EL ESCRIBA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 12/06/2012
Fecha Actualización: 25/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 24
Comentarios: 67
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Capítulos: 60

Egipto, año 528 antes de Cristo. En la maravillosa ciudad de Saïs, al oeste del delta del Nilo, se urde un drama decisivo para el destino del país. Un joven escriba, Edward, descubre a todo el equipo de la prestigiosa Oficina de los Intérpretes asesinado. Aterrorizado huye con el manuscrito codificado sobre el que estaba trabajando el equipo. A partir de ahora todo le señala como culpable del múltiple asesinato, convertido en un asunto de Estado, ya que Egipto vive un momento crucial de su historia. Al usurpador faraón Amasis, borracho y perezoso, sólo le interesa Grecia y no ve la inquietante sombra de los persas en las fronteras de su país, y la corte es un hervidero de intrigas y traiciones. En este ambiente el joven escriba es víctima de un complot que le señala como culpable. Solo, y perseguido por todos, deberá descodificar el misterioso manuscrito para demostrar su inocencia. Las posibilidades de salir vivo de la aventura parecen mínimas...a menos que los Dioses vengan en su ayuda.

BASADO EN THE GODS´S REVENGER DE JACQ

 

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Capítulo 54: CAPÍTULO 21

               CAPÍTULO 21

Favorito, el perro de la Divina Adoradora, solicitó una caricia. De inmediato, Malabarista, el pequeño mono verde, le mordisqueó la cola, iniciando así una buena sesión de juego. Aquellos dos fíeles compañeros alegraban el corazón de la Divina Adoradora, llamada Ankh-nes-nefer-ib-ra. Esta mujer excepcional ocupó la más alta función sacerdotal Tebana durante unos sesenta años. Consagrada al culto de Amón, su divino esposo, no tenía hijos. Su matrimonio simbólico garantizaba la perennidad de la creación y rechazaba el caos. Ella era la representante terrenal del principio femenino primordial, la Madre de todos los seres, y había compartido el secreto de Amón durante su coronación. Su comunión, gracias a la práctica cotidiana de los ritos, no sufría alteración alguna.

«Dulce de amor», «Dueña del hechizo», «Rica en favores», «Regente de todas las mujeres», la soberana gobernaba el cosmos y la tierra entera. Llenaba las salas del templo con el perfume de su rocío, poseía una voz encantadora y tocaba una música celestial.

Como todas las mañanas, ese día fue purificada y vestida con una larga túnica ceñida al talle por un cinturón. Un sacerdote rodeó su frente con una cinta roja sujeta, por detrás, con un nudo del que brotaban dos extremos que flotaban sobre los hombros.

A pesar de su avanzada edad, la Divina Adoradora gozaba de una excelente salud, alimentada por una inagotable energía. El trato con las divinidades hacía desaparecer el tiempo, y el majestuoso aspecto y la belleza de la sacerdotisa permanecían intactos. No sentía nostalgia alguna de la juventud, y agradecía a Amón que le hubiera concedido tanta felicidad.

— ¿Ningún curioso? —le preguntó al ritualista en jefe.

—Majestad, el templo está herméticamente cerrado.

La Divina Adoradora se dirigió hacia el «Radiante de los monumentos», el santuario edificado por Tutmosis III y destinado a la iniciación de los sumos sacerdotes de Karnak. Allí se le habían revelado los grandes misterios de la muerte, la resurrección y la iluminación.

Se detuvo ante una estatua-cubo que representaba al gran sabio Amenhotep, hijo de Hapu, leyendo un papiro desenrollado sobre sus rodillas. Animada por una vida sobrenatural, debía ser purificada de modo que ninguna infección mancillara el granito. La Divina Adoradora derramó, pues, agua procedente del lago sagrado, reflejo terrenal del océano primordial.

Luego un sacerdote le tendió una antorcha y abrió el camino hasta un brasero. Otro ritualista le ofreció un espetón. Clavada en su extremo había una figurita de cera de un rebelde, con la cabeza cortada y las manos atadas a la espalda.

La Divina Adoradora la arrojó al fuego, y el crepitar recordó los gemidos de un torturado. Una vez calcinado el enemigo, la Divina Adoradora tensó su arco y simuló lanzar una flecha a los cuatro puntos cardinales. El rito disipó las fuerzas del mal, impidiéndoles oscurecer el cielo y el fulgor de los dioses.

La ruta de aquellos a quienes aguardaba se despejaba por fin. Tras haber superado gran cantidad de pruebas, llegaban a territorio tebano. Sin embargo, subsistían muchos peligros y el éxito de su misión aún no era seguro.

La llama se extinguió.

Con lentos pasos, la Divina Adoradora se dirigió entonces hacia las dos capillas dedicadas a Osiris que había hecho construir a lo largo del camino que llevaba al templo de Ptah. Tomó una pequeña avenida enlosada y entró en la de Osiris, «Señor de los alimentos».El dios, asociado a la fiesta de regeneración del alma real, le ofreció los alimentos espirituales y materiales. Se veía representado, así, al faraón Amasis, seguido de su Ka, su potencia de creación, y se accedía a los pabellones levantados con ocasión de aquel ceremonial. El rey ofrecía vino a Amón-Ra, acompañado por Maat, y la Divina Adoradora recibía de manos del dios los sistros cuyas vibraciones dispersaban las fuerzas maléficas. Escupiendo fuego, unas serpientes ocultaban aquellos misterios a los profanos, a quienes despedazaban terroríficos guardianes con cabeza de cocodrilo o de rapaz, armados con cuchillos.

En el interior del santuario se consumaba la coronación de Osiris, de acuerdo con los ritos de Abydos. La Divina Adoradora iba a menudo a vivirlos en espíritu, preparándose para cruzar las puertas de lo invisible.

Su gran intendente, amigo y confidente Chechonq estaba asociado a esa andadura, puesto que figuraba en una pared de la capilla. Aguardaba allí a su soberana, al abrigo de las miradas.

—Majestad, el jefe de los servicios secretos ha abandonado Tebas creyendo que vuestro final está cerca. Ya no os considera un peligro, por lo que ha decidido regresar a Sais.

—Su organización, en cambio, sigue funcionando.

—No me preocupa demasiado, pues conozco a todos sus miembros. Su jefe no debería causarnos graves problemas. En cambio, la llegada del juez Carlisle y de una nube de policías sí me inquieta. Cuando nos encontremos, intentaré conocer cuál es su plan de acción.

—Sé extremadamente prudente. Ese magistrado es obstinado y meticuloso, y no cejará en sus esfuerzos. Además, los viajeros que esperábamos ya están cerca.

— ¡De modo que están vivos!

—Los dioses los han protegido, pero la última etapa se anuncia difícil y peligrosa; el menor paso en falso los condenará.

—Si os considera moribunda, ¿no renunciará el juez Carlisle a proseguir sus investigaciones?

—Su obsesión es detener al escriba Edward. Y nadie le hará renunciar a ello.

—Esperaba algún respiro tras la partida de Henat —deploró el gran intendente—. ¡Tal vez debamos prepararnos para lo peor! Ponernos en contacto con el escriba y sus amigos será especialmente delicado.

—Ya has resuelto muchos problemas insolubles, Chechonq.

—La confianza de vuestra majestad me honra, pero nunca me he topado con la policía y la justicia del rey Amasis.

—Dispones de un tesoro inestimable: la experiencia. Sabrás utilizar la astucia frente a la brutalidad.

— ¿Me dará tiempo el juez Carlisle? No dejará de tender trampas, y el escriba Edward corre el riesgo de caer en ellas.

—Intenta desbaratarlas y liberar el camino de Karnak. Todavía podemos salvar Egipto.

—Haré lo imposible, majestad.

La leve sonrisa de la Divina Adoradora conmovió al gran intendente. Admiraba su innata nobleza, su dignidad ejemplar y su inigualable fulgor. Daría su vida para servirla y no decepcionarla.

              

A fuerza de fingirse enfermo, a Emmett acababa doliéndole la espalda. Se apoyaba ostensiblemente en su bastón, y no parecía en absoluto un peligroso malhechor fugado. Sin embargo, lo detuvieron en una de las barreras de policía que impedían el acceso a Tebas.

— ¿Adónde vas, muchacho?

—A casa del curandero del arrabal norte.

— ¿Eres campesino?

—Labrador. Me duelen mucho los riñones y me es imposible trabajar.

—El curandero tiene buenas manos, te sanará.

Procurando cojear, Emmett se dirigió al mercado del pescado, que ocupaba gran parte del muelle. No tardó en descubrir a Bella, que acababa de vender al mejor precio un soberbio pescado muy apreciado por los entendidos.

Túnicas, sandalias, alimentos diversos, pequeños vasos fáciles de negociar: el trueque era todo un éxito.

— ¿Has visto a Edward? —le preguntó la sacerdotisa al actor.

—Desgraciadamente, no. Pero cruzará la barrera, estoy seguro de ello. Los policías se ocupan, sobre todo, de las parejas y los escribas.

Bella llenó los cestos con sus adquisiciones, y Viento del Norte se levantó y aceptó llevarlos. Emmett los siguió hasta la salida del mercado, del lado de la ciudad. Una patrulla se cruzó con ellos sin prestarles la menor atención.

—Te espero aquí —decidió el cómico—. Intenta alquilar un local donde podamos cambiarnos de ropa.

El arrabal norte de la ciudad de Amón estaba intensamente animado, dado el número de almacenes que recibían mercancías. Se hablaba en voz muy alta, se negociaba, se cargaban asnos y se programaban entregas.

Pero el tiempo pasaba y Emmett comenzaba a preocuparse.

En un momento dado se acercó un grupo de campesinos. A la cabeza iban dos bocazas satisfechos de llegar a la ciudad. Por detrás, Edward.

El actor le hizo una señal y el escriba se separó del cortejo. Luego se apoyaron en la esquina de una calleja.

Poco después, Bella fue a buscarlos y los llevó a la planta baja de una casa de tres pisos. El local, que estaba en obras, servía de almacén.

—No tiene el aspecto de un palacio —advirtió Emmett—, ¡pero ya estamos en Tebas! Aún no me lo creo.

—Esta ciudad podría ser nuestra tumba —declaró Edward—. ¿Cómo conseguiremos ver a la Divina Adoradora?

—Su mano derecha, el gran intendente Chechonq, me parece más accesible. Él es el hombre fuerte de Tebas. Dirige el conjunto de los servicios administrativos y mantiene la prosperidad de la provincia.

— ¿Y si se muestra hostil?

El semblante del actor se ensombreció.

—En ese caso, habrá que levantar el campo.

—No hemos llegado a eso aún —intervino Bella—. Y necesitamos dormir.

 

 El juez Carlisle tomó posesión de su nuevo dominio. Visitó cada uno de los despachos y distribuyó a sus ayudantes por el edificio requisado. Su secretario ordenó los papiros y las tablillas de madera en unos estantes y dispuso el mobiliario a gusto de su patrón. Algunos proveedores le proporcionaron el material necesario, especialmente tabletas de tinta, estiletes, cálamos, gomas, paletas, trapos y una gran cantidad de cestos.

Al cabo de pocas horas, el centro de mando ya era operativo. Enfrente, varias casas fueron vaciadas de sus inquilinos, realojados en otra parte, y reservadas a los policías y militares que acababan de llegar a Tebas.

El magistrado sentía que la última fase de su investigación se decidiría allí. Edward y sus cómplices habían eliminado a los falsos pescadores, evitado las barreras y alcanzado su destino. Pero ahora tenían que cruzar las puertas de Karnak. Y aquella insensata andadura sólo les habría servido para ver a una moribunda, incapaz de ayudarlos.

Sin embargo, ¿la Divina Adoradora agonizaba realmente? Por lo general, nadie engañaba al jefe de los servicios secretos. Al regresar a Sais, Henat proclamaba su certeza. Y si el actor Emmett trabajaba para él, ¿no entregaría muy pronto a su amigo Edward a la justicia?

La llegada del gran intendente interrumpió las reflexiones del magistrado. De buenas a primeras, aquel personaje imponente, gordinflón y simpático exasperó al juez.

—Ya no esperaba veros —soltó Carlisle con sequedad.

—Imperativos de orden administrativo me han impedido recibiros, y os ruego que me perdonéis. Esta gran provincia no es fácil de administrar, ¡creedme!

—A cada cual sus problemas.

— ¿Estáis adecuadamente instalado?

—Esto bastará.

— ¿No preferiríais una villa tranquila, rodeada por un jardín, para descansar mejor?

—No tengo intención de descansar, sino de detener a un temible criminal y a su pandilla.

—He oído decir que habían perecido ahogados —se extrañó Chechonq.

—No os fiéis de los rumores.

— ¿Acaso corren peligro los tebanos?

—Yo me encargaré de su seguridad y cuento con su cooperación, comenzando por la vuestra.

—La tenéis por completo, juez Carlisle.

—Proporcionadme un plano detallado de la ciudad y de la provincia, y poned en estado de alerta a vuestras fuerzas de seguridad.

— ¡Oh, son muy escasas y se limitan a proteger el templo de Karnak!

—A partir de este instante, obedecerán mis órdenes.

—Yo debería haber recurrido a la Divina Adoradora, pero...

— ¿Qué os impide hacerlo?

Las palabras salieron a duras penas de la boca de Chechonq.

—Se trata de una especie de secreto de Estado, y...

—Represento al faraón y exijo saberlo todo. Por lo demás, pensaba entrevistarme con la Divina Adoradora mañana mismo para exponerle mis intenciones.

—Por desgracia, eso será imposible —murmuró Chechonq, afligido—. Su estado de salud le impide recibir a nadie, incluso a mí. La población ignora esta tragedia, y me siento desamparado.

—Seguid callando y cumpliendo con vuestras funciones.

—Esta noche, os invito a un gran banquete organizado en vuestro honor. Nuestros cocineros...

—Esta noche hay reunión de los responsables del ejército y la policía. Vuestra presencia me parece indispensable.

Un gran mapa de la provincia tebana se había desplegado sobre unas mesas bajas, pegadas. Gracias a la precisión de los escribas del catastro, el juez Carlisle se hizo una idea exacta de la ciudad de Amón y sus alrededores.

La magnitud del territorio que debía vigilar y registrar parecía desalentadora. Edward podía ocultarse en el propio meollo de la ciudad, en la campiña o en el interior de un templo hostil a la policía de Amasis.

Lo primero que había que hacer estaba bastante claro: una parte de las tropas se ocuparía de la orilla occidental; la otra, de la oriental. La entrada del Valle de los Reyes quedaría bloqueada y el acceso a los santuarios reservado sólo a los ritualistas.

Continuamente, controles móviles interceptarían a viandantes y mercaderes. Y se colocarían numerosos puestos de policía junto a los edificios oficiales, sin olvidar la multiplicación de las patrullas terrestres y fluviales. Finalmente, se ofrecería una buena recompensa a quien le proporcionara al juez informaciones dignas de interés.

Consternado, Chechonq guardó silencio. El escriba y sus amigos no escaparían de aquella nasa, y nunca lograrían ver a la Divina Adoradora.

              

Emmett representaba a la perfección el papel de mercader sirio. Vestía una coloreada túnica asiática, llevaba los cabellos sujetos por una cinta multicolor y calzaba sandalias de lujo. Recorría los principales mercados y se mostraba voluble y encantador.

—Me sorprende el número de policías —le dijo a un comerciante de tejidos—. En mi última estancia en Tebas no vi tantos.

—En circunstancias excepcionales hay que adoptar medidas excepcionales. ¿No habéis oído hablar de una pandilla de asesinos al mando de un escriba?

—Los rumores eso dicen, en efecto.

—Al parecer, esos temibles criminales se ocultan aquí, en Tebas. Por eso, el juez Carlisle en persona ha desplegado unas considerables fuerzas. Las dos riberas están severamente controladas y esa chusma no pasará por entre las mallas de la red. En Egipto, al menos, la justicia y el orden se respetan.

—Bien podéis decirlo —asintió Emmett—. Cuanto antes termine este asunto, mejor será para el comercio.

— ¡Muy cierto! El gran intendente Chechonq, un hombre notable y un gestor de primer orden, no debe de apreciar demasiado esta intervención del poder central. Los tebanos están orgullosos de su relativa autonomía y critican de buena gana, aunque con la boca pequeña, la política de Sais. Su único faraón es la Divina Adoradora.

—Precisamente, me gustaría ofrecer al gran intendente unos perfumes de gran calidad, destinados al templo de Karnak.

—Tenéis suerte, hoy se encuentra en el ayuntamiento de Tebas y recibe a los mercaderes extranjeros. Apresuraos a solicitar audiencia.

—Gracias por el consejo.

Emmett pasó a recoger a Edward, que adoptó, de nuevo, su aspecto de trabajador agrícola, ayudado por su asno cargado de forraje. Procuraron avanzar lentamente, llevando sobre los hombros toda la miseria de las Dos Tierras.

Unos soldados custodiaban la entrada del ayuntamiento y registraban a cada visitante. La llegada del gran intendente, precedido por una decena de escribas elegantemente vestidos, no pasó desapercibida.

— ¿Cuándo nos libraréis de este ejército? —lo interpeló un burgués—. ¡Tebas es una ciudad pacífica y libre!

—Es un caso de fuerza mayor —repuso Chechonq—. Pronto estará resuelto.

El gran intendente intercambió algunas frases con sus administrados y, luego, penetró en el ayuntamiento, seguido por los mercaderes acreditados. Como carecía de referencias serias, Emmett no había presentado su candidatura.

—No lo perdamos de vista ni un momento —le recomendó a su amigo—. En un instante u otro, Chechonq estará menos rodeado de gente y podrás hablar con él. Sé breve y convincente para captar de inmediato su interés. Si exige más explicaciones, habrás ganado. De lo contrario...

Empezó una larga espera.

Al ocaso, Chechonq salió del ayuntamiento. Rechazó montar en la silla de manos y caminó en dirección al puerto, acompañado siempre por escribas y soldados.

Allí subió a bordo de varias embarcaciones, inspeccionó sus cargamentos y verificó la calidad de los productos ofrecidos. Emmett se alegró de no haber intentado un farol.

Siguieron algunas discusiones con los armadores, los mercaderes y el escriba del Tesoro. Se discutían los precios, las cantidades y las fechas de entrega. Una vez concluidos los contratos, se felicitaron calurosamente y el gran intendente se dirigió de nuevo al centro de la ciudad.

Permaneció más de una hora en casa del escriba del Tesoro, para recapitular las transacciones en curso. A la salida, aceptó la silla de manos.

«Va a cenar», pensó Emmett, despechado.

Entrar en el vasto dominio de Chechonq presentaba serias dificultades. Si estudiaba atentamente el terreno, tal vez encontraría una solución.

La silla de manos se detuvo a la altura de una taberna al aire libre. El gran intendente bajó y se instaló, solo, en una pérgola. Era evidente que sentía necesidad de recuperar fuerzas antes de un probable banquete oficial.

Respetando ese tiempo de reposo, policías, escribas y porteadores se mantenían apartados.

Ésa era la ocasión que esperaban.

Emmett le hizo un guiño a Edward, que se acercaba a pasos mesurados, siguiendo a Viento del Norte.

El escriba evaluó la situación y decidió actuar.

Tomaría el sendero que flanqueaba la pérgola, giraría de pronto hacia la derecha, cruzaría a toda velocidad el espacio que lo separaba del gran intendente y le presentaría su petición.

Pero ¿encontraría las palabras justas? Dando vueltas y más vueltas en su cabeza a mil y una fórmulas, las consideraba todas execrables. Sólo quedaba la sencillez: «Soy el escriba Edward, inocente de los crímenes de los que se me acusa. Si queréis salvar el país del desastre, presentadme a la Divina Adoradora y probaré la veracidad de mis afirmaciones.»Una posibilidad entre un millón.

La última posibilidad.

A Edward le habría gustado decirle a Emmett cómo lo conmovían su valor y su amistad. Probablemente se lo revelaría en otro mundo.

La mirada del actor lo alentó: ¡nada estaba perdido! A veces, una tirada de dados procuraba la fortuna. ¡Y los dioses no lo abandonarían en el momento decisivo!

Edward avanzó. Tres pasos más y su destino se habría decidido.

—Caramba, campesino —aulló Emmett—, ¡podrías excusarte!

Estupefacto, Edward se detuvo. Los policías salieron de su sopor, y el gran intendente de su adormilamiento.

—Increíble —vociferó el actor—, ¡este patán me ha empujado y ha manchado mi túnica nueva! ¡Mirad! A cambio, le exijo por lo menos su asno.

Mostrando ostensiblemente la parte baja de su túnica manchada, puso por testigos a los policías.

—Lárgate ya —ordenó un oficial—. Nos destrozas los oídos.

— ¡Exijo justicia!

— ¿Quieres probar mi garrote?

Emmett retrocedió.

— ¡No, oh, no!

—Esfúmate, entonces.

La silla de manos prosiguió su camino.

Emmett y Edward se encontraron al otro extremo, lejos de cualquier mirada.

— ¿A qué ha venido eso? —se extrañó el escriba.

— ¡Era una trampa! Los rayos del sol poniente han provocado unos curiosos reflejos, justo detrás de la pérgola. ¡Reflejos de hojas de espada! Y uno de los soldados apostados en emboscada se ha levantado demasiado pronto. No habrías tenido tiempo ni de abrir la boca.

Edward, aterrado, llegó entonces a una inevitable conclusión.

— ¡Así pues, el gran intendente es el aliado del juez Carlisle! Quería atraerme y entregar la presa al cazador.

—No podemos contar con él para que nos lleve hasta la Divina Adoradora —confirmó Emmett.

Capítulo 53: CAPÍTULO 20 Capítulo 55: CAPÍTULO 22

 


Capítulos

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