EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 19: CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 19

 

A la mañana siguiente mis primeros pensamientos también tuvieron que ver con cabalgar.

Me pasé un cepillo por el pelo, me enjuagué la boca y me puse un ajustado par de leggings. Era lo más parecido a pantalones de montar que había traído. Las zapatillas para correr me harían imposible mantener los talones en los estribos, de modo que me puse mis mocasines. No era el calzado adecuado, pero sería suficiente. Una camiseta de manga larga y un jersey de lana completaban mi atuendo. Me recogí el pelo en una cola de caballo, y volví al dormitorio.

Edward enarcó la ceja cuando entré con rapidez en la habitación y con su brazo me impidió seguir avanzando. Estaba apoyado en la puerta que daba al pasillo abovedado que conducía a las escaleras impecable como siempre, con pantalones de montar gris oscuro y un jersey negro.

Salgamos a cabalgar por la tarde.

Ya me lo esperaba. La cena con Esme había sido tensa, por decirlo de alguna manera, y después mi sueño había estado lleno de pesadillas. Edward había subido varias veces las escaleras para ver cómo me encontraba.

Estoy bien. El ejercicio y el aire fresco me sentarán estupendamente. —Cuando traté de pasar junto a él otra vez, me detuvo utilizando sólo su oscura mirada.

Si comienzas a balancearte en la silla de montar, te traigo de vuelta a casa. ¿Entendido?

Entendido.

Ya abajo, me dirigí hacia el comedor, pero Edward me arrastró en la dirección opuesta.

Comeremos algo en las cocinas —dijo en voz baja. Nada de un desayuno formal con Esme mirándome por encima de su ejemplar de Le Monde. Acepté de inmediato.

Comimos en lo que era, obviamente, parte de las habitaciones del ama de llaves, delante de un gran fuego en una mesa puesta para dos, aunque yo iba a ser la única que iba a disfrutar de la excelente y abundante comida de Marthe. Sobre la antigua y gastada mesa redonda de madera había una inmensa tetera llena, envuelta en un paño de lino para mantener el calor. Marthe me miró, preocupada por mis ojeras y mi piel pálida, y emitió unos chasquidos de desaprobación.

Cuando mi tenedor disminuyó su velocidad, Edward me acercó una pirámide de cajas coronada con un casco forrado con terciopelo negro.

Para ti —explicó, poniéndolas sobre la mesa.

El casco tenía un claro objetivo. Tenía la forma de una gorra de béisbol un poco más alta, con un lazo de cinta grosgrain negra en la nuca. A pesar de su cubierta de terciopelo y la cinta, era fuerte y estaba hecho expresamente para evitar que los frágiles cráneos humanos se rompieran en caso de chocar contra el suelo. Yo los odiaba, pero eran una prudente precaución.

Gracias —dije—. ¿Qué hay en las cajas?

Ábrelas y verás.

La primera caja tenía un par de pantalones de montar negros con refuerzos de ante en la parte interior de las rodillas para afirmarse en la silla de montar. Sería mucho más agradable montar con esa ropa que con mis finos y resbaladizos leggings. Y daba la impresión de que eran de mi talla. Edward debía de haber estado haciendo llamadas telefónicas y transmitiendo las medidas aproximadas mientras yo descansaba. Le sonreí agradecida.

 

La caja también contenía un chaleco acolchado con un faldón largo y rígidos soportes de metal en las costuras. Parecía el caparazón de una tortuga y seguramente ésa sería la sensación que produciría: incómodo, pesado y difícil de manejar.

Esto no es necesario. —Lo alcé frunciendo el ceño.

Lo es, si sales a cabalgar. —Su voz no revelaba la menor emoción—. Me dices que tienes experiencia. Si es así, no tendrás ningún problema para adaptarte a su peso.

Los colores subieron a mi cara y las puntas de mis dedos produjeron un hormigueo de advertencia. Edward me miró con interés, y Marthe se acercó a la puerta y olfateó. Respiré hondo varias veces hasta que el hormigueo desapareció.

Usas el cinturón de seguridad en mi coche —dijo Edward en un tono neutro—. Usarás el chaleco cuando montes en mi caballo.

Nos miramos fijamente, desafiándonos. La promesa del aire fresco me derrotó, y los ojos de Marthe emitieron divertidos destellos. Sin duda, nuestras negociaciones eran tan graciosas para el observador como las andanadas entre Edward y Esme.

Arrastré la última caja hacia mí en silenciosa concesión. Era larga y pesada y salió un intenso olor a cuero cuando levanté la tapa.

Botas. Botas negras, hasta la rodilla. Nunca había participado en concursos hípicos, y mis recursos eran limitados, de modo que nunca había tenido un par de botas especiales para equitación. Éstas eran hermosas, con la caña curvada de cuero flexible. Mis dedos tocaron su brillante superficie.

Gracias —susurré, encantada con aquella sorpresa.

Estoy seguro de que te quedarán bien —sentenció Edward con su mirada suavizada.

Ven, muchacha —invitó Marthe alegremente desde la puerta—. Debes cambiarte de ropa.

Tan pronto llegamos al lavadero, me saqué los mocasines ayudada con los pies y los leggings que cubrían mi cuerpo. Ella recogió la gastada prenda de licra y algodón mientras yo me ponía los pantalones de montar.

En otros tiempos las mujeres no montaban como los hombres —señaló Marthe, mirando los músculos de mis piernas y sacudiendo la cabeza.

Edward estaba hablando por su teléfono cuando regresé, enviando instrucciones a las otras personas de su mundo que requerían su dirección. Levantó la vista con gesto de aprobación.

Ésas te resultarán más cómodas. —Se puso de pie y cogió las botas—. No hay ningún calzador aquí. Tendrás que usar tus otros zapatos hasta los establos.

No, quiero ponérmelas ahora —dije, extendiendo mis dedos.

Siéntate, entonces. —Sacudió la cabeza ante mi impaciencia—. No podrás ponértelas sin ayuda la primera vez. —Edward levantó mi silla conmigo encima y la giró para tener más sitio y poder maniobrar. Sostuvo la bota derecha y metí mi pie hasta el tobillo. Tenía razón. Por mucho que empujara, no iba yo a lograr hacer pasar un pie por aquella curva rígida. Él se levantó por encima de mi pie, agarró el tacón y la punta de la bota y la movió con suavidad mientras yo tiraba del cuero en la dirección opuesta. Después de varios minutos de esfuerzo, mi pie se abrió paso por la caña de la bota. Edward le dio un empujón final y firme a la suela, y la bota se acomodó en mi pie.

Una vez puestas las botas, estiré las piernas para admirarlas. Edward tiró y golpeó, metiendo sus dedos fríos en la parte de la boca para asegurarse de que mi sangre pudiera circular. Me puse de pie. Sentía las piernas inusitadamente largas y di algunos pasos con el tobillo rígido.

Gracias. —Puse mis brazos alrededor de su cuello con las puntas de las botas rozando el suelo—. Me encantan.

Edward acarreó mi chaleco y el sombrero a las cuadras, de la misma forma que había llevado mi ordenador y la esterilla de yoga en Oxford. Las puertas del establo estaban abiertas de par en par, y en el interior se oían ruidos de actividad.

¿Georges? —llamó Edward. Un hombre pequeño y enjuto pero fibroso, de edad indefinida, aunque no era vampiro, apareció en una esquina llevando una brida y una almohaza. Cuando pasamos por el compartimento de Balthasar, el semental dio golpes de irritación con sus cascos y sacudió la cabeza. «Me lo prometiste», parecía decir. En mi bolsillo tenía una manzana diminuta que le había robado a Marthe.

Aquí tienes, precioso —dije, sosteniéndola en la palma de la mano. Edward observó atentamente cuando Balthasar extendió el cuello para coger delicadamente con sus labios la fruta en mi mano. Apenas la tuvo en la boca, miró a su propietario con gesto de triunfo.

Sí, veo que te estás portando como un príncipe —dijo Edward secamente—, pero eso no significa que no te portarás como un demonio a la primera oportunidad. —Balthasar golpeó con sus pezuñas el suelo, ofendido.

Pasamos por la sala de arreos. Además de las sillas de montar habituales, bridas y riendas, había estructuras de madera que sostenían algo parecido a un pequeño sillón con extraños apoyos a un lado.

¿Qué es eso?

Jamugas —explicó Edward mientras se sacaba los zapatos para ponerse un par de botas altas y gastadas. Su pie entró deslizándose fácilmente con un simple golpe en el tacón y un tirón desde arriba—. Esme las prefiere.

En el picadero, Dahr y Rakasa giraron las cabezas y miraron con interés mientras Georges y Edward empezaron una conversación detallada sobre todos los obstáculos naturales con los que podríamos tropezar. Tendí mi mano a Dahr, lamentando no tener más manzanas en el bolsillo. El caballo castrado se mostró desilusionado también, después de percibir el dulce olor.

La próxima vez —prometí. Me agaché para pasar por debajo de su cuello y me puse al lado de Rakasa —. Hola, belleza.

Rakasa, la yegua, levantó la pata derecha e inclinó su cabeza hacia mí. Le pasé las manos por el cuello y los hombros para acostumbrarla a mi olor y al contacto conmigo, y di un tirón a la silla para verificar la tensión de la cincha y asegurarme de que la manta debajo de la montura fuera suave. Se dio la vuelta y me olió con curiosidad soltando un resuello y metiendo la nariz en mi jersey donde había estado la manzana. Sacudió la cabeza, indignada.

Para ti también —le prometí riéndome, y puse mi mano izquierda firmemente sobre la grupa—. Echemos un vistazo.

A los caballos les gusta que les toquen las patas tanto como a la mayoría de las brujas les gusta que las metan en el agua, es decir, no mucho. Pero, por costumbre y por superstición, yo jamás había montado un caballo sin antes controlar que no hubiera nada metido en la parte blanda de los cascos.

Cuando me enderecé, los dos hombres me estaban mirando atentamente. Georges dijo algo que indicaba que aprobaba mi presencia. Edward asintió con la cabeza pensativamente, sosteniendo mi chaleco y mi casco. El chaleco era ceñido y duro, pero no resultó tan desagradable como había esperado. El casco chocó con mi cola de caballo y deslicé la cinta elástica hacia abajo para acomodarlo antes de abrochar la cincha. Edward se colocó detrás de mí en el tiempo que necesité para agarrar las riendas y levantar mi pie hasta el estribo de Rakasa.

¿Nunca vas a esperar a que te ayude? —gruñó a mi oído.

Puedo subir yo sola a un caballo —repliqué con ferocidad.

Pero no tienes por qué hacerlo. —Edward me levantó sin esfuerzo hasta la silla. Después, comprobó el largo de mi estribo, volvió a controlar la cincha y finalmente se dirigió a su propio caballo. Saltó sobre su montura con un aire de familiaridad que indicaba que había estado montando durante cientos de años. Ya encima del caballo, tenía el aspecto de un rey.

Rakasa empezó a bailar impaciente y empujé mis talones hacia abajo. Se detuvo. Parecía perpleja.

Tranquilízate —susurré. Asintió con la cabeza y fijó la vista hacia delante, pero movía sus orejas con insistencia.

Hazle dar una vuelta al picadero mientras ajusto mi montura —dijo Edward con toda tranquilidad, balanceando su rodilla izquierda sobre el hombro de Dahr y toqueteando la tira de cuero de su estribo. Entrecerré los ojos. Sus estribos no necesitaban ningún ajuste. Simplemente quería evaluar mi habilidad como amazona.

Hice que Rakasa diera media vuelta al picadero, para conocer su andar. La andaluza bailaba de verdad, levantando con delicadeza sus patas para bajarlas firmemente, con un hermoso balanceo. Cuándo apreté ambos talones en los costados, el paso de baile de Rakasa se convirtió en un trote igualmente gracioso y suave. Pasamos junto a Edward, que había dejado de fingir que ajustaba su montura. Georges estaba apoyado en la cerca, con una gran sonrisa en la cara.

Buena chica —susurré en voz baja. Echó la oreja izquierda hacia atrás y aceleró ligeramente el paso. Apreté las pantorrillas contra sus costados, justo detrás del estribo, y pasó a un medio galope, con las manos en el aire y el cuello arqueado. ¿Cuál sería el grado de enfado de Edward si saltáramos la cerca del picadero?

Considerable. Con toda seguridad.

Rakasa dobló en la esquina y la hice trotar.

¿Y bien? —pregunté.

Georges asintió con la cabeza y abrió la puerta del picadero.

Vas bien sentada —señaló Edward, mirando mi trasero—. Buenas manos también. Estarás bien. A propósito —continuó en un tono despreocupado, inclinándose hacia mí y bajando la voz—, si hubieras saltado la valla de allí, el paseo de hoy habría sido suspendido.

Cuando dejamos atrás los jardines y atravesamos los viejos portones, la arboleda se hizo más espesa y Edward recorrió el bosque con la mirada. Después de unos metros ya entre los árboles, empezó a relajarse, tras haber analizado a cada criatura que había por allí y descubrir que ninguna de ellas era de la variedad de dos patas.

Edward llevó a Dahr al trote y Rakasa esperó obedientemente que yo hiciera lo mismo. Lo hice, sorprendida otra vez por la suavidad de sus movimientos.

¿Qué clase de caballo es Dahr? —le pregunté al observar su andar igualmente suave.

Supongo que tú lo llamarías un caballo de guerra —explicó Edward, refiriéndose a las cabalgaduras que llevaron los caballeros a las cruzadas—. Fue criado para la velocidad y la agilidad.

Pensaba que los caballos de ese tipo eran enormes bestias de guerra. —Dahr era más grande que Rakasa, pero no mucho.

Eran grandes para su época. Pero no lo suficientemente grandes como para llevar a la batalla a cualquiera de los hombres de esta familia, al menos cuando estábamos ya con la armadura puesta, y con las armas. Entrenábamos en caballos como Dahr y los montábamos por placer, pero combatíamos montados en percherones como Balthasar.

Miré por entre las orejas de Rakasa, reuniendo valor para abordar otro tema.

¿Puedo preguntarte algo sobre tu madre?

Por supuesto —aceptó Edward, dándose la vuelta en su montura. Puso un puño sobre la cadera y sujetó las riendas de su caballo ligeramente con la otra mano. En ese momento supe con absoluta certeza cuál era el aspecto de un caballero medieval montado en su caballo.

¿Por qué odia tanto a las brujas? Los vampiros y las brujas son enemigos tradicionales, pero la aversión que manifiesta Esme hacia mí va más allá de eso. Parece algo personal.

Supongo que quieres una respuesta mejor que la de que hueles como la primavera.

Sí, quiero la verdadera razón.

Está celosa. —Edward palmeó el hombro de Dahr.

¿De qué diablos está celosa?

Veamos. Tu poder, especialmente la capacidad de las brujas para ver el futuro. Tu posibilidad de parir hijos y pasar ese poder a una nueva generación. Y la serenidad con la que vosotras morís, supongo —dijo en un tono reflexivo.

Esme os tuvo a ti y a Rose como hijos.

Sí, Esme nos hizo a ambos. Pero no es lo mismo que parir un hijo, creo.

¿Por qué envidia ella la clarividencia de una bruja?

Eso tiene que ver con la manera en que Esme fue hecha. Su hacedor no le pidió permiso antes de hacerla. —La cara de Edward se ensombreció—. La quería como esposa y simplemente la tomó y la convirtió en vampira, tenía fama de vidente y era suficientemente joven todavía como para tener la esperanza de parir hijos. Cuando se convirtió en vampira, ambas cosas desaparecieron. Nunca ha podido superar eso del todo, y las brujas son un recuerdo constante de la vida que ella perdió.

¿Por qué envidia que las brujas mueran tan fácilmente?

Porque echa de menos a mi padre. —Dejó de hablar de repente; estaba claro que lo había presionado demasiado.

Los árboles se espaciaron y las orejas de Rakasa se movían impacientes.

Ve delante —dijo resignado, señalando el campo abierto ante nosotros.

Rakasa saltó hacia delante al contacto de mis talones, apretando el bocado entre sus dientes. Disminuyó la velocidad al subir la colina, y una vez en la cima corcoveó y sacudió la cabeza, disfrutando del hecho de que Dahr estuviera allá abajo mientras ella estaba en la cima. La dejé hacer con rapidez la figura de un ocho, cambiando de dirección improvisadamente para evitar que tropezara al girar en las esquinas.

Dahr empezó a moverse, no al trote sino al galope, con su cola negra flameando mientras sus pezuñas golpeaban la tierra con increíble velocidad. Ahogué un grito y tiré ligeramente de las riendas de Rakasa para hacer que se detuviera. Así que ésa era la característica de los caballos de guerra. Podían pasar de cero a noventa como un coche deportivo bien preparado.

Edward no hizo esfuerzo alguno para disminuir la velocidad de su caballo cuando se acercó, pero Dahr se detuvo a unos dos metros de distancia de nosotras; su costado se arqueó un poco por el esfuerzo.

¡Fanfarrón! ¿No me dejas saltar una cerca y tú te luces con este despliegue? —bromeé.

Dahr tampoco hace suficiente ejercicio. Esto es exactamente lo que él necesita. —Edward sonrió y palmeó a su caballo en el costado—. ¿Te interesa una carrera? Te daremos ventaja, por supuesto —dijo con una reverencia de cortesano.

Acepto. ¿Hasta dónde? Edward señaló un árbol solitario sobre una cresta y me miró, licita a la primera señal de movimiento. Había comprobado que podía lanzarme a correr sin tropezar con nada. Tal vez Rakasa no era tan buena en ponerse a correr de improviso como Dahr.

No había forma alguna de que yo pudiera sorprender a un vampiro y de ninguna manera mi caballo, con todo su suave andar, iba a derrotar a Dahr colina arriba hasta la cresta. De todos modos, yo estaba ansiosa por descubrir el máximo rendimiento de mi caballo. Me incliné hacia delante y palmeé a Rakasa en el cuello. Apoyé mi barbilla sólo un momento sobre su cálida carne y cerré los ojos.

«Vuela», la alenté sin hablar.

Rakasa salió disparada hacia delante como si le hubieran dado un golpe en la grupa, y mis instintos se impusieron.

Me levanté sobre mi montura para hacerle más fácil llevar mi peso e hice un nudo flojo con las riendas. Cuando su velocidad se estabilizó, volví a sentarme en la silla, apretando su cuerpo tibio entre mis piernas. Con un movimiento de mis pies me liberé de los innecesarios estribos y metí los dedos entre su crin. Edward y Dahr volaban detrás de nosotros. Era como mi sueño, ese en el que perros y caballos me perseguían. Cerré mi mano izquierda como si estuviera sujetando algo y me incliné hacia delante sobre el cuello de Rakasa con los ojos cerrados.

«Vuela», repetí, pero la voz en mi cabeza ya no parecía ser la mía. Rakasa respondió con más velocidad todavía.

Sentí que el árbol estaba cada vez más cerca. Edward lanzó una maldición en occitano y Rakasa se desvió a la izquierda en el último momento para disminuir la velocidad a un medio galope y luego a un trote. Sentí un tirón en las riendas. Abrí los ojos súbitamente alarmada.

¿Siempre cabalgas a toda velocidad cuando montas un caballo desconocido, con los ojos cerrados, sin riendas y sin estribos?

La voz de Edward sonaba fría y furiosa. —Remas con los ojos cerrados..., te he visto. Y también caminas con los ojos cerrados. Siempre sospeché que la magia tenía algo que ver. Seguramente usas tus poderes para montar también. De otro modo, ya estarías muerta. Y por si te sirve de algo, creo que le estás diciendo con la mente a Rakasa lo que tiene que hacer, y no con tus manos y piernas.

Me pregunté si lo que decía sería verdad. Edward emitió un bufido de impaciencia y desmontó pasando su pierna derechasobre la cabeza de Dahr ; con un movimiento de su pie izquierdo se liberó del estribo, para deslizarse por un costado delcaballo, sin dejar de mirar hacia delante.

Baja de ahí —dijo con brusquedad, cogiendo las riendas sueltas de Rakasa.

Desmonté de la manera tradicional, pasando mi pierna derecha sobre la grupa de Rakasa. Cuando le di la espalda, Edward extendió la mano y me bajó del caballo. En ese momento me di cuenta de por qué prefería desmontar de frente. Evitaba que a uno lo agarraran por atrás y lo bajaran de la montura. Me dio la vuelta y me apretó contra su pecho.

Dieu —susurró en mi pelo—. No vuelvas a hacer algo así, por favor.

Tú me dijiste que no me preocupara por lo que estuviera haciendo. Esa es la razón por la que me trajiste a Francia — repliqué, confundida por su reacción.

Lo siento —se disculpó con toda seriedad—. Trato de no interferir, pero me resulta difícil ver que estás usando poderes que no comprendes..., sobre todo cuando no eres consciente de lo que estás haciendo.

Edward dejó que yo me ocupara de los caballos. Até las riendas de manera que no pudieran pisarlas, pero dejándoles la libertad de mordisquear la escasa hierba de otoño. Cuando regresó, su cara era sombría.

Hay algo que necesito mostrarte. —Me llevó hacia el árbol y nos sentamos debajo de él. Doblé las piernas con cuidado a un lado para evitar que las botas se incrustaran en mis piernas. Edward simplemente se dejó caer, con las rodillas en el suelo y los pies recogidos debajo de los muslos.

Metió una mano en el bolsillo de sus pantalones de equitación y sacó un trozo de papel con barras negras y grises sobre un fondo blanco. Había sido doblado y vuelto a doblar varias veces.

Era un informe de ADN.

¿Es el mío?

El tuyo.

¿Desde cuándo lo tienes? —Recorrí con los dedos las barras a lo largo de la página.

Jasper trajo los resultados a tu residencia. No quise que lo vieras entonces, estando tan reciente que te hicieran recordar la muerte de tus padres. —Vaciló—. ¿Hice bien en esperar?

Cuando asentí con la cabeza, Edward se mostró aliviado.

¿Qué dice? —quise saber.

No lo comprendemos todo —respondió lentamente—, pero Japer y Alice identificaron marcadores en tu ADN que ya habíamos visto antes.

La letra diminuta y precisa de Alice se extendía por el lado izquierdo de la página, y las barras, algunas dentro de un círculo de lápiz rojo, se extendían por el lado derecho.

Este es el marcador genético de la videncia —continuó Edward señalando la primera marca roja. Empezó a mover su dedo lentamente hacia abajo por la página—. Este es para volar. Este ayuda a las brujas a encontrar las cosas perdidas.

Edward siguió recitando poderes y habilidades, uno a uno, hasta que mi cabeza empezó a dar vueltas.

Este es para hablar con los muertos; éste es para la transmutación; éste es el de la telekinesia; éste sirve para lanzar hechizos; este es para los encantamientos; éste es para las maldiciones. Y además tienes la capacidad de leer la mente, telepatía y empatía..., están todas juntas.

Eso no puede estar bien. —Yo nunca había oído hablar de una bruja con más de uno o dos poderes. Y Edward ya había llegado a una docena.

Creo que las conclusiones son correctas, Bella. Estos poderes pueden no manifestarse nunca, pero has heredado la predisposición genética para ellos. —Dio la vuelta a la página. Había más círculos rojos y más minuciosas anotaciones de

Alice—. Aquí están los marcadores elementales. La tierra está presente en casi todas las brujas, y algunas tienen tierra y aire o tierra y agua. Tú tienes los tres, algo que nunca habíamos visto antes. Y además también tienes el fuego. Y el fuego es muy, muy raro. —Edward señalo las cuatro marcas.

¿Qué son los marcadores elementales? —Sentía los pies incómodamente tensos y me hormigueaban los dedos.

Son indicadores de que tienes la predisposición genética de controlar uno o más elementos. Eso explica por qué pudiste provocar un viento de brujos. A partir de esto, además puedes convocar el fuego de brujos y también lo que se llama el manantial de brujos.

¿Qué hace la tierra?

Magia de hierbas, el poder de afectar a las cosas que crecen, lo básico. Combinado este poder con el de lanzar hechizos, maldiciones y encantamientos, o cualquiera de ellos individualmente, quiere decir que no sólo tienes grandes poderes mágicos, sino también un talento innato para el arte de la brujería.

Mi tía era buena con los hechizos. Emily no, pero podía volar distancias cortas y ver el futuro. Estas eran diferencias clásicas entre brujas, las que separaban a las que usaban el arte de la brujería, como Sarah, de aquellas que usaban la magia. Todo ello se reducía a si las palabras daban forma a los poderes o si uno simplemente los tenía y podía usarlos como quisiera.

Hundí la cara entre mis manos. La perspectiva de ver el futuro, como mi madre, podría haber sido algo bastante terrorífico.

Pero ¿el control de los elementos? ¿Hablar con muertos?

Hay una larga lista de poderes sobre esa hoja. Hemos visto... ¿Cuántos?... Cuatro o cinco de ellos solamente. —Era aterrador.

Sospecho que hemos visto más que eso..., como la manera en que te mueves con los ojos cerrados, tu capacidad para comunicarte con Rakasa y tus dedos con chispas. Sólo que no tenemos nombres para ellos todavía.

Por favor, dime que eso es todo.

Edward vaciló.

No totalmente. —Giró otra página—. No podemos todavía identificar estos marcadores. En la mayor parte de los casos tenemos que relacionar relatos de las actividades de una bruja (algunas de ellas con siglos de antigüedad) con pruebas de

ADN. Puede ser difícil compararlas.

¿Las pruebas explican por qué mi magia está apareciendo ahora?

No necesitamos una prueba para eso. Tu magia se está comportando como si hubiera despertado después de un largo sueño. Toda esa inactividad la ha vuelto inquieta, y ahora quiere hacer las cosas a su manera. La sangre se impone —dijo

Edward a la ligera. Se puso elegantemente de pie y me levantó—. Cogerás un resfriado sentada en el suelo, y si enfermas, tendré que darle demasiadas explicaciones a Marthe. —Llamó con un silbido a los caballos. Caminaron tranquilamente en dirección a nosotros, todavía masticando su inesperado festín.

Cabalgamos durante otra hora, explorando los bosques y campos alrededor de Sept Tours. Edward me indicó el mejor lugar para cazar conejos y el sitio donde su padre le había enseñado a disparar una ballesta sin sacarse un ojo. Mientras regresábamos a las cuadras, mis preocupaciones por los resultados de las pruebas habían sido reemplazadas por una agradable sensación de agotamiento.

Mañana me van a doler todos los músculos —comenté gimiendo—. No montaba en un caballo desde hacía años.

Nadie lo habría adivinado, a juzgar por la manera en que has cabalgado hoy —dijo. Salimos del bosque y entramos por la puerta de piedra del château —. Eres una buena amazona, Bella, pero no debes salir sola. Es muy fácil perderse.

Edward no estaba preocupado porque yo pudiera perderme. Le preocupaba que alguien me encontrara.

No lo haré.

Sus dedos largos aflojaron las riendas. Las había estado sosteniendo con fuerza durante los cinco minutos previos. El vampiro estaba acostumbrado a dar órdenes que eran obedecidas en un instante. No estaba habituado a pedir y negociar acuerdos. Y su acostumbrada irascibilidad no apareció por ningún lado.

Hice que Rakasa se acercara a Dahr, y estiré la mano para coger la mano de Edward y llevarla a mi boca. Mis labios erancálidos en contacto con su piel áspera y fría.

Sus pupilas se dilataron por la sorpresa.

Lo solté y le ordené a Rakasa con un chasquido que se dirigiera a las cuadras.

 

 

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