo y lo derribó de bruces al suelo.
-Ahora, muchacho, aprenderás a obedecer y te mantendrás tranquilo.
El prisionero se puso rígido, esperando los golpes. Pero entonces el aduanero dejó escapar un grito de dolor y se derrumbó junto al escriba.
-Levántate, Edward, y larguémonos.
Esa voz... ¡Era la de Emmett!
-¿Eres tú? ¿De verdad eres tú?
-¿Tanto he cambiado?
-¿Y los demás aduaneros?
-He terminado con el oficial de un puñetazo en la nuca, me he apoderado de su garrote, he dejado patitieso al primero que te seguía y ahora acabo de librarte del segundo.
-¿Te ha absuelto la policía?
-Me han dejado en libertad por falta de cargos. La policía detiene a tantos inocentes que se parecen a ti que el juez Carlisle ya no sabe hacia dónde mirar.
-¿Cómo has llegado hasta aquí?
-Tu amiga, la sacerdotisa Bella, me dijo que habías ido a Náucratis. En una taberna cercana a la aduana jugué a ser policía. Un «colega» me habló de dos grupos que estaban a punto de partir en busca de un peligroso criminal. Afortunadamente, seguí al adecuado.
-Bella... ¿Confía, pues, en mí?
-¡Es una valiosa aliada! Y tan hermosa... Por lo que dice, te tiene en alta estima. Fíjate, una sacerdotisa y un asesino huido, ¡la cosa no se anuncia fácil!
-¡Deja ya de decir estupideces!
-¡Hay que relajarse un poco! No me cargo todos los días a tres aduaneros. Cuando despierten, estarán de muy mal humor. A mí no me han visto, pero ahora saben que tú estás en la región.
-Tenemos que ir a Náucratis e interrogar a una persona que sabe mucho.
-Espero que no sea un mercenario armado hasta los dientes.
-Se trata de una bella mujer de negocios griega.
«Ya ha olvidado a la hermosa sacerdotisa», pensó Emmett.
-No te dejes seducir -prosiguió Edward-. La dama Rose es más temible que una víbora cornuda. Vamos, te lo explicaré por el camino.
Al salir del castillo de los tejidos de lino, donde las sacerdotisas trabajaban con ardor, Bella pensaba en Edward. ¿Regresaría vivo de Náucratis, en compañía de su amigo Emmett? ¿Traería las pruebas de su inocencia?
Su ausencia era un profundo sufrimiento. Edward le ofrecía un horizonte nuevo, un ideal que sólo él encarnaba. ¿La magia de la diosa Neit disiparía los embates del destino y recrearía un camino de luz que explorarían, juntos, la sacerdotisa y el escriba?
-Malas noticias -anunció el sumo sacerdote. Bella sintió el corazón en un puño.
-Edward...
-No, tranquilízate, la investigación del juez Carlisle se ha atascado. No hay rastro del asesino huido.
-¡Edward no ha matado a nadie!
-Ya lo sé, pero debemos adoptar la terminología oficial. El juez se queja de la ineficacia de la policía y del silencio del jefe de los servicios secretos. Según Carlisle, Henat no juega limpio y no le comunica las informaciones de las que dispone.
-¿Y es ésa vuestra opinión?
-Más valdría que el juez fuera el primero en encontrar a Edward. Henat no se atendrá al procedimiento y hará que ejecuten al supuesto criminal. Los informes de sus hombres establecerán legítima defensa y el asunto quedará enterrado.
-¡Carlisle no aceptaría esa mascarada!
-Salvo si es cómplice de los asesinos...
-En ese caso, nuestro país correría un grave peligro.
-La mala noticia lo confirma, Bella el rey ordena que pongamos parte de nuestros talleres al servicio del mundo exterior.
La sacerdotisa se quedó petrificada.
-¿El rey intenta destruir los templos?
-Está naciendo una nueva economía, y debemos adaptarnos a ella.
-Desde la edad de las pirámides, el templo era el que dictaba la economía. Los hombres deben respetar la ley de Maat, y no debe ser Maat la que se doblegue ante las bajezas de la humanidad.
-Amasis ha decidido suprimir los privilegios de los templos, considerados excesivos. En adelante, quedarán sometidos a su administración y, a excepción del antiquísimo santuario de He-liópolis y del de Menfis, ya no cobrarán los réditos procedentes de sus dominios. Sólo el Estado percibirá tasas, contratará a los sacerdotes como a los campesinos y los artesanos, les pagará un salario y mantendrá los locales. Nuestros talleres fabricarán tejidos para los profanos y contribuirán así a la prosperidad del país.
-¡La Divina Adoradora nunca aceptará semejante locura!
-Tebas está lejos -recordó el sumo sacerdote-, y sólo reina sobre un pequeño territorio. Aquí, en el Delta, nace el mundo futuro.
-¿No predicabais vos el regreso a los valores del Imperio Antiguo? ¿No me confiasteis la tarea de resucitar los rituales de las primeras edades? ¿No se inspiran nuestros escultores en la estatuaria de los constructores de pirámides?
-Ésa sigue siendo mi línea de conducta. La mirada de Amasis se vuelve hacia los griegos y su casta de altos funcionarios, a los que atribuirá las tierras de los templos.
-¿Intentaréis convencer al rey de que se equivoca de camino?
-Sus decisiones ya están tomadas, Bella, y mis palabras le resultan indiferentes. ¿Cumple Pitágoras correctamente con las tareas rituales que le han sido confiadas?
-Se comporta como un perfecto sacerdote puro.
-Tal vez él, un griego, pueda influir en el rey. Sigamos poniéndolo a prueba y, sobre todo, preparemos la próxima fiesta de la diosa. Sólo ella nos protegerá de lo peor, y su servicio no debe sufrir retrasos ni inexactitudes.
-Jacob y yo colaboramos de modo eficaz -aseguró Bella-. Atendiendo a su reputación de excelente organizador, no escatima esfuerzos y no tolera desfallecimientos.
-Sin embargo, no te confíes -recomendó Charlie-. Ignoramos el papel real de ese cortesano nato.
-No logro descifrar una sola palabra del código -reconoció Bella-, por lo que os pido autorización para escribir al difunto jefe del servicio de los intérpretes y solicitar su ayuda.
-¿Una carta al muerto?
-Espero que acepte respondernos.
-Elige los términos, Bella. Y deseemos que tu magia sea convincente.
Bella entró en la pequeña capilla de la tumba del jefe de los intérpretes. En la mesa de ofrendas, depositó un pan de piedra y vertió agua fresca.
La suave luz del poniente iluminaba la parte accesible de la morada de eternidad. Los vivos podían comunicarse allí con los muertos.
La sacerdotisa levantó las manos para venerar la estatuilla del Ka, la potencia vital que escapaba con la muerte, tras haber animado a un ser, mineral, vegetal, animal o humano, durante su existencia.
«Quedad en paz -le deseó-, y reunios con la luz del origen.»
Luego Bella colgó del cuello de la estatuilla un pequeño papiro. El texto de su carta al muerto le rogaba que la ayudase a desenmascarar a los verdaderos culpables para salvar la vida de un inocente, el escriba Edward. Cuando el alma, alimentada de sol, llegara para vivificar la estatuilla del Ka, ¿sería portadora de una respuesta procedente del más allá?
Al alba, Bella se presentó ante la puerta de la capilla. Leyó un largo himno a la gloria de la claridad renaciente tras un violento combate contra las tinieblas, cruzó el umbral y se detuvo en el centro del modesto santuario.
La sacerdotisa tuvo entonces la sensación de una presencia.
¿Peligroso demonio o espíritu amistoso?
El papiro, desenrollado, yacía al pie de la estatuilla. Con mano temblorosa, Bella lo tomó.
Con tinta roja, la mano del difunto había escrito una respuesta:
Los antepasados poseen el código.
Por fin has regresado! -exclamó la dama Rose-. ¿Qué ha ocurrido?
-Os habéis burlado de mí -dijo Edward-, y yo he demostrado ser un estúpido. Pero el destino ha desbaratado vuestros planes.
La griega fingía asombro.
-¡No comprendo nada de lo que dices!
-Es inútil que hagáis comedia, dama Rose. Ahora conozco vuestro papel.
-¡Explícate!
-Creí en vuestra sinceridad y vos me mandasteis a la muerte.
-Los estibadores son individuos violentos y peligrosos, ya lo sabías.
-¿Acaso no es empleado vuestro el pirata Ardys? Rose esbozó una extraña sonrisa. -¿Lo has conocido?
-¿No le habíais ordenado que me matara?
-¡Tú debías encontrar el tesoro!
-Y lo he encontrado.
-¡De modo que tenemos el casco del faraón Amasis! Ardys es, realmente, el mejor de los ladrones. Merece una buena recompensa.
-Yo no estoy tan seguro de eso.
-¿Se niega a vendernos el casco?
-Vos le confiasteis otro tesoro. La mirada de la dama Rose se tornó feroz.
-¿Ha hablado ese mediocre?
-Al introducir la moneda griega en Egipto, queríais destruir nuestra economía y nuestra sociedad -afirmó Edward-. Apoderándoos del casco de Amasis, dispondréis de un arma decisiva para conquistar el poder. Sin duda habéis escogido ya al mercenario que se tocará con él y se proclamará faraón. Y, en este peligroso juego, yo era sólo un peón destinado a desaparecer.
-Gracias a tu aguda inteligencia -dijo Rose con voz dulce-, comprenderás que el antiguo mundo no tardará en extinguirse. Los egipcios vuelven la mirada hacia el pasado y los valores ancestrales. Algunos piensan, incluso, en resucitar el tiempo de las pirámides en el que se inspiran vuestros escultores. Nosotros, los griegos, representamos el porvenir.
-¡Pues yo rechazo ese porvenir!
-Un joven escriba retrógrado y reaccionario, ¡muy representativo de una élite decadente! Observa Náucratis, Edward: ¡he aquí el nuevo mundo! ¿Quién defiende tu viejo Egipto, salvo mercenarios griegos? A cambio de sus esfuerzos, exigen ser mejor pagados. Dos sacos de cebada y cinco de trigo al mes no son suficientes. Quieren hermosas y buenas monedas, y pronto las pondré en circulación a millares.
-La moneda y la esclavitud... ¿Es ése vuestro progreso?
-¡Ineluctable evolución!
-Forzosamente tenéis cómplices en el gobierno. De lo contrario, dudaríais de vuestro éxito.
-No seas demasiado curioso, Edward. Sólo mi marido compartirá mis secretos. Cásate conmigo o huye. Pero si eliges la mala solución, no cuentes más conmigo para protegerte.
Edward palideció.
-¡No cederé a ese odioso chantaje!
-No seas ridículo. Me deseas y yo te deseo. Entre ambos haremos un trabajo excelente. Sin mi ayuda, estás condenado a la muerte.
-¿No es la muerte el mejor de los refugios?
-¡A tu edad es un horrible castigo! Sé razonable, Edward. Sólo yo te permitiré escapar de la policía. Para empezar, revélame el emplazamiento del casco de Amasis.
-Lo desconozco.
-¡El pirata me ha traicionado y tú eres su cómplice!
-No, dama Rose.
Sus miradas se desafiaron.
-Esperaba algo más -reconoció ella-. De modo que Ardys me es fiel y no tiene más tesoro que una provisión de monedas griegas...
-Eso es.
-¿Cuál es tu decisión, Edward?
-Me marcho de Náucratis. Rose volvió la espalda al joven.
-¡Como quieras! Te prestaré, sin embargo, un último servicio. Espera aquí dos o tres horas; yo iré a informarme del dispositivo emplazado por la policía y te indicaré el medio de salir de la ciudad.
-Os lo agradezco.
-¡Corres al desastre!
-Probaré mi inocencia.
-¡Es una lástima, Edward! Juntos habríamos renovado tu caducado mundo.
Dejando a sus espaldas la estela de un embriagador perfume, Rose abandonó la vasta sala de recepción.
Inquieto, el escriba iba de un lado a otro. ¿No lo entregaría la mujer de negocios a una cohorte de mercenarios que venderían sus despojos a las autoridades?
Ávida de poder, la griega pensaba apoderarse del país. ¿Delirios de grandeza o proyecto realista? No había nada que demostrara su implicación en el crimen de los intérpretes. Sin embargo, ella no negaba eventuales contactos con altas personalidades del Estado.
Edward, incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso, se sintió aliviado al verla regresar.
-La puerta de los artesanos no está vigilada aún -indicó-. Coge lo necesario y lárgate.
-Gracias por vuestra ayuda.
-Al perderme a mí, lo pierdes todo.
Edward regresó a su alojamiento. Recuperaría su paleta de escriba y tomaría una estera, una calabaza con agua y una bolsa de vituallas. Empujó la puerta y se topó con un obstáculo.
A costa de un intenso esfuerzo, movió algo pesado y consiguió entrar en la estancia.
En el suelo había un cadáver.
El de su colega intérprete, el griego Demos.
Le habían cortado el cuello. Junto a su cabeza estaba el arma del crimen: uno de aquellos cuchillos que los egipcios se negaban a utilizar porque los consideraban impuros. ¿Acaso los griegos no los empleaban tras haber matado animales? Contaminados, semejantes objetos mancillaban el alimento de los humanos.
Demos... Inocente o culpable, no hablaría jamás.
Edward, petrificado, contemplaba aquel cuerpo martirizado suplicándole que revelara la verdad. Pero Demos permanecía mudo, indiferente ya a la suerte de los mortales.
-¡Al asesino! -gritó una voz arisca-. ¡Venid, atrapémoslo!
Un firme puño asió a Edward por el hombro.
-¡Salgamos de aquí! -le ordenó Emmett.
-Mira ese cadáver...
-No despertará. ¡Debemos escapar de esta trampa! Edward se dejó arrastrar por el brazo y echó a correr.
Emmett evitó el vestíbulo, donde los aguardaban los criados de Rose, provistos de garrotes.
Ambos fugitivos atravesaron la gran cocina, ante las miradas aterradas de los marmitones.
-¡Vayamos arriba! —decidió el actor.
Un escriba de edad avanzada intentó cerrarles el camino de la terraza, pero Emmett lo apartó de un codazo.
Ambos hombres saltaron a un tejado, más abajo, llegaron a un desván y tomaron luego por una gran escalera que les permitió llegar a una calleja.
-Los hemos despistado -afirmó Emmett.
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