EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 55: CAPÍTULO 55

Capítulo 12

 

La boda que Carlisle planeó para nosotros se prolongaría durante tres días. De viernes a domingo, el personal del palacete, los habitantes del pueblo y todo el mundo en kilómetros a la redonda participaría en lo que él insistía en

denominar «asuntillo familiar».

—Hace tiempo que no celebramos un casamiento y el invierno es una estación triste del año. Se lo debemos al pueblo. —Así fue como Carlisle dejó a un lado nuestras quejas. Chef también se molestó cuando Edward insinuó que no era factible organizar tres banquetes de última hora con las despensas bajo mínimos y los cristianos en época de abstinencia. Pues sí, había una guerra y era Adviento, se había burlado Chef. Pero eso no era razón para negarse a celebrar una fiesta.

Con la casa alborotada y sin nadie que aceptara nuestra ayuda, a Edward y a mí nos dejaron a nuestro aire.

—¿En qué consiste la ceremonia del matrimonio? —le pregunté, mientras estábamos tumbados delante de la chimenea de la biblioteca. Llevaba puesto el regalo de boda de Edward: una de sus camisas, que me llegaba a las

rodillas, y un par de sus viejas calzas. Habían descosido las

costuras de la cara interna superior de las perneras y Edward las había cosido para hacer algo vagamente parecido a unas mallas, salvo por la cinturilla elástica. Un estrecho cinturón de cuero, confeccionado a partir de un pedazo de arreo viejo que Edward había encontrado en los establos, cumplía la función de algo similar. Era la ropa más cómoda que me había puesto desde Halloween y Edward, que últimamente no me había visto mucho las piernas, estaba encantado.

—No tengo ni idea, mon coeur. Nunca he presenciado una boda griega antigua.

Los dedos de Edward dibujaron el hueco que tenía detrás de la rodilla.

—Sin duda el sacerdote no permitirá que Carlisle haga nada abiertamente pagano. La ceremonia propiamente dicha tendrá que ser católica.

—Los miembros de la familia nunca decimos «sin duda» y «Carlisle» en la misma frase. Siempre acaba mal.

Edward me dio un beso en la cadera.

—Al menos el acto de esta noche solo es un banquete. Debería superarlo sin demasiados problemas. —

Suspirando, apoyé la cabeza sobre las manos—. El padre del novio suele pagar la cena del ensayo. Supongo que lo que Carlisle está haciendo es básicamente lo mismo.

Edward se echó a reír.

—Prácticamente idéntico…, siempre que el menú incluya anguila a la brasa y pavo real dorado. Además, Carlisle se las ha arreglado no solo para autoproclamarse padre del novio, sino también de la novia.

—Todavía no entiendo por qué tenemos que montar este jaleo.

Sarah y Emily no habían tenido ninguna ceremonia formal.

En lugar de ello, una anciana del aquelarre de Madison había celebrado los esponsales. Al echar la vista atrás, aquello me recordó los votos que Edward y yo habíamos intercambiado antes de viajar en el tiempo: algo sencillo,

íntimo y rápido.

—Las bodas no son en beneficio de la novia ni del novio.

La mayoría de las parejas se conformarían con estar a solas, como hicimos nosotros, decir unas cuantas palabras y luego marcharse de vacaciones. Las bodas son ritos de paso para la comunidad.

Edward rodó y se puso de espaldas. Yo me erguí sobre

los codos.

—No es más que un ritual frívolo.

—De eso nada. —Edward frunció el ceño—. Si no es de tu agrado, debes decirlo.

—No. Dejemos que Carlisle tenga su boda. Es solo que me resulta un poco… abrumador.

—Seguro que desearías que Sarah y Emily estuvieran aquí para compartir esto con nosotros.

—Si estuvieran, les sorprendería que no me fugara. Soy una solitaria reconocida. Pensaba que tú también lo eras.

—¿Yo? —Edward se echó a reír—. Salvo en la televisión o en las películas, los vampiros raras veces están solos. Preferimos la compañía de los demás. Hasta de las brujas, si no queda más remedio —añadió, antes de besarme para demostrarlo—. Entonces, si esta boda se celebrase en New Haven, ¿a quién invitarías? —preguntó al cabo de un rato.

—A Sarah y a Emily, por supuesto. Y a mi amigo Chris. —

Me mordí el labio—. Y puede que al catedrático de mi departamento. —Entonces, se hizo el silencio.

—¿Eso es todo? —Edward parecía horrorizado.

—No tengo muchos amigos. —Inquieta, me puse de pie —. Creo que el fuego se está apagando.

Edward volvió a tirar de mí hacia abajo.

—El fuego está bien. Y tú ahora tienes un montón de parientes y amigos.

La mención de la familia era el pistoletazo de salida que había estado esperando. Mis ojos se alejaron hasta posarse en el baúl que había a los pies de la cama. La caja de Marthe estaba escondida dentro, enterrada entre las sábanas limpias.

—Hay algo sobre lo que tenemos que hablar. —Esta vez me dejó continuar sin interferir. Saqué la caja.

—¿Qué es eso? —preguntó Edward, frunciendo el ceño.

—Las hierbas de Marthe… Las que usa en las infusiones. Las encontré en la bodega.

—Ya. ¿Y has estado consumiéndolas? —Su pregunta era cortante.

—Claro que no. La decisión de tener o no tener hijos no puede ser solo mía.

Cuando abrí la tapa, el polvoriento aroma a hierbas secas se filtró al aire.

—Da igual lo que Jasper y Alice dijeran en Nueva York, no hay prueba alguna de que tú y yo podamos tener hijos. E incluso los anticonceptivos herbales, como esos, pueden tener efectos secundarios peligrosos —dijo Edward, con frialdad clínica.

—Imaginemos que, hipotéticamente, una de tus pruebas científicas revelaran que sí podríamos tener hijos.

¿Querrías que me tomara la infusión?

—El preparado de Marthe no es muy fiable.

Edward apartó la mirada.

—Vale. ¿Cuáles son las alternativas? —pregunté.

—La abstinencia. La marcha atrás. Y los preservativos, aunque tampoco son muy fiables. Sobre todo los que están a nuestro alcance hoy en día.

Edward tenía razón. Los condones del siglo XVI eran de lino, de piel o de intestinos de animal.

—¿Y si uno de esos métodos fuera fiable?

Se me estaba agotando la paciencia.

—Sí, hipotéticamente, pudiéramos concebir un hijo juntos, sería un milagro y, por lo tanto, ningún anticonceptivo sería eficaz.

—El tiempo que pasaste en París no fue una pérdida de tiempo absoluta, por mucho que tu padre lo crea así. Esta ha sido una discusión digna de un teólogo medieval.

Antes de que me diera tiempo a cerrar la caja, las manos de Edward cubrieron las mías.

—Si pudiéramos concebir y esas infusiones fueran eficaces, seguiría queriendo que dejaras las hierbas en la bodega.

—¿Aunque pudieras transmitirle la rabia de sangre a otro niño?

Me obligué a ser honesta con él, aunque mis palabras dolieran.

—Sí. —Edward reflexionó sobre sus palabras antes de continuar—. Cuando estudio los patrones de extinción y veo la prueba en el laboratorio de que estamos desapareciendo, parece que no hay esperanza en el futuro.

Pero si detecto un solo cambio en los cromosomas, o descubro un descendiente inesperado cuando creía que una estirpe se había extinguido, la sensación de destrucción inevitable se disipa. Ahora mismo me siento igual. —Yo solía tener problemas cuando Edward adoptaba una postura de objetividad científica, pero esa vez no fue así.

Me quitó la caja de las manos—. ¿Y tú?

Llevaba intentando saberlo desde que Alice y Jasper habían aparecido en casa de la tía Sarah con los resultados de mi ADN y habían sacado por primera vez el tema de los hijos. Aunque yo estaba segura de mi futuro con Edward, no lo estaba tanto acerca de lo que ese futuro podría implicar.

—Ojalá tuviera más tiempo para decidir. —Aquella frase se estaba convirtiendo en mi muletilla más habitual—. Si estuviéramos todavía en el siglo XXI, me estaría tomando la píldora anticonceptiva que me recetaste. —Vacilé—.

Aunque no estoy segura de que la píldora funcione en nosotras. —Edward seguía esperando mi respuesta—.

Cuando le clavé la daga de Carlisle a Champier, lo único en lo que podía pensar era en que me iba a arrebatar los pensamientos y los recuerdos y en que no sería la misma persona cuando regresara a nuestra vida moderna. Pero aunque regresáramos en este preciso instante, ya seríamos personas diferentes. Todos los sitios a los que hemos ido, la gente que he conocido, los secretos que hemos compartido… Ya no soy la misma Bella Bishop y tú no

eres el mismo Edward Cullen. Un bebé nos cambiaría todavía más.

—Entonces quieres evitar el embarazo —dijo él, con tacto.

—No estoy segura.

—Entonces la respuesta es sí. Si no estás segura de querer ser madre, debemos usar cualquier sistema de control de natalidad disponible. —La voz de Edward era firme. Y también su barbilla.

—Sí quiero ser madre. Y me sorprende cuánto lo deseo, a decir verdad. —Me apreté las sienes con los dedos—. Me gusta la idea de que criemos juntos a un niño. Pero me parece demasiado pronto.

—Es pronto. Así que haremos lo que podamos para minimizar el riesgo hasta que estés preparada, si llegas a estarlo. Pero no eches las campanas al vuelo. La ciencia es clara, Bella: los vampiros se reproducen por resurrección, no por procreación. Puede que nuestra relación sea diferente, pero no somos tan especiales como para echar por tierra miles de años de biología.

—La ilustración del enlace alquímico del Ashmole 782… se refiere a nosotros. Lo sé. Y Alice tenía razón: el siguiente paso en el proceso de transformación alquímica tras el enlace del oro y la plata es la concepción.

—¿La concepción? —exclamó Carlisle desde la puerta, arrastrando las palabras. Sus botas crujieron mientras se separaba del marco—. Nadie ha mencionado tal posibilidad.

—Porque es imposible. He practicado sexo con otras mujeres de sangre caliente y nunca se han quedado embarazadas. Puede que la intención de la imagen del enlace alquímico sea transmitir un mensaje, como dice Bella, pero las probabilidades de que la imagen se convierta en realidad son mínimas. —Edward sacudió la cabeza—. Ningún manjasang ha engendrado jamás un hijo

de esa manera.

—«Nunca» es demasiado tiempo, Edward, como ya te he dicho. En cuanto a las cosas imposibles, llevo más tiempo sobre la faz de la tierra que los recuerdos de los hombres y he visto cosas que las generaciones posteriores

han negado, calificándolas de mito. Hubo un tiempo en que había criaturas que nadaban como los peces en el mar y otras que blandían rayos en lugar de lanzas. Ahora se han ido y han sido reemplazadas por algo nuevo. «El cambio es la única certeza que hay en el mundo».

—Heráclito —murmuré.

—El más listo de los hombres —dijo Carlisle, complacido porque hubiera reconocido la cita—. A los dioses les gusta sorprendernos cuando nos volvemos displicentes. Es su forma favorita de entretenimiento — aseguró. Solo entonces se fijó en mi atípico atuendo—.

¿Por qué llevas la camisa y las calzas de Edward?

—Me las ha regalado. Se parece bastante a lo que visto en mi época y Edward quería que estuviera cómoda. Él  mismo ha cosido las perneras, creo. —Me volví para enseñar el conjunto—. ¿Quién iba a imaginar que los hombres De Cullen sabrían enhebrar una aguja, por no hablar de coser una costura recta?

Carlisle alzó las cejas.

—¿Creías que Esme nos remendaba las prendas rasgadas cuando regresábamos a casa tras la batalla?

El hecho de pensar en Esme cosiendo tranquilamente mientras esperaba a que sus hombres regresaran me hizo reír.—

Difícilmente.

—Veo que la conoces bien. Si estás resuelta a vestir como un muchacho, al menos ponte bombachos. Como te vea el sacerdote, se le detendrá el corazón y la ceremonia de mañana tendrá que ser aplazada.

—Si no voy a salir afuera —dije, frunciendo el ceño.

—Me gustaría llevarte a un lugar sagrado para los antiguos dioses antes de que estés casada. No está lejos — dijo Carlisle cuando Edward cogió aire para protestar—. Y me gustaría que nos dejaras a solas, Edward.

—Os veré en los establos —respondí sin vacilar. Pasar un rato en contacto con el aire fresco me proporcionaría una buena oportunidad para aclararme la mente.

Una vez fuera, disfruté de los aguijonazos del aire frío en las mejillas y de la invernal paz del campo. Pronto Carlisle y yo llegamos a la cima de una montaña que era más plana que la mayoría de las crestas redondeadas que envolvían Sept-Tours. El suelo estaba salpicado de protuberancias pétreas que se me antojaban extrañamente simétricas.

Aunque ancestrales y cubiertas de vegetación, aquellos no eran afloramientos rocosos naturales. Estaban hechos por la mano del hombre.

Carlisle se balanceó para bajarse del caballo y me hizo una señal para que hiciera lo mismo. Una vez que hube desmontado, me agarró del codo y me guio a través de dos de los extraños bultos para entrar en una tersa extensión de terreno cubierto de nieve. Lo único que estropeaba la prístina superficie eran las pisadas de algunos animales salvajes: la silueta en forma de corazón de las pezuñas de un ciervo, las huellas de cinco garras de un oso, la combinación de almohadillas triangulares y ovales pertenecientes a un lobo…

—¿Qué sitio es este? —pregunté, bajando la voz.

—Un templo dedicado a Diana se erguía aquí en su día, con vistas a los bosques y a los valles donde a los venados les gustaba correr. Aquellos que veneraban a la diosa plantaron cipreses sagrados para que crecieran junto con los robles y los alisos endémicos. —Carlisle señaló las finas columnas verdes que se erguían haciendo guardia alrededor de la zona—. Quería traerte aquí porque, cuando era niño, en un lugar muy lejano y antes de convertirme en manjasang, las novias acudían a un templo como este antes

del casamiento y ofrecían un sacrificio a la diosa. Entonces nosotros la llamábamos Artemisa.

—¿Un sacrificio? —Tenía la boca seca. Ya había habido suficiente derramamiento de sangre.

—No importa cuánto cambiemos, es importante recordar el pasado y honrarlo. —Carlisle me tendió un cuchillo y una bolsa cuyo contenido se movía y tintineaba —. También es prudente corregir antiguos errores. Las

diosas no siempre han estado satisfechas con mis acciones.

Me gustaría asegurarme de que Artemisa recibe su tributo antes de que mi hijo se case contigo mañana. El cuchillo es para cortarte un mechón de cabello. Es un símbolo de tu juventud y la ofrenda tradicional. El dinero es símbolo de tu valía. —Carlisle bajó la voz hasta que esta se convirtió en un susurro conspiratorio—. Habría puesto más, pero tenía que guardar un poco para el dios de Edward, también.

Carlisle me llevó hasta un pequeño pedestal en el centro de la estructura en ruinas. Una serie de ofrendas descansaban sobre él: una muñeca de madera, el zapato de un niño, un cuenco de grano empapado y lleno de nieve.

—Me sorprende que alguien siga viniendo aquí —dije.

—Por toda Francia, las mujeres todavía rinden pleitesía a la luna cuando está llena. Tales hábitos son difíciles de desterrar, especialmente aquellos que sirven de consuelo a la gente durante los tiempos difíciles.

Carlisle avanzó hacia el altar improvisado. No se inclinó, ni se arrodilló ni hizo ningún otro de los gestos familiares de respeto a una deidad, pero, cuando empezó a hablar, lo hizo en voz tan baja que tuve que aguzar el oído

para escucharlo. Aquella extraña mezcla de griego e inglés no tenía demasiado sentido. Las solemnes intenciones de Carlisle estaban claras, sin embargo.

—Artemisa Agrotera, renombrada cazadora, Alcides Leontothymos os ruega que acojáis a esta muchacha, Bella, en vuestro seno. Artemisa Lykeia, dama de los lobos, protegedla en todos los sentidos. Artemisa Patrôia, diosa

de mis ancestros, bendecidla con hijos para que mi linaje se perpetúe.

«El linaje de Carlisle». Ahora yo formaba parte de él, no solo gracias al juramento de sangre, sino también a través del matrimonio.

—Artemisa Phôsphoros, traed la luz de vuestra sabiduría cuando ella se encuentre en la oscuridad. Artemisa Upis, cuidad de vuestra homónima durante su viaje en este mundo.

Cuando Carlisle finalizó la invocación, me empujó hacia delante.

Después de poner cuidadosamente la saca de monedas al lado del zapato de niño, levanté la mano y me cogí un mechón de pelo de la nuca. El cuchillo estaba afilado y extirpó el rizo fácilmente de una sola tajada.

Nos quedamos en silencio bajo la luz vespertina, cada vez más tenue. Una onda de energía barrió el suelo bajo mis pies. La diosa estaba allí. Por un instante, pude imaginarme el templo como una vez había sido: pálido, brillante, entero. Miré de reojo a Carlisle. Con una piel de oso sobre

los hombros, él también parecía un superviviente salvaje de un mundo perdido. Y estaba esperando algo.

Un ciervo blanco de astas curvadas se abrió paso entre los cipreses y se quedó allí quieto, echando vapor por las ventanas de la nariz al respirar. Con paso silencioso, vino hacia mí. Tenía unos enormes y desafiantes ojos castaños y estaba lo suficientemente cerca como para dejarme ver los

afilados extremos de sus cuernos. El ciervo miró con altivez a Carlisle y bramó. Era el saludo de una bestia a otra.— Sas efharisto —dijo con seriedad Carlisle, mientras posaba la mano sobre el corazón. Luego se volvió hacia mí —. Artemisa ha aceptado tus ofrendas. Ya podemos irnos.

Edward estaba atento para tratar de oír cualquier ruido que le indicara que habíamos llegado y, cuando entramos, nos estaba esperando en el patio, con expresión incierta.

Le dirigí una sonrisa que expresaba confianza, o eso esperaba, antes de subir al piso de arriba. A medida que caía la oscuridad, un zumbido de actividad me decía que el palacete se estaba llenando de gente. Pronto Catrine y Jehanne vinieron a acicalarme. El vestido que habían dispuesto era, con mucho, la prenda más magnífica que había llevado jamás. Ahora el tejido verde oscuro me recordaba a los cipreses que había al lado del templo, más que al acebo que adornaba el palacete en Adviento. Y las hojas de roble plateadas bordadas en el corpiño atrapaban la luz del sol poniente.

Los ojos de las muchachas brillaban cuando acabaron.

Yo solo había podido ver un instante mi pelo (recogido en espiral y trenzado) y mi pálido rostro en el pulido espejo de plata de Rose. Pero sus caras indicaban que mi transformación era digna de una boda.

Bien —dijo Jehanne con suavidad.

Catrine abrió la puerta con gesto dramático y las puntadas de plata del vestido cobraron vida bajo la antorcha del pasillo. Contuve el aliento mientras esperaba la reacción de Edward.

Jesu —dijo este, anonadado—. Estás preciosa, mon coeur. —Edward me tomó las manos y me levantó losbrazos para ver el efecto del conjunto—. Santo Dios,

¿llevas dos pares de mangas?

—Creo que son tres —dije, riendo. Llevaba puesto un blusón de lino con apretados puños de encaje, unas ajustadas mangas verdes a juego con el corpiño y las sayas y unas voluminosas mangas farol de seda verde que bajaban desde los hombros y se recogían en los codos y las muñecas. Jehanne, que había estado el pasado año en París para ocuparse de Rose, me aseguró que el diseño estaba àla mode.

—¿Pero cómo se supone que voy a besarte con todo eso de por medio? —Edward me pasó un dedo por el cuello.

—La gola plisada, que sobresalía sus buenos diez centímetros, vibró a modo de respuesta.

—Si la aplastas, a Jehanne le dará un ataque —murmuré mientras él me estrechaba con cuidado el rostro entre sus manos. Ella había usado un artilugio que recordaba a unas tenacillas para curvar metros de lino y convertirlos en aquellas crepitantes estructuras en forma de ocho. Le había

llevado horas.

—No te preocupes. Soy todo un experto. —Edward se inclinó y presionó su boca contra la mía—. ¿Ves? No he tocado ni un pliegue.

Alain tosió con discreción.

—Os están esperando.

—Edward —dije, cogiéndolo de la mano—, tengo que decirte algo.

Él avanzó hacia Alain y nos quedamos solos en el pasillo.

—¿De qué se trata? —preguntó, inquieto.

—He enviado a Catrine a la bodega para que tire las hierbas de Marthe. —Aquello era un paso mayor hacia lo desconocido que el que había dado en el almacén de lúpulo de Sarah para llevarnos hasta allí.

—¿Estás segura?

—Estoy segura —dije, recordando las palabras de Carlisle en el templo.

Nuestra entrada en el salón fue recibida con susurros y miradas de reojo. Mi cambio de apariencia había sido notable y los asentimientos que veía me decían que, finalmente, parecía hecha para casarme con milord.

—Ahí están —bramó Carlisle desde la mesa habitual de la familia. Alguien empezó a aplaudir y pronto el salón repiqueteó con el sonido. La sonrisa de Edward era tímida al principio, pero, a medida que el ruido aumentaba, creció hasta convertirse en una sonrisa de orgullo.

Estábamos sentados en los lugares de honor, uno a cada lado de Carlisle, que pidió entonces el primer plato y un poco de música para acompañarlo. Se ofrecieron pequeñas porciones de todo lo que Chef había preparado. Había

decenas de platos: una sopa hecha con garbanzos, anguila a la brasa, un delicioso puré de lentejas, bacalao salado en salsa de ajo y un pescado entero que nadaba en un viscoso mar de gelatina, con brotes de lavanda y romero que representaban plantas marinas. Carlisle explicó que el menú había sido objeto de acaloradas negociaciones entre Chef y el cura del pueblo. Tras el intercambio de varias embajadas, ambos se habían puesto finalmente de acuerdo en que la comida de aquella noche excluiría estrictamente los alimentos prohibidos en la dieta de los viernes, es

decir, carne, leche y queso, mientras que el banquete del día siguiente sería un gran espectáculo sin restricciones.

Como correspondía al novio, las raciones de Edward eran un poco más abundantes que las mías: algo del todo innecesario, ya que él no comía nada y bebía poco. Los hombres de las mesas adyacentes bromeaban con él sobre

la necesidad de fortalecerse para las terribles experiencias que se le avecinaban.

Cuando el hipocrás empezó a correr y un delicioso guirlache hecho con nueces y miel fue pasando por la mesa, sus comentarios se volvieron descaradamente procaces y las respuestas de Edward igualmente corrosivas. Por suerte, la mayoría de los insultos y consejos eran en idiomas que yo no acababa de entender, pero Carlisle me tapaba los oídos con las manos de vez en cuando, de todos modos.

Mi corazón se animó a medida que las risas y la música aumentaban. Esa noche, Edward no parecía un vampiro de mil quinientos años, sino un novio cualquiera la noche antes de su boda: avergonzado, complacido, un poco

ansioso. Ese era el hombre al que amaba y mi corazón daba un brinco cada vez que su mirada se posaba en mí.

Los cánticos empezaron cuando Chef sirvió la última selección de vinos, el hinojo escarchado y las semillas de cardamomo. Un hombre que estaba en el extremo opuesto del salón empezó a cantar con una profunda voz de bajo y

sus vecinos captaron la tonada. Pronto todo el mundo empezó a unirse con tantos pateos y palmas que era imposible oír a los músicos, quienes intentaban seguirles el ritmo desesperadamente.

Mientras los invitados estaban ocupados inventando nuevas canciones, Carlisle hizo las rondas, saludando a todos por su nombre. Lanzó bebés al aire, preguntó por animales y escuchó atentamente mientras los ancianos

hacían inventario de sus molestias y dolores.

—Míralo —dijo Edward maravillado, mientras me cogía de la mano—. ¿Cómo se las arregla Carlisle para

hacer que cada uno de ellos se sienta el invitado más importante de la sala?

—Dímelo tú —respondí, riéndome. Al ver que Edward parecía confuso, sacudí la cabeza—. Edward, sois exactamente iguales. Lo único que tú tienes que hacer para hacerte cargo de una sala llena de gente es entrar en ella.

—Si quieres un héroe como Carlisle, te llevarás una decepción conmigo —dijo.

Tomé su rostro entre mis manos.

—Como regalo de boda, me gustaría disponer de un conjuro que te permitiera verte como lo hacen los demás.

—A juzgar por lo que veo reflejado en tus ojos, estoy como siempre. Un poco nervioso, tal vez, por lo que Guillaume acaba de compartir conmigo acerca de los apetitos carnales de las mujeres mayores —bromeó

Edward, intentando distraerme. Pero yo no quise saber nada del asunto.

—Si no ves a un líder de masas, es porque no te has mirado con atención. —Nuestras caras estaban tan cerca que podía oler su aliento especiado. Sin pensar, lo atraje hacia mí. Carlisle había intentado decirle a Edward que

era digno de ser amado. Tal vez un beso sería más convincente.

En la distancia, oí gritos y más aplausos. Luego se oyeron unos gritos.

—¡Déjale a la muchacha algo que ir a buscar mañana, Edward, o puede que no se reúna contigo en la iglesia! —gritó Carlisle, haciendo que la multitud prorrumpiera en nuevas carcajadas. Edward y yo nos separamos felices y

avergonzados. Eché un vistazo al salón y vi al padre de Carlisle al lado de la chimenea, tocando un instrumento de siete cuerdas. Edward me dijo que era una cítara. Se hizo en la sala un silencio de expectación.

—Cuando era niño, siempre se contaban historias al final de un banquete como este, y gestas de héroes y grandes guerreros. —Carlisle punteó las cuerdas, dando lugar a un torrente sonoro—. Y, como todos los hombres, los héroes también se enamoran. —continuó con el rasgueo, arrullando a la audiencia al ritmo de la historia—. Un héroe de oscuros cabellos y ojos verdes llamado Peleo dejó su hogar para buscar fortuna. Era un lugar muy parecido a Saint-Lucien, escondido entre las montañas, pero Peleo

siempre había soñado con el mar y con las aventuras que podría correr en tierras extranjeras. Reunió a sus amigos y viajaron por los océanos de todo el mundo. Un día, llegaron a una isla célebre por la belleza de sus mujeres y la poderosa magia que tenían a su alcance.

Edward y yo intercambiamos largas miradas. La profunda voz de Carlisle entonó las siguientes palabras:

¡Mucho más felices para los hombres eran

entonces los tiempos, ingenuamente anhelados

ahora! Vosotros, héroes, engendrados de

dioses de esos argénteos días, favorecedme

mientras os invoco con esta mágica tonada.

La sala estaba cautivada por la grave voz de Carlisle, que parecía de otro mundo.

—Fue allí donde Peleo vio por primera vez a Tetis, hija de Nereo, dios del mar que no contaba mentiras y predecía el futuro. De su padre, Tetis había heredado el don de la profecía y podía cambiar de forma, adoptando desde la del agua en movimiento a la del fuego vivo, pasando por la del propio aire. Aunque Tetis era bella, nadie la tomaba como esposa, dado que un oráculo había pronosticado que su hijo sería más poderoso que su padre.

»Peleo amaba a Tetis a pesar de la profecía. Pero, para desposar a una mujer así, tenía que ser lo suficientemente valiente para retener a Tetis mientras esta se transformaba en diversos elementos. Peleo se llevó a Tetis de la isla y la estrechó con firmeza contra su corazón mientras esta se

transformaba en agua, en fuego, en serpiente, en leona…

Cuando Tetis se convirtió de nuevo en una mujer, se la llevó a su hogar y se casaron.

—¿Y el hijo? ¿Destruyó el hijo de Tetis a Peleo como predecían los augurios? —susurró una mujer cuando Carlisle se quedó en silencio, haciendo aún música con la cítara.

—El hijo de Peleo y Tetis fue un gran héroe, un guerrero bendecido tanto en la vida como en la muerte, llamado Aquiles. —Carlisle sonrió a la mujer—. Pero esa es una historia para otra noche.

Me alegró que su padre no explicara con detalle cómo había sido la boda y cómo con ella había empezado la guerra de Troya. Y me alegró más aún que no continuara contando la historia de la juventud de Aquiles: los horribles

conjuros que su madre solía probar para intentar hacerlo inmortal como ella y la ira incontrolable del joven, que le causó muchos más problemas que su famoso talón desprotegido.

—No es más que una historia —susurró Edward, al sentir mi inquietud.

Pero eran las historias que contaban las criaturas una y otra vez, sin saber qué significaban, las que solían ser más importantes, como lo eran esos rituales de honor, matrimonio y familia deteriorados por el tiempo que la

gente consideraba más sagrados aunque a menudo parecía que los ignoraban.

—Mañana es un día importante, un día que todos nosotros hemos anhelado. —Carlisle se levantó, cítara en mano—. Es costumbre que la novia y el novio permanezcan separados hasta el casamiento.

Aquel era otro ritual: un último momento de separación formal al que seguiría toda una vida juntos.

—La novia puede, sin embargo, ofrecer al novio alguna muestra de afecto para asegurarse de que él no la olvide durante las solitarias horas nocturnas —dijo Carlisle, con los ojos brillantes de malicia.

Edward y yo nos levantamos. Me atusé las sayas mientras me concentraba obstinadamente en el dobladillo.

Me percaté de que las puntadas de este eran muy finas, diminutas y regulares. Unos dedos cariñosos me levantaron la barbilla y pasé a perderme en el juego de suaves curvas y bruscos ángulos que conformaban el rostro de Edward.

Cualquier sensación de actuación desapareció mientras nos contemplábamos. Nos quedamos de pie en medio del salón y de los invitados, y nuestro beso se convirtió en un hechizo que nos llevó a un íntimo mundo propio.

—Te veré mañana por la tarde —murmuró Edward sobre mis labios, mientras nos separábamos.

—Seré la del velo. —Muchas novias no lo llevaban en el siglo XVI, pero era una costumbre ancestral y Carlisle había dicho que ninguna hija suya iba a entrar en la iglesia sin él.

—Te reconocería de todos modos —respondió, esbozando una sonrisa—. Con velo o sin él.

La mirada de Edward no flaqueó mientras Alain me escoltaba fuera del salón. Seguí sintiendo su roce, frío e imperturbable, mucho después de haber dejado la habitación.

Al día siguiente, Catrine y Jehanne fueron tan sigilosas que seguí durmiendo mientras llevaban a cabo sus habituales tareas matinales. El sol estaba casi en lo más alto cuando finalmente abrieron las cortinas de la cama y anunciaron que era la hora del baño.

Una procesión de mujeres con jarras entraron en mis aposentos, charlando como urracas mientras llenaban una enorme bañera de cobre que sospechaba que solía ser usada para hacer vino o sidra. Pero el agua estaba bien caliente y el recipiente de cobre mantenía aquel maravilloso calor, así

que no me sentí en absoluto inclinada a protestar. Gemí de éxtasis y me hundí bajo la superficie del agua.

Las mujeres me dejaron a remojo y me di cuenta de que las pocas pertenencias que tenía —libros, notas que había tomado sobre alquimia y frases en occitano— habían desaparecido. El arcón largo y bajo donde guardaba la ropa había corrido la misma suerte. Cuando le pregunté a

Catrine, me explicó que lo habían trasladado todo a los aposentos de milord, al otro extremo del palacete.

Ya no era la hija putativa de Carlisle, sino la esposa de Edward. Y mis enseres habían sido reubicados en consecuencia.

Conscientes de su responsabilidad, Catrine y Jehanne ya me habían sacado de la bañera y me habían secado cuando el reloj dio la una. Supervisando su trabajo estaba Marie, la mejor costurera de Saint-Lucien, que había venido a dar los toques finales a su trabajo. Las contribuciones a mi vestido de novia, que había hecho el sastre del pueblo, Monsieur Beaufils, pasaban desapercibidas.

Para ser justa con Marie, la Robe (solo pensaba en mi traje en francés y siempre en mayúscula) era espectacular.

Cómo se las había arreglado para acabarlo en tan poco tiempo era un secreto muy bien guardado, aunque sospechaba que todas las mujeres del vecindario habían contribuido con, al menos, una puntada. Antes de que

Carlisle anunciara que me iba a casar, el plan era llevar un vestido relativamente sencillo de gruesa seda color pizarra.

Había insistido en que tuviera un par de mangas, no dos pares, y un cuello alto para mantener a raya las corrientes de aire invernales. Le dije a Marie que no había necesidad de molestarse en bordarlo. Asimismo, había rechazado los soportes que parecían jaulas de pájaro que extenderían la

falda en todas direcciones.

Marie había usado la excusa de la mala interpretación y su creatividad para modificar mi diseño inicial mucho antes de que Carlisle le hubiera dicho dónde y cuándo me pondría el vestido. Después de eso, no hubo manera de

hacer retroceder a la mujer.

—Marie, la Robe est belle —le dije mientras palpaba la seda llena de bordados. Había estilizadas cornucopias, conocidos símbolos de abundancia y fertilidad, cosidas por todas partes en hilo dorado, negro y rosa. Escarapelas y brotes de hojas acompañaban a los cuernos llenos de flores, mientras que sendas bandas bordadas remataban ambos pares de mangas. Las mismas bandas ribeteaban los bordes del corpiño en un sinuoso diseño de volutas, lunas y estrellas. En los hombros una hilera de solapas cuadradas

llamadas ribetes ocultaban los lazos que sujetaban las mangas al corpiño. A pesar de la elaborada ornamentación, las elegantes curvas del corpiño se ajustaban a la perfección y mis fantasías relacionadas con los miriñaques

se habían cumplido al fin. Las sayas eran abultadas, más por el volumen del tejido que por cualquier artilugio de alambre. Lo único que llevaba bajo las enaguas era la rosquilla rellena que reposaba en mis caderas y unas calzas

de seda.

—Es de línea sobria. Muy simple —me aseguró Marie, mientras me tiraba de la parte baja del corpiño para hacer que quedara más liso.

Las mujeres casi habían acabado con mi pelo cuando se oyeron unos golpes en la puerta. Catrine se apresuró a abrirla y volcó una cesta de toallas por el camino.

Era Carlisle, que tenía un aspecto impresionante con su elaborado traje marrón, y Alain estaba detrás de él. El padre de Edward se quedó mirando.

—¿Bella? —La voz de Carlisle sonaba insegura.

—¿Sí? ¿Hay algún problema? —revisé el vestido y me palpé el pelo, ansiosa—. No tenemos un espejo lo suficientemente grande para que me vea…

—Estás preciosa y la mirada de Edward al verte te lo dirá mejor que cualquier reflejo —dijo Carlisle con firmeza.

—Y vos tenéis un pico de oro, Carlisle de Cullen — dije, riéndome—. ¿Qué queréis?

—He venido a entregarte los regalos de boda. —Carlisle extendió el brazo y Alain le puso una gran bolsa de terciopelo en la mano—. No ha habido tiempo para mandar hacer nada, me temo. Estas son piezas familiares.

Vació el contenido de la bolsa en la palma de la mano. Se derramó un arroyo de luz y fuego: oro, diamantes, zafiros.

Di un respingo. Pero había más tesoros ocultos dentro del terciopelo, incluido un collar de perlas, varias medias lunas con ópalos incrustados y una poco usual punta de flecha de oro, con los bordes gastados por el paso del tiempo.

—¿Para qué son? —pregunté, curiosa.

—Para que te las pongas, desde luego —dijo Carlisle, riendo—. La cadena era mía, pero cuando vi el traje de Marie, pensé que los diamantes amarillos y los zafiros no quedarían fuera de lugar. El estilo es antiguo y hay quien

diría que es demasiado masculino para una novia, pero la cadena te encajará en los hombros y quedará plana.

Originariamente una cruz pendía del centro, pero he pensado que tal vez preferirías colgar la flecha.

—No reconozco las flores. —Los esbeltos capullos amarillos me recordaban a las fresias y estaban entremezclados con flores de lis doradas ribeteadas de zafiros.

—Genista. Vosotros la llamáis retama. Los angevinos la usaban como emblema.

Se refería a los Plantagenet: la familia real más poderosa de la historia de Inglaterra. Los Plantagenet habían ampliado la abadía de Westminster, sucumbido a los barones y firmado la Carta Magna, habían creado el Parlamento y apoyado la fundación de las universidades de Oxford y Cambridge. Los soberanos de la familia Plantagenet habían luchado en las Cruzadas y en la guerra de los Cien Años con Francia. Y uno de ellos le había

entregado aquella cadena a Carlisle como símbolo de favor real. Nada más podría justificar su esplendor.

—Carlisle, no puedo… —Mis protestas cesaron cuando le pasó las otras joyas a Catrine y cernió la cadena sobre mi cabeza. La mujer que me devolvía la mirada desde el opaco espejo tenía ahora tanto de historiadora moderna como Edward de científico moderno—. Oh —exclamé, maravillada.

—Imponente —convino él. Su rostro se suavizó, pesaroso—. Ojalá Esme pudiera estar aquí para verte así y para ser testigo de la felicidad de Edward.

—Un día se lo contaré todo —prometí en voz queda, sosteniendo aquella mirada que se reflejaba en el espejo mientras Catrine sujetaba la flecha a la parte delantera de la cadena y me enroscaba la sarta de perlas en el pelo—.

Además, cuidaré bien las joyas esta noche y me aseguraré de que os sean devueltas por la mañana.

—Ahora te pertenecen, Bella, puedes hacer con ellas lo que desees. Al igual que con esto. —Carlisle sacó otra bolsa del cinturón, está hecha de resistente cuero, y me la tendió.

—Las mujeres de esta familia gestionan sus propias finanzas. Esme insiste en ello. Todas las monedas que hay ahí son inglesas o francesas. No conservan su valor tanto como los ducados venecianos, pero suscitarán menos preguntas cuando los gastes. Si necesitas más, solo tienes que pedírselo a Walter o a otro miembro de la hermandad.

Cuando llegué a Francia, dependía por completo de Edward. En poco menos de una semana, había aprendido a comportarme, a conversar, a llevar una casa y a destilar licores. Ahora tenía mis propios bienes y Carlisle de

Cullen me había reconocido públicamente como hija.

—Gracias por todo —dije en voz baja. Creía que no me aceptaríais como nuera.

—No al principio, tal vez. Pero hasta los ancianos pueden cambiar de opinión. —Carlisle esbozó una sonrisa —. Y, al final, siempre consigo lo que quiero.

Las mujeres me envolvieron en la capa. En el último momento, Catrine y Jehanne me cubrieron la cabeza con una vaporosa tela de seda y me la sujetaron al pelo con las medias lunas de ópalo que tenían unas diminutas pero tenaces pinzas en el reverso.

Thomas y Étienne, que se habían autoproclamado mis paladines personales, echaron a correr delante de nosotros por el palacete, anunciando a voz en grito nuestra llegada.

Pronto formamos una procesión que avanzaba en la penumbra en dirección a la iglesia. Debía de haber alguien allá arriba, en el campanario, y una vez que nos vio, quienquiera que fuera, las campanas empezaron a tañer.

Vacilé al llegar a la iglesia. Todo el pueblo se había reunido fuera, en la puerta, con el sacerdote. Busqué a Edward y lo encontré de pie en lo alto del breve tramo de escaleras. A través del velo transparente, sentí su mirada.

Como el sol y la luna, en ese momento no nos preocupaba el tiempo, la distancia y las diferencias. Lo único que importaba era nuestra posición en relación al otro.

Me recogí las sayas y fui hacia él. El breve ascenso se me hizo interminable. Me pregunté si el tiempo sería así de travieso con todas las novias o solo con las brujas.

El sacerdote me miró desde la puerta, pero no hizo esfuerzo alguno para dejarnos entrar en la iglesia. Sujetaba un libro entre las manos, pero no lo abrió. Fruncí el ceño, confundida.

—¿Va todo bien, mon coeur? —murmuró Edward.

—¿No vamos a entrar?

—Los casamientos se celebran en la puerta de la iglesia para evitar discusiones encarnizadas más tarde sobre si la ceremonia ha sido o no como cuentan. Podemos dar gracias a Dios de que no haya ventisca.

Commencez! —conminó el sacerdote, asintiendo en dirección a Edward.

Mi participación en la ceremonia se limitó a pronunciar trece palabras. A Edward le correspondieron dieciocho.

Carlisle había informado al cura de que repetiríamos nuestros votos en inglés, porque era importante que la esposa entendiera plenamente lo que estaba prometiendo.

Aquello hizo que el número total de palabras necesarias para convertirnos en marido y mujer ascendieran a cincuenta y dos.

Maintenant! —El sacerdote estaba temblando y quería su cena.

Moi, Edward, je donne mon corps à toi, Isabella en loyal mariage. —Edward estrechó mis manos entre lassuyas—. Yo, Edward te entrego mi cuerpo, Isabella, en estefiel matrimonio.

Et je le reçois —repliqué—. Y yo lo recibo.

Ya íbamos por la mitad. Respiré hondo y seguí adelante.

Moi, Isabella, je donne mon corps à toi, Edward.

Una vez superada la parte difícil, enuncié con rapidez mi última línea—. Yo, Isabella, te entrego mi cuerpo, Edward.

Et je le reçois avec joie. —Edward me retiró el velo de la cabeza—. Y yo lo recibo con alegría.

—Esas no son las palabras correctas —dije airadamente.

Había memorizado los votos y no había ningún avec joie en ninguna parte.

—Claro que sí —insistió Edward, agachando la cabeza.

Nos habíamos casado por el rito vampírico cuando nos apareamos y nos habíamos convertido en pareja de hecho cuando Edward me había puesto el anillo de Esme en el dedo, en Madison. Aquella era la tercera vez que nos

casábamos.

Lo que sucedió a continuación no es más que un recuerdo borroso. Había antorchas y caminamos colina arriba un buen rato, rodeados de gente que nos felicitaba. El banquete de Chef ya estaba servido y la gente lo devoró con entusiasmo. Edward y yo estábamos sentados solos en la mesa de la familia, mientras Carlisle pululaba por allí sirviendo vino y asegurándose de que a los niños no les faltara su buena ración de liebre al espeto y buñuelos de queso. De vez en cuando nos miraba orgulloso, como si esa tarde hubiéramos estado matando dragones.

—Nunca pensé que vería este día —le confesó Carlisle a Edward, mientras nos ponía delante una porción de tarta de crema.

Parecía que la fiesta estaba decayendo, cuando los hombres empezaron a separar las mesas para ponerlas a los lados del salón. Las gaitas y los tambores sonaron allá en lo alto, en la galería de los juglares.

—Por tradición, el primer baile pertenece al padre de la novia —dijo Carlisle mientras se inclinaba ante mí. Me llevó hacia la pista. Carlisle era buen bailarín, pero aun así conseguí que nos hiciéramos un lío.

—¿Puedo? —Edward le dio unos toquecitos en el hombro a su padre.

—Por favor. Tu esposa está intentando romperme un pie.

El guiño de Calisle restó sarcasmo a sus palabras y se retiró para dejarme con mi marido.

El resto siguió bailando, pero se alejaron y nos dejaron en el centro de la sala. La música se ralentizó de forma intencionada, al tiempo que uno de los músicos punteaba las cuerdas del laúd y las dulces notas de un instrumento de viento marcaban un acompañamiento. Mientras nos separábamos y volvíamos a reunirnos una y otra vez, las distracciones de la sala se desvanecieron.

—Eres mucho mejor bailarín que Carlisle, diga lo que diga tu madre —le dije a Edward sin aliento, aunque el baile era sosegado.

—Eso es porque a mí me sigues el ritmo —bromeó—.

Con Carlisle te has peleado en todos los pasos que habéis dado.

Cuando el baile nos unió una vez más, me agarró por los codos, me estrechó con fuerza contra su cuerpo y me besó.

—Ahora que estamos casados, ¿seguirás perdonándome mis pecados? —preguntó, girando hacia atrás con pasos acompasados.

—Depende —dije con cautela—. ¿Qué has hecho ahora?

—Te he aplastado la gola y no tiene arreglo.

Me eché a reír y Edward me besó de nuevo, breve pero intensamente. El tamborilero lo consideró una señal y el ritmo de la música se aceleró. Otras parejas giraban y se desplazaban dando saltitos por la pista. Edward nos puso relativamente a salvo, al lado del hogar, antes de que nos pisotearan. Carlisle apareció al cabo de un rato.

—Llévate a tu mujer a la cama y acaba con esto — murmuró Carlisle.

—Pero los invitados… —protestó Edward.

—Llévate a tu mujer a la cama, hijo mío —repitió Carlisle—. Escabúllete ahora, antes de que el resto decida acompañarte arriba y asegurarse de que cumples con tu deber. Déjamelo todo a mí. —Se volvió, me besó con

formalidad en ambas mejillas antes de murmurar algo en griego y enviarnos a la torre de Edward.

Aunque había conocido aquella parte del palacete en mi época, todavía tenía que verla en su esplendor del siglo XVI.

La disposición de los aposentos de Edward había cambiado. Esperaba encontrar libros en la habitación del primer piso, pero en lugar de ello había una enorme cama con dosel. Catrine y Jehanne sacaron una caja tallada para

mis nuevas joyas, llenaron la palangana y se afanaron en cambiar las sábanas. Edward se sentó delante del fuego, se quitó las botas y levantó una copa de vino cuando hubo acabado.

—¿Vuestro cabello, madame? —preguntó Jehanne, mirando a mi marido y haciendo conjeturas.

—Yo me ocuparé de él —dijo Edward con aspereza, con los ojos clavados en el fuego.

—Un momento —dije, mientras me quitaba del pelo las joyas en forma de media luna y las ponía en la palma de la mano vuelta hacia arriba de Jehanne. Ella y Catrine me quitaron el velo y se fueron, dejándome a mí de pie al lado

de la cama y a Edward tendido al lado del fuego con los pies sobre uno de los arcones de la ropa.

Cuando la puerta se cerró, Edward posó la copa de vino y fue hacia mí, enredó los dedos en mi pelo y tiró de él con cuidado para deshacer en unos instantes lo que a las chicas les habría llevado casi treinta minutos conseguir. Dejó a un lado la sarta de perlas. El cabello cayó sobre mis hombros y las ventanas de la nariz de Edward se hincharon mientras

captaba mi aroma. Sin mediar palabra, atrajo mi cuerpo hacia el suyo y se inclinó para hacer encajar su boca con la mía.

Pero antes había preguntas que hacer y que responder.

Me alejé de él.

—Edward, ¿estás seguro…?

Unos fríos dedos se deslizaron bajo mi gola y encontraron los lazos que la unían al corpiño.

Crac. Crac. Crac.

El tejido almidonado abandonó mi garganta y cayó al suelo. Edward desabrochó los botones que mantenían el alzacuello del vestido firmemente cerrado. Inclinó la cabeza y me besó en el cuello. Me aferré a su jubón.

—EDward —repetí—. ¿Esto es…?

Me silenció con otro beso, al tiempo que me retiraba la pesada cadena de los hombros. Nos separamos momentáneamente para que Edward pudiera quitármela por la cabeza. Acto seguido, sus manos invadieron la hilera

dentada de remates donde las mangas se unían al corpiño.

Deslizó los dedos entre los huecos, buscando un punto débil en las defensas de la prenda.

—Aquí está —murmuró mientras enganchaba los dedos índices alrededor de los bordes y tiraba con decisión. Una manga y luego la otra se deslizaron por cada brazo hasta caer al suelo. A Edward parecía darle exactamente igual,

pero se trataba de mi vestido de novia y no era fácil de

reemplazar.

—Mi vestido —dije, retorciéndome entre sus brazos.

—Bella —Edward echó la cabeza hacia atrás y me puso las manos en la cintura.

—¿Sí? —pregunté sin aliento. Intenté alcanzar la manga con la punta de la zapatilla y empujarla hacia donde fuera menos probable que acabara aplastada.

—El sacerdote ha bendecido nuestro matrimonio. Todo el pueblo nos ha deseado lo mejor. Ha habido comida y baile. De verdad creo que deberíamos acabar la noche haciendo el amor. Aunque tú pareces más interesada en tu

guardarropa.

Había encontrado otro grupo de cintas más que sujetaban las faldas a la parte inferior del corpiño puntiagudo, unos siete centímetros por debajo de mi ombligo. Suavemente, Edward hundió los pulgares entre el extremo del corpiño y mi pubis.

—No quiero que la primera vez que estemos juntos sea para satisfacer a tu padre. —A pesar de mis protestas, mis caderas se arquearon hacia él en una invitación silenciosa mientras él continuaba con aquel movimiento enloquecedor de los pulgares que parecía el batir de las alas de un ángel. Emitió un leve sonido de satisfacción y desató el lazo oculto.

Tirón. Zas. Tirón. Zas. Tirón. Zas.

Los hábiles dedos de Edward aflojaron cada uno de los cordones cruzados para hacerlos pasar por los agujeros ocultos. Había doce en total y mi cuerpo se arqueaba y se enderezaba con la fuerza de sus atenciones.

—Por fin —dijo satisfecho. Pero luego soltó un gruñido —. Santo Dios. Hay más.

—Todavía no estás ni empezando. Estoy atada como un ganso de Navidad —dije, mientras él levantaba el corpiño y lo separaba de las faldas, dejando ver el corsé que llevaba debajo—. O, para ser exactos, como un ganso de Adviento.

Pero Edward no me estaba prestando atención. En lugar de ello, mi marido estaba centrado en el lugar donde el blusón de cuello alto casi transparente que yo llevaba puesto desaparecía en el interior de la tela fuertemente

reforzada del corsé. Apretó los labios contra aquel punto convexo. Inclinó la cabeza en una pose reverente e inspiró de forma entrecortada.

Y yo también. Resultaba sorprendentemente erótico el roce de sus labios, magnificado en cierto modo por la fina separación de gasa. Aunque no sabía qué le había hecho renunciar a los resueltos esfuerzos que previamente había hecho para desvestirme, acuné su cabeza en mis manos y esperé a que hiciera el siguiente movimiento.

Por fin, Edward me cogió las manos y las enroscó alrededor del poste tallado que sujetaba la esquina del dosel.

—Espera —dijo.

Tirón. Zas. Tirón. Zas. Antes de acabar, Edward se tomó unos instantes para deslizar las manos bajo el corsé. Estas recorrieron mi caja torácica y encontraron mis pechos.

Gemí suavemente mientras Edward retenía el blusón entre la piel cálida y endurecida de mis pezones y sus fríos dedos. Volvió a estrecharme contra él.

—¿Parezco un hombre interesado en complacer a alguien más que a ti? —me susurró al oído. Como no respondí de inmediato, una mano bajó serpenteando por mi vientre para apretarme con más fuerza. La otra permaneció donde estaba, ahuecada sobre mi pecho.

—No. —Recosté hacia atrás la cabeza sobre su hombro, dejando el cuello al descubierto.

—Entonces dejemos de hablar de mi padre. Y mañana te compraré veinte vestidos idénticos si dejas de preocuparte de una vez por las mangas.

Edward estaba frunciendo afanosamente el blusón para que el dobladillo eludiera la parte superior de mis piernas.

Dejé de agarrarme al poste de la cama, le cogí la mano y la

posé sobre la unión de mis muslos.

—Basta de palabras —respondí, dándole la razón. Jadeé cuando sus dedos me entreabrieron el sexo.

Edward me silenció más aún con un beso. Los suaves movimientos de sus manos estaban dando lugar a una reacción completamente diferente a medida que la tensión de mi cuerpo aumentaba.

—Demasiada ropa —dije sin aliento. No expresó su acuerdo, pero este se hizo evidente por la prisa que se dio para deslizar el corsé por mis brazos. Los cordones estaban ya tan flojos que pude bajarlo sobre las caderas y

quitármelo por los pies. Le desaté los bombachos mientras Edward se desabrochaba el jubón. Aquellas dos prendas estaban sujetas a sus caderas por tantos cordones cruzados como los del corpiño y la falda.

Cuando nos quedamos solo con las calzas, yo con mi blusón y Edward con su camisa, la sensación de incomodidad regresó y nos detuvimos.

—¿Me permites amarte, Bella? —dijo Edward, acabando de un plumazo con mi ansiedad con aquella sencilla y cortés pregunta.

—Sí —susurré. Él se arrodilló y desató suavemente los lazos que sujetaban las medias. Eran azules, el color de la fidelidad según Catrine. Edward hizo resbalar las calzas por mis piernas y la presión de sus labios sobre las rodillas y los tobillos marcaron su paso. Él se quitó las suyas tan

rápido que no tuve ocasión de fijarme en el color de sus ligas.

Edward me alzó ligeramente, de manera que los dedos de mis pies apenas rozaban el suelo, para poder introducirse en la hendidura que tenía entre las piernas.

—No tenemos por qué ir a la cama —dije, aferrándome a sus hombros. Quería tenerlo dentro de mí y rápido.

Pero acabamos yendo hasta aquel suave lugar en penumbra, mientras nos despojábamos de la ropa por el camino. Una vez allí, mi cuerpo le dio la bienvenida a la luna de mis muslos mientras extendía los brazos para

hacerlo descender hacia mí. Aun así, jadeé sorprendida cuando nuestros cuerpos se hicieron uno: calor y frío, luz y oscuridad, hembra y macho, bruja y vampiro, una conjunción de polos opuestos.

Edward pasó de tener una expresión de reverencia a una de asombro cuando empezó a moverse dentro de mí, y esta última fue sustituida por otra de concentración cuando, al cambiar la posición del cuerpo, vio que yo reaccionaba con un grito de placer. Deslizó un brazo bajo la parte baja de mi espalda y me alzó sobre sus caderas, mientras mis manos se agarraban a sus hombros.

Caímos en la cadencia única de los amantes, dándonos placer mutuo con suaves caricias ejecutadas con la boca y con las manos mientras nos mecíamos juntos, hasta que lo único que nos quedó por dar fue el corazón y el alma.

Mirándonos fijamente, intercambiamos nuestros votos finales en cuerpo y alma, temblando como recién nacidos.

—Déjame amarte para siempre —murmuró Edward sobre mi frente húmeda, antes de trazar con los labios un frío sendero sobre ella, mientras permanecíamos tumbados y entrelazados.

—Lo haré —prometí de nuevo, apretándome aún más contra él.

 

Capítulo 54: CAPÍTULO 54 Capítulo 56: CAPÍTULO 56

 


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