EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151962
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 53: CAPÍTULO 53

Capítulo 10

 

Carlisle podía ser fascinante, pero también era exasperante e inescrutable, tal y como Edward había prometido.

Mi esposo y yo estábamos en el gran salón a la mañana siguiente cuando mi suegro pareció materializarse salido de la nada. No me sorprendía que los humanos creyeran que los vampiros podían transformarse en murciélagos. Levanté un cilindro de pan tostado de la yema dorada de los huevos

pasados por agua.

—Buenos días, Carlisle.

—Bella. —Carlisle asintió—. Vamos, Edward. Debes alimentarte. Ya que no piensas hacerlo delante de tu esposa, nos iremos de caza.

Edward dudó, me miró nervioso y apartó la vista.

—Tal vez mañana.

Carlisle murmuró algo entre dientes y sacudió la cabeza.

—Debes satisfacer tus propias necesidades, Edward.

Un manjasang famélico y exhausto no es el compañero de viaje ideal para nadie, y menos aún para una bruja de sangre caliente.

Dos hombres entraron en el salón, sacudiéndose la nieve de las botas. El frío aire invernal esquivó la pantalla de madera y atravesó el encaje tallado. Edward miró con nostalgia hacia la puerta. Seguir venados por el paisaje

helado no solo alimentaría su cuerpo, también le aclararía la mente. Y si lo sucedido el día anterior servía de referencia, al volver estaría de mucho mejor humor.

—No te preocupes por mí. Tengo muchas cosas que hacer —dije, estrechándole la mano para darle un reconfortante apretón.

Después del desayuno, Chef y yo decidimos el menú de la fiesta previa al Adviento del sábado. Cuando acabamos, comenté mis necesidades de vestuario con el sastre de la aldea y la costurera. Teniendo en cuenta mis

conocimientos de francés, temía haber encargado una carpa de circo. Al final de la mañana estaba desesperada por un poco de aire fresco, y persuadí a Alain para que me hiciera una visita guiada a los talleres del patio. Casi todo lo que los residentes del palacete necesitaban, desde velas a agua potable, se podía encontrar allí. Traté de recordar todos los

detalles de cómo el herrero fundía los metales, consciente de que aquellos conocimientos serían de utilidad cuando regresara a mi vida real como historiadora.

A excepción de la hora que pasé en la forja, hasta entonces el día había sido el típico de una mujer noble de la época. Con la sensación de que había hecho grandes progresos en mi objetivo de encajar, me pasé varias horas placenteras leyendo y practicando caligrafía. Cuando oí que los músicos se preparaban para la última fiesta antes del ayuno de un mes de duración, les pedí que me dieran una clase de baile. Más tarde, me regalé una aventura en la bodega y pronto estuve felizmente ocupada con una magnífica cacerola doble para cocer al baño María, un alambique de cobre y un pequeño barril de vino añejo. Dos jóvenes muchachos que había tomado prestados de la

cocina mantenían encendidas las brasas del hogar con un par de fuelles de piel que soplaban suavemente cada vez que Thomas y Étienne los apretaban para hacerlos entrar en acción.

Estar en el pasado me proporcionaba una oportunidad perfecta para practicar lo que solo sabía en teoría. Después de rebuscar entre el equipo de Marthe, tracé un plan para hacer espíritu de vino, una sustancia básica utilizada en los procedimientos alquímicos. Sin embargo, no tardé mucho

en estar lanzando improperios.

—Esto nunca se condensará como es debido —dije contrariada, mientras observaba el vapor que se escapaba del alambique. Los chicos de la cocina, que no hablaban inglés, emitieron sonidos de comprensión mientras consultaba un libro que había sacado de la biblioteca de los De Cullen. Había todo tipo de ejemplares interesantes en las estanterías. Alguno de ellos explicaría cómo reparar un alambique.

—Madame? —Alain me llamó discretamente desde el umbral.

—¿Sí? —Me volví y me limpié las manos en los arrugados pliegues del delantal de lino.

Alain le echó un vistazo a la habitación, horrorizado. Mi bata oscura sin mangas estaba colgada sobre el respaldo de una silla cercana, las pesadas mangas de terciopelo estaban puestas sobre el borde de una olla de cobre y el corpiño pendía del techo, de un oportuno gancho. Aunque iba relativamente ligera de ropa para los estándares del siglo XVI, todavía llevaba puesto un corsé, un delantal de lino de cuello alto y manga larga, varias enaguas y una voluminosa falda: muchísima más ropa de la que solía ponerme para dar clase. Sintiéndome desnuda, aun así, levanté la barbilla y

desafié a Alain a que dijera algo. Prudentemente, él apartó la vista.

—Chef no sabe qué hacer con el banquete de esta noche —dijo Alain. Fruncí el ceño. Chef era infalible, siempre sabía qué hacer.

—La gente de la casa tiene hambre y sed, pero no pueden sentarse sin vos. Siempre que haya un miembro de la familia en Sept-Tours, dicha persona deberá presidir la cena. Es la tradición.

Catrine apareció con una toalla y un cuenco. Introduje los dedos en el agua tibia con olor a lavanda.

—¿Cuánto tiempo llevan esperando? —pregunté, mientras cogía la toalla del brazo de Catrine. Un enorme salón lleno de seres de sangre caliente hambrientos y de vampiros igualmente famélicos no podía ser nada bueno. La

confianza recién adquirida que tenía en mi capacidad de llevar el hogar de los De Cullen se evaporó.

—Más de una hora. Seguirán esperando hasta que lleguen noticias de la aldea de que Roger ha dado por terminada la noche y está cerrando. Es el que lleva la taberna. Hace frío y faltan muchas horas para el desayuno. Sieur Carlisle me ha hecho pensar… —Su voz se apagó y Alain se sumió en

un silencio apesadumbrado.

Vite —dije, señalando la ropa que me había quitado—.

Debes ayudarme a vestirme, Catrine.

Bien sûr. —Catrine posó el cuenco y se dirigió hacia el corpiño que estaba colgado. La gran mancha de tinta que había en él echó por tierra mis esperanzas de tener un aspecto respetable.

Cuando entré en el salón, los bancos arañaron el suelo de piedra como si se levantaran más de tres docenas de criaturas. Había una nota de reproche en el sonido. Una vez sentados, se comieron la comida atrasada con gusto,

mientras yo elegía un muslo de pollo y rechazaba con un gesto de la mano todo lo demás.

Después de lo que me pareció una eternidad, Edward y su padre regresaron.

—¡Bella! —Edward rodeó la pantalla de madera, confuso al verme sentada en la cabecera de la mesa familiar —. Esperaba que estuvieras arriba, en la biblioteca.

—Creí que sería más cortés por mi parte sentarme aquí, teniendo en cuenta todo el trabajo que le ha llevado a Chef preparar la comida. —Mis ojos vagaron hasta Carlisle—.

¿Qué tal la caza, Carlisle?

—Aceptable. Pero la sangre animal solo aporta parte de los nutrientes necesarios.

Le hizo un gesto a Alain y sus fríos ojos se clavaron en el cuello alto de mi vestido.

—Ya basta. —Aunque lo dijo en voz baja, el tono de advertencia de Edward era inconfundible. Todas las cabezas se volvieron hacia él—. Deberías haber dado órdenes de que empezaran sin nosotros. Deja que te lleve arriba, Bella. —Las cabezas volvieron a girarse hacia mí, esperando mi respuesta.

—Aún no he terminado —dije, señalando el plato—, y los demás tampoco. Siéntate a mi lado y toma un poco de vino.

Tal vez Edward fuera un príncipe del Renacimiento tanto en sustancia como en estilo, pero no pensaba someterme a él cada vez que chascara los dedos.

Edward se sentó a mi lado mientras yo me obligaba a tragar un poco de pollo. Cuando la tensión se hizo insoportable, me levanté. Una vez más, los bancos arañaron la piedra cuando los habitantes del castillo se levantaron.

—¿Has acabado tan pronto? —preguntó Carlisle, sorprendido—. Buenas noches, entonces, Bella. Edward, regresa de inmediato. Siento un extraño deseo de jugar al ajedrez.

Edward ignoró a su padre y extendió el brazo. No intercambiamos ni una sola palabra mientras salíamos del salón principal y subíamos a los aposentos familiares.

Cuando llegamos a mi puerta, Edward había logrado controlarse lo suficiente como para arriesgarse a mantener una conversación.

—Carlisle te está tratando como a una auténtica ama de llaves. Es intolerable.

—Tu padre me está tratando como a una mujer de la época. Me las arreglaré, Edward. —Hice una pausa para coger fuerzas—. ¿Cuándo fue la última vez que te alimentaste de una criatura que caminara sobre dos patas?

—Yo lo había obligado a que me extrajera sangre antes de abandonar Madison, y se había alimentado de algún sangre caliente anónimo en Canadá. Unas semanas antes, había matado a Jessica Chamberlain en Oxford. Puede que se hubiera alimentado de ella, también. Quitando eso, no creía que una sola gota de algo que no fuera sangre animal hubiera cruzado sus labios en meses.

—¿Por qué lo preguntas? —El tono de Edward era cortante.

—Carlisle dice que no estás tan fuerte como deberías —dije, apretando la mano sobre la suya—. Si necesitas alimentarte y no tienes intención de beber sangre de un extraño, quiero que tomes la mía.

Antes de que Edward pudiera responder, se oyó una risa en las escaleras.

—Cuidado, Bella. Nosotros, los manjasang, tenemos el oído muy fino. Como ofrezcas tu sangre en esta casa, nunca más lograrás mantener a los lobos a raya.

Carlisle estaba de pie con los brazos apoyados en los extremos del arco de piedra tallado.

Edward volvió la cabeza, furioso.

—Vete, Carlisle.

—La bruja es una insensata. Es mi responsabilidad asegurarme de poner freno a sus impulsos. De no ser así, nos destruirá.

—La bruja es mía —dijo Edward con frialdad.

—Todavía no —dijo Carlisle, bajando las escaleras mientras agitaba la cabeza con pesar—. Y tal vez no lo sea nunca.

Después de aquel encuentro, Edward se mostraba incluso más cauto y distante. Al día siguiente estaba enfadado con su padre, pero, en lugar de pagarlo con la fuente de su frustración, Edward la tomó con los demás: conmigo, con Alain, con Pierre, con Chef y con cualquier otra criatura lo

suficientemente desafortunada como para cruzarse en su camino. La casa ya se encontraba en un estado de ansiedad considerable por el banquete y, después de soportar su mal comportamiento durante horas, Carlisle le dijo a su hijo que eligiera entre ir a dormir hasta que se le pasara el mal

humor o alimentarse. Edward eligió una tercera opción y se fue a indagar en los archivos de los De Cullen en busca de alguna pista sobre el paradero actual del Ashmole 782. Abandonada a mi suerte, regresé a las cocinas.

Carlisle me encontró en el cuarto de Marthe, en cuclillas, inclinada sobre el alambique que funcionaba mal, remangada y con la sala llena de vapor.

—¿Edward se ha alimentado de ti? —preguntó bruscamente, recorriendo mis antebrazos con la mirada.

Levanté el brazo izquierdo a modo de respuesta. La suave tela se amontonó alrededor de mi hombro, dejando a la vista las marcas rosadas de una cicatriz irregular que tenía en la cara interna del brazo, a la altura del codo. Me había hecho un corte para que Edward pudiera beber de mí más

fácilmente.

—¿Algún otro sitio? —Carlisle centró su atención en mi torso.

Con la otra mano, dejé a la vista el cuello. Aquella herida era más profunda, pero había sido hecha por un vampiro y era mucho más pulcra.

—Qué majadera, permitir que un manjasang perdidamente enamorado os chupara la sangre no solo delbrazo, sino también del cuello —dijo Edward, asombrado—. El pacto prohíbe que los manjasang beban sangre debrujas o daimones. Y Edward lo sabe.

—¡Se estaba muriendo y la mía era la única sangre disponible! —exclamé violentamente—. Si os hace sentir mejor, tuve que obligarlo.

—Así que era eso. Sin duda, mi hijo se ha convencido a sí mismo de que, mientras haya tomado tu sangre y no tu cuerpo, será capaz de dejarte marchar. —Carlisle sacudió la cabeza—. Está equivocado. He estado observándolo.

Nunca te librarás de Edward, te lleve a la cama o no.

—Edward sabe que nunca lo dejaré.

—Por supuesto que sí. Un día, tu vida en esta tierra llegará a su fin y harás tu viaje final a los infiernos. En lugar de penar, Edward querrá seguirte en la muerte. —Las palabras de Carlisle eran verdaderamente convincentes.

La madre de Edward había compartido conmigo la historia de su creación: cómo se había caído del andamio mientras ayudaba a poner las piedras de la iglesia del pueblo. Incluso la primera vez que lo oí, me había preguntado si la desesperación de Edward por perder a su mujer, Blanca, y a su hijo, Lucas, lo había llevado al suicidio.

—Es una pena que Edward sea cristiano. Su Dios nunca está satisfecho.

—¿A qué os referís? —pregunté, perpleja por el repentino cambio de tema.

—Cuando vos o yo hacemos algo mal, ajustamos cuentas con los dioses y volvemos a vivir con la esperanza de hacerlo mejor en un futuro. El hijo de Esme confiesa sus pecados y los expía una y otra vez: el de su vida, el de ser quien es, el de lo que ha hecho. Siempre está volviendo la vista atrás, es un ciclo sin fin.

—Eso es porque Edward es un hombre de mucha fe, Carlisle. —Había un núcleo espiritual en la vida de Edward que coloreaba su actitud hacia la ciencia y la muerte.

—¿Edward? —Carlisle parecía incrédulo—. Tiene menos fe que cualquiera que haya conocido jamás. Lo único que posee es la creencia, lo cual es bastante diferente, y depende de la cabeza más que del corazón.

Edward siempre había tenido una mente entusiasta, capaz de lidiar con abstracciones como Dios. Así fue como llegó a aceptar a la persona en que se había convertido después de que Esme lo hiciera miembro de la familia. Cada manjasang es diferente. Mis hijos eligieron otros caminos: guerra, amor, apareamiento, conquista, adquisición de riquezas. Edward siempre se ha centrado en las ideas.

—Sigue haciéndolo —dije con suavidad.

—Pero las ideas raras veces son lo suficientemente fuertes como para proporcionar la base del coraje. No sin depositar la esperanza en el futuro. —Su expresión se volvió pensativa—. No conocéis a vuestro esposo todo lo

bien que deberíais.

—Tan bien como vos, no. Somos una bruja y un vampiro que se aman, aunque les esté prohibido hacerlo. El pacto no nos permite un cortejo público ni los paseos a la luz de la luna. —Mi voz se calentó mientras continuaba—. No puedo cogerlo de la mano ni acariciarle la cara fuera de estas cuatro paredes, sin temer que alguien se dé cuenta y sea castigado por ello.

—Edward va a la iglesia del pueblo al mediodía, mientras vos creéis que está buscando vuestro libro. Es adonde ha ido hoy. —El comentario de Carlisle estaba extrañamente desligado de nuestra conversación—.

Podríais seguirlo un día. Tal vez entonces llegaríais a conocerlo mejor.

Fui a la iglesia a las once de la mañana del lunes, esperando que se encontrara vacía. Pero Edward estaba allí, tal y como Carlisle había prometido.

Era imposible que no hubiera oído el ruido de la pesada puerta al cerrarse detrás de mí o el eco de mis pasos al cruzar el suelo, pero no se dio la vuelta. En lugar de ello, permaneció arrodillado inmediatamente a la derecha del altar. A pesar de la baja temperatura, Edward vestía una fina camisa de lino, unos bombachos, unas calzas y los zapatos. Sentí frío solo de mirarlo y me ajusté la capa con más fuerza alrededor de mí.

—Tu padre me dijo que te encontraría aquí —confesé.

Mi voz resonó.

Era la primera vez que estaba en aquella iglesia y miré a mi alrededor con curiosidad. Como muchos edificios religiosos de aquella región de Francia, el templo de Saint- Lucien ya era antiguo en 1590. Sus sencillas líneas eran

completamente diferentes de las vertiginosas alturas y las intrincadas mamposterías de las catedrales góticas. Unos murales de brillantes colores rodeaban el ancho muro que separaba el ábside de la nave y decoraba las bandas de piedra que coronaban las arcadas bajo los elevados lucernarios. La mayoría de las ventanas se abrían a la intemperie, aunque alguien había medio intentado acristalar las más cercanas a la puerta. El tejado en punta estaba entrecruzado por robustas vigas de madera que daban fe de

la habilidad del carpintero, además de la del albañil. La primera vez que había visitado el Viejo Pabellón, la casa de Edward me había recordado a él. Su personalidad también se hacía evidente allí, en los detalles geométricos

tallados en las vigas y en los arcos perfectamente espaciados que abarcaban la anchura que había entre las columnas.

—Tú construiste esto.

—En parte. —Edward levantó la vista hacia el curvado ábside donde se encontraba la imagen de Cristo en el trono, con una mano levantada dispuesto a hacer justicia—. La nave, principalmente. El ábside lo terminaron mientras yo estaba… fuera.

El rostro sereno de un santo me observaba con gravedad por encima del hombro derecho de Edward. Sostenía una escuadra de carpintero y un lirio blanco de largo tallo. Era José, el hombre que no hizo preguntas cuando tomó por esposa a una virgen embarazada.

—Tenemos que hablar, Edward. —Volví a echarle un vistazo a la iglesia—. Tal vez deberíamos trasladar esta conversación al palacete. No hay donde sentarse. —Nunca había considerado tentadores los bancos de madera, hasta entrar en una iglesia que carecía de ellos.

—Las iglesias no se construían para que fueran cómodas —dijo Edward.

—No. Pero amargarles la vida a los fieles podría no haber sido su único propósito. —Examiné los murales. Si la fe y la esperanza estuvieran tan estrechamente ligadas como Carlisle sugería, entonces era posible que allí

hubiera algo que iluminara el ánimo de Edward.

Encontré a Noé y su arca. Un desastre a nivel mundial, y haberse librado de la extinción de todas las formas de vida por los pelos no era muy halagüeño. Un santo daba muerte heroicamente a un dragón, pero tenía demasiadas

reminiscencias de caza como para que me sintiera a gusto.

La entrada de la iglesia estaba dedicada al Juicio Final.

Hileras de ángeles en la parte superior soplaban trompetas de oro mientras las puntas de sus alas rozaban el suelo, pero la imagen del infierno en la parte de abajo —situado de tal forma que no podías salir de la iglesia sin establecer contacto visual con los condenados— era horrible. La resurrección de Lázaro poco consuelo podía aportar a un vampiro. La virgen María tampoco ayudaba. Estaba de pie enfrente a José en la entrada del ábside, espiritual y serena, como otro recordatorio de lo que Edward había perdido.

—Al menos hay privacidad. Carlisle raras veces pone el pie aquí —dijo Edward, con voz cansada.

—Entonces nos quedaremos. —Avancé unos cuantos pasos hacia él y me lancé—. ¿Qué sucede, Edward? Al principio creí que se trataba de la impresión de estar inmerso en una vida pasada; luego, de la perspectiva de

volver a ver a tu padre teniendo que mantener su muerte en secreto. —Edward permaneció arrodillado, con la cabeza gacha, dándome la espalda—. Pero ahora tu padre conoce su futuro. Así que debe de haber alguna otra razón.

El aire en la iglesia era opresivo, como si mis palabras se hubieran llevado todo el oxígeno del lugar. No se oía nada, salvo el arrullo de los pájaros en el campanario.

—Hoy es el cumpleaños de Lucas —dijo finalmente Edward.

Sus palabras me golpearon con la fuerza de un puñetazo.

Caí de rodillas a su lado, con las faldas de color arándano dibujando un charco a mi alrededor. Carlisle tenía razón.

No conocía a Edward tan bien como debería.

Este levantó la mano y señaló un punto en el suelo entre él y José.

—Está enterrado ahí, con su madre.

No había ninguna inscripción en la piedra que señalara quiénes yacían debajo. Únicamente se veían unos huecos desgastados, como los que creaba el continuo paso de los pies sobre los escalones de una escalera. Edward estiró

los dedos, que encajaban perfectamente en las muescas, los posó sobre ellas y los retiró.

—Parte de mí murió cuando lo hizo Lucas. Sucedió lo mismo con Blanca. Su cuerpo aguantó algunos días más, pero tenía la mirada vacía y su alma ya había volado.

Carlisle eligió su nombre. Significa «brillante» en griego.

La noche en que nació, Lucas era muy blanco y pálido.

Cuando la partera lo alzó en la oscuridad, su piel atrapó la luz del fuego al igual que la luna toma su luz del sol. Es extraño cómo, después de tantos años, mi recuerdo de esa noche sigue siendo tan nítido. —Edward dejó de divagar y se secó un ojo. Cuando retiró los dedos, estaban rojos.

—¿Cuándo os conocisteis Blanca y tú?

—Le tiraba bolas de nieve en el primer invierno que pasó en el pueblo. Habría hecho cualquier cosa por llamar su atención. Era delicada y distante y muchos de nosotros buscábamos su compañía. Cuando llegó la primavera,

Blanca ya me dejaba acompañarla a casa a la vuelta del mercado. Le gustaban las bayas. Todos los veranos, el seto que había delante de la iglesia se llenaba de ellas. —

Edward examinó los surcos rojos que tenía en la mano—.

Siempre que Carlisle veía las manchas de su jugo en mis dedos, se reía y vaticinaba una boda en otoño.

—Supongo que tenía razón.

—Nos casamos en otoño, después de la cosecha. Blanca ya estaba embarazada de más de dos meses.

—Edward podía esperar para consumar nuestro matrimonio, pero no

había sido capaz de resistirse a los encantos de Blanca. Era mucho más de lo que habría querido saber sobre su relación.

—Hicimos el amor por primera vez durante el calor de agosto —continuó—. Blanca siempre quería agradar a todo el mundo. Cuando miro hacia atrás, me pregunto si la maltrataron cuando era niña. No me refiero a que la castigaran, a todos nos castigaban, y de maneras que a ningún padre moderno se le pasarían por la cabeza, sino a algo más. Aquello había quebrado su espíritu. Mi mujer había aprendido a ceder a los deseos de cualquier persona mayor, más fuerte o más mezquina que ella. Yo era todo

aquello junto y, como quería que me dijera que sí aquella noche de verano, lo hizo.

—Esme me dijo que ambos estabais profundamente enamorados, Edward. No la obligaste a hacer nada en contra de su voluntad. —Quería ofrecerle todo el consuelo posible, a pesar del escozor que me causaban sus recuerdos.

—Blanca no tenía voluntad. No hasta que llegó Lucas.

Incluso entonces solo la ejercía cuando él estaba en peligro o cuando yo me enfadaba con él. Toda su vida había querido tener a alguien más débil y más pequeño que ella para protegerlo. En lugar de ello, Blanca tuvo una sucesión de lo que ella consideraba fracasos. Lucas no era nuestro primer hijo y con cada aborto se volvía más blanda y dulce, más dócil. Menos dispuesta a decir no.

Salvo en líneas generales, aquella no era la historia que Esme me había contado de la primera vida de su hijo. La suya había sido una historia de profundo amor y pena compartida. La versión de Edward hablaba de un dolor sin límites y de pérdida.

Me aclaré la garganta.

—Y entonces llegó Lucas.

—Sí. Después de años llenándola de muerte, le di a Lucas. —Se quedó en silencio.

—No podías hacer nada, Edward. Era el siglo XVI y había una epidemia. No podías haber salvado a ninguno de los dos.

—Podía haber dejado de tomarla. ¡Así no habría nadie a quien perder! —exclamó Edward—. Ella no se negaba, pero en sus ojos siempre había cierto recelo cuando hacíamos el amor. Siempre le prometía que, esa vez, el

bebé sobreviviría. Habría dado cualquier cosa…

Dolía saber que Edward seguía tan profundamente ligado a su esposa y a su hijo fallecidos. Sus espíritus atormentaban aquel lugar, y también al suyo. Pero al menos ahora sabía por qué me rehuía: se trataba de aquella

profunda sensación de culpabilidad y pesar que llevaba cargando tantos siglos. Tal vez con el tiempo podría ayudar a Edward a liberarse de Blanca. Me levanté y fui hacia él.

Se estremeció cuando le puse los dedos sobre el hombro.

—Hay algo más.

Me quedé petrificada.

—Yo también intenté quitarme la vida. Pero Dios no quiso. —Edward levantó la cabeza. Observó la piedra gastada y hundida que estaba ante él y luego miró hacia el techo.

—Oh, Edward.

—Llevaba semanas pensando en reunirme con Lucas y Blanca, pero me preocupaba que ellos estuvieran en el cielo y Dios me enviara al infierno por culpa de mis pecados —dijo Edward con naturalidad—. Le pedí consejo a una de las mujeres del pueblo. Creyó que me estaban persiguiendo: que Blanca y Lucas estaban atados a este mundo por mi culpa. Desde arriba, desde el andamio, miré hacia abajo y pensé que sus espíritus podrían estar

atrapados bajo la piedra. Si caía sobre ella, Dios no tendría más remedio que liberarlos. O eso, o permitir que me uniera a ellos…, estuvieran donde estuvieran.

Aquella era la malograda lógica de un hombre desesperado, no del lúcido científico que yo conocía.

—Estaba agotado —dijo con voz cansada—. Pero Dios no me permitió dormir. No después de lo que había hecho.

Por mis pecados, me entregó a una criatura que me transformó en alguien que no puede vivir ni morir, ni siquiera encontrar en sueños una paz efímera. Lo único que puedo hacer es recordar.

Edward estaba exhausto de nuevo, y helado. Tenía la piel más fría que el gélido aire que nos rodeaba. Sarah habría conocido un conjuro para apaciguarlo, pero lo único que yo pude hacer fue atraer su resistente cuerpo hacia el mío y prestarle el poco calor del que disponía.

—Carlisle me ha despreciado desde entonces. Me considera débil… Demasiado débil como para casarme con alguien como tú. —Al menos allí estaba la llave del sentimiento de culpa de Edward.

—No —dije bruscamente—, tu padre te quiere. —

Carlisle había exhibido muchos sentimientos hacia su hijo durante el breve período de tiempo que llevábamos en Sept-Tours, pero nunca había mostrado el menor ápice de repugnancia.

—Los hombres valientes no cometen suicidio, salvo en la batalla. Se lo dijo a Esme cuando me acababa de crear.

Carlisle dijo que me faltaba coraje para ser un manjasang.

En cuanto pudo, mi padre me envió a la guerra. «Si estás decidido a acabar con tu propia vida», dijo, «al menos que sea por un fin más noble que la autocompasión». Nunca olvidaré sus palabras.

Esperanza, fe y coraje: los tres elementos del simple credo de Carlisle. Edward tenía la sensación de que no poseía nada salvo dudas, fe y bravuconería. Pero yo sabía que no era así.

—Has estado tanto tiempo torturándote con esos recuerdos que ya no eres capaz de ver la verdad. —Me di la vuelta para mirarlo a la cara y me arrodillé—. ¿Sabes lo que veo cuando te miro? Veo a alguien muy parecido a tu padre.

—Todos queremos ver a Carlisle en aquellos a los que amamos. Pero yo no tengo nada que ver con él. Era el padre de Gallowglass, Hugh, quien si viviera habría… —Edward se volvió, con la mano temblando sobre la rodilla. Había

algo más, un trapo sucio que todavía tenía que salir a la luz.

—Ya te he permitido un secreto, Edward: el nombre del miembro de la familia De Cullen que es actualmente miembro de la Congregación. No puedes guardar dos.

—¿Quieres que comparta mi pecado más oscuro? —

Pasó un tiempo interminable antes de que Edward estuviera dispuesto a revelarlo—. Yo le quité la vida. Le suplicó a Esme que lo hiciera, pero ella no fue capaz. —

Edward dio media vuelta.

—¿A Hugh? —susurré, con el corazón roto por él y Gallowglass.

—A Carlisle.

La última barrera entre nosotros cayó.

—Los nazis lo volvieron loco de dolor y privaciones. Si Hugh hubiera sobrevivido, habría convencido a Carlisle de que aún había esperanza para algún tipo de vida entre las ruinas que le quedaban. Pero Carlisle dijo que estaba demasiado cansado de luchar. Quería dormir y yo… Yo sabía lo que era querer cerrar los ojos y olvidar. Y, que Dios se apiade de mí, hice lo que pedía.

Llegado a ese punto, Edward estaba temblando. Lo estreché de nuevo entre mis brazos, sin importarme que se resistiera, consciente solo de que necesitaba algo —a alguien— que abrazar mientras las olas de recuerdos se

estrellaban contra él.

—Después de que Esme hiciera caso omiso de sus ruegos, encontramos a Carlisle intentando cortarse las venas. No era capaz de sujetar con suficiente fuerza el cuchillo para hacerlo. Se había cortado varias veces y había sangre por todas partes, pero las heridas eran superficiales y sanaban rápido. —Edward estaba hablando a toda velocidad. Finalmente, las palabras habían empezado a manar de él—. Cuanta más sangre derramaba Carlisle, más loco se volvía. No podía ni verla después de haber estado en el campo de concentración. Esme le arrebató el cuchillo y le dijo que le ayudaría a quitarse la vida. Pero maman nunca se lo habría perdonado a sí misma.

—Así que tú lo apuñalaste —dije, mirándolo a los ojos.

Nunca le había dado la espalda al conocimiento de lo que había hecho para sobrevivir como vampiro. Tampoco podía volver la espalda a los pecados del esposo, del padre ni del hijo. Edward negó con la cabeza.

—No. Me bebí hasta la última gota de su sangre, para que Carlisle no tuviera que ver cómo se derramaba su fuerza vital.—

Pero entonces viste… —No pude disimular el horror de mi voz. Cuando un vampiro bebía de otra criatura, los recuerdos de esta acompañaban al fluido en forma de fugaces y reveladoras imágenes. Edward había liberado a

su padre del tormento, pero solo después de compartir todo lo que Carlisle había sufrido.

—Los recuerdos de la mayoría de las criaturas fluyen como un suave arroyo, como una cinta que se desenvuelve en la oscuridad. Con Carlisle fue como tragar cascos de cristal. Incluso cuando pasé por los acontecimientos más

recientes, su mente estaba tan gravemente fracturada que apenas era capaz de continuar. —Su temblor se intensificó —. Fue eterno. Carlisle estaba destrozado, perdido y asustado, pero su corazón seguía siendo feroz. Sus últimos pensamientos fueron para Esme. Eran los únicos

recuerdos que seguían intactos, que seguían siendo suyos.

—No pasa nada —murmuraba una y otra vez, estrechándolo con fuerza hasta que, finalmente, sus miembros empezaron a tranquilizarse.

—Me preguntaste quién era, en el Viejo Pabellón. Soy un asesino, Bella. He matado a miles de personas —dijo Edward finalmente, con voz ahogada—. Pero nunca tuve que volver a mirar a ninguna de ellas a la cara. Esme no

puede verme sin recordar la muerte de mi padre. Y, ahora, también tengo que enfrentarme a ti.

Acuné su cabeza entre mis manos y la alejé para que nuestros ojos se encontraran. El rostro perfecto de Edward solía enmascarar los estragos del tiempo y la experiencia. Pero ahora todas las señales estaban a la vista,

lo cual me hacía verlo aún más hermoso. Al fin el hombre al que amaba tenía sentido: su insistencia en que asumiera quién y qué era yo, su reticencia a matar a Tanya aunque fuera para salvar su propia vida, su convicción de que, una vez que lo conociera de verdad, nunca podría amarlo.

—Amo todo lo que hay en ti, Edward: al guerrero y al científico, al asesino y al curandero, la luz y la oscuridad.

—¿Cómo es posible? —susurró, incrédulo.

—Carlisle no podía continuar así. Tu padre habría seguido intentando quitarse la vida y, por lo que has dicho, ya había sufrido suficiente. —No podía imaginar cuánto, pero mi querido Edward había sido testigo de todo ello—.

Lo que hiciste fue un acto de misericordia.

—Cuando todo acabó, quería desaparecer, dejar Sept- Tours y no volver nunca más —confesó—. Pero Carlisle me hizo prometerle que mantendría a la familia y a la hermandad unidas. También juré que cuidaría de Esme.

Así que me quedé aquí, sentado en su silla, moviendo los hilos en cuestiones de política que él quería mover, y acabé la guerra por la que él había dado la vida con ánimo de ganarla.

—Carlisle no habría puesto el bienestar de Esme en manos de alguien a quien despreciara. Ni habría dejado a un cobarde al mando de la Orden de San Lázaro.

—Emmett me acusó de mentir acerca de los deseos de Carlisle. Pensaba que la hermandad sería para él. Nadie entendía por qué nuestro padre había decidido darme a mí la Orden de San Lázaro en lugar de a él. Tal vez fue su

último acto de locura.

—Fue un acto de fe —dije en voz queda, mientras extendía la mano hacia abajo y entrelazaba mis dedos con los suyos—. Carlisle cree en ti. Y yo también. Estas manos construyeron esta iglesia. Fueron lo suficientemente

fuertes como para sujetar a tu hijo y a tu padre durante sus últimos instantes en esta tierra. Y todavía les queda trabajo que hacer.

Allá en lo alto se oyó un batir de alas. Una paloma había entrado volando por las ventanas del lucernario y se había perdido entre las vigas a la vista del techo. Luchó hasta liberarse y descendió en picado hacia la iglesia. La paloma aterrizó sobre la piedra que señalaba la última morada de Blanca y Lucas y movió las patas en una deliberada danza circular, hasta situarse delante de Edward y de mí. Luego inclinó la cabeza y nos analizó con sus ojos azules.

Edward se puso en pie de un salto por la repentina intromisión y la paloma, asustada, salió volando hacia el otro extremo del ábside. Esta batió las alas y redujo la velocidad ante la imagen de la Virgen. Cuando estaba convencida de que iba a chocar contra la pared, el ave cambió de dirección bruscamente y se fue volando por donde había entrado.

Una larga pluma blanca del ala de la paloma cayó flotando y dibujando tirabuzones en las corrientes de aire, hasta aterrizar en el pavimento delante de nosotros.

Edward se agachó para recogerla y puso cara de extrañeza mientras la sostenía ante él.

—Nunca había visto una paloma blanca en la iglesia. —

Edward miró hacia la media cúpula del ábside, donde el mismo pájaro planeaba sobre la cabeza de Cristo.

—Es un símbolo de resurrección y esperanza. Las brujas creemos en los símbolos, ya lo sabes. —Le cerré las manos alrededor de la pluma, le di un beso suave en la frente y di media vuelta para irme. Tal vez ahora que había

compartido sus recuerdos podría encontrar la paz.

—¿Bella? —dijo Edward. Todavía estaba al lado de la tumba de su familia—. Gracias por escuchar mi confesión.

Asentí.

—Te veo en casa. No olvides la pluma.

Me observó mientras dejaba atrás las escenas de tormento y redención del pórtico, que separaba el mundo de Dios del de los hombres. Pierre estaba esperando fuera y me llevó de vuelta a Sept-Tours sin mediar palabra.

Carlisle nos había oído acercarnos y me estaba esperando en el vestíbulo.

—¿Lo habéis encontrado en la iglesia? —preguntó tranquilamente. El hecho de verlo tan sano y feliz hizo que me diera un vuelco el corazón. ¿Cómo lo había soportado Edward?

—Sí. Deberíais haberme dicho que era el cumpleaños de Lucas.

Le entregué la capa a Catrine.

—Todos hemos aprendido a anticipar el mal humor de Edward cuando se acuerda de su hijo. Vos también lo haréis.

—No es solo por Lucas. —Temiendo haber hablado de más, me mordí el labio.

—Edward también os ha hablado de su propia muerte.

—Carlisle se pasó los dedos por el cabello, en una versión más tosca del gesto habitual de su hijo—. Entiendo el dolor, pero no esa culpa. ¿Cuándo dejará el pasado atrás?

—Hay cosas que nunca se olvidan —dije, mirando a Carlisle directamente a los ojos—. No importa lo que creáis que entendéis, si lo amáis, le dejaréis luchar contra sus propios demonios.

—No. Es mi hijo. No le fallaré. —La boca de Carlisle se tensó. Dio media vuelta y se alejó—. Por cierto, he recibido noticias desde Lyon, madame —gritó por encima del hombro—. Una bruja llegará en breve para ayudaros, tal y como Edward deseaba.

 

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