EL MANUSCRITO ASHMOLE

Autor: kdekrizia
Género: Sobrenatural
Fecha Creación: 14/05/2013
Fecha Actualización: 07/11/2014
Finalizado: NO
Votos: 50
Comentarios: 213
Visitas: 151938
Capítulos: 85

 

En el corazón de la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la apasionada historiadora Isabella Swan Bishop se topa en medio de sus investigaciones con el manuscrito identificado como Ashmole 782.

Descendiente de un antiguo linaje de brujas, Isabella intuye que el manuscrito está relacionado de alguna manera con la magia, pero no quiere tener nada que ver con la brujería. Y después de tomar algunas notas sobre sus curiosos dibujos, lo devuelve sin perder más tiempo a las estanterías. Lo que Isabella no sabe es que se trata de un manuscrito alquímico que ha estado perdido durante siglos y cuyo descubrimiento ha desencadenado que hordas de daimones, vampiros y brujas salgan a la luz de las salas de lectura de la Biblioteca. Una de esas criaturas es Edward Masen Cullen, un enigmático genetista, amante del buen vino y vampiro milenario, cuya alianza con Isabella se hará progresivamente más íntima y poco a poco surgirá entre ambos una relación que hará tambalear los tabúes asentados desde hace tiempo en un mundo secreto y encantado. La teoría de la evolución de Darwin no contempló todos los seres que habitan la Tierra. Desde Oxford a Nueva York, y de aquí a Francia, la magia, la alquimia y la ciencia nos desvelan sus verdaderos vínculos en el libro definitivo sobre la brujería y sus poderes.

 

BASADO EN EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS DE DEBORAH HARKNESS

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Capítulo 60: CAPÍTULO 60

Capítulo 60

 

Voy a salir.

Françoise levantó la vista de su labor. Treinta segundos después, Pierre estaba subiendo por las escaleras. Si Edward hubiera estado en casa, sin duda habría aparecido también él, pero se hallaba fuera ocupándose de unos

misteriosos negocios en la ciudad. Al levantarme, había visto su traje de agua todavía secándose al lado del fuego.

Lo habían requerido en plena noche y había regresado solo para volver a marcharse una vez más.

—¿De verdad lo vais a hacer?

Françoise entornó los ojos. Sospechaba que no tramaba nada bueno desde que me había vestido. En lugar de refunfuñar por el número de enaguas que me ponía por la cabeza, ese día había añadido una más hecha de cálida

franela gris. Luego habíamos discutido sobre el vestido que debía ponerme. Yo prefería la ropa cómoda que me había traído de Francia a las prendas más espléndidas de Rose de Cullen. La hermana de Edward, con sus cabellos

oscuros y su piel de porcelana, podía permitirse un vestido de terciopelo de un llamativo color turquesa («cardenillo», me había corregido Françoise) o uno de un enfermizo tafetán verde grisáceo (oportunamente denominado

«español moribundo»), pero esos tonos quedaban espantosos con mis pálidas pecas y mis rizos de color dorado rojizo, además de ser demasiado ostentosos para lucirlos por la ciudad.

—Tal vez madame debería esperar hasta que el señor Masen regrese —sugirió Pierre, mientras cambiaba el peso de un pie a otro, nervioso.

—No, no lo creo. He hecho una lista de cosas que necesito y quiero ir a comprarlas yo misma —dicho lo cual, cogí la bolsa de piel llena de monedas que Carlisle me había dado—. ¿Debería llevar la bolsa o se supone que

tengo que guardar el dinero en el corpiño y pescar las monedas cuando sea necesario?

Aquella parte de la ficción histórica, lo de las mujeres guardando cosas en los vestidos, siempre me había fascinado. Estaba deseando descubrir si las cosas eran tan fáciles de sacar en público como sugerían los novelistas.

Lo que estaba claro era que, en el siglo XVI, no era tan fácil practicar sexo como se daba a entender en algunas novelas.

Había demasiada ropa de por medio, para empezar.

¡Madame no llevará dinero, desde luego!

Françoise señaló a Pierre, que aflojó las cuerdas de una bolsa que llevaba atada alrededor de la cintura. Al parecer no tenía fondo y albergaba un considerable alijo de instrumentos afilados, incluidos alfileres, agujas, algo que parecía una ganzúa y una daga. Una vez que hubo incluido en ella mi bolsa de cuero, esta empezó a tintinear al más mínimo movimiento.

Ya fuera, en Water Lane, caminé con toda la determinación que me permitían los zuecos (esas cuñas de madera que se ponían sobre los zapatos para no mancharlos), en dirección a San Pablo. La capa ribeteada de piel se inflaba alrededor de mis pies y el grueso tejido hacía de barrera para la pesada niebla. Estábamos disfrutando de un respiro temporal de los recientes aguaceros, pero el tiempo no era ni mucho menos seco.

La primera parada fue en la panadería del señor Prior para comprar algunos bollos tachonados con grosellas y frutas confitadas. Últimamente tenía hambre por las tardes y me apetecía algo dulce. La siguiente visita fue a una

ajetreada imprenta marcada con la señal de un ancla, cerca del callejón que unía Blackfriars con el resto de Londres.

—Buenos días, señora Masen —me saludó el propietario en cuanto crucé el umbral. Al parecer, mis vecinos me conocían sin necesidad de haberme presentado —. ¿Estáis aquí para recoger el libro de vuestro marido?

Asentí con convicción, a pesar de ignorar de qué libro estaba hablando, y sacó un ejemplar delgado que descansaba en una estantería alta. Lo hojeé y vi que trataba de temas militares y balística.

—Lamento que no hubiera ninguna copia encuadernada de vuestro libro de física —dijo, mientras envolvía la compra de Edward—. Cuando podáis desprenderos de él, haré que lo encuadernen como os merecéis.

Así que de ahí era de donde venía mi compendio de enfermedades y remedios.

—Gracias, señor… —empecé, pero se me apagó la voz.

—Field —terminó él.

—Señor Field —repetí. Una mujer de ojos brillantes con un bebé en la cadera salió de la oficina que había en la parte de atrás de la tienda, con un niño pequeño colgado de las faldas. Tenía los dedos rudos y llenos de tinta incrustada.

—Señora Masen, esta es mi esposa, Jacqueline.

—Ah. Señora Masen —me cumplimentó la mujer, con un leve acento francés que me recordó a Esme—.

Vuestro esposo nos ha dicho que sois una gran lectora y Margaret Hawley asegura que estudiáis alquimia.

Jacqueline y su marido sabían mucho de mí. Sin duda también habían sido informados del número que calzaba y del tipo de pastel de carne que prefería. Por lo tanto, lo que me pareció más raro aún era que nadie de Blackfriars pareciera haberse dado cuenta de que era una bruja.

—Sí —dije, enderezando las costuras de los guantes—.

¿Vendéis papel suelto, señor Field?

—Desde luego —respondió Field frunciendo el ceño con aire confuso—. ¿Ya habéis rellenado vuestro libro con cosas comunes? —Vaya. Él también había sido el proveedor de mi cuaderno.

—Necesito papel para correspondencia —le expliqué— y lacre. Y un sello. ¿Puedo comprarlos aquí?

En la librería de Yale había todo tipo de papelería, plumas y barritas de lacre de vivos colores y punta totalmente roma, junto con sellos baratos de latón en forma de letras. Field y su esposa intercambiaron sendas

miradas.

—Os enviaré más papel esta tarde —dijo—. Pero querréis a un orfebre que os convierta el sello en un anillo.

Lo único que yo tengo aquí son letras usadas de la imprenta esperando a ser fundidas y remodeladas.

—O podríais ir a ver a Nicholas Vallin —sugirió Jacqueline—. Es experto en metales, señora Masen, y también hace muy buenos relojes.

—¿Calle abajo? —pregunté, señalando por encima del hombro.

—Él no es orfebre —protestó Field—. No queremos ocasionar ninguna molestia a monsieur Vallin.

Jacqueline permaneció imperturbable.

—Vivir en Blackfriars tiene sus beneficios, Richard.

Trabajar fuera de las regulaciones de los gremios es uno de ellos. Además, la Compañía de Orfebres no vendrá a importunar a nadie por algo tan insignificante como el anillo de una mujer. Si queréis lacre, señora Masen,

tendréis que acudir al boticario.

El jabón también estaba en la lista de la compra. Y los boticarios usaban aparatos de destilación. Aunque, por necesidad, mi objetivo estaba dejando de ser la alquimia para que la magia ocupara su lugar, no había motivo alguno

de desaprovechar una oportunidad para aprender algo más útil.—

¿Dónde está el boticario más cercano?

Pierre tosió.

—Tal vez deberíais consultarlo con el señor Masen.

Edward tendría todo tipo de opiniones, la mayoría de las cuales estarían relacionadas con enviar a Françoise o a Pierre a buscar lo que necesitaba. Los Field esperaban mi respuesta con interés.

—Tal vez —dije, mirando indignada a Pierre—. Pero aun así me gustaría oír la recomendación de la señora Field.

—John Hester está muy bien considerado —dijo Jacqueline con aire malicioso, mientras soltaba al niño pequeño de sus faldas—. Me dio una tintura para el oído de mi hijo que le curó el dolor.

John Hester, si no me fallaba la memoria, también estaba interesado en la alquimia. Tal vez conociera a alguna bruja.

Mejor aún, él mismo podría ser brujo, lo que encajaría de forma admirable con mis verdaderas intenciones. Ese día no había salido simplemente a comprar. Había salido para que me vieran. Los brujos eran un grupo muy curioso. Si me ofrecía a mí misma como cebo, alguno picaría.

—Se comenta que incluso la condesa de Pembroke le pide consejo en relación a las migrañas del señorito — añadió su esposo. Así que todo el vecindario también estaba al tanto de que había ido al castillo de Baynard. Mary tenía razón: nos estaban vigilando—. La tienda del señor Hester está cerca de Paul’s Wharf y tiene un cartel de un alambique.

—Gracias, señora Field.

Paul’s Wharf debía de estar cerca del atrio de San Pablo, así que podría ir esa misma tarde. Redibujé el mapa mental de la excursión de ese día.

Después de despedirnos, Françoise y Pierre giraron hacia el callejón para ir hacia casa.

—Voy a seguir hasta la catedral —dije, yendo en la otra dirección.

Inusitadamente, de pronto, Pierre estaba delante de mí.

—A milord no le gustará.

—Milord no está aquí. Edward ha dejado instrucciones estrictas de que no fuera allí sin ti. No dijo que fuera una prisionera en mi propia casa. —Le entregué el libro y los bollos a Françoise—. Si Edward regresa antes que yo, dile dónde estamos y que volveré pronto.

Françoise cogió los paquetes, intercambió una larga mirada con Pierre y echó a andar por Water Lane.

Prenez garde, madame —murmuró Pierre mientras pasaba por delante de él.

—Yo siempre tengo cuidado —dije con tranquilidad, metiendo directamente el pie en un charco.

Dos coches de caballos habían colisionado y estaban bloqueando la calle que llevaba a San Pablo. Los vehículos de madera recordaban a los vagones cerrados y no tenían nada que ver con los elegantes carruajes de las películas de Jane Austen. Los bordeé con Pierre pisándome los talones

y esquivé a los caballos alterados y a los no menos irritados ocupantes, que estaban en medio de la calle discutiendo a gritos sobre quién había tenido la culpa. Solo los cocheros parecían indiferentes, charlando el uno con el

otro tranquilamente desde el pescante, por encima de la refriega.

—¿Esto sucede a menudo? —le pregunté a Pierre, mientras me echaba hacia atrás la capucha para poder verlo.

—Estos nuevos vehículos son un incordio —dijo agriamente—. Era mucho mejor cuando la gente iba andando o a caballo. Pero no hay problema. Nunca ganarán popularidad.

«Eso le dijeron a Henry Ford», pensé.

—¿Paul’s Wharf queda muy lejos?

—A milord no le gusta John Hester.

—Eso no es lo que he preguntado, Pierre.

—¿Qué desea comprar madame en el atrio?

La técnica de distracción de Pierre me sonaba de mis años de colegio. Pero no tenía intención alguna de contarle a nadie la verdadera razón por la que estábamos recorriendo Londres.

—Libros —me limité a decir.

Entramos en el recinto de San Pablo, donde cada centímetro que no estaba tomado por el papel se veía ocupado por alguien vendiendo un bien o servicio. Un bondadoso hombre de mediana edad estaba sentado en un taburete, dentro de un cobertizo anexo a una cabaña, construida literalmente contra una de las paredes de la catedral. Ese no era, de ninguna manera, un lugar inusual para una oficina en aquel lugar. Un corrillo de gente se apiñaba alrededor de su puesto. Con un poco de suerte, habría alguna bruja entre ellos.

Me dirigí hacia la multitud. Parecían ser todos humanos.

Qué decepción.

El hombre levantó la vista, asombrado, de un documento que estaba transcribiendo cuidadosamente para un cliente que estaba esperando. Era un escribano. «Por favor, que no sea William Shakespeare», rogué.

—¿Puedo ayudaros, señora Masen? —preguntó este con acento francés.

«No es Shakespeare». Pero ¿cómo estaba al tanto de mi identidad?

—¿Tenéis lacre? ¿Y tinta roja?

—No soy boticario, señora Masen, sino un pobre profesor.

Sus clientes empezaron a murmurar sobre los escandalosos beneficios de los que disfrutaban los tenderos, los boticarios y otros extorsionadores.

—La señora Field me ha dicho que John Hester hace un lacre excelente.

Las cabezas se volvieron hacia mí.

—Pero un poco caro. Al igual que su tinta, fabricada a partir de flores de iris.

La afirmación del hombre fue confirmada por los murmullos de la multitud.

—¿Podéis señalarme la dirección en la que está su tienda?

Pierre me agarró por el codo.

Non —me susurró al oído. Como aquello solo logró atraer más la atención de los humanos, me volvió a soltar de nuevo.

El escribano levantó la mano y señaló hacia el este.

—Lo encontraréis en Paul’s Wharf. Id hasta Bishop’s Head y girad hacia el sur. Aunque monsieur Cornu conoce el camino.

Volví la vista hacia Pierre, que miraba fijamente a un punto cualquiera sobre mi cabeza.

—¿De verdad? Gracias.

—¿Es esa la esposa de Edward Masen? —dijo alguien

riendo entre dientes mientras nos alejábamos de la multitud —. Mon dieu. No me extraña que parezca agotado.

No fui de inmediato en dirección a la botica. En lugar de ello, con los ojos fijos en la catedral, comencé a circunnavegar lentamente su enorme forma. Era sorprendentemente elegante dado su tamaño, pero aquel desafortunado rayo había echado a perder su aspecto para siempre.

—Este no es el camino más rápido para Bishop’s Head.

Pierre estaba un paso por detrás de mí en lugar de los habituales tres, por lo que tropezó conmigo cuando me detuve para alzar la vista.

—¿Cómo era de alto el chapitel?

—Casi tan alto como el largo del edificio. A milord siempre le fascinó cómo habían logrado hacerlo tan alto.

La aguja desaparecida habría hecho que todo el edificio se elevara, con el esbelto pináculo haciendo eco de las delicadas líneas de los contrafuertes y de las altas ventanas góticas.

Sentí un subidón de energía que me recordó el templo de la diosa que había cerca de Sept-Tours. Muy por debajo de la catedral, algo notó mi presencia. Lo demostró con un susurro, con un leve movimiento bajo mis pies y con un

suspiro de reconocimiento, antes de desaparecer. Allí había poder, de ese que resultaba irresistible para las brujas.

Me retiré la capucha de la cara y observé concienzudamente a los compradores y los vendedores del atrio de San Pablo. Daimones, brujas y vampiros miraban fugazmente de vez en cuando hacia donde yo estaba, pero

había demasiada actividad como para llamar la atención.

Necesitaba una situación más íntima.

Continué pasando por delante de la cara norte de la catedral y la rodeé por el extremo este. El ruido aumentó.

Allí toda la atención se centraba en un hombre subido a un púlpito al aire libre cubierto por un tejado que tenía una cruz arriba del todo. A falta de algún artilugio eléctrico para dirigirse al público, el hombre mantenía a la audiencia enganchada gritando, haciendo gestos dramáticos y evocando imágenes de fuego y azufre.

No había manera de que una bruja pudiera competir con tanto infierno y condenación. A menos que hiciera algo peligrosamente conspicuo, cualquier bruja que me viera pensaría que no era más que una criatura que iba de

compras, como ella. Ahogué un suspiro de frustración. Mi plan me había parecido infalible, por su simplicidad. En Blackfriars no había brujas. Pero allí, en San Pablo, había demasiadas. Y la presencia de Pierre disuadiría a cualquier criatura curiosa que se quisiera acercar a mí.

—Quédate aquí y no te muevas —le ordené, mirándolo con severidad. Las oportunidades de llamar la atención de una bruja amistosa podían aumentar si él no estaba allí irradiando desaprobación vampírica. Pierre se recostó

contra el soporte vertical de un puesto de libros y clavó la mirada en mí sin mediar palabra.

Me adentré en la multitud que había al pie de Paul’s Cross, mirando de izquierda a derecha como si estuviera buscando a un amigo que hubiera perdido. Esperé el cosquilleo de alguna bruja. Estaban allí. Podía sentirlas.

—¿Señora Masen? —gritó una voz familiar—. ¿Qué os trae por aquí?

El rostro rubicundo de George Chapman surgió entre los hombros de dos caballeros de aspecto adusto que estaban escuchando cómo el predicador maldecía las calamidades del mundo en un conciliábulo pecaminoso de católicos y aventureros mercaderes.

No había encontrado a ninguna bruja, pero los miembros de la Escuela de la Noche estaban, como siempre, por todas partes.

—Estoy buscando tinta. Y lacre. —Cuanto más repetía aquello, más estúpido sonaba.

—Entonces necesitaréis una botica. Venid, os llevaré con mi proveedor. —George me ofreció el codo—. Es bastante razonable, además de hábil.

—Se está haciendo tarde, señor Chapman —dijo Pierre, materializándose de la nada.

—La señora Masen debería tomar el aire mientras tiene oportunidad. Los barqueros dicen que pronto volverá a llover y raras veces se equivocan. Además, la tienda de John Chandler está justo al otro lado de las murallas, en Red Cross Street. No es ni media milla.

El encuentro con George ahora parecía más fortuito que exasperante. Seguramente encontraríamos a alguna bruja durante el paseo.

—Edward no se opondría a que diera un paseo con el señor Chapman… Especialmente si tú también me acompañas —le dije a Pierre, mientras cogía del brazo a George—. ¿Queda vuestra botica cerca de Paul’s Wharf?

—Más bien al contrario —dijo George—. Pero no querréis comprar en Paul’s Wharf. John Hester es el único boticario que hay allí y sus precios están muy por encima de los límites del sentido común. El señor Chandler os

prestará mejor servicio, a mitad de precio.

Puse a John Hester en mi lista de tareas para otro día y me así al brazo de George. Salimos del atrio de San Pablo y nos dirigimos hacia el norte, pasando por delante de suntuosas casas y jardines.

—Ahí es donde vive la madre de Henry —dijo George, señalando un grupo de edificaciones particularmente imponentes que había a nuestra izquierda—. Él odia el lugar y vivía justo a la vuelta de la esquina de la casa de Edward

hasta que Mary lo convenció de que aquella morada no era digna de un conde. Ahora se ha mudado a una casa de Strand. Mary está encantada, pero a Henry le parece sombría y la humedad no se lleva bien con sus huesos.

Los muros de la ciudad estaban nada más pasar la casa familiar de Percy. Construidas por los romanos para defender Londinium de los invasores, todavía delimitaban los lindes oficiales. Más allá de Aldersgate y tras atravesar un puente bajo, se llegaba a una zona de campo abierto y de

casas arracimadas alrededor de iglesias. Me llevé una mano enguantada a la nariz al percibir el olor que acompañaba a aquel paisaje pastoril.

—Las cloacas de la ciudad —dijo George excusándose, mientras señalaba un río de aguas residuales que discurría bajo nuestros pies—. Lamentablemente, es la ruta más directa. Pronto disfrutaremos de un aire más salubre.

Me enjugué los ojos llorosos y esperé sinceramente que así fuera.

George me hizo recorrer toda la calle, que era lo suficientemente ancha como para albergar a los carruajes que pasaban, a los carromatos llenos de comida e incluso a un rebaño de bueyes. Mientras caminábamos, iba charlando de la visita que le había hecho a su editor, William Ponsoby. A Chapman le sorprendió sobremanera que no me sonara el nombre. Yo sabía lo justo sobre los aspectos del comercio literario isabelino y eso le hizo seguir hablando del tema. George estaba encantado de chismorrear sobre

los numerosos dramaturgos a los que Ponsoby había desairado, incluido Kit. Ponsoby prefería trabajar con el grupo de literatos serios y, de hecho, su rebaño de autores era verdaderamente ilustre: Edmund Spencer, la condesa de Pembroke, Philip Sidney…

—Ponsoby también estaría dispuesto a publicar los poemas de Edward, pero él se ha negado.

George meneó la cabeza, perplejo.

—¿Sus poemas?

Me detuve en seco. Sabía que Edward admiraba la poesía, pero no que la escribiera.

—Sí. Edward insiste en que sus versos solo son adecuados para los ojos de sus amigos. Todos estamos orgullosos de su elegía por el hermano de Mary, Philip Sidney. «Mas los ojos y el oído y toda inteligencia / se mostraban

obnubilados por su dulce excelencia». —George sonrió—.

Es un trabajo maravilloso. Pero Edward es poco dado a la prensa y se lamenta de que solo ha generado discordia y opiniones en absoluto recomendables.

A pesar de su moderno laboratorio, Edward era un carca con su gusto por los relojes antiguos y los automóviles de época. Apreté los labios para evitar sonreír ante aquella última evidencia de su tradicionalismo.

—¿De qué tratan sus poemas?

—Del amor y la amistad, principalmente, aunque recientemente él y Walter han estado intercambiando versos sobre… temas más oscuros. De un tiempo a esta parte, parecen pensar con una sola mente.

—¿Más oscuros? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Él y Walter no siempre aprueban lo que sucede a su alrededor —dijo George en voz baja, mientras sus ojos escrutaban los rostros de los transeúntes—. Pueden ser propensos a la impaciencia (especialmente Walter) y a menudo refutan las mentiras de aquellos que se encuentran

en puestos de poder. Es una tendencia peligrosa. —Las mentiras… —repetí lentamente. Había un poema famoso titulado «La mentira». Era anónimo, pero se le atribuía a Walter Raleigh—. «Decidle al tribunal si refulge

/ y brilla como la madera podrida».

—Así que Edward ha compartido esos versos con vos — comentó George, suspirando una vez más—. Es capaz de transmitir en unas cuantas palabras un notable abanico de sentimientos y significado. Es un talento que envidio.

Aunque el poema me resultaba familiar, la relación de Edward con él no. Pero ya habría mucho tiempo en las noches venideras para indagar sobre los logros literarios de mi marido. Dejé el tema y escuché mientras George

ofrecía sus opiniones sobre si a los escritores les exigían publicar demasiado para sobrevivir y la necesidad de correctores decentes que evitaran que los errores se infiltraran en los libros impresos.

—Ahí está la tienda de Chandler —dijo George, señalando hacia la intersección donde había una cruz inclinada sobre una plataforma elevada. Una pandilla de niños se entretenía rompiendo uno de los toscos adoquines

de la base. No hacía falta ser bruja para predecir que la piedra pronto atravesaría el escaparate de una tienda.

Cuanto más nos acercábamos al lugar donde el boticario tenía su negocio, más frío era el aire. Al igual que en San Pablo, allí había otra fuente de energía, aunque una atmósfera opresiva de pobreza y desesperación pendía

sobre el barrio. Había una antigua torre desmoronada en la zona norte de la calle y era como si una ráfaga de viento fuera capaz de llevarse las casas que la rodeaban. Dos jóvenes se acercaban arrastrando los pies, mirándonos con interés, hasta que un grave silbido de Pierre les hizo pararse en seco.

La tienda de John Chandler encajaba a la perfección en la atmósfera gótica del barrio. Era oscura, acre e inquietante.

Un búho disecado colgaba del techo y las mandíbulas llenas de dientes de alguna criatura desafortunada estaban tachonadas sobre el perfil de un cuerpo con los miembros amputados y rotos, atravesados por armas. El pobre hombre tenía una lezna de carpintero clavada en el ojo izquierdo en

un garboso ángulo.

Un hombre encorvado emergió tras una cortina, secándose las manos en las mangas de una enmohecida bata negra de bombasí. Esta guardaba cierto parecido con las togas académicas que llevaban los estudiantes

universitarios de Oxford y Cambridge y estaba igual de arrugada. Unos brillantes ojos de color avellana miraron a los míos sin rastro alguno de vacilación y mi piel cosquilleó al reconocerlo. Chandler era brujo. Tras haber

cruzado casi todo Londres, por fin había localizado a uno de los míos.

—Cada semana que pasa las calles que os rodean son más peligrosas, señor Chandler.

George echó un vistazo por la puerta a la pandilla que merodeaba por las cercanías.

—Esa jauría de niños está asilvestrada —dijo Chandler —. ¿Qué puedo hacer hoy por vos, señor Chapman?

¿Necesitáis más tónico? ¿Han regresado vuestros dolores de cabeza?

George hizo un detallado recuento de sus muchos dolores y achaques. Chandler murmuraba comprensivo de vez en cuando y acercó un libro de ventas. Ambos hombres se pusieron a leerlo concienzudamente, lo que me dio la oportunidad de examinar lo que me rodeaba.

Las boticas isabelinas eran, evidentemente, las tiendas de ultramarinos de la época, y el pequeño espacio estaba lleno hasta los topes de mercancía. Había montones de panfletos vistosamente ilustrados, como el del hombre herido clavado a la pared y tarros de frutas confitadas. En una mesa

había varios libros usados junto con unos cuantos ejemplares nuevos. Un juego de vasijas de barro aportaba un toque de luminosidad a la habitación, por lo demás lúgubre. Todas ellas estaban etiquetadas con nombres de especias y hierbas medicinales. Los especímenes del reino animal expuestos incluían no solo el búho disecado y la mandíbula, sino también algunos marchitos roedores atados por las colas. Descubrí tarros de tinta, plumas y también carretes de bramante.

La tienda estaba organizada en amplios campos temáticos. La tinta se hallaba cerca de las plumas y los libros usados, bajo el sabio y viejo búho. Los ratones colgaban sobre una vasija de barro en la que ponía «beneno

para ratas», situada al lado de un libro que prometía no solo ayudarte a pescar, sino a construir «diversos trevejos y celadas para cazar turones, águilas ratoneras, ratas, ratones y cualquier otro tipo de halimañas y vestias». Yo me había estado preguntando cómo librarme de los indeseados

huéspedes del ático de Edward. Los detallados diseños del panfleto excedían mis mañas, pero encontraría a alguien que pudiera ejecutarlos. Si el manojo de ratones de la tienda de Chandler servía de muestra, estaba claro que las trampas funcionaban.

—Disculpad, señora —murmuró Chandler, extendiendo un brazo por delante de mí. Fascinada, lo observé mientras se llevaba los ratones al banco de trabajo y les seccionaba las orejas con delicada precisión.

—¿Para qué son? —le pregunté a George.

—Las orejas de ratón molidas son eficaces contra las verrugas —explicó este con seriedad, mientras Chandler empuñaba la mano del mortero.

Aliviada por no estar aquejada de aquella particular dolencia, me dirigí lentamente hacia el búho que guardaba el departamento de papelería. Encontré un frasco de tinta roja, intensa y densa.

«A vuestro amigo wearh no le agradará tener que llevarse ese frasco a casa, señora. Está elaborado con sangre de tiburón y se emplea para escribir hechizos de amor».

Así que Chandler tenía el don del habla silenciosa. Dejé la tinta en su sitio y cogí un panfleto manoseado. En las imágenes de la portada se veía a un lobo atacando a un bebé, y a un hombre horriblemente torturado y posteriormente ejecutado. Me recordó a la prensa sensacionalista que había

al lado de las cajas registradoras de los supermercados modernos. Cuando pasé la página, me sorprendió leer algo sobre un tal Stubbe Peter que se convertía en lobo y se alimentaba de la sangre de hombres, mujeres y niños hasta que los mataba. No eran solo las brujas escocesas las que estaban en el candelero. También los vampiros.

Mis ojos volaron por la página. Noté con alivio que Stubbe vivía en la lejana Alemania. La ansiedad regresó cuando vi que el tío de una de sus víctimas regentaba la cervecería que se encontraba entre nuestra casa y el castillo de Baynard. Me horrorizaron los truculentos detalles de los asesinatos, además de hasta qué punto eran capaces de llegar los humanos con el fin de hacer frente a las criaturas que vivían entre ellos. En ese caso, Stubbe

Peter fue acusado de brujería, y su extraño comportamiento se atribuyó a un pacto con el diablo que le hacía posible cambiar de forma y satisfacer su antinatural sed de sangre. Pero era mucho más probable que aquel hombre fuera un vampiro. Deslicé el panfleto bajo el otro libro y me dirigí hacia el mostrador.

—La señora Masen precisa de algunos suministros —le explicó George al boticario mientras me acercaba. Chandler tomó la precaución de dejar la mente en blanco al oír mencionar mi nombre.

—Sí —dije lentamente—. Tinta roja, si disponéis de ella. Y un poco de jabón aromatizado, para lavar.

—Enseguida. —El brujo rebuscó entre unas cuantas vasijas pequeñas de peltre. Encontró la correcta y la puso sobre el mostrador—. ¿Y necesitáis lacre del mismo color de la tinta?

—Cualquiera que tengáis me irá bien, señor Chandler.

—Veo que tenéis uno de los libros del señor Hester — dijo George, cogiendo un ejemplar cercano—. Le he comentado a la señora Masen que vuestra tinta es tan buena como la de Hester y que cuesta la mitad.

El boticario sonrió levemente al oír el cumplido de George y puso varias barras de cera de color clavel y dos bolas de jabón de olor dulzón sobre la mesa, al lado de la tinta. Posé el manual de control de plagas y el panfleto

sobre el vampiro alemán en la superficie. Chandler levantó los ojos hacia los míos. Eran cautelosos.

—Sí —dijo Chandler—, el impresor de enfrente me ha dejado unas cuantas copias, como si tuviera que ver con algún tema médico.

—Eso también será del interés de la señora Masen — dijo George, añadiéndolo a mi montón. Me pregunté, no por vez primera, cómo los humanos podían ser tan ajenos a lo que pasaba a su alrededor.

—Pero no estoy seguro de que este tratado sea apropiado para una dama…

Chandler apartó la mirada, examinando significativamente mi anillo de casada.

La rápida respuesta de George ahogó mi propia réplica silenciosa.

—Oh, a su marido no le importará. Ella estudia alquimia.

—Me lo llevaré —dije con decisión.

Mientras Chandler envolvía nuestras compras, George le preguntó si podía recomendarle a algún fabricante de anteojos.

—A mi editor, el señor Ponsoby, le preocupa que los ojos me fallen antes de haber completado mi traducción de Homero —explicó, dándose importancia—. La sirvienta de mi madre me ha dado un remedio, pero no ha resultado.

El boticario se encogió de hombros.

—Esos remedios de viejas en ocasiones funcionan, pero los míos son más fiables. Os recetaré una cataplasma hecha de claras de huevo y agua de rosas. Empapad unas almohadillas de lino en ella y aplicadla sobre los ojos.

Mientras George y Chandler regateaban el precio de la medicina y se ponían de acuerdo para la entrega, Pierre cogió los paquetes y se quedó de pie al lado de la puerta.

—Adiós,  —dijo Chandler con una reverencia.

—Gracias por vuestra asistencia, señor Chandler — repliqué. «Soy nueva en la ciudad y busco un brujo que me ayude».

—De nada —dijo con suavidad—, aunque hay boticas excelentes en Blackfriars. —«Londres es un sitio peligroso. Tened cuidado con la gente a quien solicitáis ayuda».

Antes de que pudiera preguntarle al boticario cómo sabía dónde vivía, George ya me estaba pastoreando hacia la calle con un alegre «Adiós». Pierre me seguía tan de cerca que de vez en cuando podía sentir su frío aliento.

El impacto de las miradas era inconfundible mientras regresábamos de nuevo a la ciudad. Se había dado la voz de alarma mientras estaba en la tienda de Chandler y el anuncio de que una bruja extraña andaba cerca se había extendido por el vecindario. Por fin había cumplido el objetivo de esa tarde. Dos brujas salieron a la puerta de su casa cogidas del brazo y me escrutaron con cosquilleante hostilidad. Eran tan parecidas de rostro y de cuerpo que me pregunté si serían gemelas.

Wearh —murmuró una, mientras escupía hacia Pierre y ponía los dedos en forma de horquilla para alejar al diablo.

—Venga, señora. Es tarde —dijo Pierre, al tiempo que me sujetaba el antebrazo con los dedos.

El deseo de Pierre de alejarme de San Gil lo más rápido posible y el de George de tomarse una copa de vino hicieron que nuestro regreso a Blackfriars fuera mucho más rápido que el viaje de ida. Cuando regresamos sanos y salvos a El Venado y la Corona, todavía no había rastro de Edward, y Pierre desapareció en su busca. Poco después, Françoise empezó a hacer agudos comentarios sobre lo avanzado de la hora y mi necesidad de descanso. Chapman captó la indirecta y se despidió.

Françoise se sentó al lado de la chimenea con la labor al lado, mirando hacia la puerta. Yo probé mi tinta nueva marcando las cosas de la lista de la compra que ya tenía y añadiendo una trampa para las ratas. A continuación, me puse con el libro de John Hester. La hoja de papel en blanco discretamente doblada alrededor de este enmascaraba los salaces contenidos. Enumeraba curas para enfermedades venéreas que contenían, en su mayoría, concentraciones tóxicas de mercurio. No me extrañaba que

Chandler hubiera puesto objeciones para venderle un ejemplar a una mujer casada. Acababa de empezar el segundo y fascinante capítulo cuando oí unos murmullos procedentes del estudio de Edward. Françoise apretó la

boca y sacudió la cabeza.

—Necesitará más vino esta noche del que hay en la casa —comentó, mientras se dirigía hacia las escaleras con una de las jarras vacías que había al lado de la puerta.

Seguí el sonido de la voz de mi marido. Edward todavía estaba en el estudio quitándose la ropa y arrojándola al fuego.

—Es un hombre malvado, milord —dijo Pierre con seriedad, mientras le desabrochaba la espada a Edward.

—La palabra «malvado» no le hace justicia a ese desalmado. La palabra apropiada todavía no ha sido acuñada.

A partir de hoy juraría ante los jueces que es el mismísimo demonio.

Los largos dedos de Edward aflojaron los lazos de sus bombachos ajustados, que cayeron al suelo. Se agachó para recogerlos y los lanzó por los aires hasta el fuego, pero no lo suficientemente rápido como para ocultar las manchas de sangre. Un olor rancio a piedra húmeda, vejez y mugre evocó en mí repentinos recuerdos de cuando había estado cautiva en La Pierre. La náusea me subió a la garganta. Edward se dio la vuelta.

—Bella.

Edward se hizo cargo de mi angustia con una honda inspiración y se arrancó la camisa por la cabeza antes de pasar por encima de las botas que se había quitado y acercarse a mi lado vestido únicamente con un par de

calzones de lino. La luz del fuego le iluminaba los hombros a contraluz y una de sus muchas cicatrices —la larga y profunda que estaba justo sobre la articulación del hombro — parpadeó haciéndose visible e invisible.

—¿Estás herido?

Me esforcé para que las palabras salieran de mi garganta oprimida mientras continuaba mirando fijamente la ropa que ardía en la chimenea. Edward siguió mi mirada y maldijo en voz baja.

—La sangre no es mía.

Que Edward estuviera manchado de sangre de otra persona no era demasiado reconfortante.

—La reina me ordenó que estuviera presente en… el interrogatorio de un prisionero. —Aquella leve vacilación me hizo saber que la palabra que estaba evitando era «tortura»—. Permíteme asearme y me reuniré contigo para

cenar.

Las palabras de Edward eran cálidas, pero parecía cansado y contrariado. Y estaba procurando no tocarme.

—Has estado bajo tierra.

Aquel olor era inconfundible.

—He estado en la Torre.

—Y tu prisionero… ¿está muerto?

—Sí —reconoció Edward, pasándose la mano por la cara—. Esta vez tenía la esperanza de llegar con tiempo suficiente para evitarlo, pero calculé mal las mareas. Todo lo que pude hacer, una vez más, fue insistir en que pusieran

fin a su sufrimiento.

Edward ya había pasado por la muerte de aquel hombre con anterioridad. Hoy podía haber permanecido en casa sin preocuparse por un alma perdida en la Torre. Una criatura inferior así lo habría hecho. Extendí la mano para tocarlo, pero retrocedió.

—La reina me despellejará cuando descubra que el hombre murió antes de revelar sus secretos, pero ya no me importa. Al igual que la mayoría de los humanos, a Isabel le resulta sencillo hacer la vista gorda cuando le conviene.

—¿Quién era?

—Un brujo —dijo Edward inexpresivamente—. Sus vecinos lo denunciaron porque tenía un bebé con el pelo rojo. Temían que fuera una representación de la reina. Y la reina temía que el comportamiento de los brujos escoceses

Agnes Sampson y John Fian estuviera animando a los brujos ingleses a enfrentarse a ella. No, Bella. —Edward me hizo un gesto para que me quedara donde estaba cuando avancé para consolarlo—. Eso es lo más cerca que estarás jamás de la Torre y de lo que sucede en ella. Ve al salón.

Me reuniré contigo en breve.

Me resultó difícil dejarlo, pero satisfacer su petición era lo único que podía hacer por él, de momento. El vino, el pan y el queso que esperaban sobre la mesa me parecían poco apetecibles, pero cogí un trozo de uno de los bollos

que había comprado esa mañana y lo reduje lentamente a migajas.

—Has perdido el apetito.

Edward se deslizó en la sala, silencioso como un gato, y se sirvió un poco de vino. Se lo bebió de un largo trago y rellenó la copa.

—Y tú también —dije—. No te alimentas regularmente. Gallowglass y Hancock seguían invitándolo a que se uniera a ellos en sus cacerías nocturnas, pero Edward siempre se negaba.

—No quiero hablar de eso. Mejor háblame de cómo te ha ido el día.

«Ayúdame a olvidar». El susurro de las palabras no pronunciadas de Edward llenó la habitación.

—Hemos ido de compras. He recogido el libro que le encargaste a Richard Field y he conocido a su esposa, Jacqueline.

—Ah. —Edward sonrió de oreja a oreja y un poco de estrés abandonó su boca—. La nueva señora Field.

Sobrevivió a su último esposo y ahora está llevando a su segundo marido en un baile lleno de dicha. Ambas os habréis hecho amigas rápidamente a finales de la próxima semana. ¿Has visto a Shakespeare? Está alojado en casa de los Field.

—No —respondí, mientras añadía más migajas al montón cada vez mayor que había en la mesa—. He ido a la catedral. —Edward se inclinó ligeramente hacia delante —. Pierre estaba conmigo —dije apresuradamente, dejando

caer el bollo en la mesa—. Y me encontré a George.

—Sin duda estaría merodeando por Bishop’s Head esperando a que William Ponsoby le dijera algo agradable.

Edward bajó los hombros mientras se reía.

—No llegué a Bishop’s Head —confesé—. George estaba en Paul’s Cross, escuchando un sermón.

—Las multitudes que se reúnen para escuchar a los predicadores pueden ser impredecibles —dijo mi marido suavemente—. Pierre nunca permitiría que te entretuvieras allí. —Como por arte de magia, su sirviente apareció.

—No nos quedamos mucho tiempo. George me llevó a su botica. Compré algunos libros más y unas cuantas provisiones. Jabón. Lacre. Tinta roja.

Apreté los labios.

—El boticario de George vive en Cripplegate —dijo Edward con una voz súbitamente uniforme, antes de levantar la vista hacia Pierre—. Cuando los londinenses se quejan por causa de la delincuencia, el alguacil se traslada

hasta allí y detiene a todo aquel con aspecto peculiar o de haragán. Eso le facilita la vida.

—Si el alguacil tiene como objetivo Cripplegate, ¿por qué hay tantas criaturas en la zona de Barbican Cross y tan pocas aquí, en Blackfriars?

La pregunta cogió a Edward por sorpresa.

—Blackfriars fue en su momento tierra santa cristiana.

Los daimones, las brujas y los vampiros se habituaron a vivir en otros lugares lejos de aquí hace mucho tiempo y todavía no han vuelto. Barbican Cross, sin embargo, se erigió donde estaba el cementerio judío, hace cientos de años. Cuando los judíos fueron expulsados de Inglaterra,

los funcionarios municipales usaron las tumbas no consagradas para los delincuentes, los traidores y los excomulgados. Los humanos lo consideraban embrujado y evitaban el lugar.

—Así que la infelicidad que percibí también era por la muerte, no solo por la vida.

Las palabras se me escaparon antes de que pudiera detenerlas. Edward entornó los ojos.

Nuestra conversación no estaba mejorando su ánimo crispado y mi inquietud crecía por momentos.

—Jacqueline me recomendó a John Hester cuando le pregunté por una botica, pero George dijo que su proveedor era igual de bueno y menos caro. No le pregunté por el barrio.

—El hecho de que John Chandler no les esté vendiendo opiáceos a sus clientes como Hester es bastante más importante para mí que unas tarifas razonables. Aun así, no quiero que vayas a Cripplegate. La próxima vez que

necesites útiles de escritura, envía a Pierre o a Françoise a buscarlos. Mejor aún, visita la botica que está tres puertas más arriba, al otro lado de Water Lane.

—La señora Field no le dijo a madame que había una botica en Blackfriars. Hace unos meses, monsieur De Laune y Jacqueline discutieron por el mejor tratamiento para la garganta pútrida de su hijo mayor —murmuró Pierre

a modo de explicación.

—Me importa un bledo que Jacqueline y De Laune se hayan enfrentado cruzando sus espadas en la nave de San Pablo a plena luz del día. Bella no va a recorrer andando media ciudad.

—No solo Cripplegate es peligroso —dije, empujando el panfleto sobre el vampiro alemán hacia el otro lado de la mesa—. Le compré a Chandler el tratado de la sífilis de Hester y un libro para cazar animales. Este también estaba de oferta.

—¿Que has comprado qué?

Edward se atragantó con el vino, mientras centraba su atención en el libro errado.

—Olvídate de Hester. Este panfleto cuenta la historia de un hombre compinchado con el diablo que se transforma en un lobo y bebe sangre. Uno de los hombres de los que habla la publicación es nuestro vecino, el cervecero que está al lado del castillo de Baynard.

Di unos golpes con el dedo en el panfleto para añadirle énfasis.

Edward acercó el manojo de hojas sueltas. Contuvo el aliento cuando llegó a la parte importante. Luego se lo tendió a Pierre, que lo estudió con la misma rapidez.

—Stubbe es un vampiro, ¿no?

—Sí. No sabía que la noticia de su muerte hubiera viajado hasta tan lejos. Se supone que Kit debe contarme lo que se rumorea en los periódicos serios y en la prensa popular para poder encubrirlo, de ser necesario. No sé

cómo ha pasado esto por alto —comentó Edward,

dirigiéndole una mirada seria a Pierre—. Asegúrate de que se le asigna la tarea a alguien más y no permitas que Kit lo sepa.

Pierre inclinó la cabeza para indicar que lo había oído.

—Así que esas leyendas sobre hombres lobo no son más que tristes tentativas humanas de negar la existencia de los vampiros —dije, sacudiendo la cabeza.

—No seas demasiado dura con ellos, Bella. Por el momento están centrados en las brujas. Les tocará el turno a los daimones dentro de cien años, más o menos, a causa de la reforma de los sanatorios psiquiátricos. Después de

ello, los humanos se volverán contra los vampiros y las brujas ya no serán más que un perverso cuento de hadas para asustar a los niños.

Edward parecía preocupado, a pesar de sus palabras.

—A nuestro vecino de al lado le inquietan los hombres lobo, no las brujas. Y si te pueden confundir con uno, quiero que dejes de preocuparte por mí y empieces a cuidar de ti mismo. Además, ya no debería pasar mucho tiempo

antes de que una bruja llamara a nuestra puerta.

Tenía la certeza de que sería peligroso para Edward seguir buscando una bruja. En los ojos de mi esposo brilló una advertencia, pero este mantuvo la boca cerrada hasta que su rabia estuvo bajo control.

—Sé que estás deseando tener independencia, pero la próxima vez que decidas tomarte la justicia por tu mano, prométeme que antes lo discutirás conmigo.

Aquella respuesta era mucho más suave de lo que me esperaba.

—Solo si me prometes escucharme. Te están vigilando, Edward. Estoy segura de ello, y también Mary Sidney. Tú ocúpate de los asuntos de la reina y del problema de Escocia y deja que yo me haga cargo de esto.

Cuando abrió la boca para seguir negociando, negué con

la cabeza.

Escúchame. Vendrá una bruja. Te lo prometo.

 

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