EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 152001
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

+ Añadir a Favoritos
Leer Comentarios
 


Capítulo 56: CAPÍTULO 56

Capítulo 13

 

Me gusta estar casada —dije medio adormilada. Desde que habíamos sobrevivido a la fiesta del día después y a la entrega de regalos (la mayoría de los cuales mugían o cloqueaban), no habíamos hecho nada durante días salvo hacer el amor, hablar, dormir y leer. De vez en cuando, Chef enviaba una bandeja de comida y bebida para sustentarnos. Por lo demás, nos dejaban en paz. Ni siquiera Carlisle interrumpió el tiempo que pasamos juntos.

—Parece que te estás adaptando bien —dijo Edward, acariciándome detrás de la oreja con la punta de su fría nariz. Yo estaba tumbada boca abajo con las piernas estiradas en una habitación que se usaba para almacenar armamento sobrante, que se encontraba sobre la herrería.

Edward estaba encima de mí, protegiéndome de la corriente de aire que entraba por los huecos de la puerta de madera. Aunque no tenía la certeza de cuánto cuerpo se me vería si alguien entraba, lo que estaba claro era que la parte posterior de las piernas desnudas de Edward estaban a la

vista. Este se frotó contra mí de manera sugerente.

—No es posible que quieras volver a hacerlo.

Me reí alegremente cuando repitió el movimiento. Me pregunté si aquel aguante sexual era cosa de vampiros o de Edward.

—¿Ya estás criticando mi creatividad? —Me dio la vuelta y se acomodó entre mis muslos—. Además, estaba pensando en esto, no en eso. —Bajó la boca hacia la mía y se deslizó suavemente dentro de mí.

—Hemos salido aquí fuera para trabajar mi puntería — dije, al cabo de un rato—. ¿A esto te referías con practicar el tiro al blanco?

Edward soltó una estruendosa carcajada.

—Hay cientos de eufemismos auverneses para hacer el amor, pero no creo que ese sea uno de ellos. Le preguntaré a Chef si le suena.

—Ni se te ocurra.

—¿Os estáis haciendo la mojigata, doctora Bishop? — preguntó con fingida sorpresa, mientras me quitaba una paja que tenía enredada en el pelo al final de la espalda—. No os molestéis. Nadie se equivoca al imaginarse cómo estamos pasando el rato.

—Ya veo cuál es tu punto de vista —dije, tirando de las calzas que antes eran suyas hasta encima de las rodillas—.

Ahora que me has atraído hasta aquí, podrías también intentar imaginarte qué estoy haciendo mal.

—Eres una novata y no puedes esperar dar en el blanco siempre —dijo, poniéndose en pie para buscar sus propias calzas. Una de las perneras estaba todavía sujeta a los bombachos, que se hallaban tirados allí cerca, pero la otra no se veía por ningún lado. Metí la mano debajo del hombro y le pasé la bola hecha un guiñapo en que se habían convertido.

—Con un buen entrenamiento, podría convertirme en

una experta.

Ya había visto cómo disparaba Edward, que era un arquero innato con sus largos brazos y aquellos fuertes y magníficos dedos. Cogí el arco curvo, una media luna bruñida de cuerno y madera que estaba apoyada contra un

montón de heno cercano. La cuerda de cuero retorcido se soltó.

—Entonces deberías pasar el rato con Carlisle, no conmigo. Su manejo del arco es legendario.

—Tu padre me ha dicho que Esme es mejor tiradora.

Yo estaba usando su arco, pero hasta entonces su habilidad no se me había contagiado.

—Eso es porque maman es la única criatura que jamás ha logrado hacer aterrizar una flecha de costado. —

Edward señaló el arco—. Deja que te lo encuerde.

Yo ya tenía una raya rosa en la mejilla de la primera vez que había intentado colocar la cuerda del arco en el anillo.

Requería muchísima fuerza y destreza echar hacia atrás los extremos superiores e inferiores del arco para que quedaran perfectamente alineados. Edward apuntaló el extremo inferior contra el muslo, echó el superior hacia atrás con una mano y usó la otra para trabar la cuerda del

arco.

—Haces que parezca fácil. —También me había parecido fácil el día que había descorchado una botella de champán en el Oxford moderno.

—Lo es, si eres un vampiro y tienes unos mil años de experiencia. —Edward me tendió el arco con una sonrisa —. Recuerda, mantén los hombros en línea recta, no pienses demasiado en el tiro y lanza con suavidad y fluidez.

También hizo que aquello sonara fácil. Me volví para enfrentarme al objetivo. Edward había usado unas cuantas dagas para sujetar un gorro blando, un jubón y una falda a un montón de heno. Al principio creí que el objetivo era darle a algo: al sombrero, al jubón o a la falda. Edward me

explicó que el propósito era darle a aquello a lo que apuntaba. Demostró su puntería disparando una única flecha a un almiar y rodeándola en el sentido de las agujas del reloj con otras cinco flechas, antes de partir el astil de la

del centro con la sexta.

Saqué una flecha del carcaj, coloqué el culatín, apunté bajo el campo de visión que me proporcionaba el brazo izquierdo y eché la cuerda del arco hacia atrás. Dudé. El arco ya estaba mal alineado.

—Dispara —dijo Edward bruscamente.

Cuando solté la cuerda, la flecha pasó silbando al lado del heno y cayó plana en el suelo.

—Déjame volver a probar —dije, extendiendo la mano hacia el carcaj que tenía al lado de los pies.

—Te he visto lanzar fuego de brujos a un vampiro y hacerle un agujero en pleno pecho —dijo Edward en voz baja.—

No quiero hablar de Tanya. —Intenté poner la flecha en su sitio, pero me temblaban las manos. Bajé el arco—.

Ni de Champier. Ni del hecho de que mis poderes parezcan haber desaparecido por completo. Ni de cómo puedo hacer que la fruta se pudra y ver colores y luces alrededor de la gente. ¿No podemos, simplemente, dejarlo? Aunque sea por una semana.

De nuevo mi magia (o la falta de ella) volvía a ser un tema habitual de conversación.

—Se suponía que el tiro con arco te ayudaría a activar el fuego de brujos —señaló Edward—. Hablar de Tanya podría ayudar.

—¿Por qué no puede ser simplemente para que haga un poco de ejercicio? —pregunté con impaciencia.

—Porque necesitamos saber por qué tus poderes están cambiando —dijo Edward, con calma—. Levanta el arco, tira de la flecha hacia atrás y déjala volar.

—Al menos esta vez le he dado al heno —dije después de hacer aterrizar la flecha en la esquina superior derecha del almiar.

—Es una pena que estuvieras apuntando más abajo.

—Estás haciendo que esto pierda toda la gracia.

La expresión de Edward se volvió seria.

—No hay nada de liviano en la supervivencia. Esta vez coloca la flecha, pero cierra los ojos antes de apuntar.

—¿Quieres que use el instinto?

La risa me hizo temblar mientras colocaba la flecha en el

arco. El blanco estaba delante de mí, pero, en lugar de centrarme en él, cerré los ojos como Edward había sugerido. En cuanto lo hice, el peso del aire me distrajo.

Me presionó los brazos, los muslos y se instaló como un pesado abrigo sobre mis hombros. El aire también hizo que la punta de la flecha se mantuviera erguida. Corregí la posición y los hombros se me ensancharon mientras

apartaban el aire a un lado. Una brisa, la caricia de un movimiento, me apartó unos cuantos mechones de pelo de la oreja, a modo de respuesta.

«¿Qué quieres?», le pregunté a la brisa, enojada.

«Que confíes en mí», me respondió susurrante.

Separé los labios, asombrada, mi ojo mental se abrió y vi la punta de la flecha ardiendo dorada por el calor y la presión con que había sido golpeada en la forja. El fuego atrapado en ella quería volver a volar libre, pero se quedaría donde estaba a menos que me librara del miedo. Exhalé un

suave suspiro para dejar espacio para la fe. Mi aliento recorrió el astil de la flecha y solté la cuerda. Suspendida en mi aliento, la flecha salió volando.

—Le he dado.

Seguía con los ojos cerrados, pero no necesitaba ver para saber que la flecha había dado en el blanco.

—Lo has conseguido. La pregunta es cómo. —Edward me quitó el arco de entre los dedos antes de que se me pudiera caer.

—El fuego estaba atrapado en la flecha y el peso del aire envolvía el astil y la punta. —Abrí los ojos.

—Has sentido los elementos, como el agua bajo el huerto de Sarah en Madison y la luz del sol en el membrillo del Viejo Pabellón —dijo Edward con aire meditabundo.

—A veces es como si el mundo estuviera lleno de un potencial invisible que está más allá de mi alcance. Tal vez si fuera como Tetis y pudiera cambiar de forma cuando quisiera, sabría qué hacer con todo ello.

Cogí el arco y una nueva flecha. Mientras mantenía los ojos cerrados, daba en el blanco. En cuanto miraba a hurtadillas a mi alrededor, sin embargo, mis tiros se quedaban largos o cortos.

—Ya está bien por hoy —dijo Edward, friccionando una contractura que se me estaba formando al lado del omóplato derecho—. Chef ha presagiado lluvia para esta semana. Quizá deberíamos ir a montar mientras podamos.

—Chef no solo tenía buena mano con las masas, sino que también era bastante buen meteorólogo. Solía enviarnos la previsión junto con la bandeja del desayuno.

Salimos a cabalgar al campo y, en el camino de regreso, vimos varias hogueras ardiendo en los prados y Sept-Tours resplandeciente de antorchas. Esa noche eran las Saturnales, el comienzo oficial de las vacaciones en el palacete. El ecuménico Carlisle no quería que nadie se

sintiera desplazado, así que daba la misma importancia a las tradiciones romanas y cristianas. Incluso había algunos vestigios de la fiesta nórdica de Yule en medio de aquella mezcla que, seguramente, se debería al ausente

Gallowglass.

—¡No es posible que os hayáis cansado tan rápido el uno del otro! —bramó Carlisle desde la galería de los juglares, cuando regresamos. Llevaba puesto un espléndido par de cuernos sobre la cabeza que le hacían parecer una

estrambótica combinación de león y ciervo—. No esperábamos veros hasta dentro de una semana más. Pero, ya que estáis aquí, podéis echar una mano. Coged estrellas y lunas y colgadlas donde haya algún sitio libre.

El gran salón estaba envuelto en tanta vegetación que parecía un bosque y olía como tal. Había varios barriles de vino que nadie vigilaba para que los jaraneros se sirvieran una copa cuando les viniera en gana. Una ovación celebró nuestro regreso. La cuadrilla de decoración quería que Edward se subiera a la repisa de la chimenea para sujetar una larga rama de árbol a una de las vigas. Este trepó por la piedra con una agilidad que sugería que no era la primera vez. Era imposible resistirse al espíritu de vacaciones y,

cuando trajeron la cena, ambos nos presentamos voluntarios para servir la comida a los invitados en un ritual del mundo al revés que convertía a los sirvientes en señores y a los señores en sus sirvientes. Mi paladín

Thomas sacó la paja más larga y presidió las celebraciones al convertirse en Señor del Desgobierno. Estaba sentado en el sitio de Carlisle, sobre un montón de cojines, y llevaba puesta la inestimable corona de oro y rubíes del piso de arriba como si fuera un elemento escenográfico. Cualquier petición descabellada que Thomas hacía era cumplida por Carlisle, en su papel de bufón de la corte. Esa noche sus favores incluyeron un baile romántico con Alain (el padre de Edward optó por hacer el papel de mujer), poner frenéticos a los perros con un silbato y hacer que dragones de sombras treparan por la pared acompañados de los gritos de los niños.

Carlisle no se olvidó de los adultos y organizó elaborados juegos de azar para que se mantuvieran ocupados mientras entretenía a sus súbditos menores. Le proporcionó a cada adulto una bolsa de alubias para apostar y prometió una saca de dinero a la persona que tuviera mayor cantidad de ellas al final de la velada. La emprendedora Catrine hizo el agosto intercambiando besos por judías y, si me hubieran dado fichas a mí, las habría apostado todas a que ella se llevaría el premio final.

Durante el transcurso de la velada, cada vez que levantaba la vista veía a Edward y a Carlisle, codo con codo, intercambiando algunas palabras o compartiendo una broma. Cuando tenían las cabezas juntas, inclinadas, una

oscura y otra clara, su diferencia física era asombrosa.

Aunque en muchos otros aspectos se parecían. Cada día que pasaba, el inagotable buen humor de su padre limaba alguna de las asperezas de Edward. Jacob tenía razón. Allí Edward no era el mismo: era incluso mejor. Y, a pesar de los temores que me habían invadido en Mont Saint-Michel,

seguía siendo mío.

Edward sintió que lo observaba y me miró con curiosidad. Sonreí y le lancé un beso al otro lado del salón.

Él bajó la cabeza, tímidamente complacido.

Alrededor de cinco minutos antes de la medianoche, Carlisle destapó de pronto un objeto que estaba al lado del

hogar.

—Santo cielo. Carlisle juró que arreglaría ese reloj y que haría que volviera a funcionar, pero no le creí.

Edward se reunió conmigo mientras niños y adultos chillaban encantados.

El reloj no se parecía a ninguno que hubiera visto antes.

Un armario tallado y dorado rodeaba un barril de agua. Una larga cañería de cobre se elevaba del barril y dejaba caer el agua en el casco de una espléndida maqueta de un barco que pendía de una bobina de cuerda enroscada en un cilindro. A medida que el barco se iba haciendo cada vez más pesado por el peso del agua, el cilindro giraba y movía una única

manecilla alrededor de una esfera en la carátula del reloj, señalando la hora. La estructura era casi tan alta como yo.

—¿Qué pasa a las doce de la noche? —pregunté.

—Sea lo que sea, sin duda tiene que ver con la pólvora que pidió ayer —respondió Edward en tono grave.

Tras haber exhibido el reloj con la pompa oportuna, Carlisle rindió homenaje a los amigos del presente y del pasado, y a la familia nueva y antigua, como correspondía en una festividad en honor a la ancestral deidad. Nombró a

todas y cada una de las criaturas que la comunidad había perdido en el pasado año, incluida (cuando así lo requirió el Señor del Desgobierno) la gatita de Thomas, Prunelle, que había muerto trágicamente en un accidente. La manecilla continuaba avanzando lentamente hacia las doce.

Exactamente a medianoche, el barco explotó con una ensordecedora detonación. El reloj tembló y se detuvo en la astillada caja de madera.

Skata.

Carlisle observó con tristeza el reloj destrozado.

—A monsieur Finé, que Dios lo tenga en la gloria, no le complacerían las mejoras que has introducido en su diseño.

—Edward apartó con la mano el humo de los ojos mientras se inclinaba para mirarlo más de cerca—. Cada año, Carlisle prueba algo nuevo: chorros de agua, campanas que repiquetean, un búho mecánico que ulula las horas.

Lleva jugueteando con él desde que se lo ganó al rey François en una partida de cartas.

—Se suponía que el cañón debería soltar chispitas y crear una nube de humo. Habría divertido a los niños —dijo  Carlisle, indignado—. Le pasa algo a tu pólvora, Edward.

Edward se echó a reír.

—Es obvio que no, a juzgar por los restos.

C’est dommage —dijo Thomas, sacudiendo compasivo la cabeza. Estaba agachado al lado de Carlisle, con la corona torcida y una expresión de preocupación adulta en la cara.

Pas de problème. El año que viene lo haremos mejor

—le aseguró Carlisle a Thomas alegremente.

Poco después, dejamos a la gente de Saint-Lucien jugando y festejando. Una vez arriba, me quedé al lado del fuego hasta que Edward apagó las velas y se metió en la cama. Cuando me uní a él, me remangué el camisón y me

senté a horcajadas sobre sus caderas.

—¿Qué haces? —A Edward le sorprendió verse tendido boca arriba en su propia cama, mientras su mujer lo observaba desde arriba.

—El mundo al revés no era solo para los hombres — dije, pasándole las uñas por el pecho—. Leí un artículo sobre ello en el posgrado que se titulaba «Las mujeres arriba».

—Con lo acostumbrada que estás a llevar la voz cantante, no creo que aprendieras mucho de él, mon coeur. —Los ojos de Edward estaban en llamas mientras yo cambiaba el peso para sujetarlo mejor entre los muslos.

—Adulador.

Recorrí con las yemas de los dedos sus esbeltas caderas hacia arriba, las crestas de su abdomen y los músculos de sus hombros. Me incliné sobre él y le sujeté los brazos a la cama, proporcionándole una excelente vista de mi cuerpo a través del cuello abierto del camisón. Gimió.

—Bienvenido al mundo al revés. —Lo solté el tiempo justo para que me quitara el camisón, luego le agarré las manos y me agaché sobre su pecho para que las puntas de mis senos desnudos le acariciaran la piel.

—Dios. Me vas a matar.

—Ni se te ocurra morirte ahora, vampiro —dije mientras lo guiaba hacia mi interior balanceándome con suavidad y reprimiendo la promesa de darle más. Edward reaccionó con un débil gemido—. Te gusta —dije en voz baja.

Intentó llevarme a un ritmo más fuerte y rápido. Pero yo continué moviéndome lenta y rítmicamente, mostrando la forma en que nuestros cuerpos encajaban. Edward era una fría presencia en mi interior, una deliciosa fuente de fricción que me calentaba la sangre. Lo estaba mirando

fijamente a los ojos cuando alcanzó el clímax, y aquella salvaje vulnerabilidad hizo que me precipitara detrás de él.

Me derrumbé sobre su torso y, cuando me moví para bajarme, me estrechó entre sus brazos.

—Quédate ahí —susurró.

Y me quedé, hasta que Edward me despertó horas después. Me hizo el amor una vez más en el silencio que precede al amanecer y me abrazó mientras yo me metamorfoseaba y pasaba del fuego al agua, para regresar de nuevo a los sueños.

El viernes era el día más corto del año y la fiesta de Yule.

El pueblo todavía se estaba recuperando de las Saturnales y aún tenía la Navidad por delante, pero Carlisle estaba imparable.

—Chef ha matado un cerdo —dijo—. ¿Cómo lo voy a decepcionar?

Aprovechando una tregua climatológica, Edward se fue al pueblo a ayudar a reparar un tejado que se había venido abajo por el peso de la última nevada. Lo dejé allí, tirándole martillos desde una viga maestra a un carpintero y

encantado por la perspectiva de pasar una mañana de extenuante trabajo físico bajo gélidas temperaturas.

Yo me encerré en la biblioteca con algunos de los mejores libros de alquimia de la familia y varias hojas de papel en blanco. Una de ellas estaba parcialmente cubierta de garabatos y diagramas que solo tenían sentido para mí.

Con todo lo que estaba sucediendo en el palacete, había abandonado las tentativas de conseguir el espíritu de vino.

Thomas y Étienne querían andar corriendo por ahí con sus amigos, metiendo los dedos en la masa del último pastel de Chef, en lugar de ayudarme con el experimento científico.

—Bella. —Carlisle avanzaba a gran velocidad y ya estaba en medio de la habitación cuando se percató de mi presencia—. Pensaba que estabas con Edward.

—No podía soportar verlo allá arriba —confesé. Él asintió, comprensivo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, atisbando por encima de mi hombro.

—Intentando descubrir qué tenemos que ver Edward y yo con la alquimia.

Tenía la mente confusa por la falta de uso y de sueño.

Carlisle dejó caer un puñado de pequeños triángulos, espirales y cuadrados de papel sobre la mesa y acercó una silla. Señaló uno de mis dibujos.

—Es el sello de Edward.

—Así es. Y también los símbolos de la plata y el oro, la luna y el sol. —El salón había sido decorado con brillantes versiones de aquellos cuerpos celestiales para las Saturnales—. Llevo pensando en ello desde el lunes por la noche. Entiendo que los símbolos de una bruja puedan ser la media luna y la plata: ambos están relacionados con la diosa. Pero, ¿por qué iba a usar nadie el sol o el oro para representar a un vampiro? —Aquello estaba en contra de absolutamente todas las tradiciones populares.

—Porque somos inmutables. Nuestras vidas no fluctúan y, al igual que el oro, nuestros cuerpos resisten la corrupción de la muerte y la enfermedad.

—Debería de habérseme ocurrido.

Tomé unas cuantas notas.

—Has estado pensando en otras cosas. —Carlisle sonrió—. Edward es muy feliz.

—No solo gracias a mí —dije, mirando a los ojos a mi suegro—. Edward está encantado de volver a estar con vos. Los ojos de Carlisle se ensombrecieron.

—A Esme y a mí nos gusta que nuestros hijos vengan a casa. Tienen sus propias vidas, pero eso no hace que su ausencia sea más llevadera.

—Y hoy también echáis de menos a Gallowglass — añadí. Carlisle parecía inusitadamente apagado.

—Así es —reconoció, revolviendo los papeles doblados con los dedos—. Fue Hugh, mi primogénito, quien lo trajo a la familia. Hugh siempre tomaba sabias decisiones en lo que a compartir su sangre se refería y Gallowglass no fue ninguna excepción. Es un bravo guerrero con el sentido del honor de su padre. Me reconforta saber que mi nieto está en Inglaterra con Edward.

—Edward raras veces menciona a Hugh.

—Se sentía más cercano a Hugh que a cualquiera de sus otros hermanos. Cuando Hugh falleció con el último de los templarios a manos de la Iglesia y del rey, fue un duro golpe para la fidelidad de Edward. Hacía poco tiempo que había logrado liberarse de la rabia de sangre y había regresado a nuestro lado.

—¿Y Gallowglass?

—Gallowglass todavía no está preparado para dejar atrás su pesar y, hasta que lo haga, no pondrá un pie en Francia.

Mi nieto se vengó de los hombres que traicionaron la confianza de Hugh, al igual que Edward, pero la venganza nunca es el remedio adecuado para la pérdida. Un día mi nieto regresará. Estoy seguro de ello. —Por un instante,

Carlisle me pareció un anciano, no el vigoroso gobernante de su pueblo, sino un padre que había sufrido la desgracia de sobrevivir a sus hijos.

—Gracias, Carlisle.

Vacilé antes de cubrir su mano con la mía. Él me la estrechó brevemente y se puso en pie. Luego cogió uno de los libros de alquimia. Se trataba del ejemplar bellamente ilustrado por Godfrey del Aurora Consurgens, el texto

que me había atraído por vez primera a Sept-Tours.

—Una materia realmente curiosa, la alquimia — murmuró Carlisle, pasando las páginas. Encontró la ilustración del Rey Sol y de la Reina Luna participando en una justa a lomos de un león y de un grifo, y sonrió

abiertamente—. Sí, esto servirá.

Metió una de las figuras de papel entre las páginas.

—¿Qué estáis haciendo?

Estaba muerta de curiosidad.

—Es un juego al que jugamos Esme y yo. Cuando uno de los dos está lejos, dejamos mensajes ocultos en las páginas de los libros. Suceden tantas cosas en un día que es imposible recordarlo todo cuando volvemos a vernos. De

esta manera podemos toparnos con pequeños recuerdos como este cuando menos lo esperamos y compartirlos.

Carlisle fue hacia las estanterías y cogió un libro con gastadas tapas de cuero.

—Esta es una de nuestras historias favoritas: La canción de Armouris. Esme y yo tenemos gustos sencillos ydisfrutamos con las historias de aventuras. Siempreescondemos mensajes aquí.

Escondió una espiral de papel en el lomo, entre la cubierta y las rimas de pergamino. Un rectángulo doblado cayó de la contraportada mientras incrustaba la espiral en el diminuto espacio.

—Esme suele valerse de un cuchillo, por lo que sus mensajes son más difíciles de encontrar. Se las sabe todas, la muy pícara. A ver qué dice. —Carlisle abrió el papel y lo leyó en silencio. Levantó la vista con los ojos brillantes y las mejillas más ruborizadas de lo habitual.

Me eché a reír y me levanté.

—¡Creo que necesitaréis más privacidad para escribir la respuesta!

Sieur. —Alain apareció en el umbral, con cara seria —. Han llegado varios mensajeros. Uno de Escocia. Otro de Inglaterra. Y un tercero de Lyon.

Carlisle suspiró y maldijo entre dientes.

—Podían haber esperado a después de la fiesta cristiana.

Un sabor desagradable me vino a la boca.

—No pueden ser buenas noticias —dijo Carlisle, percibiendo mi expresión—. ¿Qué ha dicho el mensajero de Lyon?

—Champier tomó precauciones antes de marchar y dijo a los demás que había sido reclamado aquí. Como no ha regresado a casa, sus amigos se están haciendo preguntas.

Un grupo de brujos se prepara para salir de la ciudad en su busca y partirán en esta dirección —explicó Alain.

—¿Cuándo? —susurré. Era demasiado pronto.

—La nieve los retrasará y encontrarán dificultades para viajar durante los días santos. Dentro de unos cuantos días, tal vez una semana.

—¿Y el resto de mensajeros? —preguntó a Alain.

—Están en el pueblo, buscando a milord.

—Para hacer que regrese a Inglaterra, sin duda —dije.

—Si es así, el día de Navidad será el mejor momento para partir. Poca gente rondará por los caminos y esa noche no habrá luna. Son las condiciones ideales de viaje para un manjasang, pero no para los sangre caliente  declaró

Carlisle con total naturalidad—. Habrá caballos y alojamientos preparados para vosotros hasta Calais. Un barco os esperará para llevaros a Dover. Informaré a Gallowglass y a Raleigh para que se preparen para vuestro

regreso.

—Vos ya os lo esperabais —dije, temblando ante la perspectiva de marcharme—, pero yo aún no estoy preparada. La gente todavía se da cuenta de que soy diferente.

—Te integras mejor de lo que crees. Has estado conversando conmigo en un francés y en un latín perfectos toda la mañana, por ejemplo. —Abrí la boca, incrédula.

Carlisle rio—. Es verdad. Cambié de idioma dos veces, pero no te diste cuenta. —Su rostro se ensombreció—.

¿Bajo a hablarle a Edward de mis preparativos?

—No —dije, con la mano en su brazo—. Yo lo haré.

Edward estaba sentado en la viga maestra, con una carta en cada mano y el ceño fruncido. Cuando me divisó, se deslizó por la pendiente del alero y aterrizó en el suelo con la elegancia de un gato. La alegría y el parloteo

desenfadado de la mañana no eran ya más que un recuerdo.

Edward descolgó el jubón de un oxidado corchete para sujetar antorchas. Cuando se los puso sobre los hombros, el carpintero desapareció y regresó el príncipe.

—Agnes Sampson se ha declarado culpable de cincuenta y tres cargos de brujería. —Edward blasfemó—. Los funcionarios escoceses todavía tienen que aprender que acumular acusaciones hace que cada una de ellas parezca

menos convincente. Según esta versión, el diablo informó a Sampson de que el rey Jacobo era su mayor enemigo.

Isabel debe de estar encantada por no ocupar ella misma el primer lugar.

—Las brujas no creen en el demonio —repliqué. De todas las cosas estrafalarias que los humanos decían de las brujas, aquella era la más incomprensible.

—La mayoría de las criaturas creerían en cualquier cosa que pusiera fin a su miseria inmediata si estuvieran muertos de hambre, si los torturaran y los amedrentaran durante semanas y semanas —aseguró Edward, pasándose los dedos por el pelo—. La confesión de Agnes Sampson, por muy poco fiable que sea, es la prueba de que las brujas están metidas en política, como sostiene el rey Jacobo.

—Rompiendo así el pacto —añadí, entendiendo por qué Agnes había sido perseguida con tanto encono por el rey escocés.

—Sí. Gallowglass quiere saber qué debe hacer.

—¿Qué hiciste cuando estuviste aquí… antes?

—Permití que la muerte de Agnes Sampson se produjera sin oponerme, como un justo castigo civil por un crimen que estaba fuera de los límites de la protección de la Congregación.

Sus ojos se encontraron con los míos. La bruja y la historiadora batallaron ante la imposible elección que se me presentaba.

—Entonces tienes que volver a guardar silencio —dije, cuando la historiadora ganó la partida.

—Mi silencio implicará su muerte.

—Y tu posicionamiento cambiará el pasado, tal vez con consecuencias inimaginables en el presente. No le deseo la muerte a esa bruja más que a ti, Edward. Pero si empezamos a cambiar cosas, ¿dónde acabaremos? —

inquirí, sacudiendo la cabeza.

—Así que volveré a quedarme mirando cómo se desarrolla todo ese truculento asunto en Escocia. Sin embargo, esta vez me parece muy diferente —dijo, de mala gana—. William Cecil me ha ordenado que regrese a casa para poder unirme al servicio de inteligencia de la reina, dada la situación de Escocia. Tengo que obedecer sus órdenes, Bella. No tengo elección.

—Tendríamos que volver a Inglaterra con o sin las órdenes de Cecil. Los amigos de Champier se han dado cuenta de que ha desaparecido. Y podemos irnos de inmediato. Carlisle tenía todo listo para una partida precipitada, por si acaso.

—Ese es mi padre —dijo Edward con una sonrisa forzada.

—Siento que nos tengamos que ir tan pronto —susurré.

Edward me agarró y me atrajo hacia su lado.

—De no haber sido por ti, mis últimos recuerdos de mi padre serían los de un hombre destrozado. No hay miel sin hiel.

Durante los siguientes días, Edward y su padre vivieron un ritual de despedidas que debían de resultarles familiares, dados los adioses que ambos habían intercambiado. Pero esa vez era única. El siguiente en ir a Sept-Tours sería un Edward diferente, uno que ni me conocería a mí ni el

futuro de Carlisle.

—Hace tiempo que el pueblo de Saint-Lucien es consciente de la compañía de los manjasang —me aseguró Carlisle cuando me preocupé por si Thomas y

Étienne serían capaces de mantenerlo todo en secreto—.

Vamos y venimos. Ellos no hacen preguntas y nosotros no damos explicaciones. Siempre ha sido de esa forma.

Aun así, Edward se aseguró de que sus propios planes estuvieran claros. Lo oí hablando con Carlisle en el almacén de heno, tras una mañana de discusiones.

—Lo último que haré antes de regresar a nuestro tiempo será enviarte un mensaje. Prepárate para pedirme que vaya a Escocia para asegurar la alianza de la familia con el rey Jacobo. De allí debería ir a Ámsterdam. Los holandeses estarán abriendo rutas de comercio con el este.

—Podré arreglármelas, Edward —dijo Carlisle con suavidad—. Hasta entonces, espero que me mantengas al día desde Inglaterra y tener noticias de cómo os va a Bella y a ti.

—Gallowglass te mantendrá al corriente de nuestras aventuras —prometió Edward.

—No será lo mismo que oírlas de tu boca —dijo Carlisle—. Será muy difícil no jactarse de lo que sé de tu futuro cuando te pongas presuntuoso, Edward. Pero, sea como sea, también me las compondré para eso.

El tiempo nos gastó varias bromas durante nuestros últimos días en Sept-Tours: primero se ralentizó y luego se aceleró sin previo aviso. El día de Nochebuena, Edward bajó a la iglesia para oír misa junto con la mayoría de la gente de la casa. Yo me quedé en el palacete y me reuní con Carlisle en su oficina, al otro lado del gran salón.

Estaba, como siempre, escribiendo cartas.

Llamé a la puerta. Se trataba de una mera formalidad, ya que, sin duda alguna, había estado siguiendo mi acercamiento desde que había salido de la torre de Edward, pero no me parecía correcto entrar sin pedir permiso.

Introite. —Era la misma orden que me había dado la primera vez que había llegado, pero sonaba mucho menos severa ahora que lo conocía mejor.

—Siento molestaros, Carlisle.

—Pasa, Bella —dijo, frotándose los ojos—. ¿Catrine ha reunido mis cajas?

—Sí, y también el tintero y el plumier. —Carlisle insistió en que me llevara su hermoso juego de viaje para el camino. Todos los objetos estaban hechos de piel reforzada y podían resistir los peligros de la nieve, la lluvia y el

maltrato—. Quería asegurarme de daros las gracias antes de marcharnos…, y no solo por la boda. Habéis arreglado algo en Edward que estaba roto.

Carlisle echó hacia atrás el taburete y me miró.

—Soy yo el que debería estar agradeciéndotelo, Bella.

La familia ha estado intentando sanar el espíritu de Edward desde hace más de mil años. Si no recuerdo mal, tú has tardado menos de cuarenta días en hacerlo.

—Edward no era así —dije, sacudiendo la cabeza—, no hasta que llegó aquí, a vuestro lado. Había en él una oscuridad insondable para mí.

—Un hombre como Edward nunca se libera por completo de las sombras. Pero tal vez sea necesario abrazar la oscuridad para amarlo —continuó Carlisle.

—«No me rechaces porque sea oscuro y sombrío» — murmuré.

—No reconozco el verso —dijo Carlisle, frunciendo el ceño.

—Es de ese libro de alquimia que os enseñé antes: el Aurora Consurgens. Aquel pasaje me recordó a Edward, aunque todavía no entiendo por qué. Llegaré a saberlo, sin embargo.

—Te pareces mucho a ese anillo, ¿sabes? —dijo Carlisle, dando unos golpecitos con el dedo sobre la mesa —. Ha sido otro de los mensajes inteligentes de Esme.

—Quería que supierais que aprobaba el enlace —dije, mientras extendía el pulgar para tocar el reconfortante peso.

—No. Esme quería que yo supiera que te aprobaba a ti. Al igual que el oro del que está hecho, eres inquebrantable. Escondes muchos secretos dentro de ti, como las bandas del anillo esconden las poesías de la vista.

Pero es la piedra lo que mejor capta lo que eres: brillante en la superficie, férrea en el interior e imposible de romper.

—Oh, claro que me puedo romper —dije con pesar—.

Al fin y al cabo, se puede hacer añicos un diamante golpeándolo con un simple martillo.

—He visto las cicatrices que Edward te ha dejado.

Sospecho que habrá otras, también, aunque menos visibles.

Si no te rompiste en pedazos entonces, no lo harás ahora.

Carlisle rodeó la mesa. Me besó con ternura en ambas mejillas y se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Debo irme. Mañana nos pondremos en camino temprano.

Giré en redondo para marcharme, pero di media vuelta y rodeé con los brazos los enormes hombros de Carlisle.

¿Cómo era posible que pudieran destrozar a un hombre así?

—¿Qué sucede? —murmuró Carlisle, retrocediendo.

—Vos tampoco estaréis solo, Carlisle de Culen— susurré con fiereza—. Encontraré la manera de acompañaros en la oscuridad, os lo prometo. Y, cuando creáis que todo el mundo os ha abandonado, yo estaré allí,

sujetándoos la mano.

—¿Cómo iba a ser de otra manera, si te llevo en el corazón? —dijo Carlisle con dulzura.

A la mañana siguiente, solo unas cuantas criaturas estaban reunidas en el patio para vernos partir. Chef había metido todo tipo de tentempiés para mí en las alforjas de la silla de Pierre, y Alain había rellenado el resto del espacio libre con cartas para Gallowglass, Walter y varias decenas de

destinatarios más. Catrine estaba de pie a nuestro lado, con  los ojos hinchados por el llanto. Quería ir con nosotros, pero Carlisle no se lo había permitido.

Este también estaba allí y me estrechó con fuerza entre sus brazos antes de dejarme marchar. Él y Edward hablaron en voz baja unos instantes. Edward asintió.

—Estoy orgulloso de ti, Edward —dijo Carlisle, al tiempo que le agarraba fugazmente el hombro. Edward se acercó sutilmente a su padre cuando Carlisle lo soltó, reacio a romper el contacto.

Cuando Edward se giró hacia mí, su expresión era decidida. Me ayudó a montar antes de balancearse para subir sin esfuerzo a lomos de su caballo.

Khaire, padre —dijo Edward, con los ojos brillantes.

Khairete, Edward kai Bella —respondió Carlisle.

Edward no volvió la cabeza para ver por última vez a su padre, ni relajó la tensión de la espalda. Mantuvo los ojos clavados en el camino que se extendía ante él, afrontando el futuro más que el pasado.

Yo me giré una vez, al ver que algo se movía. Era Carlisle, que recorría a caballo la cresta de una colina cercana, empeñado en no dejar marchar a su hijo hasta que fuera necesario.

—Adiós, Carlisle —susurré al viento, con la esperanza de que pudiera oírme. 

 

Capítulo 55: CAPÍTULO 55 Capítulo 57: CAPÍTULO 57

 


Capítulos

Capitulo 1: CAPÍTULO 1 Capitulo 2: CAPÍTULO 2 Capitulo 3: CAPÍTULO 3 Capitulo 4: CAPÍTULO 4 Capitulo 5: CAPÍTULO 5 Capitulo 6: CAPÍTULO 6 Capitulo 7: CAPÍTULO 7 Capitulo 8: CAPÍTULO 8 Capitulo 9: CAPÍTULO 9 Capitulo 10: CAPÍTULO 10 Capitulo 11: CAPÍTULO 11 Capitulo 12: CAPÍTULO 12 Capitulo 13: CAPÍTULO 13 Capitulo 14: CAPÍTULO 14 Capitulo 15: CAPÍTULO 15 Capitulo 16: CAPÍTULO 16 Capitulo 17: CAPÍTULO 17 Capitulo 18: CAPÍTULO 18 Capitulo 19: CAPÍTULO 19 Capitulo 20: CAPÍTULO 20 Capitulo 21: CAPÍTULO 21 Capitulo 22: CAPÍTULO 22 Capitulo 23: CAPÍTULO 23 Capitulo 24: CAPÍTULO 24 Capitulo 25: CAPÍTULO 25 Capitulo 26: CAPÍTULO 26 Capitulo 27: CAPÍTULO 27 Capitulo 28: CAPÍTULO 28 Capitulo 29: CAPÍTULO 29 Capitulo 30: CAPÍTULO 30 Capitulo 31: CAPÍTULO 31 Capitulo 32: CAPÍTULO 32 Capitulo 33: CAPÍTULO 33 Capitulo 34: CAPÍTULO 34 Capitulo 35: CAPÍTULO 35 Capitulo 36: CAPÍTULO 36 Capitulo 37: CAPÍTULO 37 Capitulo 38: CAPÍTULO 38 Capitulo 39: CAPÍTULO 39 Capitulo 40: CAPÍTULO 40 Capitulo 41: CAPÍTULO 41 Capitulo 42: CAPÍTULO 42 Capitulo 43: CAPÍTULO 43 Capitulo 44: CAPÍTULO 44 Segundo libro Capitulo 45: CAPÍTULO 45 Capitulo 46: CAPÍTULO 46 Capitulo 47: CAPÍTULO 47 Capitulo 48: CAPÍTULO 48 Capitulo 49: CAPÍTULO 49 Capitulo 50: CAPÍTULO 50 Capitulo 51: CAPÍTULO 51 Capitulo 52: CAPÍTULO 52 Capitulo 53: CAPÍTULO 53 Capitulo 54: CAPÍTULO 54 Capitulo 55: CAPÍTULO 55 Capitulo 56: CAPÍTULO 56 Capitulo 57: CAPÍTULO 57 Capitulo 58: CAPÍTULO 58 Capitulo 59: CAPITULO 59 Capitulo 60: CAPÍTULO 60 Capitulo 61: CAPÍTULO 61 Capitulo 62: CAPÍTULO 62 Capitulo 63: CAPÍTULO 63 Capitulo 64: CAPÍTULO 64 Capitulo 65: CAPÍTULO 65 Capitulo 66: CAPÍTULO 66 Capitulo 67: CAPÍTULO 67 Capitulo 68: CAPÍTULO 68 Capitulo 69: CAPÍTULO 69 Capitulo 70: CAPÍTULO 70 Capitulo 71: CAPÍTULO 71 Capitulo 72: CAPÍTULO 72 Capitulo 73: CAPÍTULO 73 Capitulo 74: CAPÍTULO 74 Capitulo 75: CAPÍTULO 75 Capitulo 76: CAPÍTULO 76 Capitulo 77: CAPÍTULO 77 Capitulo 78: CAPÍTULO 78 Capitulo 79: CAPÍTULO 79 Capitulo 80: CAPÍTULO 80 Capitulo 81: CAPÍTULO 81 Capitulo 82: CAPÍTULO 82 Capitulo 83: CAPÍTULO 83 Capitulo 84: CAPÍTULO 84 Capitulo 85: CAPÍTULO 85

 


 
14439834 visitas C C L - Web no oficial de la saga Crepúsculo. Esta obra está bajo licencia de Creative Commons -
 10757 usuarios