EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
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Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 47: CAPÍTULO 47

Capítulo 47

 

 

La Escuela de la Noche había ayudado con entusiasmo a Edward a encontrar a la criatura. Sus sugerencias revelaban un desprecio colectivo por las mujeres, las brujas y cualquiera que careciera de educación universitaria.

Henry creía que Londres podría proporcionar el terreno más fértil para la búsqueda, pero Walter le aseguró que sería imposible ocultarme de los vecinos supersticiosos en la atestada ciudad. George se preguntaba si podrían persuadir a los estudiosos de Oxford para que les prestaran sus habilidades, dado que ellos al menos tenían credenciales intelectuales. Tom y Edward hicieron una cruel crítica de las fortalezas y debilidades de los filósofos naturales residentes y esa idea fue también descartada. A

Kit no le parecía inteligente confiar en ninguna mujer para la tarea e hizo una lista de caballeros de la zona que podrían ser capaces de crear un régimen de adiestramiento para mí.

Entre ellos se encontraba el párroco de Santa María, que avistaba señales apocalípticas en los cielos, un terrateniente del vecindario de nombre Smythson, que hacía sus pinitos como alquimista y había estado buscando a una bruja o a un daimón que lo ayudara, y un estudiante del Christ Church College que pagaba las facturas atrasadas de los libros haciendo horóscopos.

Edward vetó todas aquellas sugerencias y llamó a la viuda Beaton, curandera y partera de Woodstock. Era pobre y mujer —precisamente el tipo de criatura que la Escuela de la Noche menospreciaba—, pero Edward insistió en que eso aseguraría aún más su cooperación. Además, la viuda Beaton era la única criatura en kilómetros a la redonda que, al parecer, poseía dotes mágicas. El vampiro admitió que el resto había huido hacía tiempo porque no querían vivir cerca de un wearh.

—Puede que recurrir a la viuda Beaton no sea una buena idea —dije más tarde, cuando nos estábamos preparando para irnos a la cama.

—Ya lo has dicho —replicó Edward, con impaciencia mal disimulada—. Pero si la viuda Beaton no nos puede ayudar, podrá recomendarnos a alguien que sí pueda.

—El final del siglo XVI no es una buena época para ir por ahí preguntando abiertamente por una bruja, Edward. —No había podido más que insinuar la posibilidad de las cazas de brujas cuando estábamos con la Escuela de la Noche, pero

Edward sabía los horrores que estaban por venir. Una vez más, le restó importancia a mi preocupación.

—Los juicios de brujas de Chelmsford ya no son más que recuerdos, y pasarán otros veinte años antes de que las cazas de Lancashire comiencen. No te habría traído aquí si estuviera a punto de iniciarse una caza de brujas en Inglaterra. —Edward rebuscó entre unas cuantas cartas que Pierre le había dejado sobre la mesa.

—Con un razonamiento así, menos mal que eres científico y no historiador —dije sin rodeos—.

Chelmsford y Lancashire eran manifestaciones extremas de inquietudes mucho más extendidas.

— ¿Crees que una historiadora puede comprender el contexto del momento presente mejor que los hombres que lo están viviendo? —Edward alzó una ceja en un gesto de abierto escepticismo.

—Sí —dije, indignada—. Solemos hacerlo.

—Eso no es lo que dijiste esta mañana cuando no conseguías imaginar por qué no había tenedores en casa — comentó. Era verdad que los había buscado por todas partes durante veinte minutos antes de que Pierre se entrometiera amablemente para comunicarme que los cubiertos todavía no eran comunes en Inglaterra.

— ¿No serás una de esas personas que creen que lo único que hacen los historiadores es memorizar fechas y aprender datos crípticos? Mi trabajo es entender por qué las cosas han sucedido en el pasado. Cuando algo sucede justo delante de tus narices, es difícil ver las razones, pero la retrospectiva facilita una perspectiva más clara.

—Entonces ya puedes relajarte, porque yo tengo experiencia y retrospectiva —dijo Edward—. Entiendo tus reservas, Bella, pero llamar a la viuda Beaton es la decisión correcta. —Caso cerrado, su tono lo dejó bien claro.

—En la década de los noventa, en el siglo XVI, hay escasez de comida y la gente está preocupada por el futuro —dije, enumerando los temas con los dedos—. Eso significa que la gente está buscando chivos expiatorios para hacerlos responsables de los malos tiempos. Las curanderas y las parteras ya temen ser acusadas de brujería, aunque tus amigos varones no estén al tanto de ello.

—Soy el hombre más poderoso de Woodstock —dijo Edward, agarrándome por los hombros—. Nadie te acusará de nada.

Me sorprendió su arrogancia.

—Soy una extraña, y la viuda Beaton no me debe nada. Si atraigo a los ojos curiosos, planteo una seria amenaza para su seguridad —repliqué—. Como poco, necesito pasar por una mujer isabelina de clase alta antes de que le pidamos ayuda. Dame unas cuantas semanas más.

—Esto no puede esperar, Bella —dijo bruscamente.

—No te estoy pidiendo que seas paciente para permitirme aprender a bordar paños y hacer mermelada.

Hay buenas razones para ello. —Lo miré con amargura—.

Llama a esa curandera. Pero no te sorprendas si sale mal.

—Confía en mí. —Edward bajó los labios hacia los míos. Sus ojos echaban humo y el instinto de perseguir a su presa y someterla era intenso. No solo el del marido del siglo XVI que quería prevalecer sobre su esposa, sino el del vampiro que quería capturar a la bruja.

—Tus argumentos no me entusiasman lo más mínimo — dije, girando la cabeza. Estaba claro que a Edward sí, sin embargo. Me alejé unos centímetros de él.

—Yo no estoy discutiendo —dijo Edward con dulzura, acercando la boca a mi oreja—. Tú sí. Y si crees que sería capaz de ponerte un dedo encima enfadado, esposa mía, estás muy equivocada. —Después de clavarme al poste de la cama con ojos gélidos, dio media vuelta y recogió los calzones—. Voy abajo. Todavía habrá alguien despierto que me pueda hacer compañía. —Fue hacia la puerta con paso airado. Cuando llegó hasta ella, se detuvo—. Y si de verdad quieres comportarte como una mujer isabelina, deja de cuestionarme —dijo con aspereza, antes de retirarse.

Al día siguiente, un vampiro, dos daimones y tres humanos examinaron mi aspecto en silencio sobre las anchas tablas del suelo. Las campanas de la iglesia de Santa María dieron la hora y un débil eco de su música permaneció durante mucho después de que el repique hubiera terminado. El aire olía a membrillos, romero y lavanda. Yo estaba sentada sobre una incómoda silla de madera en un claustrofóbico despliegue de blusones, enaguas, mangas, sayas y un corsé fuertemente ceñido. Mi vida del siglo XXI, volcada en mi carrera, se iba desvaneciendo con cada costosa respiración.

Miré afuera, a la opaca luz del día, donde la fría lluvia goteaba sobre los paneles de vidrio en las ventanas de vidrio emplomado.

Elle est ici —anunció Pierre, mirando brevemente hacia mí—. La bruja está aquí para ver a madame.

—Por fin —dijo Edward. Las severas líneas de su jubón lo hacían parecer aún más ancho de hombros, mientras que las bellotas y las hojas de roble cosidas con puntadas negras alrededor de los extremos del cuello blanco acentuaban la palidez de su piel. Ladeó la negra cabeza para obtener una nueva perspectiva y ver si lograba pasar por una respetable esposa isabelina—. ¿Y bien? —inquirió—. ¿Lo conseguirá?

George bajó los anteojos.

—Sí. Ese vestido rojizo le sienta mucho mejor que el último y le realza el cabello.

—La señora Masen da el perfil, George, eso es cierto.

Pero no podemos justificar su inusual forma de hablar diciendo que viene del c-c-campo —dijo Henry con su inexpresiva voz de bajo. Avanzó para poner los pliegues de mi falda brocada en su sitio—. Y la altura. Eso no hay forma de disfrazarlo. Es incluso más alta que la reina.

— ¿Estás seguro de que no podemos hacerla pasar por francesa, Walt, o por holandesa? —Tom se llevó una naranja tachonada de clavos a la nariz con los dedos manchados de tinta—. Puede que la señora Masen logre sobrevivir en Londres, después de todo. Los daimones no dejarán de reconocerla, por supuesto, pero puede que para los hombres normales y corrientes pase desapercibida.

Walter resopló divertido y se levantó de un taburete bajo. —

La señora Masen tiene unas formas elegantes, además de ser inusitadamente alta. Los hombres normales de edades comprendidas entre trece y dieciséis hallarán sobradas razones para estudiarla. No, Tom, está mejor aquí, con la viuda Beaton.

— ¿No podría conocer a la viuda Beaton más tarde, en el pueblo, sola? —Sugerí, con la esperanza de que uno de ellos entrara en razón y persuadiera a Edward para que me permitiera hacer aquello a mi manera.

— ¡No! —Gritaron seis voces masculinas horrorizadas.

Françoise apareció con dos retales de lino y encaje almidonados, con el pecho hinchado como el de una gallina indignada enfrentándose a un pugnaz gallo. Estaba tan irritada por las interferencias constantes de Edward como yo.

—Bella no va a ir a la corte. Esa gorguera es innecesaria —dijo Edward con gesto impaciente—. Además, el problema es el pelo.

—Vos no tenéis ni idea de lo que es necesario —replicó Françoise. Aunque ella era una vampira y yo una bruja, inesperadamente compartíamos opinión en lo que a la idiotez de los hombres se refería—. ¿Cuál preferirá madame De Cullen? —Extendió un nido plisado de tela de gasa y algo en forma de media luna que parecían copos de nieve unidos entre sí por puntadas invisibles.

Los copos de nieve parecían más confortables. Los señalé.

Mientras Françoise fijaba el cuello al borde del corpiño, Edward se acercó para volver a intentar arreglarme el pelo para que tuviera un aspecto más presentable. Françoise le apartó la mano de un manotazo.

—No toquéis.

—Tocaré a mi esposa cuando me plazca. Y deja de llamar a Bella madame De Cullen —rugió Edward, mientras me ponía las manos sobre los hombros—. Me da la sensación de que mi madre va a entrar por la puerta.

Separó los extremos del cuello, aflojando el cordón de terciopelo negro que ocultaba los alfileres de Françoise.

Madame es una mujer casada. Debería llevar el pecho cubierto. Ya hay suficientes habladurías sobre la nueva señora —protestó Françoise.

— ¿Habladurías? ¿Qué tipo de habladurías? —pregunté con el ceño fruncido.

—Como ayer no fuisteis a la iglesia, se comenta que podéis estar encinta o aquejada de viruela. Ese cura hereje cree que sois católica. Otros dicen que sois española.

— ¿Española?

Oui, madame. Alguien os oyó en los establos ayer por la tarde.

— ¡Si estaba practicando francés!

Era bastante buena imitadora y pensé que imitando el regio acento de Esme podría aportar credibilidad a mi elaborada tapadera.

—El hijo del mozo de cuadra no lo reconoció como tal.

—El tono de Françoise sugería que la confusión del chico estaba justificada. Me analizó satisfactoriamente—. Sí, parecéis una mujer respetable.

Fallaces sunt rerum species —dijo Kit con un punto de acidez que hizo que Edward volviera a fruncir el ceño —. Las apariencias pueden ser engañosas. No engañará a nadie con su actuación.

—Es demasiado temprano para Séneca.

Walter le dirigió a Marlowe una mirada de advertencia.

—Nunca es demasiado temprano para el estoicismo — replicó Kit con severidad—. Deberíais agradecerme que no sea Homero. Últimamente no hemos oído más que torpes paráfrasis de la Ilíada. Deja el griego para alguien que lo entienda, George. Alguien como Edward.

— ¡Mi traducción de la obra de Homero todavía no está acabada! —replicó George, enfurecido.

Su respuesta desató un aluvión de citas en latín por parte de Walter. Una de ellas hizo reír a Edward, que dijo algo en un idioma que sospeché que era griego. Olvidándose por completo de la bruja que esperaba abajo, los hombres se entregaron con entusiasmo a su pasatiempo favorito: ver cuál de ellos era el mejor. Volví a arrellanarme en la silla.

—Cuando están así, de buen humor, son maravillosos — susurró Henry—. Son las mentes más agudas del reino, señora Masen.

En aquel momento Raleigh y Marlowe se gritaban el uno al otro por los méritos —o la falta de los mismos— de las políticas de Su Majestad en cuestiones de colonización y exploración.

—Mejor sería tomar puñados de oro y arrojarlos al Támesis que dárselos a un aventurero como tú, Walter — dijo Kit riendo entre dientes.

— ¡Aventurero! Pues tú no puedes ni poner un pie fuera de tu propia puerta a la luz del día por temor a tus acreedores. —La voz de Raleigh temblaba—. ¿Cómo puedes llegar a ser tan necio, Kit?

Edward había estado siguiendo las pullas con creciente regocijo.

— ¿Con quién tienes problemas ahora? —le preguntó a Marlowe, mientras alcanzaba el vino—. ¿Y cuánto nos va a costar librarte de ellos?

—Con mi sastre. —Kit hizo un gesto con la mano sobre su caro traje—. Con el tipógrafo de Tamburlaine. —Dudó para dar prioridad a las sumas más destacadas—. Con Hopkins, ese bastardo que se hace llamar mi casero. Pero yo tengo esto. —Kit levantó la figurita de Diana que le había ganado a Edward jugando al ajedrez el domingo por la noche. Todavía ansiosa por haber perdido de vista la pieza, me incliné unos centímetros hacia delante.

—No es posible que estés tan en la ruina como para tener que empeñar esa baratija por unos peniques. —Los ojos de Edward me miraron y, con un imperceptible movimiento de la mano, me hizo volver a arrellanarme—.

Yo me ocuparé.

Marlowe se puso en pie de un salto, sonriendo, al tiempo que guardaba la diosa de plata.

—Siempre se puede contar contigo, Edward. Te la devolveré, por supuesto.

—Por supuesto —murmuraron Edward, Walter y George con incredulidad.

—Pero guárdate el dinero suficiente para comprarte una barba. —Kit se acarició la suya con satisfacción—. Tienes un aspecto horrible.

¿Comprarse una barba? Era imposible que lo hubiera entendido correctamente. Marlowe debía de estar usando alguna jerga de nuevo, aunque Edward le había pedido que dejara de hacerlo por mí.

—Hay un barbero en Oxford que es brujo. El pelo de vuestro marido crece con lentitud, como sucede con todos los de su especie, y está afeitado al ras. —Como continuaba perdida, Kit continuó con una paciencia exagerada—. Edward llamará la atención con ese aspecto.

Necesita una barba. Al parecer vos no sois lo suficientemente bruja para facilitarle una, así que tendremos que encontrar a otra persona que lo haga.

Mis ojos se volvieron hacia la jarra vacía que estaba sobre la mesa de olmo. Françoise la había llenado de trozos de plantas del jardín —racimos de acebo, ramas de níspero con sus frutos marrones que recordaban al escaramujo, y unas cuantas rosas— para darle un poco de color y olor a la sala. Hacía unas cuantas horas, había rodeado con los dedos las ramas para situar las rosas y los nísperos en la parte delantera del jarrón, mientras no dejaba de fantasear con el jardín. Me complació el resultado durante unos quince segundos, hasta que las flores y los frutos empalidecieron ante mis ojos. La desecación se extendió desde las yemas de mis dedos en todas direcciones y me cosquillearon las manos por el exceso de información de las plantas: la evocación de la luz del sol, la mitigante sensación de la lluvia, la fuerza de las raíces por haber resistido el ímpetu del viento, el sabor del suelo…

Edward tenía razón. Ahora que estábamos en 1590, mi magia estaba cambiando. Atrás quedaban las erupciones de fuego mágico, de agua mágica y de viento mágico que había experimentado después de conocer a Edward. En lugar de ello, veía los brillantes hilos de tiempo y las coloridas auras que rodeaban a las criaturas vivientes. Un ciervo blanco me observaba desde las sombras, bajo los robles, siempre que paseaba por los jardines. Y ahora hacía que las cosas se marchitaran.

—La viuda Beaton está esperando —nos recordó Walter, mientras acompañaba a Tom a la puerta.

— ¿Y si puede oír mis pensamientos? —pregunté preocupada, mientras bajábamos las anchas escaleras de roble.

—Me preocupa más lo que podáis decir de viva voz. No hagáis nada que pueda despertar su envidia o su animosidad —me aconsejó Walter, siguiendo al resto de la Escuela de la Noche—. Si todo lo demás falla, mentid. Edward y yo lo hacemos constantemente.

—Una bruja no le puede mentir a otra.

—Esto no va a acabar bien —murmuró Kit con pesimismo—. Debería haber apostado dinero.

—Basta. —Edward giró en redondo y cogió a Kit por el cuello del jubón. El par de mastines ingleses olisquearon los tobillos de Kit y gruñeron. Eran devotos de Edward... y a ninguno de ellos le gustaba demasiado Kit.

—Solo he dicho… —alegó Kit, mientras se retorcía intentando zafarse. Edward no le dio opción a que acabara y lo levantó contra la pared.

—Lo que has dicho no importa, y lo que querías decir estaba lo suficientemente claro. —Edward lo agarró con más fuerza.

—Bájalo. —Walter tenía una mano sobre el hombro de Marlowe y la otra sobre el de Edward. El vampiro ignoró a Raleigh y levantó a su amigo unos cuantos centímetros más. Con su plumaje rojo y negro, Kit parecía un pájaro exótico que hubiera acabado de algún modo atrapado en los pliegues de los paneles de madera tallados. Edward lo mantuvo allí un momento más para que quedara claro su punto de vista y luego lo dejó caer.

—Vamos, Bella. Todo va a salir bien. —Edward todavía parecía estar seguro de ello, pero unos agoreros pinchazos en los pulgares me alertaban de que Kit podía tener razón.

—Por los clavos de Cristo —murmuró Walter incrédulo, mientras nos adentrábamos en el salón—. ¿Es esa la viuda Beaton?

Al fondo de la habitación, de pie entre las sombras, había una bruja arquetípica: diminuta, encorvada y anciana. A medida que nos acercábamos, los detalles del descolorido vestido negro que llevaba, de su grasiento cabello blanco y de su curtida piel se hicieron más evidentes. Tenía un ojo lechoso por una catarata y el otro parecía una avellana jaspeada. El globo ocular de la catarata tenía una preocupante tendencia a girar en la cuenca, como si su visión pudiera mejorar con una perspectiva diferente. Justo cuando creía que no podía ir peor, vi la verruga que tenía en el puente de la nariz.

La viuda Beaton deslizó una mirada en mi dirección y se hundió de mala gana en una reverencia. El hormigueo apenas perceptible de mi piel sugería que, de hecho, era una bruja. Sin previo aviso, mi tercer ojo se abrió de par en par, buscando más información. A diferencia de la mayor parte del resto de criaturas, sin embargo, la viuda Beaton no desprendía ninguna luz en absoluto. Era completamente gris. Era desalentador ver a una bruja intentando con tanto empeño ser invisible. ¿Yo sería así de pálida antes de tocar el Ashmole 782? Mi tercer ojo se cerró de nuevo.

—Gracias por venir a vernos, viuda Beaton. —El tono de Edward insinuaba que debería estar contenta porque él le hubiera permitido entrar en su casa.

—Señor Masen.

Las palabras de la bruja eran ásperas como las hojas caídas que se arremolinaban allá fuera, sobre la grava. Me miró con el ojo bueno.

—Ayuda a la viuda Beaton a sentarse, George.

Chapman saltó hacia delante a la orden de Edward, mientras el resto de nosotros permanecíamos a una distancia de seguridad. La bruja gruñó cuando sus miembros reumáticos se acomodaron en la silla. Edward esperó educadamente mientras lo hacía, antes de continuar.

—Vayamos directos al grano. Esta mujer —dijo, señalándome— está bajo mi protección y últimamente ha tenido dificultades.

Edward no mencionó lo del matrimonio.

—Estáis rodeado de amigos influyentes y sirvientes leales, señor Masen. De poco puede servir esta pobre mujer a un caballero como vos. —La viuda Beaton trató de disimular el tono de reproche de sus palabras tras una falsa cortesía, pero mi marido tenía un oído excelente. Sus ojos se entornaron.

—No juguéis conmigo —dijo bruscamente—. No me deseéis como enemigo, viuda Beaton. Esta mujer muestra signos de ser una bruja y necesita vuestra ayuda.

— ¿Una bruja? —Dudó la viuda Beaton con educación—.

¿Era su madre bruja? ¿O su padre brujo?

—Ambos murieron cuando todavía era una niña. No estamos seguros de los poderes que poseían —admitió Edward, diciendo una de aquellas verdades a medias típicas de los vampiros. Luego le lanzó una bolsita llena de monedas sobre el regazo—. Os estaría muy agradecido si pudierais examinarla.

—Muy bien. —La viuda Beaton extendió los nudosos dedos hacia mi cara. Cuando nuestras pieles se tocaron, nos transmitimos una inconfundible oleada de energía. La anciana se sobresaltó.

— ¿Y bien? —inquirió Edward.

La viuda Beaton dejó caer las manos sobre el regazo. Se aferró a la bolsa de dinero y, por un momento, pareció como si fuera a volver a tirársela a él. Luego recobró la compostura.

—Lo que me imaginaba. Esta mujer no es una bruja, señor Masen.

Su voz era plana, aunque un poco más aguda de lo normal. Una oleada de desdén me subió desde el estómago y me llenó la boca de amargor.

—Si eso es lo que creéis, no tenéis tanto poder como la gente de Woodstock imagina —repliqué.

La viuda Beaton se levantó, indignada.

—Soy una curandera respetada, con conocimientos de hierbas que protegen a los hombres y a las mujeres de las enfermedades. El señor Masen conoce mis habilidades.

—Esas son las artes de una bruja. Pero nuestra gente posee también otros talentos —dije con cautela. Los dedos de Edward me apretaban dolorosamente la mano, incitándome a que me callara.

—No sé nada de tales talentos —respondió con premura.

La anciana era tan obstinada como mi tía Sarah y compartía su desdén por las brujas como yo, que podían valerse de los elementos sin ningún tipo de meticuloso estudio de la tradición de las artes de la brujería. Sarah conocía el uso de todo tipo de hierbas y plantas y recordaba a la perfección cientos de conjuros, pero ser bruja era algo más. La viuda Beaton lo sabía, aunque no lo admitiera.

—Sin duda hay alguna manera de determinar la envergadura de los poderes de esta mujer, además del simple sentido del tacto. Alguien con vuestras habilidades debe de saber cuál es —dijo Edward con un tono de leve mofa que era una clara provocación. La viuda Beaton dudó, mientras sopesaba la bolsa que tenía en la mano. Al final su peso la convenció para aceptar el reto. Deslizó el pago en un bolsillo que tenía oculto bajo las sayas.

—Hay pruebas para determinar si alguien es una bruja.

Algunas consisten en recitar una plegaria. Si una criatura trastabilla o duda aunque sea por un instante, querrá decir que el diablo anda cerca —declaró, adoptando un tono de misterio.

—El diablo no se ha mudado a Woodstock, viuda Beaton —dijo Tom. Parecía un padre intentando convencer a su hijo de que no había un monstruo debajo de la cama.

—El diablo está en todas partes, señor. Quien no lo cree así, cae presa de sus tretas.

—Eso no son más que fábulas humanas para asustar a los supersticiosos y a la gente sin carácter —dijo Tom con displicencia.

—Ahora no, Tom —susurró Walter.

—También hay otras señales —dijo George, deseoso, como siempre, de compartir sus conocimientos—. El demonio marca a las brujas con cicatrices y manchas para que se sepa que le pertenecen.

—Así es, señor —dijo la viuda Beaton—. y los hombres inteligentes saben buscarlas.

La sangre abandonó mi cabeza repentinamente, haciéndome sentir mareada. Si alguien lo hiciera, encontraría esas marcas en mi cuerpo.

—Debe de haber otros métodos —dijo Henry, alarmado.

—Los hay, mi señor. —El ojo lechoso de la viuda Beaton barrió la habitación. Señaló la mesa llena de instrumentos científicos y montones de libros—. Venid conmigo allí.

La mano de la viuda Beaton se deslizó en el mismo hueco de las sayas que le había proporcionado un escondrijo para las monedas, y sacó una maltrecha campana de latón. La dejó sobre la mesa.

—Traed una vela, si sois tan amable.

Henry le hizo el favor de inmediato y los hombres se reunieron alrededor, intrigados.

—Hay quien dice que el verdadero poder de una bruja procede del hecho de ser una criatura que está entre la vida y la muerte, entre la luz y la oscuridad. En las encrucijadas del mundo, es capaz de deshacer el trabajo de la naturaleza y de desenmarañar los lazos que unen el orden de las cosas.

—La viuda Beaton cogió uno de los libros y lo situó entre la vela del pesado candelabro de plata y la campana de latón. Entonces, bajó la voz—. Antiguamente, cuando los vecinos descubrían a una bruja, la echaban de la iglesia tocando una campana para indicar que estaba muerta. —La viuda Beaton levantó la campanilla y la hizo sonar con un giro de muñeca. Entonces la soltó y esta permaneció suspendida sobre la mesa, todavía tañendo. Tom y Kit se inclinaron hacia delante, George dio un respingo y Henry se santiguó. A la viuda Beaton parecieron complacerle aquellas reacciones y se centró en la traducción al inglés de un clásico griego, los Elementos, de Euclides, que estaba sobre la mesa junto con varios artilugios matemáticos de la amplia colección de Edward

—Entonces el sacerdote cogía un libro sagrado, la Biblia, y la cerraba para demostrar que a la bruja se le negaba el acceso a Dios. —Los Elementos se cerraron de golpe. George y Tom se sobresaltaron. Los miembros de la Escuela de la Noche eran inesperadamente susceptibles, para ser hombres que se consideraban inmunes a la superstición.

—Finalmente, el cura apagaba una vela, lo que representaba que la bruja no tenía alma. —Los dedos de la viuda Beaton se acercaron a la llama y pellizcaron la mecha. La luz se fue y una fina columna de humo gris se alzó en el aire.

Los hombres estaban fascinados. Hasta Edward parecía agitado. El único sonido de la habitación era el crepitar del fuego y el constante tañido metálico de la campana.

—Una verdadera bruja puede volver a encender el fuego, abrir las páginas del libro y hacer que la campana deje de tañer. Es una criatura maravillosa a ojos de Dios. —La viuda Beaton hizo una pausa para darle un efecto dramático, y su ojo lechoso giró en mi dirección—. ¿Podéis llevar a cabo tales actos, niña?

Cuando las brujas modernas cumplían trece años, eran presentadas al aquelarre local mediante una ceremonia inquietantemente semejante a las pruebas de la viuda Beaton. Las campanas de altar de las brujas tañen para dar la bienvenida a la joven bruja a la comunidad, aunque aquellas suelen ser de plata maciza pulida y pasan de generación en generación. En lugar de una Biblia o un libro de matemáticas, se lleva el libro de hechizos de la familia de la joven bruja para aportar el peso de la historia al acto. La última vez que Sarah había permitido que el libro de conjuros Bishop saliera de casa había sido en mi décimo tercer cumpleaños. En cuanto a la vela, su situación y propósito eran los mismos. Esa era la razón por la que las jóvenes brujas practicaban el encendido y apagado de velas desde una edad muy temprana.

Mi presentación oficial al aquelarre de Madison había sido un desastre, y con todos mis parientes de testigos.

Dos décadas después seguía teniendo la extraña pesadilla de la vela que no encendía, el libro que se negaba a abrirse y la campana que tañía con cualquier otra bruja, menos conmigo.

—No estoy segura —confesé, dubitativa.

—Inténtalo —me animó Edward, con tono confiado—.

Hace unos días encendiste unas velas.

Era cierto. Finalmente había sido capaz de iluminar las lámparas de calabaza que bordeaban el camino de acceso a la casa Bishop en Halloween. Sin embargo, no había tenido espectadores que presenciaran los primeros intentos fallidos. Hoy, los ojos de Kit y de Tom se clavaban en mí, expectantes. Apenas sentía el roce de la mirada de la viuda Beaton, pero era demasiado consciente de la atención familiar y fría de Edward. La sangre se me heló en las venas a modo de respuesta, como si se negara a generar el fuego necesario para aquel embrujo. Esperando lo mejor, me concentré en la mecha de la vela y susurré el conjuro.

No sucedió nada.

—Tranquila —murmuró Edward—. ¿Y el libro? ¿Por qué no empiezas por ahí?

Aparte de que hacer las cosas en el orden correcto era importante en la brujería, no sabía por dónde empezar con los Elementos, de Euclides. ¿Se suponía que debía centrarme en el aire atrapado entre las fibras del papel o convocar una brisa que levantara la cubierta? Era imposible pensar con claridad con aquel incesante tañido.

— ¿Podríais detener la campana? —imploré, mientras mi ansiedad aumentaba.

La viuda Beaton chascó los dedos y la campanilla de latón cayó sobre la mesa. Hizo un sonido metálico final que dejó vibrando sus bordes deformes, antes de quedarse en silencio.

—Es como yo os decía, señor Masen —dijo la viuda Beaton con una nota de triunfo—. Fuera cual fuese la magia que creéis haber presenciado, no era más que una ilusión.

Esta mujer no tiene poderes. El pueblo no tiene nada que temer.

—Puede que esté intentando atraparte, Edward —se  entrometió Kit—. No me extrañaría, viniendo de ella. Las mujeres son criaturas arteras.

Otras brujas habían proclamado lo mismo que la viuda Beaton, y con similar satisfacción. Sentí la repentina e intensa necesidad de demostrar que estaba equivocada y de borrar la mirada de «Ya lo sabía yo» de la cara de Kit.

—No sé encender una vela. Y nadie ha podido explicarme cómo abrir un libro o hacer que deje de sonar una campana. Pero, si no tengo poderes, ¿cómo explicáis esto? —Había un cuenco de fruta en las inmediaciones.

Más membrillos recién cogidos en el jardín brillaban dorados bajo aquella lóbrega luz. Elegí uno y lo sujeté en la palma de la mano, donde todos pudieran verlo.

Sentí un cosquilleo en la piel de la mano mientras me concentraba en la fruta que anidaba en ella. Veía su pulposa carne con tanta claridad como la áspera piel del membrillo, como si la fruta fuera de cristal. Cerré los ojos mientras mi ojo de bruja se abría y empezaba a buscar información. La conciencia se arrastró desde el centro de mi frente, me bajó por el brazo y me atravesó las yemas de los dedos. Se extendió como las ramas de un árbol y sus fibras serpentearon dentro del membrillo.

Uno a uno, me hice con los secretos de la fruta. Tenía un gusano en el corazón, abriéndose camino a mordiscos a través de la tierna carne. Me llamó la atención el poder que había encerrado allí y la lengua me hormigueó cálida, con sabor a luz del sol. La piel que tenía entre las cejas revoloteó de placer mientras me bebía la luz del sol invisible. «Cuánto poder», pensé. «Vida. Muerte». El público se desvaneció hasta ser insignificante. Lo único que importaba ya eran las posibilidades ilimitadas del conocimiento que descansaba en mi mano.

El sol respondió a alguna invitación silenciosa y dejó el membrillo, viajando hasta mis dedos. Instintivamente, intenté resistirme a la luz del sol que se acercaba y hacer que permaneciera en el sitio al que pertenecía —la fruta—, pero el membrillo se volvió marrón, se secó y se hundió en sí mismo.

La viuda Beaton dio un respingo que interrumpió mi concentración. Sorprendida, dejé caer la malograda fruta al suelo, que se espachurró contra la madera pulida. Cuando alcé la vista, Henry se estaba santiguando de nuevo, obviamente sorprendido, a juzgar por la fuerza de su mirada y los movimientos lentos y automáticos de su mano. Tom y Walter, por su parte, estaban concentrados en mis dedos, donde unos minúsculos hilos de luz solar estaban haciendo una fútil tentativa para recuperar la conexión rota con el membrillo. Edward sujetó mis manos chisporroteantes entre las suyas, ocultando los signos de mi poder indisciplinado. Mis manos continuaban echando chispas e intenté retirarlas para no quemarlo. Él negó con la cabeza, sin mover las manos, y me miró a los ojos como para decirme que era lo suficientemente fuerte como para absorber cualquier tipo de magia que pudiera cruzarse en su camino. Al cabo de un momento de duda, mi cuerpo se relajó sobre el suyo.

—Ya está. Se acabó —dijo enfáticamente.

—Puedo saborear la luz del sol, Edward. —Mi voz era aguda por el pánico—. Puedo ver el tiempo, esperando en las esquinas.

—Esa mujer ha hechizado a un wearh. Es obra del diablo —susurró la viuda Beaton. Estaba retrocediendo con cuidado, con los dedos en forma de horquilla para rechazar el peligro.

—No hay demonio en Woodstock —repitió Tom con firmeza.

—Tenéis libros llenos de extraños signos y de encantamientos mágicos —dijo la viuda Beaton, señalando los Elementos, de Euclides. Pensé que era una gran suerte que no hubiera oído casualmente a Kit leyendo en alto fragmentos de Doctor Fausto.

—Eso son matemáticas, no magia —protestó Tom.

—Llamadlo como queráis, pero he presenciado la verdad. Sois como ellos y me habéis hecho llamar para involucrarme en vuestros oscuros planes.

— ¿Como quienes? —preguntó Edward bruscamente.

—Como los eruditos de la universidad. Ahuyentaron a dos brujas de Duns Tew con sus preguntas. Querían nuestros conocimientos, pero condenaron a las mujeres que los compartieron. Y un aquelarre estaba empezando a formarse en Faringdon, pero las brujas se desperdigaron cuando empezaron a llamar la atención de hombres como vos. —Un aquelarre implicaba seguridad, protección, comunidad. Sin un aquelarre, una bruja era mucho más vulnerable a los celos y al temor de sus vecinos.

—Nadie está intentando echaros de Woodstock. —Solo pretendía tranquilizarla, pero un solo paso hacia ella hizo que se echara más hacia atrás.

—El demonio está en esta casa. Todo el pueblo lo sabe.

Ayer el señor Danforth dio un sermón a la congregación sobre los peligros de permitir que echara raíces.

—Estoy sola, soy una bruja como vos, sin una familia que me ayude —dije, intentando ganarme su compasión—.

Apiadaos de mí antes de que alguien más descubra lo que soy.

—No sois como yo, y no quiero problemas. No me compadeceré cuando el pueblo aúlle, sediento de sangre.

Yo no tengo ningún wearh que me proteja y ningún señor o caballero de la corte dará un paso adelante para defender mi honor.

—Edward, el señor Masen, nunca permitiría que os pasara nada malo.

Alcé la mano para prometerlo.

La viuda Beaton era una incrédula.

—No se puede confiar en los wearhs. ¿Qué haría el pueblo si descubriera lo que Edward Masen es en realidad?

—Ese asunto es entre vos y nosotros, viuda Beaton —le advertí.

— ¿De dónde sois, niña, que creéis que una bruja protegerá a otra? Es un mundo peligroso. Ninguna de nosotras está ya a salvo. —La anciana miró a Edward con odio—. Las brujas están muriendo a miles y los cobardes de la Congregación no hacen nada. ¿Por qué es así, wearh?

—Ya basta —dijo Edward fríamente—. Françoise, por favor, muéstrale a la viuda Beaton la salida.

—Me iré y con sumo gusto. —La anciana se irguió tanto como sus huesos retorcidos le permitieron—. Pero no olvidéis mis palabras, Edward Masen. Toda criatura en un día de viaje a la redonda sospecha que sois una bestia nauseabunda que se alimenta de sangre. Cuando descubran que estáis dando refugio a una bruja con estos oscuros poderes, Dios no se apiadará de aquellos que se han vuelto en su contra.

—Adiós, viuda Beaton. —Edward le dio la espalda a la bruja, pero la viuda Beaton estaba decidida a tener la última palabra.

—Cuidaos, hermana —gritó la viuda Beaton mientras se retiraba—. Brilláis demasiado para los tiempos que corren.

Todos los ojos de la habitación estaban posados sobre mí. Me moví, incómoda por tanta atención.

—Explicaos —dijo Walter en tono cortante.

—Bella no te debe ninguna explicación —le espetó Edward.

Walter levantó la mano en un gesto mudo de tregua.

— ¿Qué ha sucedido? —preguntó Edward en un tono más mesurado. Al parecer, a él si le debía una.

—Exactamente lo que había augurado: hemos espantado a la viuda Beaton. Ahora hará todo lo posible para distanciarse de mí.

—Debería haber sido más dócil. Le he hecho a esa mujer innumerables favores —susurró Edward.

— ¿Por qué no le dijiste cuál era mi relación contigo? — pregunté con voz queda.

—Probablemente por la misma razón por la que tú no me contaste lo que podías hacer con la fruta normal y corriente del jardín —replicó, agarrándome por el codo. Edward se volvió hacia sus amigos—. Tengo que hablar con mi esposa. A solas. —Me condujo hacia fuera.

— ¡Así que ahora vuelvo a ser tu esposa! —exclamé, mientras desembarazaba el codo de su mano.

—Nunca has dejado de ser mi esposa. Pero no todo el mundo tiene por qué conocer los detalles de nuestra vida privada. Ahora dime, ¿qué ha pasado ahí dentro? —inquirió, de pie al lado de una de las esferas de boj pulcramente podadas del jardín.

—Antes tenías razón: mi magia está cambiando. —

Aparté la mirada—. Algo similar les sucedió hace un rato a las flores de nuestro dormitorio. Me puse a colocarlas y saboreé el suelo y el aire que las había hecho crecer. Las flores se secaron cuando las toqué. Intenté hacer que la luz del sol regresara a la fruta. Pero no me obedeció.

—El comportamiento de la viuda Beaton debería haber desencadenado o bien el viento mágico porque te sentías atrapada, o bien el fuego mágico porque estabas en peligro.

Puede que el viaje en el tiempo haya dañado tu magia — sugirió Edward, frunciendo el ceño.

Me mordí el labio.

—Nunca debí perder los estribos y enseñarle lo que podía hacer.

—Ella sabía que eras poderosa. El olor de su miedo llenaba la habitación. —Su mirada era seria—. Tal vez era demasiado pronto para ponerte delante de una extraña.

Pero ya era demasiado tarde.

La Escuela de la Noche apareció en las ventanas, con sus pálidos rostros presionando los cristales como estrellas de una constelación sin nombre.

—La humedad le arruinará el vestido, Edward, y es el único decente que tiene —lo reprendió George, mientras sacaba la cabeza por la ventana de bisagras. La cara pequeña y delicada de Tom miraba a hurtadillas al lado del hombro de George.

— ¡Me he divertido enormemente! —gritó Kit, abriendo otra ventana con tanta fuerza que los cristales traquetearon —. Esa arpía es la bruja perfecta. Incluiré a la viuda Beaton en una de mis obras. Quién habría imaginado que podría hacer eso con una vieja campana.

—Tu pasado con las brujas no ha sido olvidado, Edward —dijo Walter, con los pies crujiendo sobre la grava mientras él y Henry se unían a nosotros fuera—. Se irá de la lengua. Las mujeres como la viuda Beaton siempre lo hacen.

—Si habla en contra de ti, Edward, ¿hay alguna razón para preocuparse? —preguntó Henry con dulzura.

—Somos criaturas, Hal, en un mundo humano. Siempre hay razones para preocuparse —dijo Edward en tono grave.

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