EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151967
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 73: CAPÍTULO 73

Capítulo 73

 

El señor Habermel ha pasado por aquí. Tu compendio está sobre la mesa.

Edward no levantó la vista de los planos del castillo de Praga que había conseguido de manos de los arquitectos del emperador, no se sabía cómo. En los últimos días me había estado rehuyendo y había canalizado su energía hacia la investigación de los secretos de la guardia del palacio para poder abrir una brecha en la seguridad de Rodolfo. A pesar del consejo de Abraham, que yo le había comunicado debidamente, Edward prefería una estrategia proactiva.

Quería que nos fuéramos de Praga. Ya.

Me acerqué a su lado y él levantó la vista y me miró con ojos inquietos y ávidos.

—Solo es un regalo —dije, posando los guantes y besándolo intensamente—. Mi corazón es tuyo, ¿lo recuerdas?

—No es solo un regalo. Venía acompañado de una invitación para ir de caza mañana —replicó Edward, envolviéndome las caderas con las manos—. Gallowglass me ha informado de que la aceptaremos. Ha encontrado una forma de entrar en los aposentos reales seduciendo a alguna pobre doncella para que le muestre la colección de pinturas eróticas de Rodolfo. La guardia real estará de caza con nosotros o echando la siesta. Gallowglass cree que es la mejor oportunidad que vamos a tener de buscar el libro.

Le eché un vistazo al escritorio de Edward donde había otro pequeño paquete.

—¿También sabes qué es eso?

Él asintió, alargó la mano y lo cogió.

—Siempre estás recibiendo regalos de otros hombres.

Este es mío. Extiende la mano.

Intrigada, hice lo que me pedía.

Me puso algo redondo y suave sobre la palma de la mano. Era del tamaño de un huevo pequeño.

Un torrente de metal frío y pesado recorrió el misterioso huevo mientras diminutas salamandras me llenaban la mano. Estaban hechas de plata y oro y tenían diamantes incrustados en la espalda. Levanté una de las criaturas y surgió una cadena hecha enteramente de salamandras emparejadas, unidas por la cabeza a la altura de la boca y con las colas entrelazadas. Y aún más: acurrucado en la palma de mi mano había un rubí. Un rubí muy grande y muy rojo.

—¡Es precioso! —exclamé, levantando la vista hacia Edward—. ¿Cuándo has tenido tiempo de comprar esto?

No era el tipo de cadena que los orfebres guardaran para los clientes que pasaban por allí.

—Hace tiempo que lo tengo —confesó Edward—. Mi padre me lo envió junto con el retablo. No estaba seguro de que te fuera a gustar.

—Claro que me gusta. Las salamandras son alquímicas, ¿sabes? —dije, antes de volver a besarlo—. Además, ¿qué mujer se opondría a sesenta centímetros de salamandras de plata, oro y diamantes y a un rubí lo suficientemente grande como para llenar una huevera?

—Estas salamandras en concreto fueron un regalo del rey cuando regresé a Francia a finales de 1541. El rey Francisco eligió las salamandras en llamas como emblema y su lema era: «Yo nutro y extingo». —Edward se echó a reír—. A Kit le gustaba tanto el concepto que lo adaptó para uso propio: «Lo que me nutre, me destruye».

—Definitivamente, Kit es un daimón de los que ven el vaso medio vacío —dije, uniéndome a su carcajada. Toqué con el dedo una de las salamandras y esta captó la luz de las velas. Empecé a hablar, pero me interrumpí.

—¿Qué? —dijo Edward.

—¿Le has regalado esto a alguien… antes?

Después de lo de la otra noche, aquella repentina inseguridad por mi parte resultaba embarazosa.

—No —dijo Edward, al tiempo que me agarraba la mano y el tesoro que esta guardaba entre las suyas.

—Lo siento. Es ridículo, lo sé, sobre todo teniendo en cuenta el comportamiento de Rodolfo. Preferiría no tener que preguntármelo, eso es todo. Si me das algo que alguna vez entregaste a una antigua amante, simplemente dímelo.

—Nunca te daría nada que hubiera dado antes a otra persona, mon coeur —aseguró  Edward, mientras esperaba a que lo mirara a los ojos—. Tu dragón me recordó el regalo de Francisco, así que le pedí a mi padre que lo recuperara para sacarlo de su escondrijo. Solo lo usé una vez. Desde entonces, ha estado metido en una caja.

—No es exactamente para poner a diario —dije, intentando reírme. Pero no funcionó en absoluto—. No sé qué me pasa.

Edward me hizo descender hacia él para darme un beso.

—Mi corazón no te pertenece en menor medida en que el tuyo me pertenece a mí. Nunca lo dudes.

—No lo haré.

—Bien. Porque Rodolfo está haciendo todo lo posible para desgastarnos. Tenemos que mantener la cabeza fría. Y salir de Praga como almas que lleva el diablo.

Las palabras de Edward regresaron para obsesionarme la tarde siguiente, cuando nos unimos a los acompañantes más cercanos de Rodolfo en la corte para una tarde de deporte.

El plan era cabalgar hasta el pabellón de caza del emperador en Monte Blanco para cazar ciervos, pero unos cielos intensamente grises hicieron que nos quedáramos más cerca del palacio. Era la segunda semana de abril, pero la primavera llegaba lentamente a Praga y todavía era posible que nevara.

Rodolfo llamó a Edward a su lado, dejándome a merced de las mujeres de la corte. Eran descaradamente curiosas y no tenían ni idea de qué hacer conmigo.

El emperador y sus acompañantes bebían sin reservas el vino que los sirvientes les pasaban. Dada la alta velocidad de la inminente persecución, deseé que hubiera normas sobre beber y montar. Aunque no era que tuviese mucho de qué preocuparme, en el caso de Edward. Por un lado, se estaba comportando casi como un abstemio. Además, había pocas posibilidades de que se muriera, aunque su caballo se empotrara contra un árbol.

Llegaron dos hombres con un largo poste sobre los hombros para proporcionar una percha para la espléndida variedad de halcones que derribarían esa tarde a los pájaros.

Dos hombres más los seguían con una sola ave encapuchada que tenía un letal pico curvado y unas piernas llenas de plumas marrones que parecían botas. Era enorme.

—¡Ah! —exclamó Rodolfo, frotándose las manos encantado—. Ahí está mi águila, Augusta. Quería que la diosa la contemplara, aunque no podemos hacerla volar aquí. Necesita más espacio para cazar del que proporciona

el Foso de los Venados.

Augusta era un nombre perfecto para una criatura tan

orgullosa. El águila medía casi un metro de alto y, aun con

la capucha puesta, mantenía la cabeza en una postura altiva.

—Siente que la estamos observando —susurré.

Alguien le tradujo aquello al emperador, que me sonrió con aprobación.

—Una cazadora entiende a otra. Quitadle la capucha.

Dejad que Augusta y la diosa se conozcan.

Un marchito anciano de piernas combadas y expresión cautelosa se acercó al águila. Aflojó las cintas de cuero que sujetaban la capucha alrededor de la cabeza de Augusta y, suavemente, dejó al pájaro libre de ella. Las plumas doradas que tenía alrededor del cuello y la cabeza se le alborotaron con la brisa, lo que puso de relieve su textura. Augusta, sintiendo simultáneamente libertad y peligro, extendió las alas en un gesto que podría ser interpretado como la promesa de un vuelo inminente o como una advertencia.

Pero no era a mí a quien Augusta quería conocer. Con un instinto infalible, volvió la cabeza hacia el único depredador del cortejo que era más peligroso que ella.

Edward le devolvió una mirada seria, con los ojos tristes.

Augusta chilló en reconocimiento de su compasión.

—No he sacado a Augusta para que entretenga a herr Masen, sino para que conozca a la diosa —refunfuñóRodolfo.

—Y os agradezco la presentación, Majestad —dije, con intención de captar la taciturna atención del monarca.

—Augusta ha abatido a dos lobos, ¿sabéis? —dijo Rodolfo, mirando a Edward con mordacidad. Las plumas del emperador estaban mucho más erizadas que las de su preciada ave—. Eran ambos unos malditos luchadores.

—Si yo fuera el lobo, me tumbaría y dejaría que la dama hiciera lo que quisiera —dijo Edward, perezosamente. Esa tarde iba vestido completamente de cortesano: llevaba un conjunto verde y gris, y el pelo negro escondido bajo un desenfadado sombrero que, aunque le aportaba poca protección contra los elementos, le proporcionaba la oportunidad de mostrar una insignia de plata en la coronilla, el uróboros de los De Cullen, no fuera que Rodolfo olvidara con quién estaba tratando.

El resto de los cortesanos se sonrieron y ahogaron alguna risilla al escuchar tan osado comentario. Rodolfo, después de cerciorarse de que las risas no iban dirigidas a él, se unió.

—Esa es otra de las cosas que tenemos en común, herr Masen —dijo, dándole una palmada en el hombro a Edward antes de quedarse mirando hacia mí—. Ninguno de los dos tememos a una mujer fuerte.

La tensión se desvaneció, el halconero devolvió a Augusta a la percha con cierto alivio y le preguntó al emperador qué ave le gustaría usar esa tarde para abatir a los urogallos reales. Rodolfo se tomó muy en serio la elección. Una vez que el emperador hubo seleccionado a un enorme halcón gerifalte, los archiduques austríacos y los príncipes alemanes se pelearon por los pájaros sobrantes hasta que quedó un único animal. Era pequeño y temblaba

de frío. Edward extendió la mano para cogerlo.

—Es una hembra —dijo Rodolfo con un bufido, mientras se sentaba en la silla de su cabalgadura—. La he mandado traer para la diosa.

—A pesar de su nombre, a Bella no le gusta cazar. Pero no hay problema. Yo volaré el esmerejón —dijo Edward.

Se enganchó las pihuelas en los dedos, extendió la mano y el pájaro se posó en su muñeca enguantada—. Hola, preciosa —murmuró, mientras el ave acomodaba las garras.

Con cada pasito, los cascabeles tintineaban.

—Se llama Sárka—susurró el guardabosques con una sonrisa.

—¿Es tan inteligente como su nombre indica? —le preguntó Edward.

—Más aún —respondió el anciano, con una sonrisa.

Edward se inclinó hacia el pájaro y sujetó uno de los cordones que sujetaban el capuchón entre los dientes.

Tenía la boca tan cerca de la de Sárka y el gesto era tan íntimo que podría confundirse con un beso. Edward tiró del cordón hacia atrás, después de lo cual le resultó fácil quitarle la capucha con la otra mano y guardarse la venda de cuero repujado en un bolsillo.

Sárka parpadeó cuando el mundo apareció ante ella.

Volvió a parpadear mientras me estudiaba a mí y luego al hombre que la sujetaba.

—¿Puedo tocarla?

Había algo irresistible en las suaves capas de plumas marrones y blancas.

—Yo no lo haría. Está hambrienta. No creo que le den lo que le corresponde por justicia de las piezas que consiga —opinó Edward. Parecía triste de nuevo, incluso melancólico. Sárka emitió unos sonidos suaves, parecidos a una risa, mientras seguía con los ojos clavados en Edward.

—Le caes bien.

No me sorprendía. Ambos eran cazadores por instinto, los dos tenían grilletes, de modo que no podían sucumbir a la necesidad de dar caza a una presa y matarla.

Recorrimos a caballo un serpenteante sendero que bajaba hacia la garganta del río que, en su momento, había servido de foso al palacio. El torrente había desaparecido y la garganta había sido cercada para impedir que la caza del emperador rondara por la ciudad. Por los terrenos vagaban ciervos rojos, corzos y jabalíes. Y también leones y otros grandes felinos de la colección de animales salvajes de Rodolfo, los días que este decidía cazar las presas con ellos y no con las aves.

Yo esperaba un verdadero caos, pero la caza estaba coreografiada con tanta precisión como cualquier ballet.

En cuanto Rodolfo liberó a su gerifalte en el aire, los pájaros que había posados en los árboles se alzaron en una nube, levantando el vuelo para evitar convertirse en aperitivo. El gerifalte descendió en picado y sobrevoló la maleza, con el viento silbando entre los cascabeles que llevaba en las patas. Los urogallos, asustados, salieron de sus escondrijos corriendo y aleteando en todas direcciones antes de elevarse en el aire. El gerifalte se ladeó, seleccionó un objetivo, lo acosó para ponerlo en posición y se lanzó como un tiro hacia él para golpearlo con las garras y el pico. El urogallo cayó del cielo y el halcón lo persiguió, implacable, hasta el suelo, donde el ave, asustada y herida, fue finalmente muerta. El guardabosques soltó a los perros y corrió con ellos a través del terreno nevado.

Los caballos se lanzaron a la zaga y los gritos de triunfo de los hombres quedaron ahogados por los aullidos de los perros de caza.

Cuando caballos y jinetes llegamos a donde estaban, encontramos al halcón al lado de su presa, con las alas encorvadas para proteger al urogallo de los rivales que pudieran reclamarlo. Edward había adoptado una postura similar en la biblioteca Bodleiana y noté que posaba los ojos sobre mí para asegurarse de que anduviera cerca.

Ahora que el emperador se había cobrado la primera presa, el resto eran libres de unirse a la cacería. Entre todos cazaron más de cien aves, lo suficiente para alimentar a un buen número de cortesanos. Solo se produjo un altercado. Cómo no, tuvo lugar entre el espléndido gerifalte plateado de Rodolfo y el pequeño esmerejón marrón y blanco de Edward.

Mi marido se había descolgado del resto de la manada de machos. Soltó su pájaro bastante después que el resto y se lo tomó con calma a la hora de reclamar el urogallo que este había abatido. Aunque ninguno de los otros hombres se había apeado de sus monturas, Edward lo hizo y persuadió a Sárka para que se alejara de su presa con un susurro y un pedazo de carne sacada de una presa anterior.

En una ocasión, sin embargo, Sárka no logró entrar en contacto con el urogallo al que estaba persiguiendo. Este la esquivó y se interpuso directamente en el camino del gerifalte de Rodolfo. Pero Sárka se negó a ceder. Aunque el gerifalte era mayor, Sárka era más luchadora y más ágil.

Para alcanzar a su urogallo, el esmerejón me pasó volando por encima de la cabeza tan cerca que noté el cambio de presión del aire. Era una cosita diminuta, más pequeña incluso que el urogallo y, definitivamente, el ave del emperador la superaba con mucho en talla. El urogallo cobró altura, pero no tenía escapatoria. Sárka cambió de dirección rápidamente y hundió las garras curvadas en su presa. El peso de esta les hizo descender a las dos. El gerifalte, indignado, chillaba de frustración y Rodolfo añadió su propia y enérgica protesta.

—Vuestro pájaro ha interferido con el mío —exclamó Rodolfo, furioso, mientras Edward espoleaba al caballo para que avanzara con el fin de ir a recoger al esmerejón.

—No es mi pájaro, Majestad —dijo Edward. Sárka, que se había erizado y había extendido las alas para lograr un aspecto lo mayor y más amenazante posible, emitió un agudo pitido mientras aquel se aproximaba. Edward murmuró algo que me resultaba vagamente familiar y ciertamente amoroso y las plumas del pájaro se suavizaron —. Sárka os pertenece a vos. Y hoy ha demostrado ser merecedora de ostentar el mismo nombre que la gran guerrera de Bohemia.

Edward cogió el esmerejón, el urogallo y todo, y lo levantó para que lo vieran los miembros del cortejo. Las pihuelas de Sárka colgaban sueltas y sus cascabeles emitieron un sonido tintineante mientras él la rodeaba. Sin tener muy claro cuál debía ser su reacción, los cortesanos esperaron a que Rodolfo hiciera algo. Pero yo intervine en su lugar.

—¿Se trataba de una guerrera, marido?

Edward se detuvo en plena rotación y sonrió.

—¿Por qué? Sí, esposa mía. La auténtica Sárka era pequeña y batalladora, al igual que el pájaro del emperador, y sabía que la mayor arma de un guerrero se encontraba entre sus orejas.

Se dio unos golpecitos con los dedos en la cabeza para asegurarse de que todos recibían el mensaje. Rodolfo no solo lo recibió, sino que parecía desconcertado.

—Eso me recuerda mucho a las damas de Malá Strana — dije con sequedad—. ¿Y qué hizo Sárka con su inteligencia? —Antes de que Edward pudiera responder, una joven desconocida tomó la palabra.

— Sárka abatió a una tropa de soldados —explicó en un latín fluido, aunque con un fuerte acento checo. Un hombre de barba blanca, que supuse que sería su padre, la miró con aprobación y ella se ruborizó.

—¿De verdad? —respondí, interesada—. ¿Cómo?

—Fingiendo que necesitaba ser rescatada e invitando después a los soldados a celebrar su liberación con demasiado vino —dijo, mientras otra mujer mayor que ella y con un pico por nariz que podría rivalizar con el de Augusta resoplaba contrariada—. Los hombres siempre pican.

Solté una carcajada. Para su sorpresa, naturalmente, lo mismo hizo la picuda y aristocrática señora mayor.

—Me temo, emperador, que las damas no permitirán que le echen la culpa a su heroína por los errores de otros.

Edward buscó la capucha en el bolsillo y, con cuidado, la colocó sobre la orgullosa cabeza de Sárka. Luego se inclinó y apretó los cordones con los dientes. El guardabosques cogió el esmerejón mientras se producía una especie de aplauso de aprobación.

Pasamos a una casa de estilo italiano con el tejado rojo y blanco, que se encontraba en el linde de los terrenos del palacio, para tomar vino y algún refrigerio, aunque yo preferí quedarme en los jardines, donde los narcisos y los tulipanes del emperador estaban floreciendo. Otros miembros de la corte se unieron a nosotros, incluido el avinagrado Strada, el señor Hoefnagel y el fabricante de instrumentos Erasmus Habermel, al que di las gracias por el compendio.

—Lo que necesitamos para acabar con el aburrimiento es una fiesta de primavera, ahora que la Cuaresma ya casi ha finalizado —dijo uno de los cortesanos jóvenes en voz alta —. ¿No os parece, Majestad?

—¿Un baile de disfraces? —Rodolfo le dio un trago al vino y se me quedó mirando—. Si es así, el tema deberá ser Diana y Acteón.

—Ese tema es muy común, Majestad, y bastante inglés —dijo Edward con tristeza. Rodolfo se ruborizó—. Tal vez deberíamos elegir mejor a Deméter y Perséfone. Es más apropiado para la estación.

—O la historia de Odiseo —sugirió Strada, dirigiéndome una desagradable mirada—. Frau Masen podría hacer de Circe y convertirnos en cochinillos.

—Muy interesante, Ottavio —dijo Rodolfo, dando unos golpecitos con el dedo índice sobre su carnoso labio inferior—. Me divertiría hacer de Odiseo.

«No lo verán tus ojos», pensé. No con la ineludible escena de la cama y Odiseo haciéndole prometer a Circe que no tomaría su hombría a la fuerza.

—Si se me permite proponer una sugerencia… —dije, deseando evitar el desastre.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Rodolfo con seriedad, mientras me tomaba la mano y la acariciaba con ansia.

—La historia que yo tengo en mente requiere que alguien haga el papel de Zeus, dios de dioses —le dije al emperador, mientras retiraba la mano con suavidad.

—Yo podría ser un Zeus convincente —aseguró entusiasmado, con una sonrisa que le iluminó el rostro—.

¿Haréis vos de Calisto? —«Ni soñarlo». No iba a permitir que Rodolfo fingiera hacerme daño y dejarme embarazada.

—No, Majestad. Si insistís en que participe en el entretenimiento, haré de diosa de la luna —dije, deslizando la mano en la doblez del brazo de Edward—. Y, para compensar su anterior comentario, Edward hará de Endimión.

—¿De Endimión?

La sonrisa de Rodolfo flaqueó.

—Pobre Rodolfo. Burlado una vez más —susurró Edward solo para mis oídos—. Endimión, Majestad — dijo, esta vez en voz bien alta—, el hermoso joven que cae en un sueño eterno para conservar la inmortalidad y la castidad de Diana.

—¡Conozco la leyenda, herr Masen! —le advirtió Rodolfo.

—Mis disculpas, Majestad —repuso Edward, con una elegante aunque superficial reverencia—. Bella estará espléndida, llegando en su cuadriga para observar con nostalgia al hombre al que ama.

Llegados a ese punto, Rodolfo ya estaba imperialmente púrpura. Nos pidió que nos retiráramos de su real presencia con un gesto de la mano y abandonamos el palacio para recorrer la breve distancia colina abajo hasta los Tres Cuervos.

—Solo tengo una petición —dijo Edward, mientras entrábamos por la puerta principal—. Puede que sea un vampiro, pero abril es un mes frío en Praga. Por deferencia a la temperatura, los trajes que diseñes para hacer de Diana y Endimión deberán ser más sustanciosos que una media luna para el cabello en tu caso y un paño de cocina para cubrirme las caderas.

—¡Te acabo de dar el papel y ya vienes con exigencias artísticas! —exclamé, levantando la mano con fingida indignación—. ¡Actores!

—Te lo tienes merecido, por trabajar con aficionados — dijo Edward, con una sonrisa—. Sé exactamente cómo debería empezar el baile de máscaras: «¡Y hela aquí! Las nubes se separaron y vi emerger / la más hermosa luna que jamás refulgió plateada. / Una concha para el cáliz de Neptuno».

—¡No puedes usar a Keats! —exclamé, echándome a reír—. Es un poeta romántico: llevas trescientos años de adelanto.

—«Ella se elevó / tan apasionadamente refulgente que mi alma deslumbrada / rodó enredada con sus argénteas esferas / a través de las nubes y los claros, incluso cuando finalmente ella cayó en una oscura y vaporosa carpa»— exclamó mi marido con dramatismo, atrayéndome hacia sus brazos.

—Y supongo que pretenderás que yo consiga una carpa —dijo Gallowglass, bajando las escaleras como un rayo.

—Y unas ovejas. O tal vez un astrolabio. Endimión puede ser pastor o astrónomo —declaró Edward, sopesando sus opciones.

—El guardabosques de Rodolfo nunca se deshará de una de sus extrañas ovejas —dijo Gallowglass, agriamente.

—Le dejaré mi compendio a Edward con gusto — aseguré, mientras echaba un vistazo alrededor para buscarlo. Se suponía que estaba en la repisa de la chimenea, fuera del alcance de Jack—. ¿Adónde ha ido?

—Annie y Jack se lo están enseñando a Greñas. Creen que está encantado.

Hasta entonces, no me había percatado de las hebras que subían directamente corriendo las escaleras, procedentes de la chimenea. Eran plateadas, doradas y grises. Con las prisas de llegar a donde estaban los niños y descubrir qué estaba pasando con el compendio, me pisé el dobladillo de la falda. Cuando llegué hasta Annie y Jack, había logrado dar a la parte de abajo un nuevo corte escalonado.

Annie y Jack tenían el pequeño compendio de latón y plata abierto como un libro, con las alas internas completamente extendidas. El deseo de Rodolfo había sido regalarme algo para seguir el movimiento de los cielos y Habermel se había superado a sí mismo. El compendio contenía un cuadrante, un compás, un aparato para computar la duración de las horas en las diferentes estaciones del año, una rueda de computación —cuyos engranajes podían moverse para descubrir la fecha, la hora, el signo del Zodíaco reinante y la fase lunar— y un cuadro de latitudes que incluía (por expreso deseo mío) las ciudades de Roanoke, Londres, Lyon, Praga y Jerusalén. Una de las alas tenía una púa en la que podía encajar una de las nuevas tecnologías más candentes: la libreta borrable, que estaba hecha con un papel especialmente tratado en el que se podía escribir y luego borrar lo escrito cuidadosamente para tomar nuevas notas.

—Mira, Jack, lo está volviendo a hacer —dijo Annie,

observando el instrumento. Greñas (ya nadie en la casa le llamaba Lobero, salvo Jack) empezó a ladrar y a sacudir la cola emocionado mientras la rueda de computación lunar comenzaba a girar sola.

—Te apuesto un penique a que la luna llena estará en la ventana cuando esto pare de girar —dijo Jack, antes de escupir en la mano y tendérsela a Annie.

—Nada de apuestas —dije de inmediato, mientras me agachaba al lado de Jack.

—¿Cuándo ha empezado esto, Jack? —preguntó Edward, esquivando a Greñas. Jack se encogió de hombros.

—Sucede desde que herr Habermel lo envió —confesó Annie.

—¿Gira así todo el día o solo en ciertos momentos? — pregunté.

—Solo una o dos veces al día. Y el compás solo una — respondió Annie, abatida—. Debería habéroslo dicho. Sabía que era mágico por la sensación que me produce.

—Está bien —dije, sonriéndole—. No pasa nada.

Posé el dedo sobre el centro de la rueda de computación y le ordené al artilugio que se detuviera. Lo hizo. En cuanto dejó de dar vueltas, los hilos plateados y dorados que rodeaban el compendio empezaron a esfumarse lentamente, dejando atrás únicamente la hebra gris, que se perdió rápidamente entre los numerosos hilos de colores que llenaban nuestra casa.

—¿Qué significa? —me preguntó Edward más tarde, cuando la casa estaba en silencio y tuve la primera oportunidad de poner el compendio fuera del alcance de los niños. Decidí dejarlo sobre el dosel plano que cubría nuestra cama—. Por cierto, todo el mundo esconde las cosas encima del baldaquín. Será el primer lugar en el que Jack lo buscará.

—Alguien nos está buscando. Volví a bajar el compendio y pensé en un nuevo sitio para ocultarlo.

—¿En Praga?

Edward extendió la mano para que le entregara el pequeño instrumento y, cuando se lo di, lo guardó dentro del jubón.

—No. En el tiempo.

Edward  se sentó sobre la cama con un sonido sordo y maldijo.

—Es culpa mía —confesé, mirándolo con timidez—.

Intenté tejer un hechizo para que el compendio me avisara si alguien estaba pensando en robarlo. Se suponía que el hechizo le ahorraría problemas a Jack. Supongo que tendré que empezar de cero.

—¿Qué te hace pensar que se trata de alguien de otra época? —preguntó Edward.

—Que la rueda de computación es un calendario perpetuo. Los engranajes estaban girando como si estuvieran tratando de obtener información más allá de las especificaciones técnicas. Me recuerda a las palabras que corrían por el Ashmole 782.

—Tal vez el giro del compás indique que, quienquiera que sea que nos esté buscando, se encuentra además en un sitio diferente. Al igual que la rueda de computación lunar, el compás no puede encontrar el verdadero norte porque le están pidiendo que compute dos direcciones distintas: la nuestra de Praga y la de otra persona.

—¿Crees que son Esme o Sarah, que necesitan nuestra ayuda?

Esme había sido quien le había enviado a Edward el ejemplar de Doctor Fausto para ayudarnos a llegar a 1590.

Sabía adónde nos dirigíamos.

—No —dijo Edward, con voz segura—. Ellas no nos delatarían. Se trata de otra persona.

Posó en mí sus ojos verde grisáceo. Aquella mirada inquieta y arrepentida había vuelto.

—Me miras como si, en cierto modo, te hubiera traicionado —dije, sentándome a su lado en la cama—. Si no quieres que vaya al baile de disfraces, no iré.

—No es eso —replicó Edward, antes de levantarse y alejarse—. Sigues ocultándome algo.

—Todos nos guardamos cosas para nosotros mismos, Edward. Pequeñas cosas sin importancia. O a veces cosas grandes, como lo de pertenecer a la Congregación.

Sus acusaciones me dolían, teniendo en cuenta todo lo que aún no sabía de él.

Edward me puso repentinamente las manos sobre los hombros y me levantó.

—Nunca me perdonarás por eso.

Sus ojos parecían negros y tenía los dedos enterrados en mis brazos.

—Me prometiste que tolerarías mis secretos. El rabino Loew tiene razón. La tolerancia no es suficiente.

Edward me soltó con una imprecación. Oí a Gallowglass en las escaleras y los soñolientos murmullos de Jack en el pasillo.

—Me voy a llevar a Jack y a Annie a la casa de Emmett —dijo Gallowglass desde la puerta—. Tereza y Karolina ya se han ido. Pierre vendrá conmigo y el perro también — dijo el sobrino de Edward, antes de bajar la voz—.

Asustáis al chico cuando discutís y ya ha pasado suficiente miedo en su corta vida. Arreglaos o me los llevaré de vuelta a Londres y os dejaré aquí a los dos para que os las arregléis solos.

Los ojos de Gallowglass echaban chispas.

Edward se sentó en silencio al lado del fuego, con una copa de vino en las manos y una oscura expresión en la cara, mientras observaba fijamente las llamas. En cuanto el grupo partió, se puso en pie y fue hacia la puerta.

Sin pensarlo ni planearlo, liberé a mi dragón escupe fuego. «Detenlo», le ordené. Este lo cubrió con una niebla gris mientras volaba por encima de él y a su alrededor, y se materializó al lado de la puerta para clavar las púas que tenía en los extremos de las alas a cada lado del marco. Cuando vio que Edward se acercaba demasiado, expulsó una advertencia en forma de lengua de fuego por la boca.

—No vas a ir a ninguna parte —dije. Me costó un esfuerzo terrible no levantar la voz. Puede que Edward tuviera más fuerza que yo, pero dudaba que pudiera luchar con éxito con mi espíritu familiar—. Mi dragón es un poco

como Sárka: pequeño pero perseverante. Yo no lo haría enfadar. —Edward se volvió, con una mirada fría—. Si estás enfadado conmigo, dímelo. Si he hecho algo que no te ha gustado, házmelo saber. Si quieres poner fin a este matrimonio, ten el valor de darlo por finalizado limpiamente para que intente, y digo intente, recuperarme de él. Porque si continúas mirándome como si desearas que no estuviéramos casados, vas a acabar conmigo.

—No deseo en absoluto poner fin a nuestro matrimonio —dijo con firmeza.

—Entonces sé mi marido —le pedí, avanzando hacia él —. ¿Sabes lo que pensé al ver volar a aquellos hermosos pájaros hoy? «Ese sería el aspecto que tendría Edward si fuera libre de ser él mismo». Y cuando te vi poniéndole la capucha a Sárka, cegándola para que no pudiera cazar cuando su instinto le decía que lo hiciera, vi la misma mirada de pesar en sus ojos que he visto en los tuyos a diario desde que perdí al bebé.

—Esto no tiene nada que ver con el bebé.

Ahora en sus ojos había una mirada de advertencia.

—No. Tiene que ver conmigo. Y contigo. Y con algo tan aterrador que no eres capaz de reconocerlo: que, a pesar de tus supuestos poderes sobre la vida y la muerte, no lo controlas todo y no puedes lograr que yo, ni cualquier otro de tus seres queridos, esté siempre a salvo.

—¿Y crees que la pérdida del bebé es lo que ha traído eso a casa?

—¿Qué más podría haberlo hecho? La culpabilidad que sentías por lo de Blanca y Lucas casi te destruye.

—Estás equivocada.

Edward tenía las manos enredadas en mi cabello y tiraba hacia abajo del nudo de trenzas, lo que hacía que se liberara el aroma de la manzanilla y la menta del jabón que usaba. Sus pupilas eran enormes y tenían el color de la tinta. Bebió mi fragancia y parte del verde regresó.

—Dime de qué se trata entonces.

—De esto.

Edward extendió la mano hasta el extremo de mi corpiño y lo rasgó en dos. Luego aflojó el cordón que evitaba que el amplio cuello del blusón se resbalara de los hombros, de manera que la parte superior de mis pechos quedó expuesta. Su dedo siguió la vena azul que emergía allí a la superficie y continuaba bajo los pliegues de tela.

—Cada día de mi vida es una batalla por controlarme.

Lucho contra la rabia y contra las náuseas posteriores.

Lucho contra el hambre y la sed, porque no creo que esté bien que tome sangre de otras criaturas, ni siquiera de los animales, aunque lo prefiero a tomarla de alguien a quien podría volver a ver por la calle —dijo Edward, antes de levantar los ojos hacia los míos—. Y estoy en guerra conmigo mismo por esta indescriptible necesidad de poseer tu cuerpo y tu alma de formas que ningún sangre caliente puede comprender.

—Quieres mi sangre —susurré, comprendiendo de repente—. Me has mentido.

—Me he mentido a mí mismo.

—Te he dicho repetidas veces que puedes tomarla — dije. Agarré el blusón y lo rompí más aún, luego incliné la cabeza hacia un lado para mostrar la yugular—. Tómala. No me importa. Solo quiero que vuelvas —le aseguré,

tragándome un sollozo.

—Eres mi pareja. Nunca bebería sangre de tu cuello de forma voluntaria —me aseguró Edward. Noté sus dedos fríos sobre mi piel y él volvió a ponerme el blusón en su sitio—. Cuando lo hice en Madison, fue porque estaba

demasiado débil para contenerme.

—¿Qué le pasa a mi cuello? —pregunté, confusa.

—Los vampiros solo muerden en el cuello a extraños y subordinados. No a sus amantes. Y, desde luego, tampoco a sus parejas.

—Dominación —dije, volviendo a pensar en nuestras conversaciones previas sobre vampiros, sangre y sexo— y alimentación. Así que la mayoría de los seres a los que mordéis en el cuello son humanos. He ahí la semilla de la verdad de ese mito sobre los vampiros.

—Los vampiros muerden a sus parejas aquí, al lado del corazón —dijo Edward, antes de presionar los labios contra la piel desnuda que sobresalía por el borde del blusón. Era donde me había besado en la noche de bodas,

cuando los sentimientos lo habían abrumado.

—Creía que el hecho de que quisieras besarme ahí era simple lujuria.

—No hay nada simple en el deseo de los vampiros de beber sangre de esta vena —me aseguró mientras movía la boca un centímetro más abajo, siguiendo la línea azul, y volvía a apretar los labios.

—Pero si no es una cuestión de alimentación y de preponderancia, ¿de qué se trata?

—De honestidad —respondió Edward. Cuando me miró a los ojos, estos seguían estando más negros que verdes—.

Los vampiros guardan demasiados secretos para ser siempre totalmente honestos. Nunca podríamos compartirlos todos verbalmente y la mayoría son demasiado complejos como para buscarles un sentido, por mucho que lo intentes. Además, en mi mundo existen prohibiciones que impiden compartir secretos.

—Ese no es tu caso. Lo he oído varias veces.

—Beber de tu amante es saber que no se oculta nada — dijo Edward, bajando la vista hacia mi pecho y tocando de nuevo la vena con la yema del dedo—. La llamamos la vena del corazón. Ahí la sangre sabe más dulce. Se produce una sensación de posesión y pertenencia absoluta, pero también requiere un control total para no ser arrastrado por las fuertes emociones que se obtienen como resultado —dijo con voz triste.

—Y tú no confías en tu control por culpa de la rabia de sangre.

—Me has visto en sus manos. El instinto de protección es lo que la enciende. ¿Y quién representa un mayor peligro para ti que yo mismo?

Me encogí de hombros para quitarme el blusón y saqué los brazos por las mangas hasta que me quedé desnuda de cintura para arriba. Busqué con los dedos los cordones de la falda y los desaté.

—No lo hagas —me rogó Edward. Sus ojos se habían ennegrecido aún más—. No hay nadie aquí, por si…

—¿Me dejas seca? —pregunté, mientras me quitaba la falda—. Si no podías confiar en ti para hacer esto cuando Carlisle podía oírnos, no es muy probable que puedas hacerlo con Gallowglass y Pierre al lado para ayudarte.

—Esto no es ninguna broma.

—No —dije, tomando sus manos entre las mías—. Es una cuestión entre marido y mujer. Es una cuestión de honestidad y verdad. No tengo nada que ocultarte. Si beber la sangre de mis venas va a poner fin a tu incesante necesidad de perseguir lo que crees que son mis secretos, entonces será lo que harás.

—No es algo que un vampiro haga solo una vez — advirtió Edward, intentando alejarse.

—No creí que lo fuera —sostuve, enredando los dedos en sus cabellos, a la altura de la nuca—. Toma mi sangre.

Toma mis secretos. Haz lo que tus instintos te piden a gritos que hagas. Aquí no hay capuchas ni pihuelas. En mis brazos deberías ser libre, aunque no lo seas en ningún otro lugar.

Atraje su boca hacia la mía. Él respondió con cautela al principio, rodeándome las muñecas con los dedos como si pretendiera escaparse a la menor oportunidad. Pero su instinto era fuerte y su anhelo, palpable. Las hebras que interconectaban el mundo se movieron y se apelotonaron a mi alrededor como para hacer sitio para unos sentimientos tan potentes. Me eché hacia atrás con suavidad, mientras mis pechos se elevaban con cada respiración.

Él parecía tan asustado que me rompió el corazón. Pero también había deseo. «Miedo y deseo». No me extrañaba que hubieran aparecido en su ensayo para el college All Souls cuando le habían otorgado la beca. ¿Quién podría entender mejor la guerra entre ellos que un vampiro?

—Te quiero —susurré, dejando caer los brazos de forma

que colgaran a mis costados. Tenía que hacerlo por sí mismo. Yo no podía entrometerme en el momento en que llevara su boca a mi vena.

La espera era insoportable, pero al menos agachó la cabeza. El corazón me latía a toda velocidad, y oí cómo Edward respiraba hondo.

—Miel. Siempre hueles a miel —murmuró maravillado, justo antes de que sus afilados dientes quebraran mi piel.

Cuando había tomado mi sangre en anteriores ocasiones, Edward había tenido cuidado de anestesiar el punto con una pizca de su propia sangre para que no sintiera dolor.

Esa vez no, pero pronto la piel se me durmió debido a la presión de su boca sobre la piel. Sus manos me acunaban mientras me inclinaba hacia atrás, hacia la superficie de la cama. Yo estaba suspendida en el aire, esperando el momento en que quedara satisfecho porque no hubiera nada más entre nosotros que amor.

Unos treinta segundos después de haber empezado, Edward se detuvo. Levantó la vista hacia mí, sorprendido, como si hubiera descubierto algo inesperado. Sus ojos se volvieron completamente negros y, por un fugaz instante, creí que la rabia de sangre estaba emergiendo.

—No pasa nada, mi amor —susurré. Edward bajó la cabeza para beber más, hasta que descubrió lo que necesitaba. Le llevó menos de un minuto.

Besó aquel punto sobre mi corazón con la misma expresión de tierna veneración que tenía en nuestra noche de bodas en Sept-Tours y, levantando la vista, me miró con timidez.

—¿Y bien? ¿Qué has descubierto? —pregunté.

—A ti. Solo a ti —murmuró Edward.

Su timidez pronto se convirtió en hambre mientras me besaba y pronto estuvimos enredados el uno en el otro.

Salvo por nuestro breve encuentro de pie contra la pared, hacía semanas que no hacíamos el amor y al principio el ritmo fue un poco extraño, mientras recordábamos cómo movernos juntos. Mi cuerpo serpenteaba cada vez con más fuerza. Solo necesitaba que volviera a deslizarse con rapidez sobre mí o un intenso beso más para hacerme volar.

Pero, en lugar de ello, Edward empezó a ir más despacio. Nuestros ojos se encontraron y se conectaron.

Nunca lo había visto con el aspecto que tenía en aquel momento: vulnerable, esperanzado, bello, libre. Ahora no había secretos entre nosotros, ningún sentimiento de cautela por si nos golpeaba el desastre y éramos arrastrados a los oscuros lugares donde la esperanza no podía sobrevivir.

—¿Puedes sentirme? —murmuró Edward. Se había convertido en un punto estático en mi núcleo. Asentí de nuevo. Él sonrió y se movió con cuidado, deliberadamente —. Estoy dentro de ti, Bella, dándote vida.

Yo le había dicho las mismas palabras a él mientras bebía mi sangre y lo arrancaba del borde de la muerte para llevarlo de vuelta al mundo. En aquel momento no creí que las hubiera escuchado.

Se movió de nuevo dentro de mí, repitiendo aquellas palabras como si se tratara de un encantamiento. Era la forma de magia más simple y pura del mundo. Edward ya estaba tejido en mi alma, pero ahora también lo estaba en mi cuerpo, al igual que yo lo estaba en el suyo. Mi corazón, que se había roto una y otra vez en los pasados meses, cada vez que me tocaba con tristeza y me miraba arrepentido, empezó a tejerse una vez más.

Cuando el sol se apoderó del horizonte, extendí la mano y lo toqué en medio de los ojos.

—Me pregunto si yo también podría leer tus pensamientos.

—Ya lo has hecho —dijo Edward, antes de bajarme los dedos y besarme las yemas—. Allá en Oxford, cuando recibiste la foto de tus padres. No eras consciente de lo que estabas haciendo. Pero no dejabas de responder preguntas que yo no era capaz de expresar en voz alta.

—¿Puedo volver a intentarlo? —pregunté, dando por hecho que diría que no.

—Por supuesto. Si fueras una vampira, ya te habría ofrecido mi sangre —me aseguró, y se recostó sobre la almohada.

Vacilé un instante, apacigüé mis pensamientos y me centré en una simple pregunta: «¿Cómo puedo conocer el corazón de Edward?».

Un único hilo plateado brilló entre mi propio corazón y el punto de su frente donde tendría el tercer ojo, si fuera brujo. El hilo se encogió y me fue acercando a él, hasta que mis labios presionaron su piel.

Una explosión de imágenes y sonidos estallaron en mi cabeza como fuegos artificiales. Vi a Jack y a Annie, a Carlisle y a Esme. Vi a Gallowglass y a hombres que no conocía que ocupaban lugares importantes en los recuerdos de Edward. Vi a Eleanor y a Lucas. Percibí la sensación de triunfo por desvelar algún misterio científico, oí el grito de alegría cuando se iba a caballo al bosque a cazar y matar, para satisfacer su instinto. Me vi a mí misma, levantando la cabeza y sonriéndole.

Luego vi la cara de herr Fuchs, el vampiro que había conocido en el Barrio Judío, y oí con bastante claridad las palabras: «Mi hijo, Benjamín».

Volví a sentarme sobre los talones de repente y me llevé los dedos a los labios, que me temblaban.

—¿Qué sucede? —preguntó Edward, sentándose y frunciendo el ceño.

—¡Herr Fuchs! —exclamé, levantando la vista hacia él, horrorizada, temerosa de que él hubiera pensado lo peor—.

No me había dado cuenta de que era tu hijo, de que él era Benjamín.

No parecía que hubiera un ápice de rabia de sangre en aquella criatura.

—No es culpa tuya. Tú no eres un vampiro y Benjamín solo revela lo que desea —dijo Edward, con voz tranquilizadora—. Debí de sentir su presencia a tu alrededor: un rastro de olor o algún indicio de que andaba cerca. Eso fue lo que me hizo pensar que me estabas ocultando algo. Estaba equivocado. Siento haber dudado de ti, mon coeur.

—Pero Benjamín debe de haberse dado cuenta de quién era yo. Estaba envuelta en tu olor.

—Por supuesto que lo sabía —dijo Edward, desapasionadamente—. Lo buscaré mañana, pero si Benjamín no quiere ser encontrado, no habrá nada que hacer salvo advertir a Gallowglass y a Carlisle. Ellos harán saber al resto de la familia que Benjamín ha vuelto a aparecer.

—¿Advertirles?

Sentí pinchazos de miedo en la piel cuando él asintió.

—Lo único más espeluznante que Benjamín en manos de la rabia de sangre es Benjamín cuando está lúcido, como lo estaba cuando te hallabas con el rabino Loew. Es como lo que dijo Jack —señaló Edward—: los monstruos más aterradores siempre parecen hombres normales.

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